Eclipse (Harry Hole 13)

Jo Nesbo

Fragmento

cap-1

Prólogo

—Oslo —dijo el hombre, y se llevó el vaso de whisky a los labios.

—¿Es el lugar que más amas? —preguntó Lucille.

Él tenía la mirada perdida, como si necesitara meditar la respuesta antes de asentir. Le observó mientras bebía. Era alto, incluso sentado en el taburete del bar sobresalía muy por encima de ella. Tendría diez, puede que veinte años menos que sus setenta y dos, con los alcohólicos no era fácil adivinarlo. El rostro y el cuerpo parecían tallados en madera: enjutos, limpios y duros. La piel pálida y la nariz recorrida por una fina red de venas azules, los ojos inyectados en sangre y el iris del color de un pantalón vaquero descolorido relataban que había vivido duro, que había bebido y caído hondo. Puede que también hubiera amado con intensidad.

En el mes que lo había convertido en otro habitual del Creatures había visto destellos de dolor en su mirada. Como un perro apaleado, expulsado de la manada, siempre solo al final de la barra. Junto a Bronco, el toro mecánico que Ben, el dueño del bar, se había llevado del plató de rodaje del sonado batacazo en taquilla Urban Cowboy, en la que había sido encargado de atrezo. Era un recordatorio de que Los Ángeles no era una ciudad construida sobre éxitos cinematográficos, sino un vertedero de derrotas humanas y financieras. Más del ochenta por ciento de las películas eran un fracaso y perdían dinero, la ciudad tenía la cifra más alta de personas sin techo de Estados Unidos, una densidad solo equiparable a la de Bombay y ciudades similares.

El tráfico estaba ahogando la urbe, solo quedaba la duda de si los crímenes callejeros, la violencia y la droga se adelantarían. Pero el sol brillaba. Sí, la jodida lámpara de dentista californiana nunca se apagaba, lucía inclemente, arrancaba destellos de diamantes auténticos a todas las baratijas de esta ciudad de mentira, como legítimas historias de éxito. Si supieran la verdad que ella, Lucille, conocía. Ella, que había estado allí, en escena y entre bambalinas.

Era evidente que ese hombre no había pisado un escenario, reconocía a los profesionales del gremio a la primera. Tampoco parecía ser uno de aquellos que observaban el escenario, admirados, esperanzados o con envidia. Más bien daba la sensación de que le importaba todo una mierda. De que iba a su bola. ¿Músico, tal vez? ¿Uno al estilo de Frank Zappa que producía sus propias composiciones inaccesibles en un sótano de Laurel Canyon y nunca sería un artista revelación?

Llevaba tiempo frecuentando el bar y Lucille había empezado a intercambiar con él un breve saludo, algún movimiento de cabeza, como hacen los clientes mañaneros de un bar para bebedores empedernidos, pero esta era la primera vez que se sentaba a su lado y le invitaba a una copa. Mejor dicho, pagó la copa que ya había pedido porque vio que Ben le devolvía la tarjeta de crédito con un gesto que daba a entender que no tenía saldo.

—¿Oslo te corresponde? —preguntó Lucille—. Esa es la cuestión.

—Lo dudo —respondió él. Se pasó la mano por el cabello cortado a cepillo, de un rubio macilento salpicado de canas, y ella se fijó en que el dedo corazón era una prótesis metálica. No era un hombre guapo y la cicatriz de color hígado que dibujaba una jota entre la comisura de los labios y la oreja, como si fuera un pez atrapado en un anzuelo, no mejoraba las cosas. Tenía algo, algo que resultaba a la vez feo, atractivo y un poco peligroso, lo tenía en común con colegas de la ciudad. Christopher Walken. Nick Nolte. Y era ancho de hombros. O tal vez lo parecía porque el resto era tan enjuto.

—Ah, sí, esos son los que más deseamos —dijo Lucille—. Los amores no correspondidos. Los que esperamos que nos amen si nos esforzamos un poco más.

—¿A qué te dedicas? —preguntó el hombre.

—Bebo —respondió ella levantando su vaso de whisky—. Y doy de comer a los gatos.

—Hum.

—Supongo que lo que querías preguntarme era quién soy. Y yo soy… —Bebió un trago mientras decidía qué versión le iba a dar. La que reservaba para las ocasiones sociales o la verdadera. Dejó el vaso y se decidió por la última. Qué cojones—. Una actriz que interpretó un gran papel. Julieta, en la que sigue siendo la mejor versión cinematográfica de Romeo y Julieta, que ya nadie recuerda. Un gran papel no parece mucho, pero es más de lo que logran la mayor parte de las actrices de esta ciudad. Me he casado tres veces, en dos ocasiones con ricos productores cinematográficos a los que abandoné tras firmar ventajosos divorcios, que también es más de lo que consiguen la mayoría de las actrices. El tercero fue el único al que amé. Un actor, un adonis sin dinero carente de disciplina y de conciencia. Se gastó todo mi dinero y me abandonó. Todavía le quiero, ojalá arda en el infierno.

Vació el resto de la copa, la dejó sobre la barra y le indicó a Ben que quería otra.

—Siempre ansío lo que no está a mi alcance y aposté todo mi dinero a un proyecto cinematográfico que me tentó con un gran papel para una señora entrada en años. Una iniciativa que contaba con un guion inteligente, actores que saben lo que hacen y un director que quería darle a la gente algo en lo que pensar. En resumen, una película que cualquier persona sensata comprende que está abocada al fracaso. Aquí me tienes: perdedora, fantasiosa y típica habitante de Los Ángeles.

El hombre de la cicatriz en forma de J sonrió.

—Vale, hasta aquí el análisis autoirónico —dijo ella—. ¿Cómo te llamas?

—Harry.

—No se puede decir que hables mucho, Harry.

—Hum.

—¿Sueco?

—Noruego.

—¿Huyes de algo?

—¿Doy esa impresión?

—Sí. Veo que llevas alianza. ¿Huyes de tu mujer?

—Está muerta.

—Ajá. Huyes de la pena. —Lucille levantó su copa para brindar—. ¿Sabes qué lugar amo más intensamente? Está aquí, es Laurel Canyon. No el de ahora, sino el de finales de los años sesenta. Tendrías que haber estado aquí, Harry. Si es que habías nacido.

—Sí, eso he oído por ahí.

Ella señaló las fotos enmarcadas detrás de la barra.

—Todos los músicos que frecuentaban este lugar —prosiguió—. Crosby, Stills, Nash y… ¿cómo se llamaba el último?

Harry volvió a sonreír.

—The Mamas and The Papas —añadió ella—. Carole King. James Taylor. Joni Mitchell. —Arrugó la nariz—. Tenía el aspecto y el soniquete de una alumna de la escuela dominical, pero trajo consigo a casi todos los que he nombrado. Incluso le echó el guante a Leonard, vivió aquí con ella un mes, o algo así. Me lo prestó una noche.

—¿Leonard Cohen?

—El mismo. Un buen hombre, dulce. Me enseñó a escribir versos con rima consonante. Me explicó que la mayoría comete el error de empezar con su mejor frase, y luego forzar la rima siguiente con algo mediocre. El truco está en poner la rima forzada en la primera frase, así nadie se percata. Si se te ocurre la hermosa «Your hair on the pillow like a sleepy golden storm» y luego, para que rime, escribes la banal «We made love in the morning, our kisses deep and warm», te lo has cargado. Pero si cambias el orden y escribes: «We made love in the morning, our kisses deep and warm, your hair on the pillow like a sleepy golden storm», entonces ambas frases adquieren una elegancia natural. Es así como lo escuchamos, porque pensamos que el poeta escribe en el mismo orden en que piensa. No es extraño, los seres humanos estamos programados para creer que lo que ocurre es consecuencia de un hecho anterior, no al contrario.

—Hum. ¿Lo que sucede es consecuencia de lo que va a ocurrir, no a la inversa?

—¡Exacto, Harry! ¿Lo entiendes?

—No estoy seguro. ¿Ejemplos?

—Por supuesto. —Vació la copa. Él debió percibir algo en su tono de voz, porque vio que enarcaba una ceja y rápidamente escaneaba el bar.

—Lo que ocurre en tiempo presente es que yo te cuento que debo dinero por una producción cinematográfica —dijo observando el aparcamiento polvoriento a través de los cristales sucios con las persianas a medio bajar—. No es una casualidad, sino una consecuencia de lo que va a ocurrir. Resulta que hay un Camaro blanco aparcado junto a mi coche ahí fuera.

—Con dos hombres dentro. Lleva veinte minutos ahí.

Ella asintió. Harry acababa de confirmar que no se había equivocado al adivinar su profesión.

—Vi ese coche delante de mi casa, arriba en Canyon, esta mañana —siguió—. No supuso ninguna conmoción, ya me han dado un aviso y me han advertido que mandarán gente a cobrar. Y no serán profesionales con licencia. Digamos que ese préstamo no me lo concedieron en un banco. Es muy probable que tengan algo que decirme cuando me dirija a mi coche. Supongo que, de momento, se conformarán con eso, advertencias y amenazas.

—Hum. Y ¿por qué me lo cuentas a mí?

—Porque eres policía.

De nuevo la ceja enarcada.

—¿Lo soy?

—Mi padre era policía… se os reconoce en todo el mundo. La cuestión es que te voy a pedir que me acompañes al salir de aquí. Si levantan la voz o me amenazan, quiero que salgas al porche y… bueno, que luzcas aspecto de policía para que salgan huyendo. Estoy bastante segura de que no llegaremos a ese extremo, pero me sentiré un poco más segura si tú nos vigilas.

Harry la observó con atención.

—Vale —dijo sin más.

Lucille estaba sorprendida. ¿No se había dejado convencer con demasiada facilidad? A la vez, había una firmeza en su mirada que le hacía confiar en él. Claro que también había confiado en el adonis. En el director y en el productor. En fin.

—Me voy —informó con brevedad.

Harry sostenía el vaso. Escuchaba el zumbido casi inaudible de los cubitos de hielo que se fundían. No bebió. Estaba sin blanca, había llegado al final del camino y tenía intención de disfrutar de esa copa todo el tiempo que fuera posible. Posó la mirada en una de las fotografías colgadas tras la barra. Era uno de los escritores favoritos de su juventud, Charles Bukowski, delante del Creatures. Ben le había contado que era de los años setenta. Bukowski rodeaba a un colega con el brazo, al amanecer, o eso parecía. Los dos vestidos con camisa hawaiana, con la mirada húmeda, las pupilas como cabezas de alfiler y una media sonrisa triunfal, como si acabaran de llegar al polo norte tras una travesía en extremo exigente.

Harry bajó la vista hacia la tarjeta de crédito que Ben había tirado sobre el mostrador.

Vacía. Liquidada. Se había acabado. Mission accomplished. Esto era todo: beber hasta que no quedara nada. Ni dinero, ni días, ni futuro. Solo faltaba comprobar si tenía valor o cobardía suficientes para rematar. En la pensión había guardado una vieja Beretta bajo el colchón. Se la había comprado por veinticinco dólares a los sin techo que vivían en las tiendas de campaña de Skid Row. Le quedaban tres balas. Se puso la tarjeta de crédito en la palma de la mano y cerró los dedos en torno a ella. Se giró y miró por la ventana. Siguió a la señora entrada en años mientras avanzaba por el aparcamiento. Qué pequeña era. Menuda, frágil y fuerte como un gorrión. Pantalones de color beige y chaqueta corta a juego. Había algo ochentero en su vestimenta de estilo arcaico, pero de buen gusto. Así llegaba triunfal al bar cada mañana. Hacía una entrée. Para un público de dos u ocho personas. «Lucille is here», solía anunciar Ben antes de empezar a servir su veneno favorito: whisky sour.

A Harry le recordaba a su madre, esa que había muerto en el hospital Radium de Oslo cuando él tenía quince años, la que le había provocado la primera herida en el corazón. No por cómo hacía notar su presencia Lucille, sino por la mirada tierna, risueña y, sin embargo, triste, propia de un alma bondadosa y, a la vez, resignada. La preocupación por los demás que manifestaba al preguntar por las últimas novedades sobre su salud, su vida amorosa y los más allegados. La consideración que tenía con Harry al dejar que siguiera estando solo en el otro extremo de la barra.

La madre, esa mujer de pocas palabras que era el faro de la vida familiar, su centro neurálgico, que manejaba los hilos con tal discreción que era fácil creer que era el padre quien decidía. La madre, que había sido el regazo seguro, quien siempre comprendía, a la que había amado por encima de todas las cosas y que, por ello, se había convertido en su talón de Aquiles.

En una ocasión, en segundo de primaria, su madre había llamado con suavidad a la puerta de clase para darle el almuerzo que había olvidado en casa. A Harry se le iluminó instintivamente la cara al verla, hasta que oyó las risas de algunos de sus compañeros y salió a zancadas al pasillo para decirle iracundo que le avergonzaba, que se marchara, que no necesitaba comida. Ella se había limitado a mirarle con una sonrisa pesarosa, le dio el sándwich, le acarició la mejilla y se marchó. Nunca lo mencionó. Lo había entendido, claro, como siempre lo captaba todo. Al acostarse aquella noche, él también lo comprendió. Que su malestar no lo había provocado ella, sino que todos hubieran visto su amor, su fragilidad. Pensó varias veces en pedirle perdón a lo largo de los años siguientes, pero supuso que a ella le habría parecido una tontería.

En el aparcamiento se levantó una nube de polvo que envolvió en un momento a Lucille, agarrada a sus gafas de sol. Vio abrirse la puerta del copiloto del Camaro blanco, y bajar a un hombre con camisa roja de piqué y gafas de sol. Se colocó delante del coche impidiendo que Lucille llegara al suyo.

Esperaba que se estableciera un diálogo entre ellos, pero el hombre dio un paso al frente y agarró a Lucille por el brazo. La arrastró hacia el Camaro. Harry vio cómo clavaba los tacones de los zapatos en la grava. Se fijó en que la matrícula del Camaro no era americana. Se bajó del taburete en ese mismo instante. Corrió hacia la puerta, la abrió de un codazo, el sol lo deslumbró y estuvo a punto de tropezarse con los dos escalones del porche. Se dio cuenta de que no estaba sobrio, ni mucho menos. Enfiló en dirección a los dos coches. Los ojos se fueron adaptando a la luz. Más allá del aparcamiento, al otro lado de la carretera que serpenteaba por la verde colina, había un ultramarinos sin clientela, pero no vio a nadie más que a Lucille y al hombre que la arrastraba hacia el Camaro.

—¡Policía! —gritó en inglés—. ¡Déjela ir!

—Por favor, quítese de en medio, señor —respondió el hombre con otro grito.

Harry concluyó que el tipo debía tener un pasado similar al suyo, solo los policías utilizan un lenguaje correcto en circunstancias como esa. Harry supo también que una intervención física era inevitable y que la regla número uno del combate cuerpo a cuerpo era sencilla: no esperes, quien ataca primero y con el máximo nivel de agresividad, gana. Por ese motivo no redujo la velocidad, y el otro debió comprender cuáles eran las intenciones de Harry, porque soltó a Lucille y echó mano de algo que llevaba a la espalda. Lanzó el brazo al frente. Sujetaba una pistola niquelada que Harry reconoció al instante. Una Glock 17 que le apuntaba.

Harry aflojó el paso, pero siguió avanzando hacia él. Vio el ojo del otro enfocando tras la pistola. Una pick-up que pasaba por la carretera ahogó en parte su voz:

—Vuelva corriendo por donde ha venido, señor. ¡Ahora!

Harry continuó caminando hacia él. Cayó en la cuenta de que aún sujetaba la tarjeta de crédito en la mano derecha. ¿Era así como acabaría todo? ¿En un aparcamiento polvoriento de un país extranjero, bañado por la luz del sol, en la ruina y ligeramente intoxicado, mientras intentaba hacer lo que fue incapaz de hacer por su madre, lo que había sido incapaz de hacer por ninguno de aquellos que le habían importado?

Entornó los ojos y cerró los dedos en torno a la tarjeta de crédito, formando un cincel con la mano.

El título de la canción de Leonard Cohen que ella había citado mal daba vueltas por su mente: «Hey, that’s no way to say goodbye».

Sí, claro que lo era.

cap-2

1
Viernes

Eran las ocho, media hora antes el sol de septiembre se había puesto sobre Oslo, y para los niños de tres años era hora de irse a la cama.

Katrine Bratt suspiró y susurró al teléfono:

—¿No puedes dormir, cielo?

—La abuela canta mal —respondió la voz infantil sorbiendo mocos—. ¿Dónde estás?

—Tenía que trabajar, cielo, pero muy pronto estaré en casa. ¿Quieres que mamá te cante un poco?

—Sí.

—Entonces tienes que cerrar los ojos.

—Sí.

—¿Blåmann?

—Sí.

Katrine empezó a cantar la melancólica nana con voz baja, grave. «Blåmann, Blåmann, mi carnero, piensa en tu niño pequeño».

No tenía ni idea de por qué, desde hacía más de cien años, los niños habían elegido irse a dormir con la historia de un chico angustiado que se pregunta por qué Blåmann, su cabra favorita, no ha regresado de los pastos y teme que la haya atacado un oso y que esté muerta, despedazada, en algún lugar de la montaña.

A pesar de eso, al cabo de la primera estrofa oyó cómo Gert respiraba despacio, profundamente, y tras la segunda, la voz susurrante de su suegra al aparato.

—Está dormido.

—Gracias —agradeció Katrine, que había estado tanto tiempo en cuclillas que tuvo que apoyar la mano en el suelo—. Iré en cuanto pueda.

—Tómate el tiempo que necesites, querida. Soy yo la que te agradece que quieras tenernos aquí. Se parece tanto a Bjørn cuando duerme, ¿sabes?

Katrine tragó saliva. Como siempre, fue incapaz de responder a ese comentario. No porque no echara de menos a Bjørn, ni porque no se alegrara de que los padres reconocieran a Bjørn en Gert, sino porque no era verdad, así de sencillo.

Se concentró en lo que tenía por delante.

—Una nana muy ruda —dijo Sung-min Larsen, que se había puesto en cuclillas a su lado—. «¿Tal vez ya la hayas palmado?».

—Lo sé, pero es la que pide siempre —dijo Katrine.

—Claro, y la consigue. —Su colega sonrió.

Katrine asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Alguna vez te has planteado por qué, de niños, dábamos por supuesto el amor incondicional de nuestros padres sin dar nada a cambio? Cuando en realidad éramos parásitos. Después nos hacemos mayores y la situación se transforma por completo. ¿En qué preciso momento crees tú que perdemos la fe en que merecemos ser amados sin condiciones solo por ser quienes somos?

—¿Te refieres a cuándo la perdió ella?

—Sí.

Bajaron la mirada hacia la joven que yacía sobre el lecho boscoso. Le habían bajado los pantalones y las braguitas hasta los tobillos, pero la cremallera del fino anorak estaba cerrada. El rostro, vuelto hacia el cielo estrellado, parecía muy pálido bajo los focos de los técnicos de escenarios de crímenes, situados entre los árboles. El maquillaje, que daba la impresión de haberse corrido y secado varias veces, formaba surcos. El cabello, de un color rubio obtenido a base de bombardearlo con productos químicos, se había pegado a un lado de su cara. Los labios estaban rellenos de silicona. Las pestañas postizas sobresalían como el alero de una casa por encima de un ojo hundido en la cuenca que, completamente fijo, miraba más allá. Del otro ojo, ausente, solo quedaba la cuenca vacía. Puede que fueran los productos químicos, apenas biodegradables, los que hubieran contribuido a que el cadáver se conservara bastante bien, a pesar de todo.

—Supongo que se trata de Susanne Andersen —comentó Sung-min.

—Yo también —dijo Katrine.

Ambos investigadores procedían de secciones distintas, ella de Delitos Violentos en el distrito policial de Oslo y él de Kripos, la Policía Judicial. Susanne Andersen, veintiséis años, estaba desaparecida desde hacía diecisiete días y había sido vista por última vez en la grabación de una cámara de seguridad en la estación de metro de Skullerud, a unos veinte minutos a pie de donde se encontraban. La única pista de la otra mujer desaparecida, Bertine Bertilsen, veintisiete años, era su coche, que había aparecido abandonado al otro lado de la ciudad, en un aparcamiento de Grefsenkollen, una zona frecuentada por excursionistas. La mujer que tenían delante llevaba el cabello rubio, lo que coincidía con las imágenes que la cámara había grabado de Susanne, mientras que Bertine, según familiares y amigos, últimamente llevaba el pelo castaño. Además, el cadáver no presentaba tatuaje alguno en los miembros inferiores desnudos, mientras que Bertine debía tener uno, el logo de Louis Vuitton, en el tobillo.

Hasta ese momento septiembre había sido un mes frío y seco, y las alteraciones del color de la piel del cadáver —azul, morado, amarillo, marrón— encajaban con que hubiera estado a la intemperie casi tres semanas. Lo mismo podía decirse del olor, que se debía a la producción de gases que se escapaban por todos los orificios corporales. Katrine también se había fijado en la franja de filamentos blancos bajo las fosas nasales: hongos. Larvas de mosca, amarillentas y ciegas, hervían en la gran herida del cuello. Katrine las había visto tantas veces que ya no le causaban impresión alguna. Al fin y al cabo, citando a Harry, las moscas azules son tan fieles como la hinchada del Liverpool. Aparecen a la hora y en el lugar que sea, llueva o truene, atraídas por el olor del trisulfuro de dimetilo que el cuerpo empieza a segregar desde el mismo momento de la muerte. Las hembras ponen huevos, y al cabo de unos días eclosionan las larvas y se atracan de carne putrefacta. Forman crisálidas, se transforman en moscas que buscan un cadáver en el que poner huevos y al cabo de un mes han culminado su existencia y mueren. Ese es su ciclo vital. No muy distinto del nuestro, pensó Katrine. O no tan distinto del mío.

Katrine miró alrededor. Los técnicos de criminalística, vestidos de blanco, se movían como fantasmas silenciosos entre los árboles, proyectaban sombras escalofriantes cada vez que el flash de sus cámaras los iluminaba. El bosque era grande. Østmarka se prolongaba milla tras milla hasta llegar a Suecia. Un corredor había encontrado el cadáver. O, mejor dicho, su perro, que iba suelto y desapareció del estrecho sendero de grava hacia el interior del bosque. Ya había oscurecido y el deportista, que llevaba un foco en la frente, lo había seguido mientras gritaba su nombre y acabó por encontrarlo moviendo el rabo junto al cadáver. Bueno, nadie había mencionado que meneara la cola, pero así se lo había imaginado Katrine.

—Susanne Andersen —susurró, sin saber muy bien a quién. Tal vez a la muerta, a modo de consuelo, para asegurarle que por fin la habían encontrado e identificado.

La causa de la muerte parecía evidente. El corte que le había abierto la garganta recorría el cuello menudo de Susanne Andersen como una sonrisa. Katrine vio restos de salpicaduras de sangre en el brezo y en el tronco de un árbol, a pesar de que las larvas de mosca, insectos varios y puede que otros animales ya habrían consumido la mayor parte.

—La han matado aquí.

—Eso parece —dijo Sung-min—. ¿Crees que la han violado? ¿O solo han abusado de ella después de matarla?

—Abusó después —opinó Katrine enfocando las manos de Susanne con la linterna—. No hay uñas rotas, ningún indicio de lucha. Intentaré que el Anatómico Forense inspeccione el cadáver durante el fin de semana, así sabremos qué opinan ellos.

—¿Autopsia?

—Dudo que pueda hacerse antes del lunes, como pronto.

Sung-min suspiró.

—Sí, bueno, supongo que solo es cuestión de tiempo que encontremos a Bertine Bertilsen, violada y con el cuello rebanado, en algún lugar de Grefsenkollen.

Katrine asintió. Sung-min y ella se habían conocido mejor durante el último año, y él había justificado su fama de ser uno de los mejores investigadores de la Policía Judicial. En opinión de muchos sería él quien se encargaría de dirigir la sección de Investigación de la Policía Judicial el día que Ole Winter lo dejara, y a partir de esa fecha la sección tendría un jefe mucho mejor. Podría ser, pero algunos manifestaban su escepticismo ante la idea de que la más destacada institución investigadora del país estuviera a cargo de un surcoreano adoptado y maricón que vestía como si perteneciera a la aristocracia británica. Su chaqueta de caza de tweed, de corte clásico, y sus botas de piel vuelta contrastaban con el fino anorak barato de Katrine y sus deportivas de Gore-Tex. Bjørn solía llamarlo «gorpcore», al parecer una moda internacional que hacía que la gente fuera al pub como si se dispusiera a escalar una montaña. Ella lo justificaba diciendo que era consecuencia de la vida que llevaba como madre de un bebé. Tenía que reconocer que su vestimenta, discreta y práctica, también se debía a que ya no era la joven y rebelde investigadora de talento, sino que estaba al frente de la sección de Delitos Violentos.

—¿Qué crees que es esto? —dijo Sung-min.

Sabía que estaba pensando lo mismo que ella. Y que ninguno quería decirlo en voz alta. Todavía no. Katrine carraspeó.

—Empecemos por analizar lo que tenemos aquí y por descubrir qué ha pasado.

—De acuerdo.

Katrine esperaba que la Policía Judicial repitiera con frecuencia ese «de acuerdo» en los próximos días. Claro que toda ayuda sería bienvenida. La Policía Judicial había comunicado que estaba a su disposición desde el momento en que denunciaron la desaparición de Bertine Bertilsen, una semana exacta después de la de Susanne y en circunstancias llamativamente similares. Ambas mujeres habían salido un martes por la noche, sin comentar con ninguno de aquellos con los que la policía había hablado adónde iban, y no volvieron a verlas. Había más factores que vinculaban a las dos mujeres. A partir de ese momento la policía descartó la teoría de que Susanne pudiera haber sufrido un accidente o se hubiese quitado la vida.

—Bien, pues quedamos en eso —aceptó Katrine poniéndose de pie—. Daré aviso al jefe.

Katrine tuvo que permanecer un rato de pie hasta volver a sentir las piernas. Se iluminó con el móvil para pisar las huellas que habían dejado al dirigirse al lugar del crimen. Tras cruzar las cintas policiales, sujetas entre los árboles, escribió en el teléfono las tres primeras letras del nombre de la comisaria de la sección. Bodil Melling respondió al tercer tono.

—Aquí Bratt. Siento llamar tan tarde, pero parece que hemos encontrado a una de las dos mujeres desaparecidas. Asesinada, le han cortado el cuello, salpicaduras propias de la sección de la yugular, probable violación o abusos. Muy probable que sea Susanne Andersen.

—Triste noticia —comentó Melling. Lo dijo sin emoción, y Katrine visualizó el rostro inexpresivo de Bodil Melling, la vestimenta incolora, el lenguaje corporal carente de carácter, su vida familiar sin duda libre de conflictos y la sexual, desprovista de emoción. La recién elegida jefa de la sección solo parecía mostrar algo de entusiasmo ante la inminente vacante del despacho de director de la policía. Melling no carecía de las cualificaciones precisas, pero Katrine la encontraba de un aburrido insoportable. A la defensiva. Cobarde.

—¿Convocas una rueda de prensa? —sugirió Melling.

—Vale. ¿Quieres…?

—No, mientras no tengamos una identificación definitiva del cadáver, te ocuparás tú.

—¿Junto con la Policía Judicial? Tenían agentes en el lugar de los hechos.

—Vale, bien. Si no quieres nada más… tenemos invitados en casa.

En la pausa que se produjo a continuación, Katrine oyó que hablaban en voz baja de fondo. Parecía un amistoso intercambio de opiniones, donde una parte se limita a confirmar y profundizar en lo que ya ha dicho la otra. Lazos sociales. Así lo prefería Bodil Melling. No había duda de que se molestaría si Katrine volvía a sacar el tema. Katrine lo había propuesto en el momento en que denunciaron la desaparición de Bertine Bertilsen y sospecharon que el mismo hombre podría haber asesinado a dos mujeres. No serviría para nada, Melling lo había dejado muy claro, había dado la discusión por zanjada. Katrine debería dejarlo estar.

—Solo una cosa más —dijo. Dejó que sus palabras quedaran flotando y tomó aire.

La comisaria se adelantó.

—La respuesta es no, Bratt.

—Es el único especialista que tenemos en este campo. Y es el mejor.

—Y el peor. Además, ya no lo tenemos. Gracias a Dios.

—La prensa preguntará por él. Querrán saber por qué no hemos…

—En ese caso responderás diciendo la verdad, que no sabemos dónde se encuentra. Teniendo en cuenta lo que le ocurrió a su esposa, su inestabilidad y su adicción, tampoco veo cómo podría resultar eficiente en la investigación de un asesinato.

—Creo que sé dónde puedo encontrarlo.

—Déjalo ya, Bratt. Si empiezas a recurrir a viejos héroes en el mismo momento en que estás sometida a cierta presión darás la sensación de que no valoras a la gente que está a tu servicio en la sección de Delitos Violentos. ¿Qué crees que pasaría con su autoestima y su motivación al saber que quieres traer de vuelta a una ruina retirada? A eso se le llama falta de liderazgo, Bratt.

—Vale —aceptó Katrine, y tragó saliva con dificultad.

—Bien, me alegro de que te valga. ¿Alguna cosa más?

Katrine lo pensó. Melling era capaz de dejarse provocar y enseñar un poco los dientes, a pesar de todo. Eso estaba bien. Observó la media luna que colgaba sobre las copas de los árboles. La noche anterior, Arne, el joven con el que llevaba saliendo casi un mes, le había contado que dentro de dos semanas habría un eclipse total de luna, la llamada luna de sangre, y que deberían celebrarlo. Katrine no tenía ni idea de lo que era la luna de sangre, pero estaba claro que ocurría cada dos o tres años, y Arne estaba tan entusiasmado que no quiso decepcionarlo diciendo que tal vez no deberían planificar algo para una fecha tan lejana en el tiempo como dos semanas puesto que apenas se conocían. Katrine nunca había rehuido los conflictos, prefería ser directa, puede que lo hubiera heredado de su padre, un policía de Bergen con más enemigos que días de lluvia en la ciudad: había aprendido a elegir sus batallas y el momento de librarlas. Al pensarlo comprendió que, a diferencia de un enfrentamiento con un hombre con el que no sabía si tendría futuro alguno, esta cuestión tendría que pelearla. Ahora o más adelante.

—Solo una cosa —dijo Katrine—. ¿Puedo decirlo en la conferencia de prensa si alguien pregunta? ¿O a los padres de la próxima chica que asesinen?

—¿Decir qué?

—Que el distrito policial de Oslo rechaza la ayuda del hombre que ha descubierto y detenido a tres asesinos en serie en Oslo. Porque pensamos que podría afectar a la autoestima de algunos de nuestros colegas.

Se hizo una pausa prolongada y Katrine ya no oía conversaciones de fondo. Por fin, Bodil Melling carraspeó.

—¿Sabes, Katrine? Has trabajado mucho y muy duro en este caso. Ocúpate de esa conferencia de prensa, descansa el fin de semana, el lunes hablaremos.

Colgaron y Katrine llamó al Instituto de Medicina Legal. En lugar de seguir la vía oficial, se puso en contacto directo con Alexandra Sturdza, la joven forense que no tenía novio, ni hijos, ni era demasiado estricta con el horario laboral. Y, en efecto, Sturdza respondió que ella y un colega le echarían un vistazo al cadáver al día siguiente.

Katrine se quedó observando a la muerta desde arriba. Puede que fuera por el hecho de haber llegado a donde estaba por sus propios medios, en un mundo de hombres, por lo que nunca había logrado reprimir el desprecio que sentía por las mujeres que, de forma voluntaria, se hacían dependientes de ellos. La circunstancia que vinculaba a Susanne y Bertine no era solo que vivieran de los hombres, sino que habían compartido al mismo, el magnate inmobiliario Markus Røed. Su vida y existencia se basaba en otros, en que tipos con el dinero y la posición que ellas no tenían las mantuvieran. Ellas pagaban con sus cuerpos, su juventud y belleza. Para que, en los casos en que esa relación se visibilizaba, su acompañante pudiera disfrutar de la envidia de otros hombres. Al contrario de un niño, las mujeres como Susanne y Bertine tenían que vivir con la certeza de que el amor no era incondicional. Antes o después su amo las descartaría y tendrían que buscar otro al que parasitar. O dejar que las parasitaran a ellas, todo según se mirara.

¿Eso era amor? O ¿eso también era amor? ¿Por qué no? ¿Solo porque resultara deprimente pensar en ello?

Entre los árboles, en dirección al sendero de grava, Katrine vio la luz azul de la ambulancia que había llegado en silencio. Pensó en Harry Hole. Sí, en abril había tenido noticias de él, una postal que, de manera inexplicable, procedía de Venice Beach, con matasellos de Los Ángeles. Como el eco del sónar de un submarino en las profundidades. El texto era muy breve: «Manda dinero». Una broma que no estaba tan segura de que lo fuera. Desde entonces, silencio.

Absoluto silencio.

La última estrofa de la canción, la que no había llegado a cantar, sonó en su interior: «Blåmann, Blåmann, respóndeme ya, bala con tu familiar sonido. Aún no, mi Blåmann, no debes morir, no dejes a tu niño».

cap-3

2
Viernes. Divisa

La conferencia de prensa tuvo lugar en la sala polivalente de la central de policía. El reloj de la pared marcaba las diez menos tres minutos, y mientras Mona Daa, periodista especializada en sucesos en el diario sensacionalista VG, y los demás esperaban a que los representantes de la policía subieran a la tarima, Mona concluyó que había acudido mucha gente. Más de veinte periodistas, y eso que era viernes por la noche. Había tenido una breve discusión con su fotógrafo sobre si un doble asesinato vendía el doble que uno sencillo, o si se producía un efecto de «rendimiento decreciente». El fotógrafo opinaba que la calidad primaba sobre la cantidad, que si la víctima era una mujer joven, de etnia noruega y más atractiva que la media, eso daría más clics que, por ejemplo, una pareja de cuarentones drogadictos con antecedentes. O que dos, incluso tres, chavales inmigrantes y miembros de una banda callejera.

Mona Daa estaba de acuerdo. De momento solo se había confirmado el asesinato de una de las dos chicas desaparecidas: siendo realistas, solo era cuestión de tiempo que se supiera que la otra había corrido la misma suerte, y ambas eran jóvenes, de etnia noruega y guapas. Vamos, que era inmejorable. No sabía bien qué pensar al respecto. Si era la prueba de una preocupación mayor por la persona joven, inocente y más indefensa. O si intervenían otros factores, aquellos que solían obtener más clics: sexo, dinero y la vida que los lectores querrían para sí.

Hablando de ambicionar lo que otros tenían, vio a un tipo de treinta y tantos años unas filas más adelante. Llevaba la camisa de franela imprescindible para todos los hípsters esta temporada y el sombrero pork pie de Gene Hackmann en The French Connection. Era Terry Våge, del diario sensacionalista Dagbladet, y desearía tener sus fuentes. Desde el principio de este caso había ido una cabeza por delante de los demás. Por ejemplo, Våge fue el primero en publicar que Susanne Andersen y Bertine Bertilsen habían asistido a la misma fiesta. Våge había citado una fuente que afirmaba que las chicas habían tenido a Røed como sugar daddy. La irritaba, y no solo porque fuera de la competencia. Le molestaba su presencia aquí. Como si supiera lo que estaba pensando, se giró y la miró de frente. Sonrió con ganas y se llevó un dedo al ala del estúpido sombrero.

—Le gustas —dijo el fotógrafo.

—Lo sé —murmuró ella.

El interés de Våge por Mona surgió cuando, de forma inesperada, regresó al periodismo para dedicarse a los sucesos y ella cometió el error de ser más o menos amable con él durante un seminario que trataba, paradójicamente, de la ética en la prensa. El resto de los periodistas evitaban a Våge como a la peste, su actitud casi había parecido una provocación. A partir de ese momento había llamado a Mona para pedirle «trucos y consejos», así solía denominarlos. Como si a ella le interesara tutelar a la competencia, vaya, ni siquiera quería tener algo más que ver con una persona como Terry Våge.

Todo el mundo sabía que algo había de cierto en los rumores que corrían sobre él. Cuanto más lo rechazaba ella, más intenso se ponía él. Al teléfono, en redes sociales, incluso en bares en los que aparecía de la nada. Como era habitual, Mona había tardado en darse cuenta de que se interesaba por ella.

Mona nunca había sido la primera opción de los tíos, compacta y ancha de cara, con lo que su madre llamaba un «cabello sin gracia» y una lesión de cadera de nacimiento que hacía que anduviera con el estilo de un cangrejo. Sabe Dios si lo hizo para compensar, pero se había iniciado en el levantamiento de pesas, se había tornado aún más compacta, había levantado ciento veinte kilos en arrancada y había ganado un tercer puesto en el campeonato nacional de culturismo.

Había aprendido que nadie daba nada gratis, al menos no a ella, y había desarrollado un encanto insistente, un humor y un descaro que las barbies no podían igualar, y que le habían llevado a ganarse el trono extraoficial de reina de los sucesos, y a Anders. El que más apreciaba de los dos era haberse ganado a Anders. Vale, por poco. El caso era que, por muy desacostumbrado y halagador que resultara el interés de otros hombres, como el que mostraba Våge, Mona no se planteaba explorarlo. Opinaba que se lo había dejado claro, si no con palabras, sí con su tono y lenguaje corporal. Parecía que él oía y veía lo que quería. A veces, lo miraba a los ojos demasiado abiertos, inmóviles, y se preguntaba si es que iba puesto de algo o no estaba del todo bien de la cabeza. Una noche apareció en un bar y, cuando Anders fue al baño, le dijo algo tan bajito que no pudo oírse entre la música, no tan bajo que ella no lo oyera. «Eres mía». Ella había fingido que no lo escuchaba, él siguió allí, tranquilo y seguro de sí mismo, con una sonrisa astuta, como si fuera un secreto compartido. Que se fuera al infierno. No soportaba los dramas y por eso tampoco le dijo nada a Anders. Bueno, Anders lo hubiera llevado bien, lo sabía, pero ella no dijo nada. ¿Qué se imaginaba Våge? ¿Que su interés por él, el nuevo macho alfa de su pequeña charca, tenía que aumentar en proporción a la posición cada vez más destacada como periodista de sucesos que siempre iba una cabeza por delante de los demás? Porque así era, no había discusión. Si había algo ajeno que deseara, era volver a ir la primera, no verse rebajada a ser una más de la manada que corría detrás de Terry Våge.

—¿De dónde crees que saca la información? —le susurró al fotógrafo.

Él se encogió de hombros.

—A lo mejor se lo está inventando otra vez.

Mona negó con la cabeza.

—No, lo que publica ahora tiene fundamento.

Markus Røed y Johan Krohn, su abogado, ni siquiera habían intentado negar nada de lo que Våge había escrito, y eso era confirmación suficiente.

Våge no siempre había sido el rey del crimen. En el futuro estaría marcado por esa historia, no había vuelta atrás. El nombre artístico de la chica era Genie, una versión retro de glam rock al estilo de Suzi Quatro, para quienes se acordaran de ella. El caso era de cinco o seis años atrás, y tal vez lo peor no fuera que se hubiera inventado y publicado falsedades sobre Genie, sino el rumor de que le había echado Rohypnol en la bebida durante una fiesta para intentar acostarse con la adolescente. En aquella época era crítico musical en un periódico gratuito de gran tirada y estaba claro que se había enamorado perdidamente de Genie. A pesar de que la elogió en un artículo detrás de otro, ella le había rechazado una y otra vez. Él no dejó de presentarse en sus conciertos y fiestas posteriores. Hasta esa noche en la que, si los rumores eran ciertos, había adulterado su copa y se la había llevado en brazos a su habitación en el mismo hotel donde se alojaba su banda. La historia era que los músicos se habían percatado de lo que estaba ocurriendo y se habían abierto paso hasta la habitación donde Genie yacía desmayada y medio desnuda en la cama de Terry Våge. Le dieron una paliza tan contundente que Våge sufrió una fractura de cráneo y pasó un par de meses ingresado en un hospital. Era probable que Genie y la banda pensaran que Våge ya había recibido castigo suficiente, o que no quisieran exponerse a ser juzgados, el caso fue que ninguna de las partes denunció. Eso sí, se acabaron las buenas críticas. Además de poner a parir su producción musical, Terry Våge publicó artículos sobre las infidelidades de Genie, drogas, plagios, salarios miserables para los miembros de la banda y falsedades en las solicitudes de financiación de sus giras. Presentaron una queja formal ante el Comité Deontológico de la Prensa por el contenido de una docena de ellos, se demostró que Våge se los había inventado casi todos, lo echaron y fue persona non grata en el periodismo noruego los cinco años siguientes. Era un misterio cómo había logrado reincorporarse. O tal vez no. Había comprendido que estaba acabado como periodista musical, empezó a publicar un blog sobre crímenes que había ido incrementando el número de lectores y, por fin, el diario Dagbladet consideró que no se podía excluir de la profesión a un periodista joven solo porque hubiera cometido errores al principio de su carrera. Le habían contratado como freelance, un freelance que disponía de más espacio en la publicación que cualquiera de los periodistas de plantilla.

La policía ocupó sus puestos en la tarima y Våge apartó por fin la mirada de Mona. Dos del distrito policial de Oslo: Katrine Bratt, detective de la sección de Delitos Violentos, y el responsable de comunicación, Kedzierski, un hombre con el pelo rizado al estilo Dylan. Dos de la Policía Judicial: el director de la sección de Investigación, Ole Winter, con su aire de perro de presa, y el siempre bien vestido y recién peinado Sung-min Larsen. Mona dedujo que ya habían decidido que la investigación sería una colaboración entre la sección de Delitos Violentos, en este caso el familiar y seguro Volvo, y la Policía Judicial, el Ferrari.

La mayoría de los periodistas levantaron el teléfono en el aire para captar sonido e imagen, Mona Daa tomaba notas a mano y le dejaba las fotos a su colega.

No hubo sorpresas, les informaron de poco más que el hallazgo de un cadáver en Østmarka, en las rutas de Skullerud, y de que el cadáver había sido identificado como el de la desaparecida Susanne Andersen. Investigarían el caso como un posible asesinato, de momento no podían dar detalles de la causa de la muerte, ni particulares sobre los hechos, sospechosos y demás.

Se produjo el intercambio habitual en el que los periodistas acribillaban a preguntas a los de la tarima, mientras que ellos, sobre todo Katrine Bratt, repetían «sin comentarios» y «no podemos pronunciarnos al respecto».

Mona Daa bostezó. Anders y ella tenían planes para cenar tarde y empezar bien el fin de semana, pero ya no sería posible. Tomó nota de lo que decían, tenía la sensación de estar escribiendo un relato que ya había oído antes. Puede que Terry Våge sintiera lo mismo. Al parecer, ni anotaba ni grababa nada. Reclinado en su asiento, lo contemplaba todo con una media sonrisa que parecía triunfal. No hizo ninguna pregunta, como si ya tuviera las respuestas que pudieran interesarle. Dio la sensación de que el resto también había acabado y entonces, cuando parecía que el responsable de comunicación, Kedzierski, tomaba aire para dar la comparecencia por finalizada, Mona levantó el lápiz.

—Sí, ¿VG? —Le dio la palabra con un aire que sugería que fuera breve, que ya empezaba el fin de semana.

—¿Tenéis la sensación de contar con las competencias precisas en el caso de que nos encontremos ante el tipo de persona que vuelve a matar, es decir, un…?

Katrine Bratt se había inclinado hacia delante y la interrumpió.

—Como ya hemos dicho, no disponemos de indicios firmes que nos permitan afirmar que haya una relación entre esta muerte y otros potenciales delitos. En cuanto a las capacidades de la sección de Delitos Violentos y la Policía Judicial, puedo asegurar que son las precisas, dado lo que sabemos del caso por el momento.

Mona tomó nota de la reserva de la detective al decir «dado lo que sabemos del caso por el momento». Y de que Sung-min Larsen, sentado a su lado, no había asentido ante la afirmación de Bratt ni desvelado en modo alguno lo que opinaba de las competencias.

La rueda de prensa terminó, y Mona y los demás salieron a una suave noche otoñal.

—¿Qué opinas? —preguntó el fotógrafo.

—Creo que se alegran de tener un cadáver —dijo Mona.

—¿Dijiste que se alegran?

—Sí. Susanne Andersen y Bertine Bertilsen llevan dos o tres semanas muertas, la policía lo sabe, no tenían ni una sola pista salvo la fiesta de Røed. Así que, sí, creo que se alegran de empezar el fin de semana con al menos un cadáver que pueda darles un punto de partida.

—Vaya, eres bastante fría, Daa.

Mona levantó la vista y lo miró sorprendida. Lo pensó y lo saboreó.

—Gracias —dijo.

A las once y cuarto, Johan Krohn por fin encontró un sitio para aparcar su Lexus UX 300e en la calle Thomas Heftye y después dio con el número del edificio de apartamentos al que su cliente Markus Røed le había rogado que acudiera. Sus colegas consideraban al abogado defensor de cincuenta años uno de los tres o cuatro mejores de Oslo. La opinión pública lo consideraba el mejor, sin discusión, por su perfil mediático. En la mayoría de los casos era más famoso que sus clientes y no hacía visitas a domicilio, eran ellos quienes acudían a él, casi siempre en las oficinas del bufete Krohn y Simonsen en la calle Rosenkrantz y dentro del horario laboral. Y ahora tampoco iba a hacer exactamente una visita a domicilio, porque esta dirección no era la de la residencia oficial de Røed. Esa etiqueta correspondía a un ático de doscientos sesenta metros cuadrados que coronaba uno de los nuevos edificios de la bahía de Oslo.

Krohn siguió las instrucciones recibidas media hora antes por teléfono y presionó el timbre que llevaba el nombre de la compañía de Røed, Barbell Eiendom.

—¿Johan? —Se oyó la voz sin resuello de Røed—. Quinta planta.

El portón vibró y Krohn abrió.

El ascensor tenía un aspecto lo bastante dudoso para que Krohn optara por la escalera. Ancha, peldaños de roble, los forjados de la barandilla eran más propios de Gaudí que de un vetusto y exclusivo edificio de Oslo. La puerta del quinto piso estaba entreabierta. Del interior llegaban sonidos que parecían bélicos; entendió por qué al entrar y ver una luz azulada procedente del salón. Ante una gran pantalla de televisión, no menos de cien pulgadas, había tres hombres que le daban la espalda. El más alto de los tres, el hombre del centro, llevaba unas gafas de realidad virtual y un mando en cada mano. Los otros dos, jóvenes de veintitantos o así, eran meros espectadores que utilizaban la pantalla para ver lo mismo que el hombre de las gafas. Era una batalla de trincheras, la Primera Guerra Mundial por lo que Krohn pudo ver de los cascos de los soldados alemanes. Salían a oleadas, lanzados hacia los jugadores, y el hombre alto del mando les disparaba.

—¡Guay! —gritó uno de los jóvenes cuando la cabeza del último alemán estalló dentro del casco y se desplomó.

El alto se quitó las gafas de realidad virtual y se giró hacia Krohn.

—Ahí queda resuelto ese marrón —dijo sonriendo entre dientes con aire satisfecho. Markus Røed era un hombre guapo para su edad. El rostro ancho, la mirada juguetona, la piel lisa siempre bronceada y el cabello de un negro brillante, peinado hacia atrás y denso como el de un veinteañero. Cierto que había ensanchado, pero era alto, tanto que la barriga podía pasar con dignidad. Lo primero que llamaba la atención en él era la intensa vitalidad de su mirada. Esa viveza de Markus Røed cuya energía empezaba por seducir, luego por atropellar y acababa por hartar a la mayoría. Para entonces era probable que hubiera obtenido de ti lo que buscaba, y podías apañártelas como quisieras. El nivel de energía podía variar, igual que el humor de Røed. Krohn suponía que ambas cosas estaban relacionadas con el polvo blanco del que ahora veía restos en una de sus fosas nasales. Johan Krohn era consciente de todo esto, pero aguantaba. No solo porque Røed hubiera insistido en pagarle un cincuenta por ciento más de su tarifa habitual por hora, como había explicado, para asegurarse de que Krohn ponía toda su atención, fidelidad y voluntad en obtener un buen resultado, sino, sobre todo, porque Røed era el cliente soñado por Krohn: un hombre de perfil prominente, un supermillonario con una imagen tan detestable que, paradójicamente, Krohn parecía más valiente y firme en sus convicciones al aceptar defenderlo. Por eso, mientras el caso estuviera abierto, toleraría que lo convocara un viernes por la noche.

Røed hizo un gesto y los dos jóvenes salieron de la sala.

—¿Has visto War Remains, Johan? ¿No? Es un juego de realidad virtual cojonudo, pero no puedes dispararle a nadie. Esta es una especie de copia en la que el productor quiere que invierta… —Røed señaló la pantalla del televisor, levantó una botella de cristal tallado y sirvió un destilado marrón en dos vasos bajos de cristal—. Intentan conservar la magia de War Remains, y permiten que, ¿cómo decirlo?, puedas influir en el devenir de la historia. Porque eso es lo que queremos, ¿no es cierto?

—Conduzco —dijo Krohn y levantó la palma de la mano ante la copa que Røed le ofrecía.

Røed observó unos instantes a Krohn como si comprendiera la objeción. Estornudó con fuerza, se dejó caer en una silla de piel, diseño Barcelona, y depositó ambas copas sobre la mesa.

—¿De quién es este piso? —preguntó Krohn mientras se acomodaba en otra de las sillas. Y se arrepintió nada más decirlo. Como abogado lo mejor suele ser no saber demasiado.

—Mío —dijo Røed—. Lo uso para… ya sabes, para apartarme.

El movimiento de hombros y la sonrisa pícara de Markus Røed le transmitieron a Krohn el resto de la información. Había tenido otros clientes con apartamentos como aquel. Él mismo había considerado la posibilidad de adquirir lo que un colega llamaba piso de soltero para hombres que no lo son, mientras mantuvo una aventura extramatrimonial. Por fortuna, la dio por terminada al darse cuenta de lo que podía perder.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Røed.

—Han identificado a Susanne y han comprobado que se trata de un asesinato, así que la investigación entrará en una nueva fase. Debes estar preparado para que vuelvan a citarte a declarar.

—En otras palabras, ¿seré objeto aún de mayor atención?

—Salvo que la policía encuentre algo en el escenario del crimen o en el cadáver que te descarte. Podemos tener esperanzas de que así sea.

—Ya imaginaba que dirías algo así. No puedo quedarme quieto con esa esperanza, Johan. ¿Sabes que Barbell Eiendom ha perdido tres importantes contratos en los últimos quince días? Las excusas son débiles, que quieren esperar a recibir mejores ofertas y cosas así, nadie se atreve a decir de forma directa que es por esos artículos de Dagbladet sobre mí y las chicas, que no quieren que se les relacione con un posible asesino o que temen que me enchironen y que Barbell Eiendom se desmorone. Si tengo que quedarme paralizado esperando a que una pandilla de funcionarios policiales, mal pagados y mediocres, hagan su trabajo, puede que Barbell Eiendom se haya ido a pique antes de que descubran algo que me exonere. Hemos de ser proactivos, Johan. Tenemos que dejarle claro al mundo que soy inocente. O, al menos, que me conviene que se sepa la verdad.

—¿Sí?

—Tenemos que contratar a nuestros propios investigadores. Los mejores. Con suerte darán con el asesino. Si no, al menos mostraré al mundo que intento descubrir la verdad.

Johan Krohn asintió.

—Déjame que haga de abogado del diablo, dicho sea sin segundas intenciones.

—Venga —dijo Røed y estornudó.

—Para empezar, los mejores investigadores ya trabajan para la Policía Judicial, puesto que pagan mejor que la sección de Delitos Violentos. Aunque aceptaran abandonar un puesto fijo por un encargo breve como este, tendrían que dar un preaviso de tres meses y respetar la obligación de mantener la confidencialidad sobre lo que supieran de estos casos de personas desaparecidas. En la práctica eso los invalida. Para continuar, una investigación como esa parecería un encargo de un multimillonario, y te estarías haciendo un flaco favor. Si tus investigadores descubrieran hechos que limpiaran tu nombre, se pondrían en duda de forma automática, lo que no sucedería si fuera la policía la que desvelara esos mismos hechos.

—Ah. —Røed sonrió y se secó la nariz con un pañuelo de papel—. Me encanta que me den algo a cambio de mi dinero. Eres tan eficiente que has señalado los inconvenientes. Ahora vas a demostrar que eres el mejor contándome cómo lo solucionamos.

Johan Krohn se enderezó en la silla.

—Agradezco tu confianza, pero es un marrón.

—¿Por qué?

—Puesto que mencionas esto de ser el mejor, puede que haya alguien que sea el mejor. Al menos ha obtenido resultados en el pasado.

—¿Pero?

—Ya no está en la policía.

—Si tenemos en cuenta lo que acabas de decir, eso debería ser una ventaja.

—Quiero decir que no está en la policía por razones equivocadas.

—¿Que son…?

—¿Por dónde empezar? Poco leal. Negligencias graves. Intoxicación estando de servicio, sin duda alcohólico. Varios casos de violencia. Drogas. Es culpable, aunque no fue condenado, de la muerte de al menos un colega. En resumen, es probable que lleve más delitos sobre su conciencia que la mayoría de los delincuentes que ha detenido. Además, parece ser que es una pesadilla colaborar con él.

—Son muchas razones. Si es tal desastre, ¿por qué lo mencionas?

—Porque es el mejor. Y porque puede servirnos en el segundo aspecto al que te referías.

—¿Cómo?

—Por los casos que ha resuelto es uno de los pocos investigadores que tienen una cierta imagen pública. Fama de intransigente, de ser íntegro porque le importa una mierda lo que pase. Es una exageración, claro, pero a la gente le gusta esa clase de mitos. Para los objetivos que tenemos puede que esa fama ayude a reprimir la sospecha de que su investigación haya sido comprada.

—Vales cada céntimo que cobras, Johan Krohn. —Røed sonrió entre dientes—. ¡Queremos a ese tipo!

—El problema es…

—¡No! Tú sube la oferta hasta que diga que sí.

—… es que parece que nadie sabe exactamente dónde está.

Røed levantó el vaso de whisky sin beber de él y contempló el fondo con gesto disgustado.

—¿Qué quieres decir con «exactamente»?

—A veces, por motivos de trabajo, coincido con Katrine Bratt, que está al frente de la sección de Delitos Violentos donde él trabajaba, y cuando le pregunté, dijo que la última vez que dio señales de vida fue desde una gran ciudad, no sabía ni en qué parte de la ciudad estaba ni qué hacía allí. No me dio la impresión de que fuera muy optimista sobre sus circunstancias, por así decirlo.

—¡Eh! ¡No te eches atrás ahora que me has vendido a ese tipo, Johan! Él es lo que necesitamos, lo intuyo. Encuéntralo, vamos.

Krohn suspiró. Se arrepentía una vez más. Ambicioso y esforzado como era, había vuelto a caer, cómo no, en la clásica trampa demuestra-que-eres-el-mejor a la que era probable que Markus recurriera un día sí y otro también. Ya estaba pillado y era demasiado tarde para recular. Iba a tener que hacer unas cuantas llamadas. Calculó la diferencia horaria. Vale, podía ponerse a ello ya.

cap-4

3
Sábado

Alexandra Sturdza observaba su rostro en el espejo mientras se lavaba las manos, de forma rutinaria y concienzuda, como si fuera a tocar un ser vivo y no un cadáver. El gesto duro, la piel marcada por la viruela. El cabello, peinado hacia atrás y recogido en un moño tenso, negro como el azabache, a punto de ceder el paso a las primeras canas. Su madre rumana las mostró poco después de los treinta. Los hombres noruegos decían que sus ojos castaños relampagueaban, en especial si alguno de ellos intentaba imitar su casi imperceptible acento. Si gastaban bromas sobre su país natal, que algunos parecían considerar una ridiculez, ella decía que era original de Timisoara, la primera ciudad europea que contó con farolas eléctricas en sus calles, en 1884, dos generaciones antes que Oslo. Había llegado a Noruega con veinte años y había aprendido el idioma en seis meses mientras tenía tres empleos, que redujo a dos para estudiar química en la Universidad de Ciencia y Tecnología, y ahora a uno solo, en el Instituto de Medicina Legal, a la vez que terminaba una tesis doctoral sobre análisis de ADN. En algunas ocasiones, no muchas, se había preguntado qué era lo que la hacía tan atractiva para los hombres. No podía ser su rostro ni su carácter directo, en ocasiones brutal. Ni su intelecto y trayectoria profesional, que solían considerar más una amenaza que un estímulo. Suspiró. En una ocasión un hombre afirmó que su cuerpo era como el cruce de un tigre con un Lamborghini. Era curioso cómo un comentario chorra podía sonar fatal o resultar del todo aceptable, sí, incluso divino, según quién lo dijera. Cerró el grifo y pasó a la sala de autopsias.

Helge ya estaba listo. El técnico en autopsias, dos años más joven que ella, era rápido de entendederas y tenía la risa fácil. Alexandra considera ambas cosas una ventaja cuando tienes que trabajar con muertos y tu tarea es sonsacarle al cadáver secretos sobre lo ocurrido. Helge era bioingeniero y Alexandra ingeniera química, y los dos estaban cualificados para inspeccionar cadáveres, no para realizar autopsias completas. Algunos de los patólogos intentaban mantener la jerarquía llamando a los técnicos en autopsias Diener —sirviente—, como los patólogos alemanes de la vieja escuela. A Helge le daba igual, Alexandra tenía que reconocer que a veces la irritaba. En especial en días como hoy, si arrimaba el hombro y hacía todo lo que un médico forense haría durante la inspección previa del cadáver, e igual de bien. Helge era su favorito en Medicina Legal, siempre decía que sí cuando le pedía algo y no todos los noruegos estarían dispuestos a trabajar en sábado. O a partir de las cuatro entre semana. A veces se preguntaba en qué puesto de la escala de nivel de vida se encontraría este país alérgico al trabajo si los americanos no hubieran encontrado petróleo en su plataforma continental.

Incrementó la intensidad de la luz de la lámpara que colgaba sobre el cadáver desnudo de la joven que yacía en la mesa. El olor del cuerpo dependía de muchos factores: edad, cómo hubiera muerto, si tomaba medicación, qué había comido y, por supuesto, el grado de descomposición alcanzado. Alexandra no tenía problema alguno con el olor a carne podrida, excrementos y orina. Incluso toleraba los gases que generaba la putrefacción y que el cuerpo a veces dejaba escapar en prolongados siseos. Eran los jugos gástricos los que podían con ella. El olor a vómito, bilis y los diversos ácidos. Desde ese punto de vista Susanne Andersen no estaba tan mal, incluso después de tres semanas a la intemperie.

—¿No hay larvas? —preguntó Alexandra.

—Las he retirado —dijo Helge y le mostró el frasco de vinagre.

—¿Las has guardado?

—Sí. —Señaló un tarro de vidrio con una docena de larvas blancas de mosca. Las conservaban porque su longitud podía proporcionar indicios de cuánto tiempo se habían alimentado del cadáver, los días transcurridos desde que eclosionaron, es decir, información sobre la fecha de la muerte. No en horas, pero sí en días o semanas.

—No tardaremos mucho —aseguró Alexandra—. La sección de Delitos Violentos solo quiere un examen externo y saber la causa más probable de la muerte. Análisis de sangre, orina, líquidos corporales. El forense realizará una autopsia completa el lunes. ¿Tienes planes para esta noche? Aquí…

Helge hizo fotos donde ella señalaba.

—Tenía pensado ver una película —dijo él.

—¿Qué te parecería venir a un bar de ambiente a bailar? —Anotó algo en el impreso y señaló de nuevo—. Aquí.

—No sé bailar.

—Tonterías. Todos las gais saben bailar. ¿Ves la herida del cuello? Empieza en el lado izquierdo, se hace más profunda y luego más superficial en el lado derecho. Indica que es un asesino diestro que se ha situado tras ella y le ha sujetado la cabeza. Uno de los forenses me habló de una herida semejante: creían que se trataba de un asesinato y luego resultó que el hombre se había cortado el cuello él mismo. Para eso hace fa

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