La tormenta de cristal

Pedro Torrijos

Fragmento

1. San calixto

1

SAN CALIXTO

Y aún podría empeorar, pues nada es lo peor hasta

que no decimos: «Esto es lo peor».

WILLIAM SHAKESPEARE, El rey Lear

Lo primero que alertó al señor Josephus Wilkins, farero de Punta Quebrada, fue que de repente todas las luciérnagas se apagaron.

Al llegar junto a la laguna, los juncos de la orilla aún vibraban como fuegos de artificio. Era plena época de cortejo y los machos revoloteaban titileando mientras las hembras, con alas tan pequeñas que no eran más que escamas, respondían desde abajo con otros destellos de afección. Se acercó a unas diez yardas, pero no más, pues sabía que los tímidos insectos huirían en bandada si notaban sus pasos, así que se sentó al borde de la vereda y sacó su viejo par de binoculares de la bandolera de cuero con la que había salido a caminar.

Al otro lado de las lentes, el centelleo nupcial se comportaba como una danza que quisiese acompasar su ritmo, alegre y descentrado, al parpadeo de las estrellas sobre el Caribe. A Wilkins le gustaban las luciérnagas. Le gustaban las luciérnagas y los grillos y las iguanas y los flamencos y los armadillos. Le gustaban más que los hombres. No se mataban por reyes ni por banderas. No cruzaban océanos para morir destripados por el impacto de balas de cañón de dieciocho libras disparadas por otros hombres desde otros barcos. No coleccionaban dientes de otros hombres a los que habían abordado. No se llamaban Robert Sutter el Carnicero ni Ojo Muerto MacCombe. No obedecían a almirantes ni a capitanes. No gritaban ni se meaban en la mesa de operaciones ni balbuceaban llamando a su madre mientras alguien —mientras él— les sujetaba el brazo para que otro hombre se lo serrase a la altura del hombro. No lloraban silenciosamente en la oscuridad del camarote. No se santiguaban antes de matar. No rezaban antes de morir. Los armadillos y los flamencos y las iguanas solo se alimentaban y se apareaban, y los grillos frotaban sus alas, y las luciérnagas bailaban brillantes en las noches cálidas. Después de la travesía de Terranova, el farero de Punta Quebrada prefería las noches cálidas y sudorosas de las Antillas. Cuando pasó lo de Rhode Island, comenzó a preguntarse si las palabras que aparecían en el encabezado de su hoja de servicio tenían algún verdadero significado o si solo eran caracteres azarosos trazados en un papel, por mucho que rezasen «Padre Josephus Wilkins. HMS Vigilant. Capellán».

Hacía ya cuatro años que había desembarcado en Barbados. Cuatro años desde que atravesó la pasarela del cañonero Yarmouth y puso un pie en Bridgetown, momento exacto en el que supo que jamás volvería a pisar la cubierta de un navío de la Marina Real. Nunca albergó asomo de tristeza ni tampoco miedo alguno por abandonar la vida militar, ya que seguramente sería capaz de sortear las acusaciones de deserción por ser ministro de la Iglesia anglicana, pero, aun así, había cruzado toda la isla, de oeste a este, hasta Saint Philip, donde se presentó como Joe Seaman y tomó el puesto recién creado de farero en Punta Quebrada. Los designios del Señor son inescrutables. Las líneas vitales de los seres humanos a veces se cruzan en el lugar preciso. Nadie hizo preguntas.

La guerra entre la Armada Continental de las Trece Colonias, apoyada por la Marine Royale francesa, contra la Marina del rey Jorge seguía tronando varias millas adentro del Atlántico. El Vigilant probablemente aún asediaba las costas de Providence, y llegó a sus oídos que el Yarmouth había hundido el USS Randolph al norte de la isla, pero él ya no estaba allí. Hacía ya cuatro años que no estaba allí. No, no le acusarían de deserción, nadie lo haría y, sin embargo, había desertado. Había desertado de algo más profundo que la guerra: había desertado de creer que los hombres, por su mera condición de hombres, debían ser salvados.

Levantó la mirada de los binoculares y giró la vista hacia atrás. A menos de media legua, la llama del faro ardía firme tras la luz concentrada del nuevo catóptrico. Ni siquiera era necesario que viviese allí, pues Saint Philip no quedaba ni a cinco leguas, a media hora de caballo tranquilo, pero él lo había elegido así. Había elegido visitar el pueblo una vez a la semana para comprar provisiones y aceite de ballena para el faro. Había elegido apartarse. Quizá nunca fue un buen pastor, tal vez siempre había estado más interesado en la ciencia natural que en la palabra del Señor, pero si Él existía —y existía— sin duda habitaba en los abdómenes luminiscentes de las luciérnagas y en la curva parabólica del espejo instalado en la lámpara del faro. En los reflejos de los rayos disparados, que golpeaban y rebotaban contra la superficie delicada y precisa de la lámina de vidrio y, desde allí, se agrupaban en un rayo tan poderoso que era visible incluso por encima de la pólvora de los cañonazos.

Entonces, poco antes del primer golpe de frío, las luces que flotaban en el aire dejaron de parpadear, y los juncos detuvieron su brillo. Primero, una mata. Luego, otra. Después, todo el borde de la laguna se volvió indistinguible en la oscuridad. No era normal. Cuando las luciérnagas se apagaban era para consumar el cortejo, pero lo hacían intermitentemente, en un vaivén de parejas, no todas al mismo tiempo. El farero atenuó la lámpara de aceite con la que iluminaba la vereda hasta que apenas alumbrase una pulgada a su alrededor, y se internó muy lentamente hacia las aguas pantanosas. Se acuclilló y, con gran cuidado, acercó la luz a una de las cañas donde había adivinado la forma de un par de ejemplares. Allí estaban, dos lampíridos unidos por sus placas ventrales apareándose, sorprendentemente impasibles a su presencia. Y en el junco de al lado había varios más. Y en los de más allá. Decenas. Una colonia entera de luciérnagas entregadas con peculiar urgencia a la continuación de su especie, como si esos segundos de la noche del 13 de octubre de 1780, víspera de San Calixto, fuesen los últimos de su vida. Y lo hacían todas a la vez.

Hasta que la primera racha de viento las dispersó en bandada sobre la laguna.

Wilkins se incorporó de un salto, ajeno de pronto a las desventuras de los coleópteros, que se debatían sin fortuna a merced de la ventisca que llegaba del mar. Hacía más de un mes que había terminado la temporada de tormentas, pero ese aire venía con la temperatura y la humedad de un invierno inglés. Era curioso, pero la noche se había vuelto más ruidosa y, a la vez, más silenciosa. Los grillos habían parado de chirriar, lo cual, según contaban los negros de las plantaciones de caña, no presagiaba nada bueno. A cambio, sobre el murmullo de las olas crecía un retumbar lejano. El hombre se apresuró hacia el otro lado del camino, casi perdiendo pie en las rocas que se levantaban justo por encima de la playa, mientras las ráfagas de viento frío, todavía espaciadas, comenzaban a agitar las coronas de las palmeras a cincuenta pies de altura. Acertó a distinguir una mancha de fulgor tenue pe

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