Un trago antes de la guerra (Kenzie y Gennaro 1)

Dennis Lehane

Fragmento

Mis primeros recuerdos están relacionados con el fuego.

Vi arder Watts, Detroit y Atlanta en el telediario de la noche, vi océanos de manglares y frondas de palmera en llamas de napalm mientras Walter Cronkite hablaba de desarme lateral y de una guerra que había perdido el rumbo.

Mi padre era bombero y no pocas noches me sacaba de la cama para que viera las últimas coberturas informativas de los incendios que había combatido durante la jornada. Todavía olía a humo y a hollín, aún emanaba de él ese denso hedor a grasa y gasolina, pero no me importaba, esos olores me resultaban agradables sentado en su rezago, en nuestro viejo sillón. Cuando aparecía en el televisor, corriendo delante de la cámara, se señalaba con el dedo: una sombra difusa recortada contra rojos furiosos y amarillos resplandecientes.

Me fui haciendo mayor, pero siempre tuve la sensación de que los incendios crecían conmigo, y así ha sido hasta hace poco, con el de Los Ángeles, cuando el niño que llevo dentro se preguntó si al final las cenizas y el humo se desviarían hacia el noreste y llegarían hasta Boston y nos contaminarían el aire.

El verano pasado ocurrió eso. Estalló una vorágine de odio a la que pusimos distintos nombres —racismo, pedofilia, justicia, rectitud—, pero esas palabras no eran más que lacitos y envoltorios de un regalo envenenado que nadie quería abrir.

Murió mucha gente el verano pasado. La mayoría, inocentes. Algunos más culpables que otros.

Y hubo gente que mató. Ninguna de esas personas era inocente. Lo sé. Yo fui una de ellas. Seguí el delgado cañón de una pistola y me encontré con unos ojos llenos de miedo y odio, y en ellos vi mi propio reflejo. Apreté el gatillo para hacerlo desaparecer.

Oí el eco de mis disparos y me llegó el olor de la pólvora, pero en la nube de humo seguí viendo mi reflejo, y supe que siempre lo vería.

Capítulo 1
1

El bar del Ritz-Carlton da a los Jardines Públicos y se requiere corbata para entrar. He contemplado los Jardines desde otros lugares privilegiados sin llevar corbata y nunca he sentido que me faltase nada, pero tal vez los del Ritz sepan algo que ignoro.

Por lo general voy con unos vaqueros y alguna camiseta estampada, pero estaba allí por trabajo, de modo que el tiempo era suyo, no mío. Además, últimamente voy un poco retrasado con la colada, con lo que mis vaqueros podrían haber echado a andar solos hacia el metro antes de llegar a ponérmelos. Así pues, saqué del armario un traje cruzado de Armani azul marino —uno de los muchos con que me había pagado un cliente sin fondos—, encontré zapatos, camisa y corbata a juego, y en menos que canta un gallo estaba listo para salir en la portada de GQ.

Examiné mi reflejo en el ventanal de cristal ahumado del bar mientras cruzaba Arlington Street. Tenía un porte elegante, brillo en la mirada y ni un pelo fuera de sitio. El mundo era un lugar maravilloso.

Un portero joven, con las mejillas tan lisas que parecía haberse saltado la pubertad, abrió la pesada puerta de bronce y dijo: «Bienvenido al Ritz-Carlton, señor.» Y lo decía en serio: su temblorosa voz delataba el orgullo que sentía ante el hecho de que yo hubiera escogido su pintoresco hotelito. Hizo una floritura con el brazo para indicarme el camino, por si yo no podía deducirlo, y antes de que pudiera darle las gracias cerró la puerta y salió corriendo a parar el mejor taxi del mundo para algún otro afortunado.

Mis zapatos resonaban con nitidez militar en el suelo de mármol y las elegantes rayas de mis pantalones se reflejaban en los ceniceros de bronce. Siempre que cruzo el vestíbulo del Ritz espero encontrarme con George Reeves haciendo de Clark Kent, o tal vez con Bogey y Raymond Massey fumándose un pitillo. El Ritz es uno de esos hoteles que han conseguido preservar un halo de antigua opulencia. Moquetas mullidas con intricados estampados orientales, mostradores de recepción y conserjería de roble reluciente y un vestíbulo inmenso por el que desfilan, como en una bulliciosa estación de paso, atribulados corredores de bolsa con maletines de suave cuero llenos de acciones, duquesas brahmanas con abrigos de piel, actitud impaciente y cita diaria con el servicio de manicura y una legión de botones uniformados de azul marino empujando robustos carritos de latón cargados de equipaje que exhalan suavemente al deslizarse sus ruedas por la gruesa moqueta. Da igual lo que ocurra fuera, si entras en este vestíbulo y te quedas un rato mirando a la gente, acabas creyendo que Londres sigue asolada por los bombardeos del Blitz.

Esquivé al botones apostado frente al bar y abrí la puerta yo mismo. Si le pareció divertido, ni se inmutó. Si estaba muerto, tampoco dio muestras de lo contrario. Me detuve sobre la lujosa moqueta mientras la puerta se cerraba suavemente a mi espalda. Los vi en una de las mesas del fondo, las que dan a los Jardines. Tres hombres con suficiente poder político como para arrastrarnos con sus chanchullos hasta bien entrado el siglo XXI.

El más joven, Jim Vurnan, se puso de pie y sonrió al verme. Jim es mi representante local; ése es su trabajo. En tres zancadas se plantó a mi lado, con esa sonrisa suya a lo Jack Kennedy, e inmediatamente me tendió la mano. Se la estreché.

—Hola, Jim.

—¡Patrick! —exclamó él, como si llevara todo el día en una pista de aterrizaje esperando mi regreso de un campo de prisioneros—. ¡Patrick! —repitió—. Me alegro de que hayas podido venir. —Me tocó el hombro y me miró de arriba abajo como si no me hubiera visto el día anterior—. Tienes buen aspecto.

—¿Me estás invitando a salir?

Soltó una carcajada, más estridente de lo que se merecía el comentario, y me guió hasta la mesa.

—Patrick Kenzie, el senador Sterling Mulkern y el senador Brian Paulson.

Jim pronunció «senador» igual que otros dicen «Hugh Hefner»; es decir, con una admiración incomprensible.

Sterling Mulkern era un tipo corpulento y rubicundo, de esos que acarrean su propio peso como un arma, no como un lastre. Tenía una rígida mata de pelo blanco sobre la que podría aterrizar un DC-10 y te estrechaba la mano como si quisiera inducirte una parálisis. Ocupaba el puesto de líder de la mayoría en el Senado del Estado más o menos desde la Guerra Civil y no tenía n

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos