Las hermanas Jacobs (Quirke & Strafford 1)

Benjamin Black

Fragmento

 libro-4

1

 

 

 

 

 

El hermano Damián se protegía los ojos del sol con una mano mientras observaba al hombre que, todavía a lo lejos, subía lentamente por la empinada pista en dirección al monasterio. Era abril, pero aún quedaban placas irregulares de nieve al abrigo de los muros de piedra seca y en las cavidades de sombra azul bajo los salientes rocosos. A sus pies, el pueblo se hallaba resguardado en el fondo del valle. Allí abajo la hierba presentaba un verde antinatural tras el hielo y las tormentas de un invierno largo. La población, con sus casas de entramado de madera y tejados muy inclinados, sus calles angostas, su torre del reloj con chapitel, era tan pintoresca y atemporal como la imagen de una postal.

En el aire limpio y fresco se oían ruidos apagados de la vida aldeana: la cháchara de las amas de casa, voces de niños que jugaban, las notas resonantes del martillo de un herrero. Del extremo más alejado del valle llegaban el distante estruendo de cencerros y los suaves balidos quejumbrosos de ovejas ocultas a la vista.

En la línea del horizonte se alzaban las altísimas cumbres de los Alpes, cristalinas y esplendorosas, de un azul plateado, indiferentes. Aunque el hermano Damián llevaba más de veinte años allí, en el monasterio de Sankt-Fiacre, en ocasiones todavía le costaba creer que ese inmenso anillo de montañas fuera real. Con la luz primaveral, como ahora, parecían planas y semitransparentes, como si las hubieran pintado en el cielo con aguadas de acuarelas.

Qué extraño, pensó, y no por primera vez, que un lugar que había contemplado tantos hechos históricos, que había visto tantos ejércitos cruzar su paisaje rocoso, recordara hasta tal punto el dibujo idealizado de una caja de bombones.

Todo en el valle evocaba viejos tiempos, viejas costumbres. Los hombres del pueblo llevaban chaquetas con galones, pantalones hasta la rodilla y bastones de montaña, mientras que las muchachas lucían vestidos con falda acampanada y delantal, y se recogían el cabello, trigueño o negro como la tinta —aquí coincidían el norte rubio y el sur de ojos oscuros—, en largas trenzas lustrosas que enroscaban en rollos planos y sujetaban con horquillas sobre las orejas como pastelillos grandes en forma de espiral.

A menudo, rodeado por los altos Dolomitas, el fraile se sorprendía anhelando la suave lluvia gris y los purpúreos mares embravecidos del extremo occidental de Irlanda, el lugar donde nació, su tierra perdida, el hogar que había abandonado cuando, siendo un joven estudiante, había decidido entregar su vida a Dios.

El hombre que subía por el camino polvoriento tenía que detenerse con frecuencia a secarse la frente con un pañuelo azul. Entonces descansaba un rato y bajaba la vista hacia el pueblo o la levantaba hacia las cumbres nevadas.

Llevaba una chaqueta de loden verde descolorido, pantalones de sarga, botas fuertes y un maltrecho sombrero negro con una pluma amarilla en la cinta. El bastón que empuñaba era un cayado de pastor. En la espalda cargaba una pequeña mochila de lona. También el hombre parecía demasiado convincente para ser real. Bien podría ser un personaje salido de un cuento de los hermanos Grimm, o bien un viajero solitario de un relato de Stifter o de E. T. A. Hoffmann.

Pero el hermano Damián sabía quién era. Esperaba al hombre, que debería haber llegado hacía tres días. El retraso había sido angustioso. ¿Lo habrían detenido en la frontera? ¿Habrían reparado en él y lo habrían identificado y quizá seguido mientras realizaba su peligroso trayecto hacia el sur y subía hasta ese paraje elevado?

El hombre llegó a lo alto de la pista.

Se encontraron bajo el arco de piedra de la entrada al patio, en torno a cuyos cuatro lados se alzaba el monasterio. En su origen había sido un lugar de paso para los cruzados que se dirigían hacia los puertos italianos a fin de embarcar rumbo a Tierra Santa. La orden franciscana se había hecho cargo de él en el siglo XIV , bajo el vasallaje de uno de los papas de Aviñón, y lo ocupaba desde entonces. Era una institución autosuficiente, con sus rebaños de vacas y ovejas, sus aves de corral, su porqueriza, su panadería y su cervecería, su lechería, sus huertos y sus vastos viñedos.

El hermano Damián era ministro provincial desde hacía diez años. Las obligaciones le pesaban. En el fondo consideraba que no estaba hecho para ejercer un cargo de autoridad. Sin embargo, Dios había querido que lo encumbraran, ¿y quién era él para oponerse a la voluntad del Creador o quejarse?

La cara del hombre tenía forma de cuña: iba estrechándose desde una frente ancha y tersa hasta una boca de labios finos y un mentón pequeño y afilado. Llamaban la atención los ojos, los iris de un tono gris pálido y traslúcido, los párpados finos como las arrugas del papel crepé. No estaban nunca quietos. El hombre no cesaba de lanzar miradas veloces a diestra y siniestra, como si se sintiera cercado por enemigos ocultos. Se le veía agotado y su respiración era superficial y rápida, como si hubiera estado mucho tiempo huyendo a la carrera, corriendo con todas sus fuerzas. Y en cierto sentido así era.

—Aquí el aire es poco denso —dijo jadeando, y por un segundo clavó su mirada angustiada en la gruesa cruz de hierro que el fraile llevaba en una cadena colgada al cuello—. Me da vueltas la cabeza.

—Pronto se acostumbrará.

Hablaban en inglés. El hombre se expresaba con soltura en esa lengua, con apenas un rastro de acento. Había vivido algunos años en Londres, recordó el fraile.

Echaron a andar. El hombre tuvo que detenerse de nuevo en mitad del patio y aguardar un momento hasta recuperar el aliento, con una mano aferrada al brazo del fraile y la otra apretada contra el pecho agitado.

—Discúlpeme —dijo—. Ha sido un viaje largo.

—¿Lo pararon?

—¿Pararme?

—En la frontera.

El hombre retiró la mano del brazo del fraile y se pasó el dorso por los labios, casi incoloros. Negó con la cabeza.

—No, no. Nadie me ha parado, pero tuve que dejar dos veces el camino y buscar refugio. Ha sido todo muy difícil, muy peligroso. Hay soldados por todas partes. Se han arrancado las insignias y las han tirado, pero todavía van armados. Peor aún son las bandas de muchachos, niños y niñas por igual, famélicos y extraviados. Son como lobos; vagan por el campo y las calles de las ciudades en ruinas buscando comida. —Apartó la vista hacia un lado y asintió—. El mundo se ha vuelto loco.

—Sí —convino el hermano Damián—, está loco desde hace tiempo.

Siguieron caminando y traspasaron una puerta tachonada para entrar en el refectorio, una sala alargada de techo alto, con una enorme mesa de roble larga como la estancia.

—Tengo hambre —dijo el recién llegado con un tono de leve sorpresa, como si acabara de identificar lo que había estado incordiándole desde hacía rato—. Los víveres se me acabaron enseguida. Robé dos crepes en uno de los pueblos que crucé. Y ayer una niñita me dio la mitad de la manzana que se estaba comiendo.

—¿Qué le apetece? —le preguntó el fraile—. ¿Pan y un tazón de café? Nuestro pan es muy bueno, lo hacemos cada día. Y a lo mejor queda un poco de sopa de anoche. Iré a ver. Siéntese. No tardaré.

El hombre asintió con aire alicaído. De pronto se había vuelto como un niño. La mención de la comida parecía haberle privado de la virilidad.

Se sentó con cuidado en una de las banquetas alineadas a ambos lados de la mesa. Dejó el cayado a sus pies y se quitó la mochila. Miró a su alrededor casi con timidez. El silencio le zumbaba en los oídos. El aire era tan ligero e insustancial que casi no parecía aire, sino un medio mucho menos denso, sin apenas consistencia.

—Tiene suerte —dijo el hermano Damián al regresar—. Sobró caldo de verduras y seguramente hoy estará aún mejor.

En ese momento entró otro fraile, un hombrecito menudo y apergaminado, con el rostro tan tostado que había adquirido un color marrón coriáceo por los incontables años de exposición al sol alpino. Tenía las manos sarmentosas y en forma de garras debido a la artritis. En una bandeja de madera portaba un cuenco de sopa grisácea con temblonas grageas de grasa flotando, una fuente con panecillos, mantequilla en un platito, una cafetera y una escudilla de barro. La dejó en la mesa, delante del hombre, al tiempo que murmuraba unas palabras ininteligibles y sonreía. Tenía los incisivos casi totalmente desgastados, reducidos a unas afiladas puntas amarillentas.

—Gracias, hermano Anselmo —dijo el ministro provincial.

— Ja ja, danke schön, heiliger Bruder —se sumó enseguida el hombre. Habló como un niño que recuerda sus buenos modales demasiado tarde.

El fraile anciano se retiró caminando de espaldas, con la cabeza inclinada, sin dejar de susurrar y mostrar su sonrisa mellada.

El hermano Damián sirvió la sopa en la escudilla con un cucharón.

—Coma —le dijo al hombre, y con el mismo tono despreocupado con que habría hablado del tiempo añadió—: Dios es bueno.

El hombre comió con una contención deliberada, obligándose a no devorar los alimentos. Debía de hacer mucho que no tomaba una comida decente, pensó el fraile observando cómo desmigaba un panecillo con dedos temblorosos. Las cosas que debía de haber visto, los horrores que debía de haber presenciado. El país del que procedía había quedado devastado, lo habían bombardeado hasta hacerlo retroceder a la Edad Media. Una destrucción enorme, una venganza despiadada. Habían dicho a sus ciudadanos que ellos mismos se habían buscado su desdicha. Quizá lo hubiesen hecho, pero sin querer. Sin embargo, Dios es bueno.

—Su familia —dijo el fraile—, su esposa, su hijo, ¿están a salvo?

—Sí. Al menos lo estaban cuando me despedí de ellos. Están en el campo, con una familia. La granja queda lejos de la ciudad; nadie va allí.

—¿Se ha ocupado de los preparativos para…?

El hombre comía la sopa a cucharadas encorvado sobre la escudilla, negándose al parecer a desperdiciar siquiera el vapor que desprendía. Asintió.

—Sí. Hay un plan para sacarlos a través de Holanda. Un barco recalará en Róterdam dentro de tres semanas. El capitán es un amigo de otros tiempos y, además —emitió un ruidito estridente que el fraile tardó un instante en reconocer como una carcajada—, ha recibido un buen soborno. Mi mujer logró vender un broche de diamantes a un traficante de Múnich.

—¿Y el muchacho?

—Tiene diecisiete años. Es casi un hombre.

—¿Cómo se llama?

—Franz. —El hombre miró al frente, con la cuchara suspendida sobre la escudilla—. Es un buen chico, valiente, pero no muy fuerte, sin mucho nervio. Aun así, cuidará bien de su madre.

Cuando acabó de comer, apartó la escudilla vacía y la fuente de pan, cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó la frente sobre ellos y cerró los ojos.

—Un momento —musitó—. Necesito descansar solo un momento.

El hermano Damián esperó. Sentado con las manos sobre las rodillas, contempló la luz del sol en la hilera de ventanucos con barrotes que se abrían en lo alto, bajo las vigas del techo.

La marea de la guerra no había llegado al valle. En ese refugio de las alturas se habían librado. Resultaba extraño pensar en lo tranquilos que habían sido los últimos cinco años mientras, no muy lejos, en el norte, habían tenido lugar terribles batallas, con el avance primero de oleadas de tropas hacia el oeste, seguidas de otros ejércitos que se habían dirigido hacia el este, y luego, después de que los combates cambiaran de curso y se convirtieran en inundación, la espantosa convergencia en el centro, el centro menguante, mientras se conquistaban y arrasaban las tierras alemanas.

Dios, en su bondad, había querido que así fuera. En ocasiones, cuando el sueño de justicia y destino morían hundidos en un mar de sangre, costaba mantener la fe en la condición humana.

El fraile salió de nuevo, esta vez para ir a un pequeño cuarto contiguo a las cocinas, y regresó enseguida con dos vasitos y una botella revestida de paja. El hombre levantó la cabeza con esfuerzo. Tenía los ojos enrojecidos.

—Tome un poco de moscatel —le dijo el hermano Damián—. Lo hacemos aquí, en el monasterio.

Sirvió una buena cantidad del espeso vino rojizo en los vasos, empujó uno sobre la mesa en dirección al hombre y levantó el suyo para brindar.

—Por los caídos.

Bebieron y chasquearon los labios.

—Es bueno, ¿eh? —dijo el hermano Damián—. Las uvas se dejan en las vides hasta las primeras heladas para aumentar la concentración de azúcar.

Bebieron en silencio. El hombre parpadeaba muy deprisa. El sabor del vino parecía apesadumbrarlo —quizá le despertara recuerdos de otros tiempos, más felices—, pero siguió bebiendo hasta apurar la última gota. El fraile le rellenó el vaso. Volvieron a beber, ambos mirando al frente sin decir nada, cada uno reflexionando a su modo sobre el sueño que había fracasado tan estrepitosamente.

—Venga conmigo —dijo el hermano Damián—. Querrá descansar como es debido.

Caminaron por pasillos enlosados. El hombre parecía más cansado que antes de comer. Era como si los alimentos no hubieran sido un sustento, sino otra carga impuesta.

El fraile le llevaba el cayado y la mochila, que era ligera y parecía vacía, con excepción de un objeto pesado en el fondo. ¿Un arma? El hombre lo había perdido todo, salvo a su esposa, mujer de recursos, y a su hijo, bueno y valiente, y una pistola con la que protegerse o —Dios no lo quisiera— poner fin a sus penalidades.

Sin embargo, tal vez el sueño no hubiera muerto del todo. ¿Quién sabía qué podría resurgir de las cenizas de la guerra?

—Esta es su habitación —le dijo al hombre, y esbozó una sonrisa irónica—. O quizá debiera decir «su celda». Aquí llevamos una vida sencilla.

Era un cuartito de piedra con una cama estrecha, una silla de enea y un palanganero con una jofaina y un aguamanil esmaltados.

El hombre miró alrededor con suma atención, como si tomara nota de todo, como si lo memorizara todo.

—Igual que la habitación de Vincent —murmuró.

—¿Qué Vincent?

—El pintor. El holandés.

—Ah. Sí. La cama, la silla. Ya veo.

—Cuando me quite las botas y las deje ahí, el cuadro estará completo.

El hermano Damián soltó la mochila sobre la cama y apoyó el cayado contra la pared, detrás de la silla.

—No le molestaré hasta la hora de la cena. ¿Puedo hacer algo más por usted ahora?

—No, no, gracias. Ha sido muy amable. Todo esto… —Miró alrededor e hizo un gesto con la mano derecha—. No tengo palabras. —Parecía a punto de echarse a llorar.

—Bueno, ya tendrá oportunidad de pagarse su manutención —repuso el fraile con una sonrisa de oreja a oreja—. Le haremos trabajar durante su estancia.

Siguió un silencio breve y tenso. La ligereza del tono del hermano Damián había producido una nota discordante.

—Ha sufrido mucho —añadió en son de disculpa—. Pero el trabajo —prosiguió más animado— aliviará su carga. El trabajo le hará libre.

El hombre se quedó mirándolo con sus ojos grises entornados.

—He oído antes esas palabras —dijo.

La gran cara cuadrada irlandesa del fraile enrojeció hasta la línea del nacimiento del cabello, rubio y ralo.

—Perdóneme —repuso—. Siempre me pasa lo mismo; ¡en cuanto abro la maldita bocaza, meto hasta el fondo la maldita pata!

— Entschuldigen Sie. No pretendía reprenderlo. Dios sabe…

El hombre volvió a hacer con la mano aquel gesto que expresaba gratitud, pero también futilidad. Pese al verdor del valle de montaña, pese a la pureza de su aire poco denso y frío, el mundo de ambos era un mundo agotado.

—Ahora le dejaré descansar —dijo el fraile. Se volvió hacia la puerta, pero se detuvo—. Llegado el momento, se dirigirá hacia el sur, hasta Roma, luego irá por mar a Gibraltar y cruzará España y Francia en dirección al canal de la Mancha. Encontrará casas francas a lo largo del camino. Siempre hay un monasterio, un convento. Tenemos nuestras rutas desde los tiempos de Fiacre, el monje celta que da nombre a nuestro monasterio. ¿Sabía que Fiacre es el santo patrón de los jardineros y horticultores?

—¿De eso trabajaré mientras esté aquí, de horticultor?

—El obrero de la viña, sí.

El hombre asintió.

—«Los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos» —citó.

—Ah, conoce su Biblia.

—¿Cómo no iba a conocerla?

Así empezó su estancia en el monasterio de la ladera de la montaña.

Pasaron los días y las semanas, y cada día el sol se elevaba un poco más en el cielo y brillaba un poco más. El hombre trabajó entre las viñas y en los manzanales. Se le atezaron las manos y el rostro enflaquecido, pero, en contra de lo que había dicho el fraile, sus tribulaciones no desaparecieron.

Se preocupaba sin cesar por su esposa y su hijo. Se preocupaba por sí mismo. Había participado en actos horribles, ¿y por qué iba a suponer que ya habían acabado solo porque hubiera acabado la guerra? Sabía que la guerra nunca termina, que simplemente los ejércitos se retiran de la contienda de vez en cuando para atender a los heridos y afilar y sacar brillo a las armas embotadas y cubiertas de sangre.

No, pensaba obligándose a alimentar la esperanza, la lucha no había concluido. El ave fénix resurgiría con todo su esplendor.

Por fin llegó el día en que su esposa y su hijo debían embarcar en el SS Meermin en Róterdam, pero seguía sin tener noticias de ellos.

El capitán del barco era De Grote, Karl de Grote. El hombre lo había tratado en los campos de concentración, primero en Theresienstadt y luego en Dachau. De Grote era uno de los pocos que habían escapado. Precisamente de Dachau había partido el hombre hacia el sur hacía seis semanas. ¡Seis semanas! Parecían seis meses, seis años, toda una vida.

¿Se podía confiar en De Grote? Le debía todo; le debía su supervivencia. Pero el hombre conocía el mundo, conocía a quienes lo habitaban y sabía de lo que eran capaces, incluso los mejores, incluso los que parecían más sensatos, más dignos de confianza.

Tal vez Hilde y el chico no hubieran llegado a Róterdam. Tal vez alguien los hubiera traicionado, tal vez los hubieran capturado en su escondrijo. Tal vez los hubiera delatado uno de los jornaleros o quizá el propio granjero se hubiera hartado de darles cobijo o se hubiera asustado al pensar que podrían descubrirlos y hacerle a él responsable. Esos temores y preocupaciones desvelaban al hombre por la noche, le hacían removerse y dar vueltas en la estrecha cama bañado en el sudor de la incertidumbre y el terror.

Y, por fin, al parecer milagrosamente, llegó una carta.

Era del granjero, Ullmann, y llevaba fecha de la semana anterior. En media docena de renglones se le informaba de que su esposa y su hijo habían partido hacia Holanda, de que estaban bien y con buen ánimo cuando se marcharon, y llenos de confianza en que saldrían adelante y se pondrían a salvo. La gente de Roma se había ocupado de todo: madre e hijo se alojarían en un convento hasta que el hombre se reuniera con ellos.

Releyó la carta dos veces, más despacio cada una. Tenía un alijo de oro escondido, buscaría un lugar para los tres y empezarían una nueva vida.

Sentado en el borde de la cama, paralizado por el alivio, sonrió por el cómico bajo alemán con que se expresaba Ullmann. Luego se le nubló la vista y se frotó los ojos con el pulpejo de la mano. Tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba llorando. ¿Cuándo había sido la última vez que había llorado? En el mundo en el que había vivido, no había lugar para las lágrimas.

Pero ¿cómo había llegado la carta?

La había llevado un joven del valle en moto, le explicó el hermano Damián.

¿Qué joven?

—Lo ignoro —respondió el fraile, y se encogió de hombros—. Me dio la carta, me pidió que se la entregara en mano, giró la moto y se alejó. No sé nada más de él.

Al oírlo, el hombre se angustió una vez más. ¿Podía tener la certeza de que era Ullmann quien la había escrito? Quizá la hubieran falsificado para despistarlo e inducirle a bajar la guardia.

—Tenga fe —le exhortó el hermano Damián—. Ya ha sufrido bastante. Dios no es tan cruel como para tratar de engañarlo de esa forma.

El hombre no dijo nada. Si el fraile volvía a mencionar a Dios, le asestaría un puñetazo en ese pedazo de cara sonrosada, pecosa y risueña. ¿Aún no se había enterado? Dios no existe, nunca ha existido. Solo existe esta esfera absurda que gira en la oscuridad infinita entre otras incontables esferas. Lo que ese papanatas cree que son los inescrutables designios de una deidad siempre vigilante no es más que das Schicksal , el destino, el ciego destino, y nosotros somos sus víctimas.

Por fin llegó el día en que debía dejar el monasterio para emprender el largo periplo hacia la seguridad y la libertad. Sí, una nueva vida.

El hermano Damián cambió el hábito de lana marrón por un traje oscuro de seglar y bajó con él por la larga pista hasta el pueblo. Entraron en la posada, Im Zeichen der Ziege, y se sentaron a una mesa de madera llena de arañazos, en el comedor.

El local estaba desierto; ni siquiera apareció el posadero. Era algo acordado: nadie vería al hombre, no fuera a ser que lo reconocieran, que lo delataran. Él sabía que otros habían seguido ese mismo camino, habían tomado esa ruta. Y no todos habían sobrevivido.

Esperaron.

No se oían más que el chirrido de las botas del fraile cuando movía los pies y los suspiros de una corriente de aire en la rendija de una puerta o ventana. El hombre sentía una clase extraña de melancolía. Extraña, pero aun así la reconoció. Incluso en la infancia había vivido cada partida como una premonición de la muerte, un sorbito de las aguas del negro río del olvido.

Por fin apareció un hombre, un campesino de aspecto rudo, barba poblada y maneras hoscas. Guiaba un carro de madera tirado por un jamelgo medio muerto de hambre. Como único asiento tenía una paca cuadrada de paja colocada en la parte delantera, muy cerca de las ancas del caballo. En ese armatoste realizó el hombre la siguiente etapa de su largo viaje hasta una isla lluviosa situada en el límite de lo que él consideraba el mundo conocido, su mundo, que estaba a punto de abandonar para siempre.

En la puerta de la posada, el fraile agitó la mano de un lado al otro en lo que pareció una despedida mecánica.

—Auf Wiedersehen —exclamó el hombre.

Pintado en un rótulo de madera que colgaba sobre la cabeza del fraile, un chivo con enormes cuernos curvos levantado sobre las patas traseras sonreía con aire lascivo.

DUBLÍN

Doce años después

2

 

 

 

 

 

A Strafford siempre le asombraba observar que la gente tendía a ponerse nerviosa, mostrarse agresiva o ambas cosas al saber que era policía. Desde luego, no se debía a que todos tuvieran motivos para sentirse culpables o fueran anarquistas y se opusieran por principio a la policía. La causa era más sutil.

Los ingleses habían colonizado el país durante ocho siglos más o menos —las primeras hordas de barones anglonormandos saqueadores habían llegado a esas costas en el siglo XII —, y el Estado irlandés liberado, ahora hundido en el estancamiento de la década de 1950, no tenía muchos más años que el propio Strafford. El pueblo tenía buena memoria y el resentimiento contra sus antiguos opresores era corrosivo. Con solo oírle hablar sabían que era protestante y, por tanto, inevitablemente, que no era uno de los suyos.

¿Qué pintaba él en la Garda?, debían de preguntarse, en su Garda. Y, más aún, ¿cómo había llegado a ser inspector?

En cierto sentido, les parecía escandaloso.

Tras la independencia, los que eran como él, los de su clase, los del llamado «dominio protestante», se habían lavado las manos, con unas cuantas excepciones, respecto a la nueva Irlanda autónoma y se habían retirado a sus heredades y al solaz de sus tradicionales y refinadas actividades.

Irlanda, o los veintiséis condados que constituían la República, nacida de la rebelión, de la posterior lucha encarnizada por la libertad y de la inevitable guerra civil que se había desatado a continuación, tal vez fuera un lugar más tosco, con hombres más toscos al mando, pero era la tierra de los irlandeses, libre e independiente, si no se contaba el poder controlador de la Iglesia católica, aceptado por la mayoría como correcto y apropiado. Roma era la capital ultramontana de la República, su segunda capital. O la primera, a decir de algunos.

El inspector St. John Strafford era una anomalía, como él bien sabía, y, si por casualidad lo olvidaba siquiera un instante, no faltaban los deseosos de recordarle, con una mirada gélida o una palabra irónica, quién y qué era exactamente.

Pero, para su alivio, Perry Otway no era uno de ellos.

Perry y Strafford pertenecían a la misma tribu selecta. Perry era, según él mismo decía con apesadumbrado regodeo, hijo de un pastor presbiteriano escocés. Su padre, rector de una parroquia rural remota, lo había enviado al otro lado del mar para que estudiara en el Winchester College, uno de los internados más distinguidos de Inglaterra, quizá no tanto como Eton o Harrow, pero más distinguido que la mayoría. Por una de las muchas peculiaridades de la nomenclatura inglesa, eso convertía a Perry en un wykehamist .[1]

También eso le resultaba un tanto cómico.

Perry era un hombre corpulento y rubio, con la cara oronda e inmaculada de un bebé y ojos cándidos de un azul aciano muy pálido. Vestía un mono impregnado de aceite cuyo color, y a esas alturas probablemente también la consistencia, recordaba al de la masilla húmeda, y tenía las uñas rotas y negras por los muchos años que llevaba hurgando en las entrañas de motores achacosos y díscolos.

Regentaba un diminuto taller con gasolinera en unas antiguas caballerizas situadas en un callejón de Mount Street Crescent.

El local era un cubo oscuro y carente de ventanas con muchos estantes en las paredes y un agujero rectangular en forma de tumba abierto en el suelo para revisar y reparar los chasis. En la parte delantera se alzaba, tieso y con aspecto de juguete, un surtidor de gasolina pintado de color escarlata, con cabeza de robot y cara de vidrio. Todo en el taller estaba pulido y ordenado —las herramientas, las piezas de repuesto, los neumáticos apilados—, pero mugriento hasta decir basta y embadurnado de aceite y grasa de motor.

Al detenerse junto al surtidor de gasolina los dos hombres se habían evaluado mutuamente y al instante habían reconocido en el otro a uno de los suyos. En la estructura social de la Irlanda de la época, caracterizada por una s

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