No recuerdo demasiado del «antes». Quizás mi mente se cerró, o los recuerdos tropezaron en la caída y se desbarataron, se almacenaron en lugares inhóspitos de esta cabeza de chorlito. Puede que sea eso, o quizás todo tenga que ver con aquel sueño que tuve durante el vuelo. Eso sería, contra todo pronóstico, lo primero que querría contar si alguna de estas «mentes pensantes» me preguntara. ¿Dónde comenzaría usted su narración, sargento Dupree?
Pues verá, señor genio, íbamos diez personas a bordo de un avión que no existía. ¿Ha oído hablar de un pájaro negro? Vuelos que no tienen registro en las pantallas de las torres de control. Etiqueta vacía y no hagas preguntas. Ni siquiera nosotros sabíamos el destino. El caso es que llevábamos aquello: La Caja. Algo que había salido de alguna boca del infierno, por lo menos. Yo, que he transportado gente metida en jaulas, coches bomba, depósitos completos de veneno, le diré que aquello tenía un mal aspecto cinco estrellas. ¿Conoce esas teorías que hablan del «aura» de las cosas? Pues aquello tenía un karma tirando a «negro mierda».
Bueno, pero ya hablaré de eso. Antes quisiera mencionar mi sueño. Aquel sueño que tuve justo antes de que todo comenzase a ir peor que mal. Alguien inesperado se me apareció y me contó lo que iba a ocurrir. No sé si eso sirvió para que yo sobreviviera, pero lo que está claro es que tenía el boleto ganador. Entre esas doce almas, me tocó a mí. Para bien o para mal. Esto también se lo explicaré más tarde.
Pero comencemos. Íbamos, como digo, en aquel avión, y llevábamos cuatro horas en el aire cuando entramos en la tormenta. Como todo lo demás en aquella misión, la tormenta tampoco estaba prevista, y la primera turbulencia llegó sin avisar.
El avión cayó dos o tres metros de un golpe, y a uno de esos tíos de traje (Pasha ya les había encontrado un mote a esas alturas: «Los Fantasmas») se le derramó la Coca-Cola entre las piernas. Empezó a maldecir como una niña histérica mientras se limpiaba el pantalón y decía algo así como «Mierda puta, mierda puta, puta mierdaaa», y Dan y Pavel empezaron a reírse y a cachondearse, claro.
Yo me hubiera reído también, hubiera sido un gran momento. En serio: aquel tipo, Bauman era su apellido, era la viva estampa de la gilipollez humana. Con su chaleco de visón, sus gafas de sol y ese traje gris de millonario. ¿De qué agujero sacaban a esa gente? Pero apreté los labios. Había leído un briefing la noche anterior (el que me tocaba por ser el «jefe») y sabía que ese «intercambio» se trataba de un asunto muy incómodo entre dos diplomacias muy potentes. Así que nada de bromitas con los tipos de traje. De una sola mirada les borré la risa del rostro a los chavales: «Venga, seriedad y al tajo», les dije con telepatía. «Aburríos soñando con Ibiza.» Y mis cuatro chicos asintieron con la cabeza y se tragaron la risa.
Otra turbulencia, y esta vez debimos de caer cinco metros por lo menos. Nuestros estómagos flotaron en la ingravidez durante dos o tres segundos, hasta que oímos los motores rugir ahí fuera y volvimos a recobrar el aliento. «Joder», pensé, «¿por qué no subimos a una buena altitud y salimos de este infierno?»
«Confía en los pilotos», respondió la voz de mi cabeza. «Ellos tampoco quieren morir, ¿no?»
«No», pensé, «supongo...»
Casi como si me hubiera leído el pensamiento, habló Stu, el piloto, y su voz sonó sucia y llena de interferencias a través de los altavoces de la bodega:
—Tenemos órdenes de mantener la altura, pero vamos a intentar elevarnos un poco para evitar esta tormenta.
—Sí, joder, haz algo —replicó Arman, el trajeado que se había regado las pelotas de Coca-Cola. Y después maldijo en ruso.
El avión se inclinó en la subida y la lata de Coca-Cola rodó por el suelo de la bodega hasta chocar con La Caja, aquel contenedor intermodal negro que presidía, en solitario, la vasta rampa de carga del C-17.
La Caja.
La habíamos cargado tres horas antes en Jan Mayen, una isla de hielo perdida entre Noruega y Groenlandia donde nos esperaba a pie de pista, dentro de un camión. Era una caja de acero de doce metros de largo. Un reefer de esos que cruzan los mares transportando zapatos, bicicletas o toneladas de pañales. Solo que la nuestra era como una «serie especial»: un extraño acero blindado, una cerradura invisible y un montón de pequeños aparatos acoplados a sus lados; además del paracaídas y un sistema de flotación de emergencia. Estaba claro que ahí no viajaban pañales. Supusimos que se trataría de un arma, pero no nos pagan por pensar, y mucho menos por cuchichear. Solo teníamos que asegurarnos de que «eso» entraba en el avión y llegaba a donde tuviera que llegar sin problemas.
La lata de Coca-Cola se deslizó por el costado de La Caja bajo la mirada de todos los que íbamos sentados a estribor: Pavel, Dan, Alex y uno de aquellos «genios» que habían montado en la base de Jan Mayen —¿profesor Paulsson?—. Creí haber oído su nombre cuando los «trajeados» estrecharon sus manos mientras fumaban a los pies del C-17. Fuera quien fuera, aquel hombre noruego tenía mal aspecto. Parecía enfermo, y Alex, el cabo segundo, le había ofrecido pastillas contra el mareo, pero el tipo las había rechazado. Entonces Alex se había movido un par de asientos por miedo a que le vomitara encima, pero yo no creía que fuera eso. El tío lo que estaba era asustado de veras, y su colega —otro científico que se sentaba a babor— más o menos lo mismo. Ambos iban con la vista clavada en sus ordenadores y la cara de descomposición de alguien que está muerto de miedo. Miraban esos portátiles conectados al reefer y de vez en cuando alguno levantaba la vista para mirar a su colega. Parecía que se quisieran decir algo, pero la presencia de los tipos «importantes» se lo impidiera.
«Pinta muy mal», pensé. «Joder, solo espero que aterricemos en Canadá.»
Entonces vi que Pavel me miraba y sonreía, probablemente adivinando mis pensamientos. Arqueó las cejas como diciendo «menudo encarguito, ¿no?» y yo asentí con una media sonrisa.
«Ibiza», dije con los labios.
Y él sonrió.
Cerré los ojos y traté, yo también, de olvidarme de todo aquello. Todo el mundo que se dedica a esto tiene sus trucos, juegos mentales, maneras de sobrellevar la tensión o el aburrimiento. Hay gente que deja su mente en blanco y se concentra en los pies o en las manos, o en alguna otra cosa. Otros rezan o hablan con Dios. En cuanto a mí, el truco es pensar en una mujer. Una mujer bonita, quiero decir. Pienso en sus piernas, en su cabello, en su perfume. No es ninguna en concreto, pero tampoco son mujeres famosas, sino mujeres que conozco. Exnovias, compañeras de la base, azafatas de mi vuelo o camareras de los bares que frecuento en mi ciudad. Y tampoco es nada guarro, nunca llego a montarme un show porno en la cabeza. Saltar en paracaídas o entrar en combate con un hueso en la entrepierna no sería demasiado seguro. Lo que sí hago es imaginarlas bien vestidas, elegantes, en alguna fiesta o dando un paseo por un muelle, junto al mar. Me concentro en imaginar su sonrisa, el movimiento de su cabello ondeado por el viento y la fragancia de su perfume. Imagino sus piernas envueltas en un par de medias, caminando sobre unos bonitos zapatos de colores. Y eso me relaja, hace que toda la tensión de mi cuerpo baje uno o dos puntos. Es un truco que aprendí durante «la selección», en una de esas noches de pesadilla que te hacen pasar durante el «filtro». Muerto de frío, asustado, torturado con sonidos y sin comida, yo estaba con mis chicas y de ese modo sobreviví.
Así que cuando entramos de lleno en aquella tormenta, en aquel C-17 Globemaster que parecía una orquesta de piezas a punto de desmenuzarse, comencé a pensar en una mujer que había conocido dos semanas antes en una fiesta en el jardín de Pavel. Una chica guapa y con conversación que se llamaba Chloe Stewart.
Bueno, la visualicé tal y como la recordaba: rubia, alta, espigada, de esas que a mí personalmente me provocan «visión túnel» o cara de bobo, dicho en otras palabras. Vaqueros, una americana azul y un bohemio fular en su cuello. Tan pronto como empecé a recordarla, mis latidos comenzaron a ganar profundidad y los ruidos del avión a atenuarse.
Después de repasarla mentalmente, ya estaba tan lejos del C-17 que casi lograba escuchar la canción que sonaba en la fiesta del jardín de Pavel, «Suspicious Minds» de Elvis.
Era un día azul. Yo tenía un mojito en la mano. Una camisa de manga corta.
Hacía calor.
Pavel vivía en uno de esos chalets adosados que rodean la base naval de Coronado Beach, donde viven militares y funcionarios del ejército principalmente, aunque también unos cuantos civiles.
Había mucha gente nueva en el jardín, y seguramente ella lo era, porque estaba un poco descolocada y se dedicaba a beber de un vaso de plástico y a observar unas guirnaldas de colores que colgaban de un lado al otro del exterior de la casa. Justo a su lado estaba el MacBook de Pavel, así que me acerqué y empecé a mirar Spotify como quien no quiere la cosa. Entonces ella me dijo:
—¿No estarás pensando en cambiar de música?
—Pues pensaba variar un poquito...
—¿Y qué quieres poner?
El C-17 seguía dando botes y sonando como una caravana de circo azuzada por un huracán, pero yo ni me enteraba. Acababa de fijarme en un extraño pero atractivo tic en los ojos de Chloe, no demasiado maquillados. También había logrado concentrarme en el sutil aroma a champú que emanaba su cabello.
Intentaba mantener la conversación como podía, mientras la parte cabrona de mi cerebro me asaltaba con su repertorio de «clásicos castrantes»: «Es un pibón, Dave, y lo sabes; está fuera de tu liga. Ni lo sueñes. ¿Cuánto crees que aguantará sin hablarte de su novio? Debe de ser que le recuerdas a su hermano pequeño. Ese que es bajito y tiene un cepillo en las cejas».
Pero Chloe seguía hablándome, sonriendo y siendo fantásticamente simpática. Al menos lo era en mi sueño, porque a esas alturas debía de haberme dormido. Y esta es una de las cosas curiosas del asunto: jamás me había dormido en el trabajo.
Ni siquiera podría decir cuánto duró esa prometedora conversación con Chloe Stewart en el jardín de Pavel. Lo único que sé es que de pronto empezaba a oscurecer. Un viento muy frío comenzaba a soplar enviando ráfagas de agua. Los invitados habían desaparecido y se oían los ruidos, como si un tren descarrilado estuviera haciendo trompos al otro lado de la valla.
—¡Eh! ¿Dónde te has metido, Chloe?
Yo entraba en la casa, que había cambiado, como suele ocurrir en los sueños, y no era la casa de Pavel, sino nuestra antigua pocilga de Columbus Hill. Había un largo pasillo que llevaba a la cocina. Y yo lo recorría y allí, al final, había alguien esperándome. Pero no era Chloe.
—Eh, Dave. ¿Cómo estás, muchacho?
Allí sentado en su silla, donde siempre solía encontrarle, estaba El Viejo. Con su botella y su paquete de cigarrillos. Y su ropa que olía siempre a una mezcla de alcohol y tabaco.
—¿Qué haces aquí, papá? —pregunté.
Entonces, El Viejo levantó la mirada, muy despacio, como si las ondas de mi voz hubieran tardado segundos en llegar a sus oídos. Me miró con aquellos dos ojos tristes, donde siempre había un signo de derrota. Pero en vez de eso, ahí dentro vi un pozo sin fondo que rotaba como una galaxia.
—Acércate, Dave, hace tiempo que no te veo.
Me acerqué y tuve ganas de abrazarlo. Aunque apestase a alcohol y nos hubiera jodido la vida a todos. Es lo que pasa con la sangre, ¿no?
—Yo también a ti, papá —le dije.
Era como si hubiéramos vuelto a los días de vino y rosas (sobre todo de vino). El Viejo me cogió por la manga de la camisa y tiró con fuerza hasta ponerme frente a frente.
—Mira esto, muchacho. Es lo que he venido a decirte. Míralo con atención. Es importante que lo veas...
El Viejo me lo mostró en sus ojos. Allí dentro todo daba vueltas y te tragaba. Y en el fondo del pozo había algo. Unas imágenes. Al verlas, comencé a respirar más rápido.
—Debes salvarte, Dave, porque has sido elegido para algo importante.
Y allí, en el centro de aquel infierno de cuerpos rotos, negra y grandiosa se elevaba La Caja.
Esa maldita Caja.
Aquello era como caminar por un planeta helado, pensó Carmen.
Con los ojos semicerrados avanzaba a trancas y barrancas por el sendero de Corbbet Hill, recibiendo los empellones del viento y las ráfagas de agua, que a veces se convertían en granizo pequeño y le impedían tener una visibilidad mucho mayor que dos metros.
Urano o Plutón... Algo parecido.
Eran solo las cuatro de la tarde y ya era de noche. El sol, esa pelota pequeña y cobarde que apenas asomaba durante el día, se había marchado sin despedirse, y ahora reinaba una oscuridad total. Bueno, casi total. En lo alto de Corbbet Hill estaban los farolillos del hotel Kirkwall, pero eran como pequeñas estrellas remotas, medio diluidas por la tormenta.
Menos mal que se sabía el camino.
Caminaba encogida, con una bolsa de la compra en cada mano, más el peso de su mochila, donde había alojado un par de kilos de patatas y una bolsa de manzanas. Siguiendo con el símil del planeta helado, se sentía como un astronauta de regreso de una misión de recogida de rocas lunares, con la excepción de que los astronautas iban dando alegres botes por la Luna y ella, en cambio, caminaba exhausta con todo el peso de la gravedad y de las compras en el Durran Grocery Store. Lo único positivo era que el frío, menos de cinco grados, le impedía sudar una sola gota.
Además, los astronautas tampoco solían llevar la nariz al aire. Y Carmen empezaba a sentir que se le estaba helando. Que se rompería como un cristal y se le caería a trozos (con lo que perdería una de las mejores partes de su cara). Al menos llevaba puestas una camiseta térmica, un grueso polar y una chaqueta cortavientos con una gran capucha que le protegía el cuello. Pero había dejado su nariz expuesta. Error de novata. Y lo único que podía hacer —con sus dos manos ocupadas— era apretar el paso y llegar cuanto antes.
Con la vista fija en los bordes del sendero, avanzó los últimos metros antes de llegar al césped recortado del frontal del hotel. Alzó la vista y el viento le arrancó la capucha de la cabeza y desató su melena castaña, que comenzó a bailar sobre su cara.
Observó que había luz en el salón. ¿Algún cliente de última hora en el ferry de la tarde? ¿Una parejita buscando un refugio romántico por Navidad? Aunque significase trabajo, era mucho más deseable que el aburrido transcurrir de las horas invernales. Y además harían algo de caja, que falta hacía.
Cruzó el jardín hasta el pequeño camino que orillaba los muros de la vieja casona y rodeó el edificio. Allí sobresalía la extensión donde se alojaba la cocina. Frente a ella estaba aparcado el Rover Defender que ahora se arrepentía de no haber cogido para bajar al pueblo («un poco de ejercicio me vendrá bien», había pensado. «Y una mier...»). Más allá del cobertizo y la valla, el Bealach Ba —la montaña central de la isla— estaba casi enteramente cubierto por una de esas grandes nubes, como si fuera un ser de otro mundo que se alimentara de montañas.
«Definitivamente, Plutón», pensó Carmen.
Abrió la puerta de la cocina y dejó que la lluvia y el viento se colaran en la gran casona como dos fantasmas ululantes.
—¡Hola!
Sabía lo mucho que molestaba una irrupción de viento y frío en el caldeado ambiente de la cocina, así que Carmen entró despacio, con cuidado de no soltar la puerta en ningún momento. Sus tres meses en la «isla del viento» le habían enseñado a no subestimar las rachas furiosas y repentinas que se llevaban por delante dedos, cristales y trozos de pared.
Metió una bolsa, después la otra, y finalmente cerró la puerta y dio dos vueltas a la llave.
Amelia Doyle estaba de espaldas a la puerta, troceando algo sobre la mesa de madera. Esa noche vestía el jumper rosa fosforito de Quicksilver que uno de los clientes del verano pasado —un surfista australiano— le había regalado después de pasar dos semanas cogiendo olas en Layon Beach. Además de eso, pantalones vaqueros y zapatillas Converse con los lazos también de color rosa.
De no ser por esa maldita artrosis que cada día la iba mordiendo un poco más, Carmen firmaría por llegar a los setenta como Amelia Doyle.
—¡Joder! —exclamó en castellano—. Ahí fuera es como un infierno.
—Joder —repitió Amelia con su acento—. ¡Ya lo he notado!
Carmen dejó que el calor de la cocina la abrazara. En la radio sonaba «I Wanna Be Your Boyfriend» de los Ramones entre interferencias (posiblemente causadas por la tormenta) y olía a un rico estofado que llevaba horas haciéndose lentamente en el fuego de leña.
Atravesó la cocina con la mochila de las patatas a cuestas hasta la despensa. Una vez allí, la aparcó junto a una caja de madera y fue colocando las patatas una a una en la pila.
—Ya me estaba preocupando por ti —dijo Amelia—. ¿Dónde te habías metido?
—Me quedé un rato donde Didi —dijo—. Ya sabes cómo son esos «ratos»...
—Oh, esa lianta. ¿Qué contaba?
—Bueno, parece que la tormenta que anunciaban para fin de año se adelantará a la Navidad. De hecho, creo que estos son los primeros avances.
Casi como para confirmarlo, afuera se escuchó otra furiosa ráfaga de viento.
—El ferry de la tarde ha vuelto a llegar vacío y se ha ido cargado de gente. Debemos quedar unos sesenta en la isla.
—Y aún se irán más —dijo Amelia—. Lo normal es que nos quedemos una treintena de almas en Navidad. Los que no tienen familia o los que la odian demasiado. Y después estamos los viejos achacosos a los que ya no nos sacan de esta piedra.
Carmen se rio.
—¿Y los sobrinos de Didi? —preguntó Amelia—. ¿Se han marchado ya?
—No. Hoy estaban en el café, trasteando, un poco aburridos. Todo sea que mañana el ferry no salga.
—Todavía tiene que haber peor mar para que esos locos decidan aparcar su maldito cascarón.
Amelia se refería a los capitanes del Gigha, el ferry que cruzaba desde la «tierra» (como la llamaban los isleños, por mucho que se tratara de otra isla más grande) hasta Portmaddock. Eran antiguos pescadores que habían encontrado en el ferry una forma de vida tan mala como la pesca y no se arrugaban ante un mar erizado ni una marejada. Carmen había cruzado algunas veces para ir de compras a Thurso entre olas que eran como montañas mientras el viejo Torain O’Hara bebía té y contaba chistes verdes. Pero una cosa era el coraje casi estúpido de los viejos lobos de mar y otra el control del cabo Gertrudis y las benditas reglas de transporte marítimo de personas.
Carmen se acercó a la mesa y observó los dos platos llenos de patatas y cebollas picadas.
—Buen trabajo —dijo—. Todo bien pequeñito.
—A partir de ahora es todo tuyo, preciosa —dijo Amelia tras dar el último golpe de cuchillo y quitarse las gafas—. Quiero ver cómo la haces girar en el aire.
Se refería a la tortilla de patatas que iba a componer el primer plato de la cena de aquella noche.
—Ya te dije que no se gira en el aire —dijo Carmen—. Se pone un plato encima de la sartén y se voltea.
—¡Ohhh! Pero ¡eso es abuuurrido! Bueno, le diremos a Charlie que lo hiciste.
Carmen abrió los ojos de par en par al escuchar eso.
—¿Charlie? —dijo—. ¿Está aquí?
Intentó disimular un poco su emoción colocando las bolsas de la compra sobre la mesa.
—Ha aparecido a media tarde —dijo Amelia (y aunque le daba la espalda, Carmen juraría que tenía una sonrisa de oreja a oreja)—. En ese ferry que no iba del todo vacío... Le he dado su habitación habitual.
Carmen sacó un par de latas de carne y las metió en el armario. No pudo evitar que sus labios formaran una sonrisa.
—Bueno, iré a saludarle. ¿Está en el salón?
—No —dijo Amelia—. Ha bajado al pueblo... Quizás iba a buscarte. Me parece que temía que te hubieras marchado a España por Navidad.
Carmen se volvió y se encontró con Amelia mirándola de par en par con una sonrisa muy pícara.
—¿Qué?
—Nada... Yo...
—¿Has traído pilas para el árbol? —preguntó Amelia como para romper el incómodo momento—. Ahora que tenemos un huésped, tendremos que darle un toque navideño al negocio.
Sobre la barra de la recepción, un reloj promocional de Guinness indicaba que eran las seis y media de la tarde en la isla de St. Kilda y las once y media de la mañana en Nueva York. Debajo del reloj, un gran mapa de la isla mostraba el pueblo de Portmaddock al sur (con una banderita señalando el hotel, en lo alto de Corbbet Hill) y los diferentes caminos y sendas disponibles para explorar la isla andando o en bici (bicicletas a tres euros al día, tándems a cinco). A su lado, los folletos de rutas a caballo y paseos en velero, que empezaban a perder el color mientras esperaban otro verano en el que quizás pudieran ser de utilidad a alguien.
Carmen colocó las pilas en la base del árbol de plástico que habían rescatado del desván aquella misma tarde. Al hacerlo se iluminaron los alegres leds de colores.
«Ala, ya es Navidad...»
En ese momento, el viento golpeó la puerta y le dio un susto.
—Mierd...
El carillón se agitó por efecto de esa lengua de viento frío y después la ráfaga siguió silbando alrededor de la casa. Carmen recordó algo que Didi le había dicho esa tarde: que si esa ciclogénesis llamada Luzbel era tan «bestia» como la venían anunciando, era posible que se quedaran aislados unos días en la isla. «Cinco, seis... Una vez, en 1990, llegaron a los diez días.»
«Pues espero que todo quede en la clásica noticia agorera», pensó.
Iba a regresar a la cocina cuando volvió a ver el resplandor del salón. Se desvió de su camino y entró en el comedor, que estaba prácticamente a oscuras. Siete de las ocho mesas yacían con sus hules y las sillas recogidas, pero en el fondo, junto a la chimenea, alguien había preparado la octava mesa, engalanada con un mantel rojo, copas, vasos, vajilla y un centro de flores del que sobresalían las velas. Amelia había colocado incluso una botella del vino italiano que guardaba para ocasiones especiales.
Era una mesa para dos.
—De ninguna manera, querida —dijo Amelia sin inmutarse cuando Carmen regresó a la cocina protestando por aquello—. Y es mi última palabra.
—Pero ¡Amelia! —Carmen notaba los colores subiéndole por las mejillas—. ¡Quiero que cenemos los tres!
—¿Y chafarte la única cita romántica que has tenido en ocho meses? Ni loca. Soy una vieja solitaria y me encanta la compañía, pero sé cuándo tengo que dejar a la gente divertirse. Me llevaré un trozo de tu tortilla y la cenaré viendo Downton Abbey o hablando por la radio. Y después me pondré tapones. Charlie y tú podéis hacer todo lo que queráis esta noche.
Carmen ya no pudo hacer nada por contenerse y estalló en una carcajada.
—Somos amigos, Amelia. Cenaremos y después cada uno se irá a su cama. Por favor...
—Mira, jovencita. Si resulta que tienes razón y dormís separados esta noche, te garantizo que me enfadaré no sabes cuánto. Sobre todo después de estos dos meses de caramelización a fuego lento que habéis tenido delante de mis narices. Mis piernas no funcionan bien, pero tengo la vista de un halcón.
«Y además eres terca como una maldita mula», pensó Carmen mirándola en silencio.
Después se acercó a ella y, aunque sabía que Amelia Doyle no era muy fan del contacto físico, la abrazó y la estrujó un buen rato.
—Anda, anda —dijo la señora Doyle intentando apartarla con el codo—. Termina esto y ve a ponerte guapa.
Durante todo el verano había dormido en una pequeña habitación en la planta baja, la que fuera el antiguo cuarto de mantenimiento —cuando el hotel tenía su propio manitas—, pero con la temporada baja y el hotel casi vacío, Amelia le había permitido ocupar una de las habitaciones de la primera planta, la 103, que contaba con una chimenea y un cuarto de baño propios. Aun así, el frío seguía siendo la sensación omnipresente en el Kirkwall. Aunque el fuego rugiera bien alimentado de leña y la caldera de queroseno todavía fuera capaz de hacer arder tu piel con litros de agua caliente, el tránsito entre la ducha y la ropa era todavía un camino helador.
Tras una depilación exprés se acercó al espejo, en cuyos bordes iba ganando espacio un ejército de hongos. El malvado espejo devolvió la imagen de un rostro acostumbrado al sol y que llevaba mucho tiempo sin recibir un buen rayo cargado de vitamina D.
—Hola, me llamo Carmen y soy del color de la cera. Un vampiro.
Tras una operación «de chapa y pintura», Carmen sacó las joyas de su armario y las colocó sobre su cama. «Debería haber hecho caso a Didi e ir a comprarme un par de buenos vestidos en Thurso cuando tuve ocasión.» Pero ¿cómo iba a saber que Charlie Lomax se presentaría en plenas Navidades? Y de todas formas, ¿no estaban Amelia y ella dando por supuestas demasiadas cosas? Quizás el chico tenía algo de trabajo que hacer o había ido solo un par de días y pronto volvería a Edimburgo a celebrar la Navidad con esa novia, Jane, a la que, por otra parte, había dejado de nombrar hacía tiempo.
«¿Y por qué estoy tan jodidamente nerviosa?»
«¿Quizás porque llevas cuatro años criando telarañas ahí abajo, querida?»
Recordó a Lomax tal y como lo había visto la primera vez: en el puerto, armado con aquellos aparatos de medir y mil planos en las manos, y con esa chaqueta amarilla que podía verse desde las ventanas del hotel Kirkwall en un día claro. Quitando su cara de «urbanita perdido», la verdad es que era todo un buen ejemplar. Alto, ancho de espaldas, pelo rojo ondulado y ojos verdes. Y una sonrisa que podía guiar barcos en la noche.
Didi fue la primera que lo detectó. Dijo que «se lo pedía para ella». De hecho, le había llegado a ofrecer una de las literas para viajeros que se alquilaban en el piso que había sobre el café Moore, pero Charlie ya había reservado una habitación en el Kirkwall.
Llegó al hotel a finales de septiembre, pagó el mes por adelantado y dijo que necesitaba una habitación silenciosa con un buen escritorio para trabajar. Lo enviaba no sé qué comisión nacional para realizar unos estudios sobre la isla. En un pueblo tan pequeño no fue difícil enterarse de quién era Charlie Lomax. En cierto modo, habían estado esperándole desde hacía tiempo.
Durante el verano de 2015, el mar había golpeado el archipiélago por los cuatro costados. Inundaciones, apagones y destrozos por toda la costa. Un huracán extratropical que los expertos habían considerado «impredecible» y posiblemente causado por «fenómenos meteorológicos extremos relacionados con el cambio climático». St. Kilda no se había librado del «castigo». Esa palabra era la que utilizaban los locales para referirse al asunto, y no era para menos. Los temporales (concentrados en dos semanas de julio de 2015) destrozaron el rompeolas y abrieron un boquete en el malecón del puerto, provocando el hundimiento de dos pesqueros y otros tres barcos de vela, además de graves daños en otras naves. Y por si aquello no hubiera sido ya suficiente para noquear la maltrecha economía del pueblo, dos días más tarde el mar envió una tormenta eléctrica de proporciones bíblicas, y una de sus descargas provocó el incendio del viejo almacén de Durran, que terminó extendiéndose por otras dos casas provocando la muerte de Erica Bell, una anciana de ochenta y un años que murió por inhalación de humo. A la pérdida de esta vida hubo que sumar dos casas calcinadas y varios miles de libras de redes de pesca y equipamiento.
Carmen no vivía en St. Kilda por aquel entonces, pero Amelia le contó que la gente estaba fuera de sí durante aquellas duras semanas. El mar primero y el fuego después, como un castigo de Dios que venía a sumarse a la increíble depresión del sector de la pesca de arrastre, principal economía de la isla. No solo ya no quedaba pescado blanco en el mar, sino que Europa había racionado la pesca, y además los islandeses competían fieramente por lo suyo. Las aseguradoras se pusieron tiesas ante el alud de reclamaciones, y entonces el pueblo se unió para enviar un SOS a Edimburgo esperando una flota completa de helicópteros, ayuda humanitaria, ingenieros y camiones cargados de regalos. Pero todo lo que llegó fue Charlie Lomax, un joven ingeniero con la misión de evaluar los daños, actualizar unos cuantos mapas y medidas del islote y emitir un informe. Y digamos que no fue precisamente aplaudido a su llegada. La gente se lo tomó casi como un insulto. Charlie Lomax era la encarnación del desprecio que la capital sentía por los remotos isleños del norte. Todo el mundo pensaba que se guardaba un as en la manga. «El chico de Edimburgo», lo llamaban. El ingeniero «cruasán». El misterioso Charlie Lomax.
Así que la primera tarde que Carmen se lo encontró descansando en el mirador del hotel, digamos que tenía bastante curiosidad en torno al personaje. Decidió acercarse y darle con el codo, a ver si salía algo de conversación de aquella boca tan bonita. Entonces Charlie Lomax despertó de algún sueño romántico en el que estaba enfrascado y la miró con una sonrisa bastante dulce. Y Carmen descubrió que, además de sus bonitos ojos y una nariz que daban ganas de morder, el chico era gracioso y todo. La hacía reír... Y eso, siendo Carmen, era bastante.
Aquella primera tarde disfrutaron contándose historias. ¿Qué hacía una mujer de Madrid perdida en St. Kilda?, le preguntó Lomax, y Carmen optó por la versión corta de su historia, la que utilizaba para no espantar a nadie: que perdió su trabajo en España y viajó a Londres a buscarse la vida. Y que desde allí, a través de una página web llamada Work Away, encontró aquel anuncio de Amelia Doyle buscando un «ayudante de hotel en una isla de Escocia».
Y Charlie se contentó con esa versión, aunque estaba claro que había mucho más.
Treinta y seis años, guapa, inteligente y con un anillo en el dedo.
¿Dónde estaba su familia?
Pero, claro, Carmen tardó mucho en hablar de esto.
El Viejo terminó su cuento y yo desperté. Lo hice con un grito de terror, pero dudo que nadie lo oyera. Seguíamos en el avión, que botaba como un caballo salvaje entre las turbulencias. Esa maldita lata de Coca-Cola seguía dando vueltas de un lado a otro, chocando contra todos los sitios, sin que nadie quisiera levantarse a recogerla. Pero estábamos allí, vivos, todavía en el aire. Y por un instante respiré aliviado.
Miré a los lados. Pavel iba tranquilo, con la mirada puesta en alguna parte, quizás pensando en su mujer y el bebé que ambos esperaban para abril. Un poco más allá, Dan mascaba un chicle mientras escuchaba música en su iPod. No parecía que nadie me hubiera oído gritar, aunque yo estaba positivamente seguro de haberlo hecho.
Tragué saliva y traté de atemperar mis nervios. El corazón me iba a toda prisa y la camiseta se me había empapado en sudor.
Miré a Pavel otra vez. «Tío... Acabo de tener la pesadilla más cojonuda de mi vida», le dije en mis pensamientos. «He visto a mi padre en un sueño. Creía que me había olvidado de su cara, pero allí estaba, en todo su esplendor: el viejo borracho, incluso olía a su maldito whisky. Y ¿sabes qué? Me ha dicho que íbamos a morir todos en este avión. Bueno, ni siquiera me lo ha dicho, me lo ha mostrado en sus ojos. Y tú estabas roto en dos, tío, por el cuello. ¡Cuánto me alegro de haber despertado!»
Porque todo había sido un sueño, ¿verdad? Aunque quizás era el sueño más realista que yo había tenido en mi vida, hasta la fecha («cuida tu cuello, soldado. El cuello es la clave») y tampoco era cuestión de empezar a poner nervioso a todo el mundo. Así que decidí callarme y esperar a que el corazón dejase de palpitar dentro del pecho. Intenté devolver mis pensamientos a la guapa Chloe Stewart, pero no logré visualizarla. El jardín de Pavel seguía desierto, bajo aquella tormenta repentina, y además tenía miedo de volver a encontrarme al Viejo por alguna parte. Abrí los ojos. No, joder, tenía una ansiedad de puta madre encima.
—¡Vaya con cuidado, sargento! —gritó Pavel al verme quitándome el cinturón y poniéndome en pie—. Esto es una puta montaña rusa.
—No te mees en la cara, jefe —añadió Dan.
Les hice el gesto internacional de «cerrad el pico» y después, sin dejar de sujetarme a la pared, avancé hasta la parte frontal de la bodega.
Los baños de los aviones son relajantes, la gente con miedo a volar lo sabe. Es como si un cuarto de baño con su taza, su lavabo y su papel higiénico no pudiera estrellarse nunca. Bebí agua, alivié la vejiga y me lavé las manos. Después me mojé la cara. El espejo me devolvió un rostro cansado donde la barba, rasurada a las 3.30 de esa madrugada, ya había comenzado a brotar. Suaves ojeras, ojos enrojecidos. Un fibroso hijo de puta que más bien parecía poca cosa.
«¡Eh! Anímate, tío», le dije a ese careto. «Llegamos, aterrizamos, descargamos y nos vamos al primer bar que pillemos. No pienso irme a la cama sin celebrar que he salido vivo de este puto avión. Y de cena quiero una hamburguesa de Black Angus con queso y cebolla.»
Regresé a la bodega justo cuando habíamos empezado a botar a base de bien. Era como si estuviéramos pasando el avión por un rodillo. En ese instante vi venir rodando la dichosa lata de Coca-Cola y me agaché a recogerla. El avión se giró y se me escapó por un lado. Entonces, según intentaba no caerme de culo, escuché algo de jaleo en la cabina. El comandante repartiendo leña, o quejándose por algo, aunque no entendí muy bien de qué. El operador de radio intentaba llamar a alguien pero solo recibía ruido de «nieve». Cambio. ¿Hay alguien? Cambio. Nada.
Pensé que no era el mejor momento para ir de paseo, así que me quedé donde estaba, pegado a las escaleras. Desde allí contemplé el lado de babor. El «otro» científico, el que tenía un aspecto menos nórdico y más cotidiano, como si pudiera ser el contable de una pequeña inmobiliaria de barrio (me recordaba a George Costanza, de Seinfeld), estaba teniendo una discusión con el tipo del traje, Bauman. Blanco como la cera, tecleaba nerviosamente en su portátil y miraba a La Caja. Después tecleaba otra vez y volvía a mirar. Y en La Caja se iluminaban unas luces de colores desde uno de sus paneles de bombillas y pantallitas, y todo eso parecía querer decir algo. Y el hombrecillo, rechoncho y con unas gafitas de ratón, le montaba una bronca a aquella serpiente con corbata que iba sentada a su lado.
«Dave, hijo mío, cuidado con el cuello. Será una caída bien dura. Un golpe seco. Quizás no deberías llevar el cinturón puesto.»
Akerman (creo que ese era su nombre) señalaba la pantalla con gesto de enfado, casi de pánico, y el trajeado la observaba impasible. Era una de esas escenas que ocurren todos los días en el mundo entre un jefe y un empleado. El técnico que sabe que todo va mal, que todo huele a auténtica mierda, y el jefazo encorbatado al que solo le importa seguir ordeñando hasta que la vaca muera, y entonces ser el primero en saltar del barco. Pero aquello no era ninguna empresilla donde nos jugábamos unos cuantos miles o millones de euros. Aquello era un avión a once mil pies donde nada podía salir mal, y no me gustaba el color que estaba tomando aquella escena, así que salí del pasillo de los lavabos y me acerqué a ellos dos.
El avión seguía botando y me agarré a la pared de La Caja. El acero estaba helado, casi tanto que dolía en los dedos. Aquella debía de ser la razón del frío que, pese a que los chorros de aire caliente del Globemaster no habían parado de funcionar desde Jan Mayen, nos había puesto la nariz roja a todos.
Avancé con cuidado, sin despegar la espalda del reefer, y cuando llegué a la altura de los dos hombres la discusión había subido un par de puntos. Akerman estaba literalmente gritando, y no porque necesitara elevar su vocecita sobre el ruido, sino porque estaba enfadado. Histérico. Su cara estaba enrojecida y sus gafitas, descolocadas sobre la nariz. Pensé que se trataría de un ataque de pánico o algo parecido. Le daría un par de bofetadas y una pastilla para dormir. Y quizás otra bofetada extra por hacerme trabajar como si fuera una jodida azafata.
—¡Se lo avisamos! —le decía al fantasma del traje—. ¡Les dijimos que era una auténtica locura sacarlo de allí! Debemos regresar.
—¡Cállese, Akerman! —respondió Bauman—. Está perdiendo el control. Todas las lecturas son normales.
—No lo son... La temperatura... Se lo dijimos. Les explicamos que...
Un nuevo tumbo y me tuve que agarrar a uno de los grandes flotadores adheridos a los costados de La Caja para no caerme. Tuve cuidado de no tocar el tirador rojo que activara el inflado automático. Eso sería un bonito error con muchas narices rotas como consecuencia.
—¿Qué coño pasa aquí? —dije con bastante mala baba.
La frase les pilló por sorpresa. El tipo del traje y las gafas ahumadas me miró con cara de desprecio. Abrió su fea boca para contestar:
—Nada, soldado, siéntese.
La orden, viniendo de aquel civil, me jodió un poco.
—Lo haré en cuanto aclaremos esto —repliqué, y entonces me dirigí a Akerman—: ¿Ocurre algo? ¿Va todo bien?
El científico pareció encontrar en mí una oportunidad para canalizar sus quejas.
—Está pasando algo... —comenzó a decir, y entonces miró a Bauman, quien a su vez le dedicaba una mirada letal—. Hay un problema de estabilidad —tragó saliva— y tenemos que regresar cuanto antes. Es un...
Bauman le interrumpió.
—Se ha puesto nervioso, eso es todo. —Sonrió, dándole un par de golpecitos en el hombro a Akerman—. Estas malditas turbulencias nos están agotando la paciencia, ¿eh, doctor? Llegaremos al punto de entrega y...
Iba a contestarle que no recibía órdenes suyas y, a continuación, preguntar a aquel tipo con cara de ratón qué demonios estaba pasando (en cuatro palabras), pero en ese instante noté que el suelo desaparecía bajo mis pies. Me quedé flotando en el aire, literalmente, durante dos segundos, y estiré mi brazo hasta encontrar algo a lo que asirme. No lo logré. Caí de lado, golpeándome el hombro contra el borde de aquel contenedor cuyo interior devolvió una reverberación metálica. Después me abracé a una esquina para tratar de no caerme de culo, pero solo pude sostenerme durante unos segundos. De pronto sentí que todo mi cuerpo tiraba de mí. Tardé poco en darme cuenta de que aquello era algo más que una simple turbulencia. Mis pies volaron por el aire y se estrellaron contra el estómago de aquel tipo del traje. Una de mis botas le dio en todo el cuello.
—¿Qué...?
Ni siquiera nos dio tiempo a terminar nuestras respectivas maldiciones. De pronto se oyó una alarma que nos taladró los oídos.
—¡Atención, atención, atención! —dijo la voz del comandante por encima del estruendo—. Brace. Brace. ¡Posición de emergencia!
Yo todavía estaba intentando incorporarme cuando, sin previo aviso, las luces de aquella amplia bodega se apagaron, dejándonos a todos a oscuras.
—¿Qué ocurre? —gritó alguien, pero la voz del comandante no volvió a sonar. Solo el ruido de los motores acelerando repentinamente.
Yo traté de asirme a algo para dejar de rebotar, pero el avión volvió a dar un bandazo tremendo y viró violentamente hacia estribor. Salí literalmente volando por los aires y me golpeé contra algo, algo bien duro que me dio en la frente como una patada de hierro. Después caí de costado sobre uno de aquellos raíles del suelo sobre los que iba montada La Caja y no pude ni siquiera soltar un grito, porque el golpe me había dejado sin aire.
¿Qué pasó entonces? Esa es la pregunta del millón y no creo que nadie sea capaz de responderla jamás. Yo había comenzado a perder el conocimiento, pero juraría que escuché los motores apagarse. El sonido de esos dos motores inmortales, invencibles, parándose en medio del cielo. El final del ruido, de ese ruido que significa la vida a once mil pies de altura. Y después, el silencio del aire rozando contra una cáscara de metal.
Entonces, en la oscuridad, el pánico se desató por completo.
Pero yo ya estaba muy lejos de allí, como en un dulce sueño. ¿Con Chloe?
«Eh, Dave, recuérdalo: la cosa está en tus manos.»
El carillón de la entrada principal resonó a eso de las ocho y media. Era uno de esos chismes de viento tibetano, regalo de Bram Logan (el chamán de St. Kilda), que tenía un sonido inconfundible.
Para entonces, Carmen ya había puesto la comida en la mesa y encendido el fuego. Además, le había dado tiempo para cambiarse otras dos veces de conjunto y volver a su idea inicial: un fino jersey negro y unos vaqueros. Nada de cosas raras ni sofisticaciones. «A ver si se va a pensar que me tiene en el bote.»
Lomax apareció al otro lado de la puerta, calado hasta los huesos. Resultó que había bajado al pueblo a comprar vino. Carmen reconoció la botella, porque llevaba meses en el escaparate del Durran’s: un chianti que costaba por lo menos 35 libras.
—¿Y Amelia? —preguntó al ver la mesa con los dos servicios.
—Me pidió que la disculpáramos —dijo Carmen—. No se encontraba muy bien.
Amelia ni siquiera se había molestado en hacer un poco de teatro. Cuando Carmen salió de su habitación, pasó junto a su dormitorio-despacho y escuchó el buzzz de la radio de Amelia, que posiblemente estaría intentando charlar con alguna amiga de la costa.
Charlie se sentó frente al fuego y se puso a descorchar el vino. Carmen, entretanto, fue hasta el bar a poner algo de música. En las estanterías de Amelia, los CD estaban clasificados en tres categorías: 1) «tranqui», 2) «fiesta» y 3) «Bee Gees». Amelia se consideraba la fan número uno de los Bee Gees, al menos en la pequeña isla de St. Kilda y alrededores.
Carmen no quería montar una atmósfera demasiado «rosa» pero terminó cogiendo algo de la estantería «tranqui». Un viejo disco de Barbra Streisand llamado Guilty. ¿Un lapsus freudiano? Lo puso y comenzó a sonar un tema. «Más romántico imposible», pensó, aunque Carmen no lo había hecho adrede (o, al menos, no su parte consciente).
Charlie había conseguido descorchar la botella para cuando ella regresó. Se dedicaba a olerlo como si fuera un entendido.
—¿Veredicto?
Charlie puso una cara de «no tengo ni idea».
—Por lo que me ha cobrado Durran, debe de ser bueno.
—Vamos a ver...
Carmen se sentó al lado de Charlie, girada hacia él, con una pierna encima del sofá. Le ofreció la copa y Charlie se la llenó.
—Mmm... Pasable —dijo tras un primer sorbo.
—Didi me ha dicho que acababas de irte cuando yo llegué —dijo Charlie—. Debemos habernos cruzado por el camino.
—¡Ah! Me he pasado la tarde allí. Bueno, ya sabes, Didi y sus laaargas tardes.
Hizo un gesto como de «fumar canutos» que hizo sonreír a Charlie.
—Incluso vimos el ferry llegar al puerto, pero nos pareció que no venía nadie.
—Iba yo solo, joder, y lo siento por la docena que lo ha cogido de vuelta a Thurso. Espero que no fueran de estómago sensible...
—¿Tan mal estaba el mar?
—Terrible. Hasta el último minuto no sabíamos si iba a salir o no. Y eso que la borrasca no ha hecho más que empezar. Creo que será de las que harán historia.
En ese instante, Barbra cantaba «Aquí estamos, tú y yo, solos en la penumbra», y Carmen observó a Charlie, su cara cuadrada, sus ojos verdes y sus anchos hombros, y pensó que le apetecía mucho quedarse atrapada con él en esa isla.
—¿Qué piensas? —dijo él, al cabo de ese rato, mostrando su bonita sonrisa.
—Nada... Solo que ¡se va a enfriar la cena!
Se sentaron a su mesa (romántica), con la (romántica) luz de la chimenea y Barbra Streisand en el CD («y eso que no querías que pareciera una cita»).
Probaron la tortilla y no estaba nada mal. Carmen había tenido que luchar con la dureza extra de las patatas y el aceite de oliva de importación, pero había conseguido darle su toque personal (crujiente por fuera y deshecha por dentro), y Charlie se relamió y la estuvo halagando un buen rato, hasta que Carmen lo mandó callar.
Para entonces, ya habían roto el hielo y bebido la mitad del vino.
—Al final te has quedado —dijo Charlie—. Yo pensaba que no te encontraría en la isla. Como me dijiste que la Navidad era algo tan sagrado en España...
—Y lo es —respondió Carmen—. Saltárselo es una especie de pecado, sobre todo en mi familia.
—Así que has decidido pecar.
—A mis dos hermanas les encanta que nos reunamos por Nochebuena. Una de ellas tiene una casa en la sierra y hacen una gran cena, con todos los niños, los maridos y algunos primos.
—Suena bien. Pero... —dijo Charlie invitándola a seguir.
—No hay grandes «peros» a excepción de las riñas de siempre, y de ver los matrimonios de mis dos hermanas empeorar gradualmente año tras año. Y a los niños que han crecido hasta convertirse en una banda de adolescentes respondones y desagradecidos...
—Ah, bueno, entonces entiendo que quieras quedarte —dijo Charlie riendo.
—Les va a sentar como un puñetazo en las tripas, pero realmente este año tengo una buena excusa. Les diré que me he quedado atrapada en la isla.
—Eso... ¡Échale la culpa a Escocia!
Se rieron y, en ese momento, el viento arreció fuera e hizo temblar los cristales del mirador. Incluso pareció que las luces se atenuaban por un instante.
—Sí... Y bueno, ¿qué hay de ti? —continuó Carmen—. Pensábamos que te habías despedido hasta el año que viene. ¿Cómo es que has aparecido así? ¿No hay ningún ritual sagrado en tu familia?
«¿Y no sabes llamar por teléfono?», añadió mentalmente.
—Pues la verdad es que ha sido una decisión de último minuto —explicó—. Ayer mismo no sabía que lo iba a hacer, y esta mañana bien temprano he cogido el coche y me he liado la manta a la cabeza.
Carmen se quedó callada. Algo en la mirada de Charlie la había puesto muy nerviosa.
El chico volvió a llenar su copa de vino y le dio un trago largo. Como los que uno da para armarse de valor.
—Mira, Carmen, la verdad es que hay dos cosas. Por un lado, Edimburgo ha dictado sentencia. Traigo la resolución del comité en mi maleta.
—¿Ya? ¡Pero si decías que tardarían por lo menos hasta finales de enero!
—Al parecer cambiaron de opinión. De hecho, el consejo se reunió y lo aprobó en menos de cinco minutos. Y ni siquiera llegué a tiempo de decir ni una palabra. He ido a Edimburgo solo para recoger la bomba y dejarla caer en St. Kilda.
—¿Qué bomba? ¿De qué hablas? ¿No han aprobado nada?
—Lo mínimo —respondió—. Dicen que los daños en la flota deberían ser cubiertos por las aseguradoras, y eso es lo mismo que decirles que se vayan al infierno. Pondrán unos cuantos miles de libras para reparar el malecón y una antena de largo alcance. Nada más. Los dejan tirados.
Charlie volvió a beber y dejó la copa a medias.
—Joder, ¿seguro que no hay nada que hacer? —dijo Carmen—. ¿No se puede recurrir o algo?
—Se puede, pero sería empezar una batalla contra Goliat y creo que sería un mal consejo. En Edimburgo no dan una libra por este tipo de pesca, llevan años invitándoles a que renueven la flota, y además hay una gran controversia acerca de las comunidades aisladas como St. Kilda y los costes de mantenimiento asociados a ellas. Ya conoces los casos de otras islas como Halon y cómo terminaron. Súmale nuestra bonita crisis financiera mundial y te sale un mensaje bastante claro. Es cuestión de tiempo que caiga el hacha. Quizás no este año, pero...
Charlie par