Índice
El cadáver
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Biografía
Créditos
Douglas Preston y Lincoln Child son coautores de diecisiete novelas, doce de las cuales pertenecen a la serie protagonizada por el agente especial del FBI Aloysius X. L. Pendergast. También escriben novelas por separado.
Lincoln Child es un apasionado de las motos, los loros exóticos y la literatura inglesa decimonónica.
Douglas Preston, en cambio, prefiere los caballos, el buceo, el esquí y la exploración de la costa de Maine en un barco de pesca.
Ambos autores invitan a sus lectores a visitar su web, www.prestonchild.com, y a registrarse para recibir el boletín de noticias The Pendergast File.
Título original: Gideon's Corpse
Edición en formato digital: julio de 2014
© 2012, Splendide Mendax, Inc. y Lincoln Child
Edición publicada por acuerdo con Grand Central Publishing, Nueva York, Estados Unidos.
Todos los derechos reservados.
© 2014, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2013, Fernando Garí Puig, por la traducción
Diseño de la cubierta: Nicolás Castellanos
Imagen de la cubierta: © Shutterstock
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-01-34214-1
Conversión a formato digital: M. I. maqueta, S.C.P.
www.megustaleer.com
Para Barbara Peters
Agradecimientos
Los autores desean dar las gracias a Patrick Allocco, Douglas Child, Douglas Webb y Jon Couch por la inapreciable ayuda en ciertos aspectos de este libro.
1
Gideon Crew estaba de pie junto a la ventana de la sala de reuniones y contemplaba el Meatpacking District, lo que había sido el barrio de los carniceros de Manhattan. Su mirada recorrió los tejados embreados de los viejos edificios reconvertidos en boutiques y restaurantes de moda, el nuevo parque High Line, abarrotado de gente, y los viejos y ruinosos muelles. Después contempló el río Hudson. Bajo el brumoso sol de verano el agua se veía cristalina, para variar; una masa azul que fluía corriente arriba empujada por la marea entrante.
El Hudson le recordó otros ríos que conocía, otros arroyos y torrentes. Su pensamiento se detuvo en uno situado en lo alto de los montes Jemez, y se deleitó al imaginar un remanso en cuyas tranquilas profundidades sin duda se ocultaba una gran trucha asalmonada.
Estaba impaciente por alejarse de allí, de Nueva York, de aquel enano arrugado llamado Glinn y de su misteriosa empresa, Effective Engineering Solutions.
—Me voy a pescar —anunció.
Glinn, recostado en su silla de ruedas, cambió de postura y suspiró. Sacó su tullida mano de debajo de la manta que le cubría las piernas. En ella sostenía un paquete envuelto en papel de embalar.
—Aquí tiene su dinero.
Gideon vaciló.
—¿Me paga? ¿Después de lo que hice?
—La verdad es que, teniendo en cuenta lo que me ha contado, el concepto del pago ha cambiado.
Glinn abrió el paquete, contó los fajos de cien y los dejó en la mesa de la sala de reuniones.
—Aquí tiene la mitad de los cien mil.
Gideon los cogió antes de que Glinn pudiera cambiar de idea. Entonces, para su sorpresa, el anciano le entregó la cantidad restante.
—Y aquí tiene lo que falta, pero no por los servicios prestados, sino, cómo lo diría, a modo de adelanto.
Gideon se guardó el dinero en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Un adelanto para qué?
—Antes de que se vaya quizá le apetezca visitar a un viejo amigo suyo que está en la ciudad.
—Gracias, pero tengo una cita con una trucha asalmonada en Chihuahueños Creek.
—Pues yo confiaba en que tuviera tiempo para ver a su amigo.
—No tengo amigos. Y si los tuviera, puede estar seguro de que no querría «visitar» a nadie en estos momentos. Tal como me ha recordado amablemente, estoy viviendo de prestado.
—Se llama Reed Chalker. Tengo entendido que trabajaron juntos.
—Estuvimos en la misma Área Técnica, pero esto no quiere decir que trabajáramos juntos. Hace meses que no he visto a ese tipo por Los Álamos.
—Bueno, pues va a verlo ahora. Las autoridades confían en que tenga una breve charla con él.
—¿Las autoridades? ¿Una charla? ¿De qué demonios va todo esto?
—En este instante Chalker tiene retenidas a varias personas; cuatro, para ser exactos. Una familia de Queens. A punta de pistola.
Gideon se echó a reír.
—¿Chalker? Imposible. El tío que conocí era el típico pirado de Los Álamos. Más recto que una vela e incapaz de hacer daño a una mosca.
—Pues está que echa espuma por la boca, paranoico y fuera de sí. Usted es la única persona de por aquí que lo conoce. La policía confía en que pueda tranquilizarlo para que libere a los rehenes.
Gideon no contestó.
—Lamento decírselo, doctor Crew —concluyó Glinn—, pero esa trucha asalmonada va a poder disfrutar de la vida un poco más. Y ahora, si no le importa, debe marcharse. Esa familia no puede esperar.
Gideon sintió que se indignaba ante semejante imposición.
—Búsquese a otro.
—No tenemos tiempo. Hay dos niños implicados junto con sus padres. Según parece el padre es el casero de Chalker. Le alquila la planta baja de su casa adosada. La verdad es que ha sido una suerte que usted estuviera aquí.
—Apenas conozco a Chalker. Durante una corta temporada, después de que su mujer lo abandonara, se me pegó como una lapa. Luego se metió en no sé qué historias religiosas y por suerte lo perdí de vista.
—Garza lo acompañará hasta el lugar de los hechos. Una vez allí se unirá al agente especial Stone Fordyce, del FBI.
—¿Unirme? ¿Qué pinta el FBI en todo esto?
—Se trata del procedimiento habitual cuando alguien que ha tenido acceso a información clasificada, como Chalker, se mete en problemas y se aparta del buen camino. Es por si acaso. —Glinn fijó su único ojo en Gideon—. No se trata de una operación encubierta, como la que acaba de hacer. Es una tarea sencilla. Si todo sale bien, estará de camino a Nuevo México en un par de días.
Gideon no dijo nada. Le quedaban once meses de vida, o al menos eso le habían dicho, aunque cuanto más lo pensaba más preguntas se hacía. Estaba decidido a buscar una segunda opinión a la menor oportunidad. Glinn era un manipulador nato, y Gideon no se fiaba ni de él ni de sus colaboradores.
—Si está tan loco como dice, es posible que me dispare.
—Hay dos pequeños en peligro, un niño y una niña de ocho y diez años, por no hablar de sus padres.
Gideon se volvió y dejó escapar un largo suspiro.
—Está bien, le concedo un día, solo uno. Estoy harto de usted, Glinn, y lo estaré durante mucho, mucho tiempo.
Glinn le ofreció una gélida sonrisa.
2
En el lugar de los hechos reinaba un caos aparente. El escenario era una calle de clase trabajadora como cualquier otra de Queens, situada en un barrio llamado irónicamente Sunnyside. La vivienda formaba parte de una larga hilera de casas de ladrillo adosadas, emplazadas frente a una fila idéntica de casas al otro lado de una calzada de asfalto resquebrajado. No había árboles en toda la manzana, y el césped estaba seco por falta de lluvia y plagado de malas hierbas. Se oía el rumor del tráfico del cercano Queens Boulevard, y en el aire flotaba un ligero hedor de gases de escape.
Un agente les indicó dónde aparcar. Se apearon del vehículo. La policía había levantado barricadas y cortado la calle en ambos extremos. Se veían coches patrulla por todas partes, con sus luces centelleando. Garza mostró su acreditación y tanto él como Gideon cruzaron la barrera que impedía el paso a una multitud de curiosos que en su mayoría bebían cerveza. Algunos de ellos incluso llevaban gorros divertidos y se comportaban como si estuvieran en una fiesta del barrio.
«Nueva York...», se dijo Gideon meneando la cabeza.
La policía había despejado una gran zona delante de la casa donde Chalker tenía a los rehenes. Había apostados dos equipos SWAT, uno en primera línea, tras un vehículo blindado de rescate; y el otro, tras unas barreras de hormigón. Gideon vio varios francotiradores en los tejados y oyó a cierta distancia una voz que gritaba a través de un megáfono: sin duda un negociador que intentaba apaciguar al secuestrador.
A medida que Garza se abría paso hacia el frente, Gideon experimentó un repentino déjà-vu y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Recordó que así había muerto su padre. Exactamente así: rodeado de megáfonos, equipos SWAT, francotiradores y barricadas. Le habían disparado a sangre fría cuando se rendía con los brazos en alto y... Hizo un esfuerzo para apartar aquellos recuerdos.
Cruzaron otra barricada y llegaron al puesto de mando del FBI. Un agente se separó del grupo y fue a su encuentro.
—Le presento al agente especial Stone Fordyce —dijo Garza—. Es el jefe del equipo del FBI. Usted trabajará con él.
Gideon contempló al agente con instintiva hostilidad. Parecía recién salido de una serie de televisión, con su traje azul marino, su impoluta camisa blanca, su corbata lisa y su identificación colgada del cuello. Era alto, apuesto, seguro de sí mismo y estaba exageradamente en forma. Sus ojos azules se entrecerraron cuando miró a Gideon de arriba abajo, como si contemplara una forma de vida inferior.
—¿Usted es el amigo? —preguntó mientras examinaba su atuendo: vaqueros negros, Keds negras sin cordones, camisa de vestir color lavanda de segunda mano y una fina bufanda.
—No soy el hada madrina, si se refiere a eso —replicó Gideon.
—Está bien —siguió diciendo el agente tras una pausa—, la situación es esta: ese colega suyo, Chalker, está paranoico y sufre alucinaciones. Es el clásico brote psicótico. No deja de repetir las típicas teorías de conspiración, que si el gobierno lo secuestró para utilizarlo en experimentos de radiación, que si le llenaron la cabeza de rayos; en fin, lo de siempre. Cree que el casero y su mujer forman parte de la conspiración y por eso los ha tomado como rehenes, junto con sus dos hijos.
—¿Qué quiere? —preguntó Gideon.
—No lo sabemos. Está incoherente y va armado con lo que parece ser un Colt estilo 1911 del calibre 45. Ha disparado un par de veces, pero creo que para hacer ruido. No estoy seguro de que sepa utilizar la pistola. ¿Sabe usted si tiene alguna experiencia con armas de fuego?
—Yo diría que no —contestó Gideon.
—Hábleme de él.
—Era un tipo asocial. No tenía demasiados amigos. Estuvo casado con una mujer disfuncional de buena familia que se las hizo pasar canutas. Estaba descontento con su trabajo como científico y hablaba de convertirse en escritor. Al final acabó dándole por la religión.
—¿Era bueno en su trabajo? ¿Era listo?
—Era competente pero no brillante. En cuanto a inteligencia, es bastante más listo que un agente del FBI corriente.
Hubo un silencio mientras Fordyce digería aquellas palabras sin mostrar reacción alguna.
—El informe dice que ese tío diseñaba armas nucleares en Los Álamos. ¿Es verdad?
—Más o menos.
—¿Cree que hay alguna posibilidad de que tenga explosivos ahí dentro?
—Es posible que haya trabajado con armas nucleares, pero es de los que se asustan cuando estalla un petardo, así que dudo mucho de que disponga de explosivos.
Fordyce miró a Gideon fijamente y prosiguió:
—Cree que todo el mundo es agente del gobierno.
—Y seguramente tiene razón.
—Pensamos que quizá confíe en alguien a quien conoce del pasado. Usted.
Gideon oyó de fondo una voz por el megáfono y una respuesta a gritos distorsionada, que la distancia hacía ininteligible. Se volvió en dirección a los sonidos.
—¿Es él? —preguntó, incrédulo.
—Por desgracia sí.
—¿Y por qué el megáfono?
—No quiere utilizar un móvil ni un fijo porque según él los usamos para bombardearle la cabeza con rayos. Así pues, la única manera de hablar con él es a través del megáfono y que él nos conteste a gritos.
Gideon se volvió nuevamente hacia la voz.
—Bueno, estoy dispuesto cuando ustedes digan.
—Deje que le explique brevemente los rudimentos de una negociación con rehenes —dijo Fordyce—. La idea general es crear una sensación de normalidad, rebajar la tensión, hacer que el secuestrador participe y prolongar las negociaciones. Hay que potenciar su lado humano, ¿de acuerdo? Nuestro principal objetivo es lograr que libere a los niños, así que intente pensar en algo que pueda desear a cambio de soltarlos. ¿Me ha entendido hasta aquí? —Fordyce parecía dudar de que su interlocutor fuera capaz de un mínimo razonamiento.
Gideon asintió sin mostrar expresión alguna.
—No tiene autoridad para garantizarle nada —prosiguió el agente del FBI—. Recuerde, no puede prometerle nada sin antes tener la aprobación del comandante. Si pide algo muéstrese comprensivo, pero dígale que tiene que consultarlo con nosotros. Esto es una parte crucial del proceso porque así todo va más despacio. Si él solicita algo y la respuesta es no, no se culpe. La cuestión es cansarlo, frenar el impulso.
Gideon se sorprendió al ver que estaba de acuerdo con las líneas generales de aquel planteamiento. Un policía llegó con un chaleco antibalas.
—Vamos a equiparlo como es debido —dijo Fordyce—. En caso de que haya verdadero peligro lo cubriremos con un escudo de plexiglás.
Lo ayudaron a ponerse el chaleco bajo la camisa y le dieron un micrófono y un auricular prácticamente invisibles. Mientras se vestía, Gideon oyó de nuevo el megáfono y más respuestas histéricas e incoherentes.
Fordyce miró el reloj y torció el gesto.
—¿Alguna novedad? —preguntó al policía.
—Ese tío está cada vez peor. El comandante cree que tendremos que iniciar la fase final antes de lo previsto.
—¡Maldita sea! —Fordyce meneó la cabeza y se volvió hacia Gideon—. Otra cosa, va a tener que atenerse a un guión.
—¿Un guión?
—Lo han preparado nuestros psicólogos. Le daremos las preguntas por radio a través del auricular. Usted las formulará y esperará para contestar lo que nosotros le digamos.
—Eso significa que no me necesitan para nada. Solo quieren que dé la cara.
—Veo que lo ha entendido. Usted no es más que una fachada.
—Entonces ¿a qué viene esa lección de cómo negociar con un secuestrador?
—Para que entienda lo que está ocurriendo y el porqué. Si la conversación entra en el terreno personal tendrá que improvisar por su cuenta, pero no se vaya de la lengua ni haga promesas. Gánese su simpatía, recuérdele su amistad, tranquilícele diciéndole que todo va a salir bien, que atenderemos sus peticiones. No pierda la calma y, por amor de Dios, no se le ocurra discutir con él sobre sus alucinaciones.
—Parece lógico.
Fordyce lo miró largamente, y su hostilidad pareció menguar.
—No se preocupe, hemos hecho esto muchas veces. —Hizo una pausa—. ¿Está listo?
Gideon asintió.
—Pues vamos.
3
Fordyce acompañó a Gideon hasta la línea de coches blindados, barreras de hormigón y escudos de plexiglás. Notaba el chaleco antibalas rígido e incómodo bajo la camisa. En ese momento oía claramente el megáfono.
—Reed, ha venido un viejo amigo suyo —decía la voz en tono tranquilo y amistoso—. Quiere hablar con usted. Se llama Gideon Crew. ¿Le gustaría charlar con él?
—¡Y una mierda! —chilló nerviosamente Chalker—. ¡No quiero hablar con nadie!
La incorpórea voz provenía de la puerta principal, que se hallaba entreabierta. Las cortinas de las ventanas estaban corridas, y no se veía a nadie, ni a Chalker ni a los rehenes.
Una voz grave sonó en su auricular.
—¿Me oye, doctor Crew?
—Lo oigo.
—Soy Jed Hammersmith. Estoy en una de las furgonetas, así que lamento no poder saludarlo en persona. Yo lo guiaré. Escúcheme atentamente. La primera regla es que no debe responderme cuando yo le hable por el auricular. Comprenderá que estando ahí fuera nadie debe verlo comunicándose con otra persona. Usted habla únicamente con Chalker. ¿Me ha comprendido?
—Sí.
—¡Mienten! —aulló Chalker—. ¡Todos mienten! ¡Se acabó esta comedia!
Gideon sintió un escalofrío. Era imposible que la persona que gritaba fuera el mismo Reed Chalker que él conocía. No obstante, se trataba de su voz, aunque distorsionada por el miedo y la demencia.
—Queremos ayudarlo —respondió la voz del megáfono—. Díganos qué quiere y...
—¡Ya saben lo que quiero! ¡Dejen de secuestrar y dejen de experimentar!
—Yo le iré dando las preguntas —dijo tranquilamente Hammersmith al oído de Gideon—. Tenemos que darnos prisa. La situación se está poniendo fea.
—Ya lo veo.
—¡Juro por Dios que le volaré los sesos a menos que dejen de hacerme cosas raras! —bramó Chalker.
Se oyó un grito que salía de la casa, la voz suplicante de una mujer. Enseguida Gideon escuchó el agudo gemido de un niño y sintió que se le helaban los huesos. Los recuerdos de la infancia —su padre de pie en el umbral de la casa, él mismo corriendo hacia él a través del césped de la entrada— lo asaltaron con más fuerza que nunca. Intentó desesperadamente apartarlos de su mente, pero los berridos del megáfono solo servían para que los reviviera una y otra vez.
—¡Tú también estás metida en esto, zorra! —gritó Chalker a alguien que estaba junto a él—. ¡Ni siquiera eres su mujer! ¡No eres más que otra agente! ¡Todo esto es una mierda, pero no pienso seguiros el juego! ¡Se acabó!
La voz del megáfono contestó con una calma sobrenatural, como si hablara con un niño.
—Su amigo Gideon Crew está aquí y le gustaría hablar con usted. Va a salir.
Fordyce le puso un micro en la mano.
—Es inalámbrico y está conectado a los altavoces de la furgoneta. Adelante.
Señaló el refugio antibalas de plexiglás, un cubículo estrecho y abierto por un costado. Tras una breve vacilación, Gideon salió de detrás del vehículo blindado y se acurrucó tras la protección de plástico. Le recordó una jaula antitiburones.
—¡Reed...! —llamó a través del micro.
Se hizo un silencio repentino.
—¡Reed, soy yo, Gideon!
Más silencio hasta que Chalker contestó:
—¡Oh, Dios mío, Gideon! ¿También te han cazado a ti?
Gideon oyó la voz de Hammersmith en el auricular y repitió sus palabras:
—Nadie me ha cazado. Estaba en la ciudad y me he enterado de la noticia. He venido a ayudarte. No estoy con nadie.
—¡Mientes! —gritó Chalker con voz chillona y temblorosa—. ¡También te han cazado! ¿No han empezado todavía los dolores? ¿En la cabeza? ¿En las tripas? ¿No te duelen? ¡Ya te dolerán, seguro que lo harán! —Los gritos fueron interrumpidos por una serie de violentas arcadas.
—Aproveche la pausa —dijo Hammersmith—. Es necesario que recobre el control de la conversación. Pregúntele cómo puede ayudarlo.
—Reed —dijo Gideon—, ¿cómo puedo ayudar?
Más arcadas y después silencio.
—Déjame ayudarte, por favor. ¿Cómo puedo hacerlo?
—¡No puedes hacer nada! Sálvate tú, aléjate de ellos. Estos cabrones son capaces de cualquier cosa. Mira lo que me han hecho. ¡Estoy ardiendo! ¡Oh, Dios, mi estómago!
—Pídale que salga a donde pueda verlo —prosiguió Hammersmith al oído de Gideon.
Este recordó a los francotiradores y se detuvo un momento con un escalofrío. Sabía que si alguno de ellos tenía a su objetivo a tiro no dudaría en disparar. «Como hicieron con mi padre», pensó. Sin embargo, no podía olvidar que Chalker retenía a una familia a punta de pistola. Vio unos hombres en el tejado de la casa. Se disponían a bajar algo por la chimenea, un artefacto que parecía una cámara de vídeo. Confió en que supieran lo que estaban haciendo.
—¡Diles que apaguen los rayos!
—Dígale que su deseo es ayudarlo —le indicó de inmediato Hammersmith—, pero que es él quien tiene que decirle cómo.
—Reed, escúchame, dime cómo puedo ayudarte.
—¡Que paren los experimentos! —De repente Gideon vio movimiento tras la puerta—. ¡Me están matando! ¡Si no apagan los rayos le vuelo la cabeza!
—Dígale que haremos lo que pide —dijo la voz incorpórea de Hammersmith—, pero que tiene que salir donde usted y él puedan hablar frente a frente.
Gideon no dijo nada. Por mucho que se esforzara no lograba quitarse de la cabeza la imagen de su padre, con las manos en alto, mientras un disparo lo alcanzaba en la cara. No, decidió, no iba a pedir eso a Chalker, al menos de momento.
—Gideon —insistió Hammersmith al cabo de un instante—, sé que puede oírme...
—Yo no estoy con esa gente, Reed —gritó Gideon interrumpiendo a Hammersmith—. No estoy con nadie. He venido para ayudarte.
—¡No te creo!
—De acuerdo, no me creas si no quieres, pero al menos escúchame.
No hubo respuesta.
—Has dicho que tu casero y su mujer están metidos en esto, ¿no?
—No se salga del guión —le advirtió Hammersmith.
—¡No son mi casero y su mujer! —señaló la voz histérica de Chalker—. ¡No los había visto en mi vida! ¡Todo esto no es más que un montaje! ¡Nunca había estado aquí! ¡Son agentes del gobierno! ¡Fui secuestrado y me retuvieron para experimentar conmigo!
Gideon alzó la mano.
—Reed, tranquilo. Estás diciendo que están metidos en esto y que todo es un montaje, pero ¿qué me dices de los niños, también forman parte del plan?
—¡Todo es un montaje...! ¡Aaah, el calor, el calor!
—¿Unos niños de ocho y diez años?
Se hizo un largo silencio.
—Contéstame, Reed. ¿Los niños también están actuando, también son unos conspiradores?
—¡No me confundas!
Más silencio hasta que oyó la voz de Hammersmith.
—Por ahí va bien. Siga.
—Está claro, Reed. No son más que niños, niños inocentes.
Más silencio.
—Déjalos ir, que vengan donde estoy yo. Aun así conservarás dos rehenes.
El largo silencio se prolongó un poco más hasta que de repente hubo un movimiento brusco, se oyó un chillido agudo y uno de los niños apareció en la puerta. Era el chico. Tenía un abundante cabello castaño y llevaba una camiseta con la inscripción «I Love My Grandma». Salió a la luz encogido de miedo.
Por un instante Gideon creyó que Chalker estaba liberando a los pequeños, pero cuando vio el cañón niquelado del Colt del calibre 45 comprendió que se equivocaba.
—¿Ves esto? ¡No bromeo! ¡Parad los rayos o mato al chico! ¡Voy a contar hasta diez! ¡Uno...! ¡Dos...!
—¡No, por favor! ¡No! —gritó la madre al fondo, histérica.
—¡Cállate, zorra, no son tus hijos!
Chalker se volvió y disparó su pistola una vez hacia la oscuridad del interior. Los gritos de la mujer cesaron de golpe.
Gideon salió bruscamente de su cubículo de plexiglás y echó a andar hacia la casa. Oyó voces y gritos de los policías —«¡Vuelva!» «¡Póngase a cubierto!» «¡Ese hombre está armado!»—, pero siguió caminando hasta que estuvo a unos cuarenta metros de la puerta.
—¿Qué demonios hace? —vociferó Hammersmith por el auricular—. ¡Ese tío lo matará! ¡Vuelva tras la protección!
Gideon se quitó el auricular y lo alzó.
—¿Ves esto, Reed? Tenías razón, me están transmitiendo lo que debo decirte. —Lo arrojó lejos—. Pero se acabó. A partir de ahora podemos hablar cara a cara.
—¡Tres...! ¡Cuatro...! ¡Cinco...!
—¡Espera, por amor de Dios! —exclamó Gideon—. ¡Espera, por favor! No es más que un niño. ¡Escucha sus gritos! ¿Crees de verdad que está fingiendo?
—¡Cierra el pico! —gritó Chalker al niño y este se calló y permaneció inmóvil, pálido y con los labios temblorosos—. ¡Mi cabeza...! —añadió Chalker—. ¡Mi...!
—¿Te acuerdas de cuando aquellos grupos de los colegios venían a ver el laboratorio? —dijo Gideon, que se esforzaba para que su voz sonara calmada—. A ti te encantaban aquellos chicos, disfrutabas enseñándoles las instalaciones. Y ellos te correspondían. No lo hacían con los demás ni conmigo. Lo hacían contigo. ¿Te acuerdas de lo que te digo, Reed?
—¡Estoy ardiendo! —vociferó Chalker—. ¡Han empezado otra vez con los rayos! ¡Lo mataré, y será culpa tuya, no mía! ¿Me oyes? ¡Siete...! ¡Ocho...!
—Suelta a ese pobre niño —dijo Gideon dando un paso más. Le preocupaba especialmente que Chalker no fuera capaz de contar debidamente—. Suéltalo, puedes quedarte conmigo a cambio.
Chalker se volvió con un movimiento brusco y apuntó a Gideon con su pistola.
—¡Atrás! ¡Eres uno de ellos!
Gideon tendió las manos hacia él en ademán suplicante.
—¿De verdad crees que formo parte de esta conspiración? Está bien, dispárame si quieres, pero, por favor, suelta al niño. Te lo ruego.
—¡Tú lo has querido!
Chalker disparó.
4
Y falló.
Gideon se echó al suelo. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía un martillo en su caja torácica. Cerró los ojos con fuerza mientras esperaba la siguiente explosión, un dolor lacerante y la oscuridad eterna.
Pero no hubo un segundo disparo. Oyó una confusión de ruidos, de voces que gritaban una por encima de la otra y el áspero sonido del megáfono. Abrió los ojos lenta, muy lentamente, y miró hacia la casa. Allí estaba Chalker, apenas visible en el umbral, sujetando al niño delante de él. Por la forma como sostenía el arma, por su mano temblorosa y su postura comprendió que seguramente era la primera vez en su vida que había disparado un arma de fuego. Y lo había hecho a cuarenta metros de distancia.
—¡Es un truco! —chilló Chalker—. ¡Tú no eres Gideon! ¡Tú eres un impostor!
Gideon se levantó despacio, cuidando de mostrar siempre las manos. Su corazón se negaba a aminorar los latidos.
—Hagamos un cambio, Reed. Cambia al niño por mí y déjalo ir.
—¡Diles que paren los rayos!
«No ponga en duda sus alucinaciones», recordó. Era un buen consejo, pero ¿qué demonios debía contestar?
—Reed, escucha, todo irá bien si sueltas a los niños.
—¡Que paren los rayos! —Chalker se agazapó detrás del niño para utilizarlo como escudo humano—. ¡Me están matando! ¡Que apaguen los rayos o le vuelo la cabeza!
—Podemos arreglarlo —repuso Gideon—. Todo va a salir bien, pero tienes que soltar al chico.
Dio un paso y otro más. Tenía que acercarse lo suficiente para poder abalanzarse sobre él en caso de que fuera necesario. Si no lo hacía y no lograba inmovilizarlo, el niño moriría, y los francotiradores acabarían con Chalker. Gideon no tenía ánimos para presenciar semejante escena.
Chalker gritó como si fuera presa de un intenso dolor.
—¡Paren las radiaciones!
Todo su cuerpo se estremecía mientras apuntaba en todas direcciones con la pistola.
¿Qué responder a un chiflado? Gideon intentó recordar desesperadamente los consejos que Fordyce le había dado: «Hacer que el secuestrador participe y... potenciar su lado humano».
—Reed, mira la cara del chico y verás que es inocente...
—¡La piel me arde! —aulló Chalker—. Estaba contando. ¿Dónde me he quedado? —Hizo una mueca y su rostro se retorció de dolor—. ¡Vuelven a las andadas! ¡Me quema! ¡Me quema!
Hundió de nuevo el cañón de la pistola en el cuello del niño. El crío empezó a soltar unos chillidos agudos, como de otro mundo.
—¡Espera! ¡No lo hagas! —gritó Gideon, que echó a andar hacia Chalker con las manos en alto y paso decidido.
Treinta metros, veinte..., una distancia que era capaz de recorrer en cuestión de segundos.
—¡Nueve...! ¡Y diez! ¡Aaah!
Gideon vio cómo el dedo de Chalker apretaba el gatillo y se abalanzó a toda velocidad sobre él. Al mismo tiempo, el padre del chico apareció en el umbral y saltó sobre Chalker por la espalda. Este se revolvió, y la pistola se disparó sin provocar daños.
—¡Aléjate de aquí! —le dijo Gideon al niño mientras él corría hacia la casa.
Sin embargo, el niño no se movió. Chalker forcejeó con el casero, que seguía aferrado a su espalda. Dio varias vueltas para librarse del hombre hasta que le golpeó contra la pared del pasillo de la entrada y consiguió liberarse. El casero cayó y tras gritar arremetió contra Chalker, pero este era un hombre fuerte de unos cincuenta años y esquivó el golpe hábilmente. El secuestrador le dio un puñetazo y lo dejó tirado en el suelo sin sentido.
—¡Corre! —gritó Gideon al niño mientras saltaba el bordillo.
Cuando Chalker se volvió y encañonó al padre, el niño se lanzó sobre él y empezó a golpearle la espalda con sus pequeños puños.
—¡Aléjate, papá!
Gideon cruzó la acera como un huracán hacia los peldaños de la puerta principal.
—¡No dispares a mi papá! —gritaba el niño azotando a Chalker con los puños.
—¡Que apaguen esos rayos! —aulló el científico revolviéndose y apuntando con la pistola a un lado y a otro, como si buscase algo a lo que disparar.
Gideon se lanzó de un salto contra Chalker y escuchó una detonación antes de que pudiera alcanzarlo. Lo empujó al suelo, le agarró el brazo y se lo rompió contra la barandilla de la escalera como si fuera un palillo. Chalker soltó un grito de agonía y dejó caer la pistola. Tras él los gritos del niño se convirtieron en un terrible alarido cuando se arrodilló junto a su padre, que yacía boca abajo con media cabeza reventada.
A pesar de hallarse inmovilizado, Chalker se revolvió bajo Gideon igual que una serpiente, gritando como un loco y lanzando escupitajos.
En ese momento los SWAT irrumpieron en la casa y apartaron violentamente a Gideon. Este notó en el rostro un baño de sangre y fragmentos de sesos cuando las balas acabaron con los delirios de Chalker.
El repentino y horrible silencio que siguió solo duró un instante, hasta que una niña se echó a llorar en el interior de la casa.
—¡Mamá está sangrando! ¡Mamá está sangrando!
Gideon se puso de rodillas y vomitó.
5
Los miembros de apoyo de los SWAT, los coordinadores de la policía forense del CSI y el personal de urgencias médicas entraron como una ola, y toda la casa se llenó de gente. Gideon se sentó en el suelo y empezó a quitarse la sangre de la cara con aire ausente. Se sentía abrumado. Nadie reparaba en él. La escena había pasado de una tensa espera a una acción controlada. Todos tenían un papel que desempeñar, todos tenían un trabajo que hacer. Los niños, que seguían gritando, fueron llevados lejos de la escena del secuestro; el personal médico se arrodilló junto a las tres personas que habían recibido disparos; los SWAT realizaron un rápido registro de la vivienda; y la policía empezó a tender cinta de seguridad y a acordonar la zona.
Gideon se levantó, aturdido, y se apoyó en la pared. La cabeza le daba vueltas. Uno de los médicos se le acercó.
—¿Dónde está herido?
—Esta sangre no es mía.
El médico insistió en examinarlo a pesar de todo, deteniéndose en la zona donde la sangre de Chalker había salpicado en la cara de Gideon.
—Está bien —dijo al cabo de un instante—, pero deje que lo limpie un poco.
Gideon tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en lo que el hombre le decía. Se sentía dominado por un sentimiento de culpa y una repugnancia abrumadores.
«Otra vez. Dios mío, ha vuelto a pasar otra vez», se decía. La presencia del pasado, el gráfico y espantoso recuerdo de la muerte de su padre eran tan intensos que se sentía como si estuviera mentalmente paralizado y fuera incapaz de desbloquear su mente de la histérica repetición de la frase «otra vez».
—Hay que despejar toda esta zona —dijo un policía al tiempo que los llevaba hacia la puerta.
Mientras el hombre hablaba, un equipo del CSI extendió una lona encerada y empezó a dejar en ella sus bolsas y a organizar sus equipos.
El médico cogió a Gideon del brazo.
—Será mejor que nos vayamos.
Gideon se dejó llevar. Los miembros del CSI abrieron sus bolsas y sacaron sus herramientas, banderitas, cinta adhesiva y tubos de ensayo. Luego empezaron a ponerse guantes de látex, fundas de plástico en los zapatos y redes para el cabello. Alrededor de Gideon la sensación era de que el ambiente se relajaba poco a poco. La tensión y el nerviosismo estaban siendo sustituidos por un banal profesionalismo. Lo que había sido un drama de vida y muerte había quedado reducido a una serie de formularios por rellenar.
Fordyce apareció como surgido de la nada y cogió a Gideon del brazo.
—No se vaya lejos —le dijo—. Todavía tiene que darnos su informe.
Al oír aquello Gideon lo miró y su mente se fue despejando lentamente.
—¿Informar de qué? Pero si lo han visto todo.
Lo único que deseaba era largarse de allí, volver a Nuevo México y olvidarse de aquel macabro espectáculo.
Fordyce se encogió de hombros.
—Así son las cosas.
Gideon se preguntó si lo harían responsable de la muerte del rehén. Seguramente sí, y con razón. Lo había fastidiado todo. Se sintió mareado nuevamente. Si hubiera actuado de otra manera, si hubiera hecho lo que tenía que hacer, si no se hubiera quitado el auricular quizá ellos habrían podido anticiparse e indicarle lo que debía decir. Se había implicado demasiado en el suceso y había sido incapaz de separarlo de la muerte de su propio padre. Nunca tendría que haber permitido que Glinn lo convenciera. Se dio cuenta con disgusto de que tenía los ojos húmedos de lágrimas.
—Eh —le dijo Fordyce—, no se atormente. Ha salvado a los dos niños, y la madre saldrá de esta. Solo tiene una herida superficial. —Gideon notó la mano firme del agente en su brazo—. Están acordonando la escena del crimen. Será mejor que salgamos de aquí.
Gideon dejó escapar un largo y estremecido suspiro.
—De acuerdo —repuso.
Estaban a punto de salir de la casa cuando se produjo un repentino cambio en el ambiente, como si un viento helado hubiera entrado en la vivienda. Con el rabillo del ojo Gideon vio que una de las chicas del CSI se quedaba muy quieta y al mismo tiempo oyó un ligero ruido de chasquidos que le resultó extrañamente familiar; sin embargo, con lo aturdido y abrumado que se sentía no logró ubicarlo. Se detuvo un momento mientras la investigadora se acercaba a una bolsa, metía la mano y sacaba un instrumento con un indicador y un tubo de mano conectado por un cable. Gideon lo reconoció en el acto.
Un contador Geiger.
El aparato emitía sonidos leves pero regulares, y la aguja saltaba con cada uno de ellos. La mujer cruzó una mirada con su compañero. En la casa reinaba un silencio absoluto. Gideon se quedó contemplando la escena mientras notaba que la boca se le secaba.
El repentino silencio pareció aumentar extrañamente los débiles chasquidos del contador. La mujer se incorporó y giró sobre sí mientras apuntaba con el medidor en todas direcciones. El aparato siseó y los sonidos aumentaron bruscamente. La mujer dio un respingo, se dominó y dirigió el contador a regañadientes hacia el cuerpo de Chalker.
Cuando la sonda se acercó al cuerpo, los chasquidos aumentaron rápidamente en intensidad y frecuencia y se convirtieron en un infernal glissando que culminó en un insoportable zumbido cuando la aguja del marcador entró de lleno en la zona roja.
—¡Dios mío! —murmuró la mujer al tiempo que retrocedía con expresión aterrorizada y sin apartar la vista del indicador.
De repente dejó caer el aparato y salió corriendo de la casa. El contador se estrelló contra el suelo, y el zumbido llenó el aire con una magnitud que aumentaba y descendía a medida que el tubo del contador rodaba hacia un lado y hacia otro.
Toda la casa se convirtió en una masa de gente enloquecida por el pánico que se empujaba y se precipitaba hacia la salida. El equipo de la policía forense echó a correr seguido por los fotógrafos, los agentes de policía y los SWAT. En un abrir y cerrar de ojos todo el mundo se precipitó hacia la puerta olvidándose de cualquier protocolo y de cualquier norma de procedimiento. Gideon y Fordyce se vieron arrastrados por aquella marea humana. De pronto Gideon