La detective miope

Rosa Ribas

Fragmento

cap-1

1

TARJETA DE VISITA

Muchos detectives privados son ex policías. Yo no. Yo soy viuda de un policía. Y detective privada.

Trabajo para la agencia Detectives Marín, a cuyo frente se encuentra su fundador, Miguel Marín Caballero, mi jefe.

Marín me contrató de inmediato después de nuestra primera entrevista. Cuando digo de inmediato quiero decir tras hablar conmigo poco más de una hora.

Era mi segunda entrevista ese día. Por la mañana, el director de la agencia Argos me había despachado a los pocos minutos. Creo que en realidad me había invitado sólo para echarme un vistazo, tal vez para ver si se me notaba algo. No sabría decir qué; pero por lo visto lo decepcioné. Me devolvió el currículum con una mezcla de conmiseración e impaciencia.

—No se haga muchas ilusiones.

¿Por qué no? Tenía ganas de trabajar, tenía experiencia, tenía buenas referencias. Excelentes las del jefe de mi agencia anterior, que con ellas se lavaba el cargo de conciencia por no contratarme a mi regreso.

—Tu sustituto es muy bueno, Irene.

—Yo también.

—Compréndelo. Lleva más de medio año con nosotros y se ha integrado muy bien en la plantilla.

Yo llevaba más de ocho años en la agencia y me consideraba parte de la plantilla. Pero nadie vino a reclamar mi vuelta. No era nada personal, supongo. Simplemente no sabían cómo tratar conmigo.

La entrevista con Marín era, pues, la segunda de ese día. De ese día y en total. Y la última, también en total. Las otras agencias a las que había escrito no se habían molestado en responderme.

Repasó ante mí el currículum que le había enviado.

—Me parece todo excelente, señora Ricart. Justo lo que andaba buscando.

Excelente. ¿Se dan cuenta? Había dicho excelente. Era verdad, pero antes de que esa burbuja reventara, decidí pincharla yo misma:

—¿Sabe que he pasado varios meses en una clínica psiquiátrica, verdad? Siete, para ser exactos.

—Para eso he leído el currículum, señora.

Empezó a llamarme Irene cuando le devolví el contrato firmado.

—Sólo le encuentro un problema.

Lo miré.

—Un buen detective tiene que tener el don de hacerse invisible, como si fuera transparente. No dudo de que usted goce de esta capacidad, pero sus ojos me preocupan.

—¿Mis ojos?

¿Había descubierto mi considerable miopía? Era lo único que le había ocultado, pensando que nadie contrata a una detective corta de vista, cuando en realidad a quien nadie contrata es a una detective recién dada de alta de un manicomio.

Noté que el pánico ascendía clavándome las uñas en las paredes del estómago. Necesitaba el trabajo. No necesitaba trabajo, sino «ese» trabajo. Necesitaba casos, no muchos, los justos para llegar a quien asesinó a mi marido y a mi hija. Ya había perdido siete meses en la clínica y el tiempo me apremiaba con doble urgencia porque, además, mi vista empeoraba día a día. Antes de hablar con Marín, la oculista me había dicho que había perdido —o ganado, según se mire— otra dioptría. Eran ya diez. No es tan grave, dirán ustedes. No lo hubiera sido si una semana antes no hubiera encargado unas lentes de contacto desechables de nueve dioptrías.

Tras el comentario de Marín empecé a despedirme de mi última oportunidad de conseguir empleo y de los cinco casos que tenía que resolver.

—Es su mirada —dijo él entonces—. No sé si es usted consciente de ello, pero a veces sale a relucir cierto brillo extraño en sus ojos. Yo, personalmente, no tengo nada que objetar. Todo lo contrario, lo último que deseo es verme rodeado de personas aburridas. Para eso tengo a mis dos hijos. Pero esa mirada puede resultar llamativa. Tiene usted unos ojos enormes, y si mira así a la gente, es probable que reparen en usted durante los seguimientos.

—¿Quiere usted decir una mirada como la de Norman Bates en Psicosis?

Se quedó pensando unos segundos.

—No. Más bien como Mel Gibson en Arma letal. Y disculpe la falta de nivel de esta comparación.

Abrí mucho los ojos fijando las pupilas en un punto.

—¿Así?

—Así. Exacto.

—Lo controlaré —le dije.

—Perfecto. ¿Cuánto tiempo necesita para repasar y ponerse al día con el Reglamento de Seguridad Privada?

—Un día.

—La espero aquí pasado mañana, entonces.

Con estas palabras sacó un papel de un cajón de su escritorio y lo puso sobre la superficie de la mesa que cada día Sarita Picó, su secretaria y asistente, limpiaba con abrillantador de muebles. Era el contrato. El papel se deslizó sin ruido sobre la madera reluciente. Lo giró con un suave gesto de los dedos para que yo pudiera leerlo y empezó a presentarme las condiciones de trabajo. Todo correcto, el sueldo, las primas, los gastos de gasolina y dietas. También lo hubiera hecho gratis, pero explicarlo era más complicado que aceptarlo sin más. Firmé.

—Hablaremos de un caso con el que podría empezar. Parece poca cosa al principio, pero ya lo dice la primera ley de Parkinson...

Me miró por si acaso la conocía y podía completar la frase, pero no era así, de modo que la expuso él mismo:

—El trabajo se expande de modo que llena todo el tiempo disponible para completarlo.

Le di las gracias también por la máxima, que ya en mi primer caso demostró ser cierta, y me marché con el contrato apretado contra el pecho.

No sé si Marín me fichó para su empresa porque mi currículum lo convenció o porque lo impresioné durante la entrevista o porque pensó que alguien tan desesperado como yo sería seguramente una colaboradora fiel y entregada. Quizá fueran las tres razones a la vez.

Lo importante era que por fin tenía trabajo. Era todo lo que tenía además de poco tiempo.

cap-2

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29 BANCOS

Tiempo. Tiempo. Tiempo. El tiempo todo lo cura. Con esta frase o las decenas de variaciones posibles, con o sin los abrazos de rigor, con o sin miradas apenadas antes, durante o después, se empezaron a cerrar las conversaciones. Como si todos hubieran leído en alguna parte que a partir del mes de la pérdida de Víctor y la niña llegaba el momento en que se podía, y se debía, usar esta frase. Se la escuché a mis padres, a mi hermana, a los amigos que venían a casa o me llamaban por teléfono, a los conocidos con los que me topaba por la calle; y asentí cada vez. Sobre todo por ellos, para que se sintieran mejor. El tiempo todo lo cura, Irene. Pero ¿quién les había dicho que yo quisiera curarme? ¿De dónde habían sacado la idea de que tuviera la intención de olvidar? ¿Por qué estaban todos tan convencidos de que quería olvidar?

Nada he olvidado. Puedo decir qué ha pasado exactamente desde el día en que mataron a mi marido y a mi hija. Cada día, uno a uno. Cada hora interminable colmada de vacío. ¿No lo creen? ¡Qué más da! Ni yo los puedo convencer de lo que digo ni ustedes pueden demostrar que miento cuando afirmo que el 23 de julio del año pasado, un miér

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