El cumpleaños secreto

Kate Morton

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Parte 1: LAUREL

   Capítulo 1

   Capítulo 2

   Capítulo 3

   Capítulo 4

   Capítulo 5

   Capítulo 6

   Capítulo 7

   Capítulo 8

   Capítulo 9

   Capítulo 10

Parte 2: DOLLY

   Capítulo 11

   Capítulo 12

   Capítulo 13

   Capítulo 14

   Capítulo 15

   Capítulo 16

   Capítulo 17

   Capítulo 18

   Capítulo 19

   Capítulo 20

   Capítulo 21

Parte 3: VIVIEN

   Capítulo 22

   Capítulo 23

   Capítulo 24

   Capítulo 25

   Capítulo 26

   Capítulo 27

   Capítulo 28

   Capítulo 29

   Capítulo 30

Parte 4: DOROTHY

   Capítulo 31

   Capítulo 32

   Capítulo 33

   Capítulo 34

Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Si te gustó esta novela...

Créditos

Grupo Santillana

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Para Selwa,

amiga, agente, campeona

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PARTE

1

LAUREL

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1

La Inglaterra rural, una casa de labranza en medio de ninguna parte, un día de verano a comienzos de los años sesenta. Es una casa modesta: entramado de madera, pintura blanca medio descascarillada en la fachada oeste y una planta trepadora que se encarama por las paredes. De la chimenea surge una columna de humo y basta una mirada para saber que algo sabroso se cuece a fuego lento en la cocina. Lo sugiere algo en la disposición del huerto, tan preciso, en la parte trasera de la casa; en el orgulloso resplandor de la iluminación de las ventanas; en la cuidadosa alineación de las tejas.

Una valla rústica rodea la casa, y a ambos lados una puerta de madera separa el cuidado jardín de los prados, más allá de los cuales se extiende la arboleda. Entre los árboles, sobre las piedras, serpentea un arroyo con ligereza, meciéndose entre la luz del sol y la sombra como ha hecho durante siglos, pero no se oye desde aquí. Se halla demasiado lejos. La casa está muy aislada, al final de un camino largo y polvoriento, invisible desde la carretera cuyo nombre comparte.

Aparte de alguna brisa esporádica, todo está inmóvil, todo está en silencio. Un par de aros blancos de juguete, la moda del año pasado, reposan contra el arco que forma una glicina. Un oso de peluche, con un parche en el ojo y una mirada tolerante y digna, vigila desde su atalaya en la cesta de un carrito de lavandería verde. Una carretilla cargada con macetas espera paciente junto al cobertizo.

A pesar de su quietud, o tal vez por ello, la escena despierta una expectación electrizante, como un escenario de teatro justo antes de la salida de los actores. Cuando todas las posibilidades se extienden ante nosotros y el destino aún no ha adquirido forma alguna, en ese momento…

—¡Laurel! —La voz impaciente de una niña, a cierta distancia—. Laurel, ¿dónde estás?

Y es como si el hechizo se hubiese desvanecido. Las luces de la casa se atenúan; el telón se levanta.

Unas gallinas aparecen de la nada para picotear entre los ladrillos de la huerta, un arrendajo arrastra su sombra por el jardín, un tractor en la pradera cercana despierta a la vida. Y muy por encima de todos, tumbada de espaldas en el suelo de la casa del árbol, una muchacha de dieciséis años aprieta contra el paladar el caramelo de limón que ha estado chupando y suspira.

Era cruel, suponía, dejarles que la siguiesen buscando, pero, con ese calor y el secreto que Laurel albergaba en su interior, el esfuerzo de jugar (y jugar a juegos infantiles) era simplemente demasiado. Además, formaba parte del desafío y, como siempre decía papá, lo justo era justo y nunca aprenderían si no lo intentaban. No era culpa de Laurel que se le diese tan bien encontrar escondites. Ellos eran más jóvenes, cierto, pero tampoco eran bebés.

Y, de todos modos, no quería que la encontrasen. No hoy. No ahora. Lo único que quería era yacer ahí, dejar que el algodón fino de su vestido aletease contra las piernas desnudas, mientras los recuerdos de él iban invadiendo su mente.

Billy.

Cerró los ojos y ese nombre se esbozó con elegancia en la oscuridad de los párpados. Eran letras de neón, un neón de color rosa intenso. Le picaba la piel y giró el caramelo para que el centro hueco hiciese equilibrios sobre la punta de la lengua.

Billy Baxter.

Esa manera en que la miraba por encima de sus gafas de sol negras, esa sonrisa ladeada, ese cabello oscuro a la moda…

Había sido un flechazo, tal como esperaba del amor verdadero. Ella y Shirley se habían bajado del autobús cinco sábados atrás para encontrar a Billy y sus amigos fumando cigarrillos en los escalones del salón de baile. Sus miradas se cruzaron y Laurel dio gracias a Dios por haber decidido que la paga de un fin de semana era un precio justo por un par de medias de nailon nuevas.

—Vamos, Laurel. —Era Iris, cuya voz desfallecía bajo el calor del día—. ¿Por qué no juegas limpio?

Laurel cerró los ojos con más fuerza.

Habían bailado todos los bailes juntos. La banda tocó más rápido, se le soltó el pelo, que había recogido en un moño francés copiado cuidadosamente de la cubierta de Bunty, le dolían los pies, pero aun así siguió bailando. Y no se detuvo hasta que Shirley, molesta porque no le había hecho caso, se acercó como si fuese su tía y dijo que estaba a punto de salir el último autobús a casa, por si a Laurel le importaba volver a tiempo (ella, Shirley, estaba convencida de que no le importaba en absoluto). Y entonces, mientras Shirley daba golpecitos con el pie y Laurel se despedía ruborizada, Billy le había agarrado la mano y la acercó a él, y en lo más hondo Laurel supo con una claridad cegadora que este momento, este momento hermoso, estrellado, la había estado esperando durante toda su vida…

—Oh, haz lo que quieras. —El tono de Iris era cortante, enfadado—. Pero no me eches la culpa cuando veas que no queda tarta de cumpleaños.

Pasado el mediodía, el sol había comenzado su descenso y un rayo de calor entró por la ventana de la casa del árbol, coloreando el interior de los párpados de Laurel de color cereza. Se sentó, pero no hizo movimiento alguno para salir de su escondite. Era una amenaza poderosa (la debilidad de Laurel por la tarta de su madre era legendaria), pero vacía. Laurel sabía muy bien que el cuchillo de las tartas yacía olvidado en la mesa de la cocina, extraviado en medio del caos de la familia al reunir cestas de picnic, mantas, limonada con burbujas, toallas de baño, el nuevo transistor y salir a toda prisa de la casa. Lo sabía porque, cuando volvió sobre sus pasos y, con el pretexto de jugar al escondite, se coló dentro de la casa fresca y en penumbra para ir a buscar el paquete, había visto el cuchillo junto al frutero, el lazo rojo en el mango.

El cuchillo era una tradición: había cortado todas las tartas de cumpleaños, los pasteles de Navidad, las tartas para-animar-a-alguien de la familia Nicolson, y su madre no se apartaba nunca de la tradición. Ergo, hasta que alguien fuese a recuperar el cuchillo, Laurel sabía que era libre. Y ¿por qué no? En una casa como la suya, donde los minutos silenciosos eran más raros que un perro verde, donde siempre había alguien que entraba por una puerta o daba un portazo, desperdiciar un momento íntimo era una especie de sacrilegio.

Hoy, sobre todo, necesitaba tiempo para sí misma.

El paquete había llegado con el último reparto del jueves y, en un golpe de suerte, fue Rose quien vio al cartero, no Iris, Daphne o —gracias a Dios— su madre. Laurel supo de inmediato quién lo había enviado. Sus mejillas estaban coloradísimas, pero se las arregló para balbucear unas palabras sobre Shirley y una banda y un álbum que le iban a prestar. Rose ni siquiera percibió ese esfuerzo para embaucarla, pues su atención, poco fiable en el mejor de los casos, ya se había centrado en una mariposa que se posaba en el poste de la cerca.

Más tarde, esa misma noche, cuando se apiñaron frente a la televisión para ver Juke Box Jury e Iris y Daphne comparaban los méritos de Cliff Richard y Adam Faith y su padre se lamentaba del falso acento americano de este último, muestra de la decadencia del Imperio británico, Laurel se marchó sigilosamente. Echó el cerrojo al cuarto de baño y se deslizó hasta el suelo, la espalda apoyada con firmeza contra la puerta.

Con los dedos temblorosos, desgarró un lado del paquete.

En su regazo cayó un libro pequeño envuelto en papel de seda. Leyó el título a través del papel, La fiesta de cumpleaños de Harold Pinter, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Laurel fue incapaz de contener un gritito.

Desde entonces, había dormido con el libro en el interior de la funda de la almohada. No es que fuese muy cómodo, pero le gustaba mantenerlo cerca. Necesitaba tenerlo cerca. Era importante.

Había momentos, creía Laurel solemnemente, en los que una persona se veía en una encrucijada, cuando algo ocurría, sin previo aviso, para cambiar el curso de los acontecimientos. El estreno de la obra de Pinter había sido uno de esos momentos. Al enterarse por el periódico, sintió unas ganas inexplicables de asistir. Dijo a sus padres que iba a visitar a Shirley, a quien pidió que guardase el mayor de los secretos, y cogió el autobús a Cambridge.

Fue su primer viaje sola y, mientras veía en la penumbra del Arts Theatre cómo la fiesta de cumpleaños de Stanley se iba convirtiendo en una pesadilla, sintió una elevación del espíritu como nunca había experimentado antes. Era la clase de revelación de la que las ruborizadas señoritas Buxton parecían disfrutar en la iglesia los domingos por la mañana y, aunque Laurel sospechaba que su entusiasmo tenía más que ver con el nuevo y joven rector que con la palabra de Dios, ahí sentada, al borde de una butaca barata, mientras el drama que adquiría vida sobre el escenario le comprimía el pecho y sumaba su vida a la de ella, sintió el calor de su rostro arrebatado y lo supo. No estaba segura de qué exactamente, pero lo supo con una certeza absoluta: en la vida había algo más, algo que aguardaba su llegada.

Se había guardado el secreto para sí misma, sin saber qué hacer con él, sin tener ni idea de cómo explicárselo a otra persona, hasta que la otra noche, con el brazo de él alrededor de ella y la mejilla de ella apoyada firmemente contra su chaqueta de cuero, le confesó todo a Billy…

Laurel sacó la carta del interior del libro y la leyó de nuevo. Era breve, y solo decía que la estaría esperando con la moto al final de la calle el sábado a las dos y media de la tarde… Había un pequeño lugar que quería mostrarle, su lugar preferido en la costa.

Laurel miró el reloj. Quedaban menos de dos horas.

Asintió cuando le habló sobre la interpretación de La fiesta de cumpleaños y cómo le había hecho sentirse, habló de Londres y el teatro y las bandas que había visto en clubes nocturnos sin nombre, y Laurel entrevió un mundo de posibilidades. Y entonces la besó, su primer beso de verdad, y una bombilla eléctrica explotó dentro de su cabeza, así que todo se volvió de un blanco ardiente.

Se acercó a donde Daphne había clavado un pequeño espejo de mano y se miró, comparando las líneas negras que había dibujado con esmero en la esquina de ambos ojos. Satisfecha tras comprobar que quedaban bien, Laurel se arregló el flequillo y trató de apaciguar la inquietante sensación de haber olvidado algo importante. Se había acordado de la toalla de baño; ya llevaba puesto el bañador bajo el vestido; había dicho a sus padres que la señora Hodgkins necesitaba que pasase unas horas extra en el salón de belleza, para barrer y limpiar.

Laurel se apartó del espejo y se mordisqueó una uña. No era propio de ella andar a escondidas, no del todo; era una buena chica, todo el mundo lo decía (sus profesores, las madres de sus amigas, la señora Hodgkins), pero ¿qué otra opción tenía? ¿Cómo podría explicárselo a su madre y a su padre?

Sabía con certeza meridiana que sus padres nunca habían sentido el arrebato del amor; no importaban las historias que contaban acerca de cómo se conocieron. Oh, se amaban el uno al otro, pero era un amor de adultos, acogedor, ese que se manifestaba en apretones de hombros e infinitas tazas de té. No… Laurel suspiró acalorada. Se podía decir que ninguno de los dos había conocido el otro tipo de amor, el amor con fuegos artificiales, corazones desbocados y deseos (se ruborizó) carnales.

Una cálida ráfaga de viento vino acompañada del distante sonido de la risa de su madre, y la conciencia, por vaga que fuese, de que su vida se encontraba ante un precipicio le hizo sentir cariño. Mamá querida. Ella no tenía la culpa de que su juventud se desperdiciase en la guerra. De que hubiera tenido casi veinticinco años cuando conoció a papá y se casó con él; de recurrir aún a su talento para hacer barcos de papel cuando uno de ellos necesitaba ánimos; de que para ella el mejor momento del verano hubiese sido ganar el premio del Club de Jardinería, por lo cual su fotografía apareció en los periódicos. (No solo en el periódico local: el artículo había sido publicado en la prensa londinense, en un especial acerca de los acontecimientos regionales. El padre de Shirley, un abogado, lo había recortado con gran placer de su periódico y vino a mostrárselo). Mamá se hizo la timorata y se quejó cuando papá pegó el recorte en la puerta del nuevo frigorífico, pero sin poner mucho empeño, y no lo quitó. No, estaba orgullosa de sus larguísimas judías verdes, muy orgullosa, y a eso exactamente se refería Laurel. Escupió un pequeño trozo de uña. De una manera extraña e indescriptible, era más piadoso engañar a una persona que se enorgullecía de sus judías verdes que obligarla a aceptar que el mundo había cambiado.

Laurel no tenía demasiada experiencia con el engaño. Eran una familia unida, todas sus amigas lo comentaban. Se lo decían a la cara y, lo sabía, lo decían a sus espaldas. Por lo que respectaba a sus conocidos, los Nicolson habían cometido el sospechosísimo pecado de llevarse bien entre sí. Pero, últimamente, las cosas habían sido diferentes. Aunque Laurel cumplía con las formalidades de siempre, había percibido una nueva y extraña distancia. Frunció ligeramente el ceño cuando unos mechones cayeron sobre la mejilla debido a la brisa estival. Por la noche, sentados a la mesa, mientras su padre hacía esas bromas entrañables que no tenían gracia, aunque se reían de todos modos, Laurel sentía que estaba fuera, mirándolo, como si ellos viajasen en el vagón de un tren, compartiendo los viejos ritmos familiares, y solo ella se quedase en la estación mientras los demás se alejaban.

Salvo que era ella quien iba a dejarlos, y pronto. Ya lo tenía investigado: adonde tenía que ir era a la Escuela de Arte Dramático. Se preguntó qué dirían sus padres cuando les contase que quería irse. Ninguno de los dos tenía mucho mundo (su madre ni siquiera había ido a Londres desde el nacimiento de Laurel) y la mera sugerencia de que su hija mayor se planteara mudarse allí, y además para dedicarse a la inestable vida del teatro, con toda probabilidad les causaría una apoplejía.

Abajo, la ropa tendida se meció húmeda. Una pernera de los vaqueros que la abuela Nicolson tanto detestaba («Pareces una ordinaria, Laurel… No hay nada peor que una muchacha que se va con cualquiera») se sacudía contra la otra, lo cual asustó a una gallina, que cloqueó y caminó en círculos. Laurel deslizó las gafas de sol de montura blanca sobre la nariz y se dejó caer contra la pared de la casa del árbol.

El problema era la guerra. Se había acabado hacía más de dieciséis años (toda su vida) y el mundo había seguido adelante. Todo era diferente ahora; las máscaras antigás, los uniformes, las cartillas de racionamiento y todo lo demás solo tenían sentido en el viejo baúl caqui que su padre guardaba en la buhardilla. Por desgracia, algunas personas no parecían darse cuenta de ello; concretamente, toda la población que sobrepasaba los veinticinco años.

Billy le dijo que nunca encontraría las palabras que les hiciesen comprender. Dijo que se trataba de algo llamado brecha generacional y que intentar explicarse era inútil, que era como en ese libro de Alan Sillitoe que llevaba a todas partes en el bolsillo: los adultos no comprendían a sus hijos y, si lo hacían, es que se estaban equivocando en algo.

Un rasgo habitual de Laurel (la chica buena, leal a sus padres) mostró su desacuerdo, pero no ella. En vez de ello, sus pensamientos se centraron en esas noches recientes en que lograba alejarse con sigilo de sus hermanos, cuando salía al atardecer, con una radio oculta bajo la blusa, y subía con el corazón desbocado a la casa del árbol. Ahí, sola, se apresuraba a sintonizar Radio Luxemburgo y se recostaba en la oscuridad, dejando que la música la envolviese. Y a medida que se iba adentrando en el aire inmóvil del campo, cubriendo ese paisaje antiguo con las canciones más modernas, a Laurel se le erizaba la piel con la sublime intoxicación de saberse parte de algo inmenso: una conspiración mundial, un secreto grupal. Una nueva generación de jóvenes, todos a la escucha en este preciso instante, sabedores de que la vida, el mundo, el futuro estaban ahí, esperándolos…

Laurel abrió los ojos y el recuerdo se desvaneció. No obstante, su calidez persistió, y se estiró satisfecha, siguiendo el vuelo de un grajo. Vuela, pajarito, vuela. Así sería ella, en cuanto terminase el colegio. Continuó mirando y solo parpadeó cuando el ave era un punto en el lejano azul, y se dijo a sí misma que, si lograba esta proeza, sus padres verían las cosas a su manera y ante ella se abriría un futuro prometedor.

Sus ojos se humedecieron triunfales y dejó que su mirada se posase en la casa: la ventana de su habitación, el aster que ella y su madre habían plantado sobre el pobre cadáver de Constable, el gato, la rendija entre los ladrillos donde, qué vergüenza, solía dejar notas para las hadas.

Eran recuerdos vagos de un tiempo acabado, de una niña pequeña que recogía caracolas en una charca a orillas del mar, de cenar todas las noches en el cuarto delantero de la pensión que su abuela tenía en la costa, pero eran como un sueño. La casa de labranza había sido su único hogar. Y, aunque no pretendía tener un sillón propio, le gustaba ver a sus padres en sus sillones por la noche; saber, mientras iba quedándose dormida, que se hablaban en susurros al otro lado de esa pared tan fina; que bastaba estirar un brazo para molestar a una de sus hermanas.

Iba a echarlas de menos cuando se fuese.

Laurel parpadeó. Las iba a echar de menos. Fue una certeza súbita y abrumadora. Cayó en su estómago como una piedra. Compartían la misma ropa, le rompían los pintalabios, le rayaban los discos, pero las iba a echar de menos. El ruido y el calor, el movimiento y las riñas, y la alegría aplastante. Eran como una camada de cachorros que retozaban en su habitación compartida. Abrumaban a los visitantes y eso les gustaba. Eran las jóvenes Nicolson: Laurel, Rose, Iris y Daphne; un jardín de hijas, como papá decía extasiado cuando había bebido una cerveza de más. Pilluelas de mil demonios, según proclamaba la abuela tras sus visitas estivales.

Ahora oía el jolgorio y los gritos distantes, los sonidos remotos y acuosos del verano junto al arroyo. Algo dentro de ella se tensó como si hubieran tirado de una cuerda. Podía imaginarlos, igual que el retablo de un cuadro antiguo. Las faldas metidas a los lados de las calzas, persiguiéndose unas a otras a lo largo del riachuelo; Rose se ponía a salvo en las rocas, los delgados tobillos colgando en el agua mientras dibujaba con un palo mojado; Iris, empapada y furiosa por ello; Daphne, con sus tirabuzones, se tronchaba de risa.

Habrían extendido el mantel de picnic a cuadros sobre la orilla cubierta de hierba y su madre estaría cerca, metida hasta las rodillas en la curva donde el agua corría más rápido, para soltar su último barco. Su padre estaría mirando a un lado, con los pantalones enrollados y un cigarrillo en los labios. En su rostro (Laurel lo veía con claridad meridiana), esa expresión tan suya de ligero desconcierto, como si le costase creer que la fortuna le hubiese deparado estar en ese lugar, en ese preciso momento.

Salpicando a los pies de su padre, dando grititos y riendo mientras sus manos, pequeñitas y regordetas, se estiraban en busca del barco de mamá, estaría el bebé. El ojito derecho de todos ellos…

El bebé. Tenía nombre, por supuesto, Gerald, pero nadie lo llamaba así. Era un nombre de adulto y él era todavía un bebé. Hoy cumplía dos años, pero aún tenía una cara redonda y con hoyuelos, los ojos resplandecían traviesos y sus piernas eran gordinflonas y deliciosas. A veces Laurel sentía una tentación casi irresistible de apretujarlas con todas sus fuerzas. Todos competían por ser su favorito y todos clamaban victoria, pero Laurel sabía que su rostro se iluminaba de una manera especial con ella.

Era impensable, por tanto, que se perdiese ni un segundo de su fiesta de cumpleaños. ¿A qué estaba jugando escondida tanto tiempo en la casa del árbol, sobre todo cuando planeaba escaparse junto a Billy más tarde?

Laurel frunció el ceño y sorteó una serie de recriminaciones acaloradas que enseguida se enfriaron hasta formar una decisión. Se enmendaría: bajaría, cogería el cuchillo de cumpleaños de la mesa de la cocina y lo llevaría al arroyo sin perder tiempo. Sería una hija modelo, la perfecta hermana mayor. Si completaba esa tarea antes de que pasaran diez minutos según su reloj, se daría un positivo en esa cartilla de notas imaginaria que siempre llevaba consigo. La brisa soplaba cálida contra su pie descalzo y bronceado cuando, apresurada, pisó el peldaño superior.

Más tarde, Laurel se preguntaría si todo habría sido diferente de haber ido un poco más despacio. Si, quizás, podría haber evitado ese suceso horrible de haber sido más cuidadosa. Pero no lo fue, y no lo evitó. Iba a toda prisa y por eso siempre se culparía a sí misma de lo que ocurriría a continuación. En ese momento, sin embargo, fue incapaz de contenerse. Con la misma intensidad que antes había deseado estar sola, la necesidad de encontrarse en el meollo de la acción la poseyó con un apremio pasmoso.

Había ocurrido a menudo últimamente. Era como la veleta en lo alto del tejado de Greenacres: sus emociones viraban de una dirección a otra según el capricho del viento. Era extraño, y a veces la asustaba, pero en cierto sentido era también emocionante. Como viajar dando bandazos a orillas del mar.

En este caso, fue, además, perjudicial. Pues, en su prisa desesperada por unirse a la fiesta junto al arroyo, se golpeó la rodilla contra el suelo de madera de la casa del árbol. El rasguño escocía e hizo una mueca de dolor al bajar la vista para ver cómo manaba sangre de un rojo sorprendente. En lugar de seguir bajando, subió de nuevo a la casa del árbol para examinar la herida.

Aún estaba ahí sentada, observando su rodilla lastimada, maldiciendo sus prisas y preguntándose si Billy notaría esa costra grande y fea, cómo podría disimularla, cuando percibió un ruido que procedía del bosquecillo. Un ruido susurrante, natural y sin embargo tan distinto de los otros sonidos de la tarde que le llamó la atención. Echó un vistazo por la ventana de la casa del árbol y vio a Barnaby caminando torpón sobre la hierba crecida, las orejas sedosas meciéndose como alas de terciopelo. Su madre caminaba no muy lejos, avanzando a zancadas hacia el jardín, con un vestido de verano tejido a mano. El bebé reposaba cómodamente sobre su cadera, con las piernecitas desnudas debido al calor del día.

Si bien aún estaban a cierta distancia, por un extraño efecto del viento Laurel podía oír con claridad la cantilena que su madre canturreaba. Era una canción que les había cantado a todos ellos, y el bebé reía encantado y gritaba: «¡Más! ¡Más!» (aunque parecía decir: «¡Ma! ¡Ma!»), mientras su madre recorría su tripita con los dedos para hacerle cosquillas en la barbilla. Estaban tan concentrados el uno en el otro, ofrecían un aspecto tan idílico en ese prado soleado que Laurel se debatía entre el goce de haber observado ese momento tan íntimo y la envidia por no formar parte de él.

A medida que su madre descorría el pestillo de la puerta y se acercaba a la casa, Laurel comprendió con desánimo que había ido a buscar el cuchillo de los cumpleaños.

A cada paso de su madre Laurel veía alejarse aún más la oportunidad de redimirse. Se fue enfurruñando, y ese mal humor, que le impidió llamarla o bajar, la dejó clavada en el suelo de la casa del árbol. Ahí permaneció sentada, sufriendo cabizbaja de un modo extrañamente placentero, mientras su madre avanzaba y entraba en la casa.

Uno de los aros de juguete cayó en silencio al suelo, y Laurel interpretó esa acción como una muestra de solidaridad. Decidió quedarse donde estaba. Que la echasen de menos un poco más; ya iría al arroyo cuando estuviese lista. Mientras tanto, iba a leer La fiesta de cumpleaños de nuevo al tiempo que imaginaba un futuro lejos de aquí, una vida donde era hermosa y sofisticada, adulta, sin costras.

El hombre, cuando apareció por primera vez, era apenas un borrón en el horizonte, justo al otro extremo del camino. Laurel no llegó a saber con certeza, más adelante, por qué alzó la vista en ese momento. Durante un segundo espantoso, cuando lo percibió caminando hacia la parte trasera de la casa de labranza, Laurel pensó que se trataba de Billy, que había llegado temprano a recogerla. Solo cuando su silueta adquirió forma y comprendió que no era su ropa (pantalones oscuros, mangas de camisa y un sombrero negro de ala anticuada) se permitió un suspiro de alivio.

La curiosidad no tardó en ocupar el lugar del alivio. Las visitas eran poco frecuentes en la casa, menos frecuentes todavía aquellas que llegaban a pie, si bien un recuerdo se ocultaba en un rincón de la mente de Laurel mientras observaba a ese hombre que se acercaba, un extraño sentimiento de déjà vu que no lograba explicarse por más que lo intentara. Laurel olvidó su mal humor y, gracias a ese escondite privilegiado, se entregó a mirar de hito en hito.

Apoyó los codos en el alféizar y la barbilla en las manos. No era feo para un hombre de su edad y en su actitud algo sugería la confianza de tener un objetivo. He aquí un hombre que no necesitaba apresurarse. Con certeza, no era alguien conocido, uno de los amigos de su padre venido del pueblo ni un mozo de labranza. Siempre quedaba la posibilidad de que fuese un viajero perdido en busca de indicaciones, pero la casa era una elección improbable, alejada como estaba de la carretera. ¿Y si se trataba de un gitano o un vagabundo? Uno de esos hombres que aparecían por casualidad, que pasaba una mala racha y agradecería cualquier trabajillo que su padre le ofreciese. O (Laurel se entusiasmó ante esa idea terrible) quizás se tratase de ese hombre sobre el cual había leído en el periódico local, ese que los adultos mencionaban nerviosos, que había molestado a los excursionistas y asustado a las mujeres que caminaban solas por una curva oculta río abajo.

Laurel se estremeció, asustándose a sí misma por un instante, y a continuación bostezó. El hombre no era un demonio; ya podía ver su cartera de cuero. Era un vendedor que venía a hablar con su madre acerca de la nueva enciclopedia sin la cual no podrían vivir.

Y, por tanto, apartó la vista.

Pasaron los minutos, no muchos, y lo siguiente que oyó fue el gruñido quedo de Barnaby al pie del árbol. Laurel se acercó a la ventana a toda prisa y vio al spaniel plantado en medio del camino de ladrillo. Estaba frente a la entrada, observando al hombre, ya mucho más cerca, que hurgaba en la puerta de hierro que daba al jardín.

—Calla, Barnaby —dijo la madre desde el interior—. No vamos a tardar mucho. —Salió del vestíbulo en penumbra y se detuvo ante la puerta abierta para susurrar algo al oído del bebé, para besar ese moflete rollizo y hacerle reír.

Detrás de la casa, la puerta cercana al patio de las gallinas chirrió (ese gozne siempre necesitaba aceite) y el perro gruñó de nuevo. Se le erizó el pelo del lomo.

—Basta, Barnaby —dijo su madre—. ¿Qué te pasa?

El hombre dio la vuelta a la esquina y ella miró a un lado. La sonrisa desapareció de su rostro.

—Hola —dijo el desconocido, que se detuvo para pasarse el pañuelo por las sienes—. Qué buen tiempo hace.

La cara del bebé se iluminó de gozo ante el recién llegado y estiró las manos regordetas, abriéndolas y cerrándolas en un saludo entusiasta. Era una invitación que nadie podría rechazar, y el hombre guardó el pañuelo en el bolsillo y se acercó, alzando la mano ligeramente, como si fuese a bendecir al pequeño.

En ese momento su madre se movió con una velocidad asombrosa. Alejó al bebé, depositándolo sin delicadeza en el suelo, detrás de ella. Bajo sus piernecitas desnudas había grava, y para un niño que solo había conocido cariños y atenciones esa impresión fue más de lo que pudo aguantar. Abatido, comenzó a llorar.

A Laurel le dio un vuelco el corazón, pero se quedó helada, incapaz de moverse. Se le puso de punta el vello de la nuca. Estaba observando la cara de su madre y vio una expresión que no había visto nunca antes. Era miedo, comprendió: su madre estaba asustada.

El efecto en Laurel fue instantáneo. Las certezas de toda una vida quedaron reducidas a un humo llevado por el viento. En su lugar surgió una fría alarma.

—Hola, Dorothy —dijo el hombre—. Cuánto tiempo.

Sabía cómo se llamaba su madre. El hombre no era un desconocido.

Habló de nuevo, tan bajo que Laurel no pudo oírlo, y su madre asintió levemente. Continuó escuchando, con la cabeza inclinada a un lado. Alzó la cara al sol y sus ojos se cerraron durante solo un segundo.

Lo siguiente ocurrió muy rápido.

Fue ese resplandor plateado y líquido lo que Laurel recordaría para siempre. La manera en que la luz del sol se reflejó en el filo de metal y la breve e intensa belleza del momento.

A continuación, el cuchillo bajó, ese cuchillo especial, hundiéndose en el pecho del hombre. El tiempo se detuvo y se aceleró a la vez. El hombre gritó y la sorpresa, el dolor y el horror retorcieron su cara; y Laurel se quedó mirando cómo las manos del hombre se dirigían al mango del cuchillo, al lugar donde la sangre le manchaba la camisa, cómo caía al suelo, cómo la brisa cálida arrastraba su sombrero en medio del polvo.

El perro estaba ladrando con fuerza, el bebé lloraba en la grava, la cara roja y reluciente, el pequeño corazón roto, pero para Laurel esos sonidos carecían de intensidad. Los oía perdidos en el galope líquido de su propia sangre desbocada, en el ronco aliento de su respiración entrecortada.

Se había soltado la cinta del cuchillo, que se arrastró hasta las piedras que bordeaban el cantero del jardín. Fue lo último que vio Laurel antes de que sus ojos se llenasen de diminutas estrellas titilantes y poco después todo se volviese negro.

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2

Suffolk, 2011

Llovía en Suffolk. En sus recuerdos de niñez no llovía nunca. El hospital estaba al otro lado del pueblo y el coche avanzó lentamente por una calle principal jalonada de charcos antes de girar en la calzada y detenerse tras dar media vuelta. Laurel sacó la polvera, la abrió para mirarse en el espejo y tiró de la piel de una mejilla hacia arriba, observando con calma cómo las arrugas se congregaban y, a continuación, volvían a caer cuando soltaba la piel. Repitió el mismo gesto al otro lado. La gente adoraba sus rasgos. Su agente se lo decía, los directores de casting se deshacían en elogios, los maquilladores canturreaban al blandir los cepillos con su juventud deslumbrante. Hacía unos meses, una de esas publicaciones de internet había creado una encuesta en la que invitaba a los lectores a votar por el rostro favorito de la nación, y Laurel había quedado segunda. Sus rasgos, se decía, inspiraban confianza en la gente.

Eso sería muy agradable para ellos. Pero a Laurel le hacía sentirse vieja. Y estaba vieja, pensó al cerrar la polvera. No a la manera de la señora Robinson. Ya habían pasado veinticinco años desde que actuó en El graduado, en el National Theatre. ¿Cómo era posible? Alguien había acelerado el maldito reloj cuando no estaba mirando, no cabía otra explicación.

El conductor abrió la puerta y la acompañó bajo el cobijo de un enorme paraguas blanco.

—Gracias, Mark —dijo al llegar al toldo—. ¿Tienes la dirección del viernes?

El hombre dejó en el suelo el bolso de viaje y sacudió el paraguas.

—Una casa de labranza al otro lado del pueblo, carretera estrecha, un camino al final. A las dos en punto, si le parece bien.

Laurel respondió que sí y el hombre asintió, tras lo cual se apresuró bajo la lluvia para llegar al asiento del conductor. El coche se puso en marcha y Laurel observó cómo se alejaba, presa de una súbita nostalgia por viajar en ese interior cálido, agradable y anodino a lo largo de la carretera mojada hacia ninguna parte en concreto. Ir a cualquier lado, en realidad, con tal de no estar ahí.

Laurel contempló la puerta de entrada, pero no cruzó el umbral. En su lugar, sacó los cigarrillos y encendió uno. Dio una calada con más deleite del que sería decoroso. Había pasado una noche malísima. Había tenido sueños inconexos con su madre, y con este lugar, y con sus hermanas cuando eran pequeñas, y con Gerry de niño. Un niño pequeño y entusiasta, que sostenía una nave espacial de hojalata que él mismo había hecho y le decía que algún día iba a inventar una cápsula del tiempo con la que arreglar las cosas. ¿Qué cosas?, había preguntado en el sueño. Vaya, pues todas las cosas que habían salido mal, claro… Ella podría acompañarlo si quería.

Claro que quería.

Las puertas del hospital se abrieron de golpe y salieron dos enfermeras a toda prisa. Una de ellas echó un vistazo a Laurel y sus ojos se abrieron de par en par al reconocerla. Laurel asintió con un gesto parecido a un vago saludo y tiró lo que quedaba del cigarrillo mientras la enfermera se acercaba a su amiga para susurrarle algo al oído.

Rose esperaba en uno de los asientos del vestíbulo y, durante una fracción de segundo, Laurel la miró como habría mirado a una desconocida. Iba envuelta en un chal púrpura de ganchillo que al frente conformaba un lazo rosado, y su pelo rebelde, ya cano, estaba recogido en una trenza que caía sobre un hombro. Laurel sufrió un arrebato de cariño casi insoportable cuando notó que su hermana se había sujetado la trenza con el cordel de la bolsa del pan.

—Rosie —dijo, y ocultó su emoción tras una máscara perfectísima de niña buena, sana y feliz, odiándose un poco por ello—. Dios, parece una eternidad. Somos como un par de barcos en la oscuridad, tú y yo.

Se abrazaron y a Laurel le sobresaltó el aroma a lavanda, tan familiar como fuera de lugar. Era el olor de las tardes de las vacaciones de verano en una habitación del Mar Azul, la pensión de la abuela Nicolson, no el olor de su hermana pequeña.

—Cómo me alegra que hayas podido venir —dijo Rose, que estrechó las manos de Laurel antes de guiarla por el pasillo.

—No me lo habría perdido por nada.

—Claro que no.

—Habría venido antes si no hubiera sido por la entrevista.

—Lo sé.

—Y me quedaría más tiempo de no ser por los ensayos. La película empieza a rodarse en un par de semanas.

—Lo sé. —Rose apretó la mano de Laurel un poco más fuerte, como para realzar sus palabras—. Mamá estará encantada de verte. Está orgullosísima de ti, Lol. Todos lo estamos.

Era angustioso recibir elogios de un familiar, así que Laurel no prestó atención.

—¿Y los otros?

—No han llegado. Iris está en un atasco y Daphne llega por la tarde. Viene directa a casa desde el aeropuerto. Nos llamará cuando esté en camino.

—¿Y Gerry? ¿A qué hora llega?

Era una broma e incluso Rose, la Nicolson amable, la única que no era aficionada a las tomaduras de pelo, no pudo evitar una risita tonta. Su hermano era capaz de construir calendarios de distancias cósmicas para calcular la ubicación de galaxias distantes, pero bastaba preguntarle a qué hora tenía pensado llegar para sumirlo en el desconcierto.

Doblaron la esquina y se encontraron ante una puerta con un rótulo que decía: «Dorothy Nicolson». Rose acercó la mano al pomo de la puerta, pero dudó.

—Tengo que avisarte, Lol —dijo—. Mamá ha ido a peor desde tu última visita. Tiene altibajos. A ratos es ella misma y de repente… —Los labios de Rose temblaron y apretó su largo collar de perlas. Bajó la voz al proseguir—: Se desorienta, Lol, a veces se altera y dice cosas del pasado, cosas que no siempre comprendo… Las enfermeras aseguran que no quiere decir nada, que ocurre a menudo cuando la gente… se encuentra en la fase en la que está mamá. Las enfermeras le dan píldoras que la tranquilizan, pero la dejan muy mareada. No me haría muchas ilusiones hoy.

Laurel asintió. El doctor había dicho algo parecido cuando llamó la semana anterior para preguntar por su estado. Empleó una letanía de eufemismos tediosos —una vida bien vivida, la hora de responder a la llamada final, el sueño eterno— con un tono tan empalagoso que Laurel fue incapaz de contenerse: «¿Quiere decir, doctor, que mi madre se está muriendo?». Lo preguntó con una voz majestuosa, por el mero placer de oír cómo tartamudeaba. La recompensa fue dulce pero breve, pues solo duró hasta que llegó la respuesta.

Sí.

La más traicionera de las palabras.

Rose abrió la puerta («¡Mira a quién he encontrado, mamaíta!») y Laurel reparó en que estaba conteniendo el aliento.

Durante su infancia hubo una época en la que Laurel tuvo miedo. De la oscuridad, de los zombis, de los desconocidos que, según la abuela Nicolson, se ocultaban tras las esquinas para raptar a las niñas pequeñas y hacerles cosas indescriptibles. (¿Qué tipo de cosas? Indescriptibles. Siempre era así, una amenaza más terrorífica por la escasez de detalles, por la vaga sugerencia de tabaco, sudor y vello en lugares extraños). Tan convincente había sido su abuela que Laurel sabía que era una cuestión de tiempo que el destino la encontrase y cumpliese sus perversos designios.

En ciertas ocasiones, sus mayores miedos se acumulaban, así que se despertaba por la noche gritando porque el zombi del armario la miraba por el ojo de la cerradura, a la espera de comenzar sus terroríficas obras. «Calla, angelito —la tranquilizaba su madre—. No es más que un sueño. Tienes que aprender a diferenciar entre lo que es real y lo que es mentira. A mí me llevó muchísimo tiempo comprenderlo. Demasiado». Y entonces se sentaba junto a Laurel y decía: «¿Y si te cuento una historia sobre una niña pequeña que se escapó para unirse a un circo?».

Era difícil creer que la mujer cuya poderosa presencia derrotaba todos los terrores nocturnos era esta misma pálida criatura extraviada bajo las sábanas del hospital. Laurel había pensado que estaba preparada. Algunos de sus amigos habían muerto, conocía el aspecto de la muerte cuando llegaba la hora, había ganado un premio BAFTA por interpretar a una mujer en las etapas finales de un cáncer. Pero esto era diferente. Se trataba de su madre. Quiso darse la vuelta y echar a correr.

No lo hizo. Rose, de pie junto a la estantería, asintió para darle ánimos, y Laurel se metió en el papel de la hija diligente que está de visita. Se movió con premura para tomar la frágil mano de su madre.

—Hola —dijo—. Hola, amor mío.

Los ojos de Dorothy parpadearon antes de cerrarse de nuevo. Su respiración prosiguió con un ritmo dulce cuando Laurel besó con delicadeza sus mejillas de papel.

—Te he traído algo. No podía esperar a mañana. —Dejó sus cosas en el suelo y sacó un pequeño paquete del bolso. Tras una breve pausa por respeto a las convenciones, comenzó a desenvolver el regalo—. Un cepillo —dijo, dando vueltas al objeto plateado entre los dedos—. Tiene unas cerdas suavísimas, de jabalí, creo; lo encontré en una tienda de antigüedades en Knightsbridge. Les pedí que grabasen tus iniciales, ¿ves?, aquí mismo. ¿Quieres que te cepille el pelo?

No esperaba respuesta, y no recibió ninguna. Con cuidado, Laurel pasó el cepillo a lo largo de esos mechones finos y canosos que formaban una corona sobre la almohada en torno a la cara de su madre, cabellera que en otro tiempo fue abundante, de un castaño muy oscuro, y ahora se disolvía en el aire.

—Ya está —dijo y dejó el cepillo en el estante, de tal modo que la luz daba en la floritura de la «D»—. Ya está.

Por alguna razón, Rose debió de sentirse satisfecha, pues le entregó el álbum que había cogido del estante y le indicó que iba a salir a preparar el té.

Había distintos papeles en las familias: ese era el de Rose, este era el suyo. Laurel se acomodó en un asiento que parecía de enfermos, junto a la almohada de su madre, y abrió el viejo libro con atención. La primera fotografía era en blanco y negro, ya desvaída, con una serie de puntos marrones a lo largo de la superficie. Bajo las manchas, una joven con un pañuelo sobre el pelo había quedado atrapada para siempre en un momento atribulado. Mientras alzaba la vista de lo que estuviese haciendo, levantaba la mano como si quisiese espantar al fotógrafo. Sonreía pícara, molesta y divertida al mismo tiempo, la boca abierta para pronunciar unas palabras ya olvidadas. Una broma, había preferido pensar siempre Laurel, un comentario ingenioso destinado a la persona detrás de la cámara. Era probable que se tratase de uno de los muchos huéspedes de antaño de la abuela: un vendedor ambulante, un veraneante solitario, algún burócrata silencioso de zapatos lustrosos a la espera del fin de la guerra mientras se dedicaba a una tarea segura. Detrás de la mujer, se veía la línea de un mar en calma, si quien veía la fotografía sabía que estaba ahí.

Laurel sostuvo el libro sobre el cuerpo inmóvil de su madre y comenzó:

—Mamá, aquí estás en la pensión de la abuela Nicolson. Es 1944 y la guerra ya toca a su fin. El hijo de la señora Nicolson todavía no ha vuelto, pero volverá. En menos de un mes, la abuela te enviará al pueblo con las cartillas de racionamiento y cuando vuelvas con la compra encontrarás a un soldado sentado a la mesa de la cocina, un hombre al que no has visto antes pero a quien reconoces gracias a la fotografía enmarcada sobre la repisa. Tiene más años cuando lo conoces que en ese retrato, y está más triste, pero viste de la misma manera, con sus pantalones de soldado, y te sonríe y sabes al instante que se trata del hombre a quien has estado esperando.

Laurel pasó la página, usando el pulgar para alisar la esquina de la lámina protectora de plástico, ya amarillenta. Con los años se había vuelto quebradiza.

—Te casaste con un vestido que cosiste tú misma con un par de cortinas de una habitación de invitados que la abuela Nicolson se resignó a sacrificar. Bien hecho, querida mamá; seguro que no fue nada fácil convencerla. Ya sabemos cómo era la abuela con esas cosas. Hubo una tormenta la noche anterior y te preocupaba que lloviese el día de tu boda. Sin embargo, no llovió. Brilló el sol y las nubes se dispersaron y la gente dijo que eso era un buen presagio. Aun así, no corriste riesgos: ahí está el señor Hatch, el deshollinador, a los pies de la escalera de la iglesia para traer suerte. Para él fue un placer darte el gusto: con la suma que papá le pagó compró unos zapatos nuevos para su hijo mayor.

No podía saber con certeza, estos últimos meses, si su madre la escuchaba, si bien la enfermera más amable dijo que no había motivos para pensar lo contrario, y en ocasiones, a medida que avanzaba por el álbum de fotos, Laurel se permitía la libertad de inventar… Nada demasiado discrepante: solo lo consentía cuando su imaginación se desviaba de la acción principal, hacia la periferia. A Iris le parecía mal, decía que esa historia era importante para su madre y que Laurel no tenía derecho a adornar la verdad, pero el doctor se había limitado a encogerse de hombros cuando le comentaron las transgresiones y dijo que lo que de verdad importaba era hablar con ella, no tanto la verdad de lo dicho. Se volvió hacia Laurel con un guiño: «De usted es de la que menos debería esperarse que se atuviese a la verdad, señorita Nicolson».

A pesar de que se había puesto de su lado, a Laurel le ofendió esa supuesta connivencia. Estuvo a punto de explicar la diferencia entre actuar sobre un escenario y decir mentiras en la vida real, para dejarle bien claro a ese doctor impertinente de pelo demasiado negro y dientes demasiado blancos que la verdad importaba en ambos casos, pero comprendió que era inútil mantener una discusión filosófica con alguien que llevaba una pluma con forma de palo de golf en el bolsillo de la camisa.

Pasó de página y se encontró, como siempre, con los retratos de ella misma de bebé. Narró con celeridad sus primeros años (la pequeñísima Laurel durmiendo en una cuna con estrellas y hadas pintadas en la pared; parpadeando adusta en los brazos de su madre; ya un poco crecida, tambaleándose entre los bajíos a orilla del mar) antes de llegar a ese punto en el que dejaba de recitar y comenzaban sus recuerdos. Pasó de página, lo que desató el ruido y las risas de las otras. ¿Era una coincidencia que sus primeros recuerdos estuviesen tan vinculados con sus hermanas? Llegaron una tras otra: se tiraban por la hierba, saludaban por la ventana de la casa del árbol, esperaban en fila ante Greenacres (su casa), bien peinadas e inmóviles, limpísimas y con ropa nueva, para comenzar una excursión ya olvidada.

Las pesadillas de Laurel habían cesado tras el nacimiento de sus hermanas. O, más bien, se habían transformado. Ya no recibía visitas de zombis, monstruos o desconocidos que se ocultaban por el día en el armario; en su lugar, comenzó a soñar con un maremoto que se aproximaba, o con el fin del mundo, o el comienzo de otra guerra, y ella sola tenía que mantener a sus hermanas a salvo. De las cosas que su madre le dijo durante la infancia, era una de las que recordaba con más claridad: «Cuida a tus hermanas. Tú eres la mayor, no las pierdas de vista». Por aquel entonces, no se le ocurrió a Laurel pensar que su madre hablaba por experiencia; que, implícito en esa advertencia, se hallaba el viejísimo dolor por un hermano pequeño a quien perdió durante un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. Los niños podían ser así de egoístas, en especial los felices. Y los Nicolson habían sido niños más felices que la mayoría.

—Aquí estamos en Pascua. Aquí está Dafne en la trona, así que será 1956. Sí, eso es. ¿Ves? Rose tiene el brazo escayolado, el brazo izquierdo esta vez. Iris está haciendo el payaso sonriendo al fondo, pero no por mucho tiempo. ¿Te acuerdas? Esa fue la tarde en que saqueó la nevera y devoró todos los cangrejos. Papá los había traído cuando fue de pesca el día anterior. —Fue la única vez que Laurel lo vio enfadado de verdad. Se había despertado de la siesta, bañado por el sol, con el capricho de comer algún cangrejo y en el frigorífico solo encontró los caparazones huecos. Aún podía ver a Iris escondiéndose tras el sofá, el único lugar donde su padre no podía alcanzarla con sus amenazas de darle una buena zurra (amenaza falsa, pero no por ello menos terrorífica), y negándose a salir. Rogaba a quien pasase cerca que se apiadase y, por favor, por favorcito, le acercase su ejemplar de Pippi Calzaslargas. El recuerdo conmovió a Laurel. Había olvidado lo divertida que podía ser Iris cuando no dedicaba todas sus energías a estar enfadada.

Algo se deslizó de la parte trasera del álbum y Laurel lo recogió del suelo. Era una fotografía que no había visto nunca, un retrato a la vieja usanza, en blanco y negro, de dos jóvenes cogidas de los brazos. Se reían de ella dentro de ese marco blanquecino, de pie en una sala de la que colgaban banderitas, a la luz del sol que entraba por una ventana que no quedaba a la vista. Le dio la vuelta en busca de una anotación, pero no había nada escrito salvo la fecha: mayo de 1941. Qué extraño. Laurel se sabía de memoria el álbum familiar y esta fotografía, estas mujeres, no formaban parte de él. Se abrió la puerta y apareció Rose, con dos tazas de té temblando sobre unos platitos.

—¿Has visto esto, Rose? —Laurel alzó la foto.

Rose dejó una taza en la mesilla, miró con los ojos entrecerrados la fotografía y sonrió.

—Sí, claro —dijo—. Apareció hace unos meses en Greenacres… Pensé que podrías buscarle un lugar en el álbum. ¿A que es preciosa? Qué maravilloso es descubrir algo nuevo de mamá, sobre todo ahora.

Laurel miró una vez más la fotografía. Las jóvenes lucían peinados tipo victory roll [1]de los años cuarenta, faldas a la altura de la rodilla; de la mano de una de ellas pendía un cigarrillo. Por supuesto, era su madre. Su maquillaje era diferente. Ella era diferente.

—Qué raro —dijo Rose—, nunca pensé en ella así.

—Así, ¿cómo?

—Joven, supongo. Divirtiéndose con una amiga.

—¿No? Me pregunto por qué. —Aunque, por supuesto, lo mismo era cierto para Laurel. En su mente (en la mente de todas ellas, al parecer), la madre había llegado al mundo cuando respondió el anuncio que la abuela había publicado en un periódico en busca de una empleada para todo, para trabajar en la pensión. Conocían lo esencial del pasado anterior: que había nacido y crecido en Coventry, que había ido a Londres justo antes del comienzo de la guerra, que su familia había muerto durante los bombardeos. Laurel sabía, además, que la muerte de su familia la había afectado profundamente. Dorothy Nicolson había aprovechado la menor oportunidad para recordar a sus hijos que la familia lo era todo: ese había sido el mantra de su infancia. Cuando Laurel atravesaba una fase especialmente dura de su adolescencia, su madre la tomó de las manos y dijo: «No seas como yo, Laurel. No esperes demasiado para comprender qué es lo importante. Quizás tu familia te vuelva loca a veces, pero es más importante para ti de lo que puedes imaginarte». No obstante, en cuanto a los detalles de su vida antes de conocer a Stephen Nicolson, Dorothy nunca les aburrió con ellos, y sus hijos nunca se molestaron en preguntar. No había nada raro en ello, supuso Laurel con cierto malestar. Los hijos no exigen que sus padres tengan un pasado y les resulta un tanto increíble, casi embarazoso, que estos aseguren haber tenido una existencia previa. Ahora, sin embargo, al mirar a esta desconocida de los tiempos de la guerra, Laurel lamentó vivamente esa falta de conocimiento.

Durante sus comienzos como actriz, un director muy conocido se había inclinado sobre el guion, se había enderezado las gafas de culo de vaso y le había dicho a Laurel que no tenía el aspecto necesario para interpretar papeles protagonistas. Fue una advertencia dolorosa y Laurel gimió y clamó, tras lo cual dedicó horas a mirarse en el espejo, casi sin querer, antes de cortarse la larga melena en un arrebato de ebria determinación. Sin embargo, fue un momento crucial en su carrera. Era una actriz de carácter. El director la escogió para interpretar a la hermana de la protagonista y recibió sus primeras críticas entusiastas. Al público le maravillaba su capacidad de crear personajes desde dentro, de sumergirse y desaparecer bajo la piel de otra persona, pero no había truco alguno; simplemente, se tomaba la molestia de aprender los secretos del personaje. Laurel sabía mucho acerca de guardar secretos. Sabía también que así se descubría de verdad a la gente, oculta tras sus manchas más negras.

—¿Sabías que nunca la habíamos visto tan joven? —Rose se encaramó al brazo del sillón de Laurel, su aroma a lavanda era más intenso que antes, y cogió la fotografía.

—¿De verdad? —Laurel iba a sacar los cigarrillos, recordó que se encontraba en un hospital y cogió el té en su lugar—. Supongo que sí. —Gran parte del pasado de su madre eran manchas negras. ¿Por qué nunca le había molestado antes? Una vez más, echó un vistazo a la fotografía, a esas dos mujeres que ahora parecían reírse de su ignorancia. Intentó hablar en un tono despreocupado—: ¿Dónde dices que la encontraste, Rose?

—Dentro de un libro.

—¿Un libro?

—En realidad, una obra de teatro: Peter Pan.

—¿Mamá salió en una obra? —Su madre había sido muy aficionada a los disfraces y a los juegos improvisados, pero Laurel no recordaba que hubiese actuado en una obra de verdad.

—Eso no lo sé con certeza. El libro era un regalo. Tenía una dedicatoria… Ya sabes, como nos pedía que hiciésemos cuando éramos pequeñas.

—¿Qué decía?

—«Para Dorothy». —Rose entrelazó los dedos en su esfuerzo por recordar—. «Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas. Vivien».

Vivien. El nombre tuvo un efecto extraño en Laurel. Sintió calor y a continuación frío en la piel y le retumbaron las sienes. Por su mente pasó una serie de imágenes vertiginosas: un filo que resplandecía, la cara asustada de su madre, una cinta roja que se desataba. Recuerdos viejos, recuerdos desagradables que el nombre de esa desconocida había avivado por alguna razón.

—Vivien —repitió, hablando más alto de lo que pretendía—. ¿Quién es Vivien?

Rose alzó la vista, sorprendida, pero Laurel no llegó a saber su respuesta, pues Iris entró por la puerta como una exhalación, con una multa de tráfico en la mano. Ambas hermanas se giraron hacia esa poderosa indignación y por tanto nadie notó la brusca respiración de Dorothy, la angustia que se reflejó en su rostro al oír el nombre de Vivien. Cuando las tres her

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