El primer caso de Unamuno

Fragmento

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Prólogo

Alguien dijo que el ser humano más seguro que hay sobre la faz de la tierra es aquel que a la caída de la tarde cabalga lentamente sobre un burro. Al alfarero Julio Collado, sin embargo, no le gustaba andar a esas horas por los caminos, pues les tenía mucho miedo a las alimañas y a los aparecidos; en realidad, más a estos que a aquellas. Ese día calculó mal el tiempo que le iba a llevar la vuelta a casa, y la oscuridad lo alcanzó cuando aún le faltaba más de una legua para llegar a su pueblo. De modo que no paraba de aguijonear a su asno para que fuera más raudo. Por desgracia, el animal iba muy cargado y bastaba que su amo lo pinchara para que él se resistiera todavía más a apresurarse. Y, cuanto más tozudo se ponía, más terco se volvía su dueño, que se negaba a dar su brazo a torcer. Al final, el hombre dejó de aguijarlo y optó por apearse y tirar de las riendas para ver si el rucio se mostraba algo menos renuente, pero ni por esas. Así que al pobre alcaller no le quedó más remedio que permitirle que marchara a su paso, lento y calmado, como si se recreara en ello.

A esas alturas, a pesar de que el cielo estaba completamente despejado y había salido la luna, la noche ya les había caído encima como un manto negro, por lo que Julio Collado cada vez estaba más inquieto. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que a él le parecían lobos hambrientos, y cantar a los búhos, que se le antojaban espíritus de mal agüero, y cada sombra que se agitaba le recordaba a un fantasma. También creyó ver una luz intensa rasgar la oscuridad como un relámpago sin trueno. Estaba ya a tiro de piedra de las primeras casas del pueblo cuando descubrió un bulto negro a los pies de una encina, cerca del borde del sendero. Se aproximó a él con gran sigilo y observó que se trataba de un hombre con la espalda recostada contra el tronco del árbol, en una posición extraña. Al ver que no se movía, lo tocó con la punta de la aguijada para intentar reanimarlo, no fuera a ser que solo estuviese dormido. Pero nada.

—¿Está usted bien? —le preguntó con voz queda.

Como no respondía, se inclinó para comprobar si el corazón le latía. De repente creyó reconocerlo y dio un respingo. Al retirar la mano, advirtió que estaba manchada de sangre, y eso terminó de alarmarlo. Tras fijarse mejor, cayó en la cuenta de que el hombre estaba muerto y tenía todo el cuerpo lleno de heridas; lo habían apuñalado a conciencia y con saña. El alfarero, aterrado, salió corriendo en dirección al pueblo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y el burro se quedó atrás, olisqueando el cadáver, como si con ello quisiera decirle a su amo: «Cuanto más deprisa huyas de la muerte, más rápido te acercarás a ella».

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I

Salamanca, sábado 9 de diciembre de 1905

La levítica ciudad dormía el sueño de los justos. Nada ni nadie parecía turbar su paz de cementerio, su bendita modorra provinciana. Mientras todo mudaba y se agitaba a su alrededor, Salamanca se había quedado varada en el tiempo, presa de la nostalgia de sus viejas hazañas y sus glorias de oropel; hasta su universidad seguía sumida en una cierta decadencia. Como todos los días, don Miguel se había levantado muy temprano, antes del alba, y, tras un frugal desayuno, se había puesto a trabajar en su estudio. Después de dejar postergada su novela La tía, llevaba ya un tiempo intentando escribir un ensayo de carácter espiritual que había bautizado provisionalmente con el título, un tanto vago y pretencioso, de Tratado del amor de Dios. A diferencia de otros libros suyos, la gestación de este iba a ser larga y complicada, dado que en él se adentraba en los recovecos más profundos de su alma, y eso entrañaba muchos riesgos y dificultades.

Según había constatado, el mundo había cambiado mucho desde finales del siglo anterior; se estaba volviendo cada vez más incierto, inseguro e inestable. De ahí que ya no hubiera verdades absolutas; el concepto mismo de verdad estaba en tela de juicio, como lo estaban el de realidad, el de identidad, el de Dios y tantos otros. Por otro lado, la ciencia y el positivismo se habían revelado como instrumentos muy poco adecuados para desentrañar el sentido del universo y de la existencia. Y esto había dado lugar a una tremenda crisis que afectaba a todos los órdenes de la vida y del conocimiento y se extendía por todo Occidente.

En España, la inestabilidad política de la Restauración, agravada por la pérdida de las últimas colonias de ultramar, no era, pues, más que la manifestación de algo mucho más profundo y radical, algo que la hermanaba con el resto de Europa; de modo que el tan manido «problema español» era solo una forma de experimentar el «mal del siglo» y el vacío de un mundo cada vez más caótico y desencantado. Todo esto, como es lógico, llevaba años incubándose, pero las radicales transformaciones provocadas por los grandes avances científicos de las últimas décadas lo habían acelerado.

En su ensayo, Unamuno quería dar cuenta de su manera particular de enfrentarse a esa crisis, que él había sufrido con crudeza y en carne propia unos años antes, así como a aquellas cuestiones que más lo obsesionaban: la fe, el amor, el cristianismo y, por supuesto, el hambre de inmortalidad o el deseo de permanencia y de infinitud. No se trataba, pues, de exponer sus ideas ni menos aún de defender sus creencias, ya que él ni creía ni tampoco dejaba de creer, sino de combatir los dogmas y lanzarse a la intemperie y a la aventura, sin ningún plan preconcebido, desde la duda y la incertidumbre, lo que a buen seguro iba a provocar el rechazo de los biempensantes y de las jerarquías eclesiásticas, algo a lo que ya estaba muy acostumbrado.

Desde que don Miguel llegara a la ciudad unos quince años atrás, el obispo de la diócesis, el célebre padre Cámara —aficionado a las excomuniones, azote de ateos y liberales y dueño y señor de la prensa salmantina—, se había convertido en su particular bestia negra, en su enemigo más hostil. Desde su púlpito, no había cesado de atacarlo con sus homilías, cartas pastorales y artículos de opinión publicados en el diario ultracatólico y conservador El Lábaro, tildándolo de protestante y racionalista, cuando no de hereje, panteísta y anarquista, algo que a Unamuno no solo no lo molestaba, sino que lo complacía y lo estimulaba a seguir su camino. «Las religiones viven de herejías», solía decir. En los últimos años, incluso, el obispo había intentado con todas sus fuerzas que el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes lo cesara como rector, y a punto había estado de conseguirlo varias veces. Pero tras la muerte del padre Cámara, hacía algo más de un año, Unamuno se había quedado huérfano de contrincantes. Detractores, desde luego, no le faltaban; sin embargo, no había ninguno que estuviera mínimamente a su altura. Y él era uno de esos pensadores que necesitan rivales a los que enfrentarse e ideas y falacias contra las que combatir.

Sus enemigos eran los que lo hacían crecerse y dar lo mejor de sí, y, ahora que no los tenía a la vista, se había ido desinflando y encerrando en su interior, como si hubiera renunciado a su voluntad. De hecho, algunos de sus amigos y admiradores pensaban que, desde que el Partido Conservador lo había nombrado rector y no estaba ahí el padre Cámara para azuzarlo y plantarle cara, se había ablandado un poco, y la verdad era que no les faltaba razón. Si hasta él mismo lo reconocía en ocasiones ante algún incondicional cuando le confesaba que ese era uno de los daños que le causaba el rectorado, ya que, para no perderlo, con frecuencia medía bien lo que escribía y no se soltaba tanto la lengua en sus escritos públicos como en sus cartas privadas, a las que era tan aficionado, y es que padecía de lo que él llamaba «epistolomanía». Hasta que de repente un día estallaba y decía todo lo que pensaba sin importarle las consecuencias, pues Unamuno, además de rector y catedrático, era un intelectual comprometido y un hombre de acción, un hombre de pelea, un luchador, un agonista. «Primero la verdad que la paz» era su lema o divisa, aunque don Miguel solía expresarlo en latín: Veritas prius pace, dado que así tenía más sentido y contundencia para él.

Por más que se había esforzado, en varias horas tan solo había logrado escribir un par de líneas con su letra de patitas de mosca, como él decía, y eso para Unamuno resultaba excepcional. Si de algo pecaba, era justamente de lo contrario: de escribir a borbotones y de manera un tanto febril y arrebatada, a lo que saliera, sin ninguna clase de planificación, como un torrente de tinta vivo y descontrolado; también algo descuidado y desaliñado, pues odiaba el «gramaticismo» y no solía pararse a reflexionar; eran el libre pensamiento y el sentimiento los que guiaban su mano, haciendo camino conforme andaba. El problema, en este nuevo ensayo, era que todavía no había encontrado el hilo del que tirar y eso lo tenía bloqueado. Se había estancado, y el agua detenida, como el pensamiento coagulado o cristalizado en ideas, acababa pudriéndose tarde o temprano.

Antes de que las paredes se le vinieran encima, don Miguel dejó junto al tintero su portaplumas de caña, fabricado por él mismo, y se dirigió al casino. Tan pronto como dejó atrás el refugio de la casa rectoral, a continuación del viejo edificio de la Universidad, el de las antiguas Escuelas Mayores, en la calle de Libreros —llamada así porque en ella se habían establecido antaño las primeras imprentas y librerías de la ciudad—, notó el mordisco del viento. Fuera hacía un frío tan traicionero que, si te descuidabas, te apuñalaba por la espalda al volver una esquina. Además, había salido tan distraído y ofuscado que a punto estuvo de meter el pie en un charco. Como tantas otras cosas, el empedrado y el alcantarillado de la villa dejaban mucho que desear; cada vez que llovía, las rúas y plazas se convertían en una especie de vertedero, y toda ella hedía hasta el punto de que un ilustre visitante había descrito Salamanca como una señora noble y elegante a la que le olían mucho los pies.

Unamuno gruñó por lo bajo y siguió andando, mientras con el rabillo del ojo advertía sobre sí el peso de algunas miradas.

Aunque llevaba ya un tiempo viviendo en la ciudad, todavía llamaba la atención de mucha gente: alto, erguido, con su porte austero y orgulloso y su eterna indumentaria de pastor protestante o de cuáquero, fiel reflejo de su carácter; siempre con traje oscuro, con frecuencia azul marino, y sin corbata, el chaleco severamente cerrado hasta la nuez o el cuello de la camisa, los zapatos anchos de caminante y el sombrero de fieltro negro, redondo y flexible, de esos que pueden guardarse en el bolsillo sin deformarse; por lo general, prescindía del abrigo, incluso en pleno invierno. Tenía la frente despejada e inclinada, en línea con la nariz, el pelo muy corto y con algunas canas prematuras para sus cuarenta y un años, y la barba poblada y con zonas grises, que la dulcificaban un poco; los ojos de búho, la mirada de águila y las gafas de metal, de montura muy fina y puente curvo. En fin, todo un personaje.

El casino se encontraba en el palacio de Figueroa, en la calle de Zamora, pasada la plaza Mayor, que a esas horas bullía de gente ociosa y festiva. Se trataba de un edificio renacentista con un hermoso patio de columnas monolíticas y arcos airosos que Unamuno atravesó como una exhalación, pues ese día no quería ver ni saludar a nadie. Se dirigió directamente a una sala de la planta principal en la que los habituales pasaban el rato jugando al dominó o a las cartas mientras se tomaban un café o se fumaban un habano. Allí estaban las mismas caras de siempre, con idénticos gestos de desgana y la monotonía y la ramplonería acostumbradas, algo que don Miguel no soportaba; de hecho, en varias ocasiones se había dado de baja como socio para no tener que contemplar ese espectáculo, si bien, pasado un tiempo, volvía a solicitar el alta, aunque solo fuera por tener un lugar donde poder polemizar y leer la prensa.

Se sentó en un rincón apartado y se dispuso a jugar una partida de ajedrez contra sí mismo, ya que entre los miembros del casino tampoco en eso tenía rival. Como buen estratega de blancas y negras, podía tirarse horas y horas haciendo movimientos, dado que entre los dos contendientes había una igualdad absoluta. Era la partida perfecta, por lo que solía quedar en tablas, salvo que, por algún motivo, uno de sus dos yoes se distrajera durante un instante. Pero esa mañana se cansó enseguida.

Después se dirigió a la sala de lectura donde estaban los periódicos, justo en la esquina opuesta, y se arrojó sobre ellos como un ave de rapiña sobre su presa. Aunque se pasaba la vida criticándolos, estos eran para él no solo una fuente de ingresos, gracias a sus colaboraciones, sino también un estimulante que ponía en marcha los engranajes de su cerebro. Cuando terminó con la prensa nacional, donde no halló nada de interés, le tocó el turno a la local. La primera plana de El Adelanto, diario de orientación liberal, la ocupaba casi por completo una gran esquela, todo un símbolo del estado de postración en el que se hallaba Salamanca. Con razón algunos la llamaban la Ciudad de la Muerte: en ella el número de defunciones era mucho mayor que el de nacimientos, tal vez por culpa de la falta de higiene y de sus malas condiciones sanitarias.

Por fortuna, en la parte de abajo, a modo de faldón, algo atrajo de inmediato su atención. Se trataba de un artículo tomado de La Correspondencia de España del día anterior y firmado por Ramiro de Maeztu, con quien había mantenido más de una polémica en el pasado sobre la cuestión agraria y otros asuntos. Se titulaba «Un pueblo entero que se traslada» y la noticia en él comentada tenía que ver con un pequeño municipio de la provincia de Salamanca llamado Boada. Por lo visto, los vecinos habían enviado en el mes de octubre una carta al presidente de la República Argentina, Manuel Quintana, manifestándole su deseo de emigrar todos a ese país, dado que en su tierra no tenían forma de ganarse el pan ni futuro alguno, y para ello solicitaban que se les facilitara de algún modo el pasaje. La misiva había aparecido en La Prensa de Buenos Aires unas semanas después, y Maeztu, indignado con el hecho, la daba ahora a conocer en España acompañándola de una dura diatriba en la que calificaba a los vecinos de Boada de cobardes y antipatriotas, al tiempo que pedía la destitución del alcalde y el resto del Concejo. Los acusaba de querer abandonar su tierra para enriquecer otro país con el fruto de su trabajo, en un momento, además, muy delicado para la identidad nacional debido a la reciente pérdida de algunas colonias. La recriminación era tan injusta y peregrina que Unamuno montó en cólera y se puso a despotricar en voz alta contra su paisano, pues también él era vasco, ante la mirada perpleja y reprobatoria de varios socios del casino.

Junto al artículo había unas declaraciones del médico del pueblo, que era uno de los redactores y firmantes de la carta. A través de ellas, Unamuno se enteró de que las cosas en Boada habían empeorado cuando el Gobierno decidió vender, a través de una subasta pública, los bienes comunales del municipio a un rico terrateniente de la zona y diputado provincial, Enrique Maldonado, que los había convertido de inmediato en pastos para la crianza de su numeroso ganado y en un coto de caza, y eso había hecho que la mayor parte de los vecinos se hubiera quedado sin tierras que poder arrendar o cultivar. Tan solo algunos habían conseguido trabajo como jornaleros en una finca cercana por un salario de miseria —tres pesetas por día de labor más la comida—, que no tuvieron más remedio que aceptar, dado que era lo único que había en el entorno. El resultado era que los habitantes de Boada se veían obligados a abandonar el pueblo, como estaba ocurriendo en otras localidades de la provincia, que se estaban despoblando porque ya no había recursos para todos ni forma alguna de buscarse la vida.

Tras conocer los motivos que empujaban a los boadenses a emigrar, Unamuno se enojó todavía más con las palabras y la ceguera de Maeztu y tomó partido de inmediato por los vecinos, a los que se propuso ayudar interesándose por su causa. Sin perder un instante, se dirigió a la sede de El Adelanto, en la calle de Ramos del Manzano, para ver si averiguaba algo más sobre el asunto.

Al salir del casino se cruzó en la puerta con el gobernador civil, Pablo Aparicio, a quien conocía debido a su cargo de rector. Ambos eran más o menos de la misma edad, quizá el otro unos años mayor, pero no podían ser más diferentes en el físico. Grueso, no muy alto, cara redonda y bien rasurado, el gobernador lo saludó con un gesto, y ya iba a pasar —con su habitual porte autoritario, como de persona acostumbrada a mandar y ser obedecida de inmediato—, cuando don Miguel lo detuvo:

—¿Ha visto usted lo de Boada?

—Precisamente el ministro de Fomento acaba de pedirme que recabe más información sobre el asunto. Está muy alarmado. La carta que ha escrito esa gente es vergonzosa y nos deja en muy mal lugar —respondió el gobernador con gesto de indignación.

—Lo que es una vergüenza es la situación en la que se encuentran y el artículo de Maeztu —replicó Unamuno antes de retomar su camino.

El director de El Adelanto lo recibió en su despacho, donde estaba revisando con mucha atención unas galeradas, pues no debía de fiarse mucho de sus correctores del periódico.

—¿Se puede saber por qué ha publicado los exabruptos de ese botarate de Maeztu? —preguntó Unamuno nada más entrar.

—Buenos días, don Miguel. Yo también me alegro de verlo —comentó el director, al tiempo que esbozaba una mueca bajo el poblado mostacho que le ocultaba casi por completo los labios—. Sepa usted que nos hemos limitado a reproducir lo aparecido en La Correspondencia de España, ya que la noticia nos pareció de gran interés y aquí en Salamanca nadie tenía ni idea del asunto, que se dice pronto. Ayer tan solo nos dio tiempo a hablar con el médico del pueblo.

—¿Y cómo es que no han apoyado de inmediato a esa pobre gente que está pasando hambre y se tiene que ir de sus casas?

El director era un hombre corpulento y unos diez años mayor que el recién llegado, pero el empuje del vasco siempre lo ponía nervioso. En un ademán inconsciente, se pasó la mano por el cabello rizado mientras buscaba una salida airosa.

—Precisamente, mañana pensaba enviar a un reportero a Boada para que indague algo más sobre los motivos y circunstancias —dijo al cabo de unos segundos—. ¿Quiere usted acompañarlo? Yo corro con los gastos.

—Por supuesto, lo haré encantado. Pero no le prometo escribir nada —le advirtió don Miguel—. Si le replico a ese juntaletras, será también en La Correspondencia, para que tenga más efecto.

—Como usted quiera, faltaría más —concedió el otro.

Unamuno ni siquiera se despidió. Los engranajes de su mente ya giraban a toda velocidad pensando en lo que le depararía el viaje a Boada.

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II

Salamanca y Boada, domingo 10 de diciembre

A la mañana siguiente, Unamuno se presentó puntual en la estación de tren de Salamanca, situada en las afueras, al final de un largo paseo arbolado. Allí lo esperaba la figura alta y desgarbada del periodista Marcos Rubio, un joven de unos treinta y cinco años, rostro alargado y mirada despierta a quien don Miguel conocía por haberle concedido alguna que otra entrevista. Durante el viaje, fueron comentando el caso de Boada y el problema de la emigración, que estaba dejando desiertos algunos lugares de la provincia. Mientras tanto, el tren avanzaba impetuoso y traqueteante por el campo salmantino, cruzando páramos amarillos y secos —casi angustiosos para alguien acostumbrado al verdor y a la montaña del norte peninsular— y extensos bosques de encinas y rastrojos dorados. Hasta que por fin, a lo lejos, entre unos álamos, asomaron las primeras casas de La Fuente de San Esteban. En esa estación se bajaron, y aún debieron andar alrededor de una legua, en dirección al noroeste, para llegar a su destino.

Según le fue explicando el periodista, que se había documentado el día anterior, el pueblo de Boada tenía en ese momento unos mil habitantes. Pertenecía a la diócesis y al partido judicial de Ciudad Rodrigo, de la que distaba unas seis leguas, y estaba situado en una pequeña mota en el centro de un gran llano, en la subcomarca del Campo de Yeltes. Los caminos se encontraban en mediano estado o sin terminar y se dirigían a Ciudad Rodrigo, Ledesma y Salamanca. La mayor parte del término estaba poblada de encinas y, hacia el lado oeste, había una gran laguna en la que se criaban muy buenas tencas. Hasta no hacía mucho, la tierra producía trigo de buena calidad, algo de centeno, bastante algarroba y algunos garbanzos, pero ahora la mayoría de los campos se hallaba sin cultivar, lo que, para Unamuno, era muy triste de ver.

Las casas eran todas bajas y ofrecían pocas comodidades, a veces consistían en un simple portal construido con palos y retamas; las calles, de trazo irregular; y sus dos plazas, de mala hechura. Tenían una casa consistorial, con un calabozo; una escuela de primeras letras, una iglesia parroquial dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, un cementerio, una ermita o humilladero en los alrededores, y una estación de ferrocarril, algo distante del pueblo, en la línea que iba a La Fregeneda. Para el surtido del vecindario, contaban con una fuente de agua potable y un pozo, y varios arroyos para abrevadero del ganado.

Cuando llegaron a la altura de la iglesia, la gente estaba saliendo de la misa dominical. Tanto en el atrio como en los alrededores se fueron formando pequeños corrillos como enjambres de abejas zumbadoras. En ellos se hablaba de un único tema: el artículo de Maeztu y las reacciones que había suscitado. Tras saludar al alcalde, al que se le notaba algo cohibido por todo lo que estaba pasando, y a los que redactaron y firmaron la famosa carta en nombre de todo el pueblo —que no eran otros que el médico, Carlos de Sena, el secretario del Ayuntamiento, Emilio Regidor, y el secretario judicial, Juan Rodríguez—, así como al cura y a los maestros, que también apoyaban la causa de los boadenses, Unamuno y el periodista se reunieron con algunos vecinos en la panera que con honores de casino había en la plaza principal. La mayoría de ellos se mostraron entusiasmados ante la esperanza del éxodo, si bien el presidente de Argentina no les había contestado, y muy enfadados con las desafortunadas palabras de don Ramiro.

—Pues ¡¿no nos llama antipatriotas ese señorito?! Y, para colmo, lo dice alguien que vive en Londres, como un cardenal. Pero ¿quién se ha creído que es? Aquí me gustaría tenerlo a él, a ver si es capaz de sobrevivir —protestó uno de los presentes, un campesino con la piel curtida por el sol y las palmas encallecidas por el manejo de la azada.

—El patriotismo consiste en comer y dar de comer a nuestros hijos, que en mi caso son ocho, y no en pasar hambre y dejar que la pasen nuestras familias. Hasta ahí podíamos llegar —apuntó otro, de cuerpo enjuto y manos sarmentosas.

—Entonces, según ustedes, ¿quién tiene la culpa de su situación? —les planteó Unamuno.

—Verá usted —alzó la voz una mujer con gesto resignado—. Nosotros no odiamos ni culpamos a nadie, pero estamos convencidos de que aquí no podemos vivir todos; por eso queremos buscar acomodo donde nos lo ofrezcan para los que aquí sobramos, que somos la mayoría.

—¿Y qué se podría hacer para que no tuvieran que emigrar?

—El único remedio para esta triste situación —intervino el alcalde— sería que el Estado nos devolviera las tierras comunales, de las que se apoderó en su día para vendérselas luego al mejor postor, a pesar de las protestas y las reclamaciones que les pusimos desde el Ayuntamiento por ser bienes exceptuados que no se podían enajenar. Pero comprendemos que eso ahora es imposible, ya que no se puede deshacer la venta. Si ni siquiera nos han entregado la parte del dinero que nos corresponde por la misma, algo que, por otra parte, tampoco beneficiaría mucho a los que son jornaleros —puntualizó.

Antes de que la asamblea se disolviera, pues ya era la hora de comer, el médico le pidió a Unamuno que, si no le era mucha molestia, les dirigiese unas palabras de aliento a los vecinos. De modo que don Miguel se puso en pie y comenzó a decir con voz ligeramente exaltada:

—Amigos de Boada, ayer me enteré por la prensa de vuestro deseo de emigrar a Argentina y quiero que sepáis que, desde el primer momento, estoy con vosotros, pues sé que no lo hacéis por vuestra libre voluntad, sino porque os echa la desidia y el latrocinio del Gobierno, que os ha dejado hundidos en la más triste miseria, y la egoísta codicia del dueño de las que hasta hace poco fueron vuestras tierras, ahora yermas, para el que valéis menos que el ganado que las ocupa. Os expulsa, en fin, la concentración de la propiedad territorial en unas pocas manos y la conducta de las clases ricas. De todas las provincias de España, la de Salamanca es, probablemente, aquella en la que todo esto cobra más intensidad. Por eso quiero recordaros que vosotros sois sin duda lo más valioso de este lugar, y no merecéis tener que iros y abandonar vuestros hogares y a vuestros difuntos. Que se vayan los que os lo han quitado todo y ahora quieren privaros también de la dignidad. Pero, si os tenéis que ir, sabed que yo os apoyo, ya que considero que, en vuestro caso, la emigración es un deber incluso patriótico, por más que digan lo contrario algunos mentecatos —añadió en clara referencia a Maeztu.

—¡Así se habla, claro que sí! —gritó uno de los asistentes y los demás prorrumpieron en aplausos y vítores.

—Le estamos muy agradecidos —le dijo el médico estrechándole la mano—. Y ahora, si me lo permite, me gustaría invitarles a comer en mi humilde casa, pues, como ya pueden imaginarse, aquí no hay fonda ni mesón digno de ustedes.

—Por eso no ha de preocuparse, don Carlos, ya que soy amigo de la comida sencilla y sin grandes artificios culinarios, sobria y fuerte a la vez, sin otro condimento que algo de picante —confesó don Miguel.

El médico era una persona muy culta y formada, con vastos conocimientos de homeopatía e hipnosis, pero sus vecinos eran pobres y no ganaba lo suficiente para mantener a su familia, por lo que no podía permitirse apenas ningún dispendio. La casa era de una sola planta con el suelo de tierra en casi todas las habitaciones y un pequeño huerto para consumo propio. En ella vivía con su esposa y sus tres hijos. La pitanza sirvió para que Unamuno conociera algo más sobre la situación de los pueblos y aldeas del Campo Charro y del Campo de Yeltes, que se estaban quedando vacíos, pues Boada no era algo excepcional; unos porque los habitantes habían emigrado por falta de trabajo y recursos

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