Nota de la autora
Cuando empecé a pensar en la segunda aventura de El Club del Crimen (antes titulado The Agatha Christie Book Club), se me ocurrió que esta vez los personajes podrían realizar un viaje exótico, inspirándome en el del tristemente famoso Orient Express, donde se ambientó uno de mis misterios favoritos de Hércules Poirot, así que me puse a investigar en busca de ideas.
Y tuve suerte.
A finales del siglo XIX y principios del XX hubo un barco de vapor, al que bautizaron como SS Orient, que hacía el trayecto entre Londres y Sídney siguiendo la ruta del Cabo y el canal de Suez. Según mis investigaciones, era un barco impresionante, lleno de lujos y plagado de personajes eclécticos. Además, a bordo se produjeron varias muertes sospechosas.
No podía imaginar mejor telón de fondo para mi nuevo libro sobre los amigos de El Club del Crimen.
Aunque he alterado algunos detalles de poca importancia (entre ellos el itinerario original) para que encajaran en la trama que se desarrolla en la época actual, la mayor parte de la información que doy sobre el barco es verídica y cito mis fuentes en la bibliografía que aparece al final del libro (con mi más sincero agradecimiento).
Pero, queridos lectores, esto es una obra de ficción y, muy a mi pesar, el SS Orient no ha sido rehabilitado, ni tampoco hay una réplica navegando por ahí en la actualidad, como he imaginado para la novela. Una escritora tiene derecho a fantasear, ¿no?
Y un grupo de amigos de un club de lectura se puede unir a ella en su travesía...
Bon voyage!
Prólogo
Hacía mucho que había dejado de gritar, porque se había quedado sin voz y se había rendido. Solo emitía leves sollozos entre tragos involuntarios de agua. Mientras el mar oscuro y cruel la arrastraba lejos de la estela del barco, que poco antes la empujaba de un lado a otro sin control, la mujer no pensaba en los enormes tiburones blancos, ni en la hipotermia, ni en la posibilidad de morir desangrada. Lo que se le vino a la cabeza fue lo curioso que le resultaba que aquel acabara siendo su destino.
El suyo, precisamente.
Siempre había sabido que la desgracia iría en su busca. Pero no esperaba que ocurriese así. ¿De verdad iba a desaparecer en medio de aquel océano infinito? ¿Así la recordarían, como una tonta que se cayó por la borda de un barco?
Cerró los ojos y apretó los párpados para bloquear las salpicaduras de las olas, pero tragó una buena cantidad de agua salada y escupió. Cuando se recuperó un poco, otra ola la elevó, la zarandeó y la lanzó hacia abajo como si fuera una muñeca de trapo.
¿Quién iba a decir que había olas como esas tan adentro? ¿Y que allí había tantas aves marinas extraordinarias, como aquel enorme albatros que no dejaba de planear en círculos, para después bajar en picado a inspeccionar su botín flotante? Le veía las finas líneas negras del vientre blanco, el pico amarillo intenso y los ojos fríos y planos, que eran como diminutos botones negros que la observaban y esperaban. Aguardando su momento.
No había misericordia allí, en medio del mar. No podía suplicar perdón. La naturaleza sería su juez y su jurado, su inevitable verdugo.
Lo último que pensó la mujer antes de rendirse a su destino fue en el capitán y en su amante, y en que nada había salido como ella había planeado.
PRIMERA PARTE
1
Aquella tarde soleada el SS Orient, amarrado en el puerto de Darling Harbour de Sídney, resplandecía y crujía como si fuera una anciana rica y artrítica a punto de sentarse. Aunque el barco era relativamente nuevo; de hecho, era una réplica de un barco de vapor que en el pasado navegó entre Londres y las colonias, con sus cuatro cubiertas de pasajeros, dos lustrosas chimeneas negras y cuatro altísimos mástiles (que en esta versión moderna eran solo de adorno).
—¡Es justo como me lo había imaginado! —exclamó Claire Hargreaves, y aplaudió feliz con las manos enfundadas en unos guantes de color blanco.
—¡Igualito que el original! —añadió Missy Corner, mirando los arrugados dibujos que tenía en las manos, en su caso sin guantes y con el esmalte de uñas morado descascarillado.
—Tiene unas cuantas cubiertas menos que el Queen Mary. —Fue la aportación de Perry Gordon.
Cinco miembros de El Club del Crimen estaban en el muelle mirando con la boca abierta el barco que tenían delante, mientras a su alrededor pululaba un flujo constante de pasajeros, tripulantes, curiosos y periodistas; algunas personas se registraban en el improvisado mostrador; otras besaban a sus seres queridos para despedirse, aunque la envidia torcía alguna que otra sonrisa de los que se quedaban en tierra, y había quien se hacía fotos o contemplaban el paisaje antes de volver al barco para la etapa final de su viaje, que finalizaba en Auckland.
Les llegó el aullido de la sirena de una ambulancia que pasaba cerca, pero ninguno de ellos prestó atención. Había demasiada anticipación en el ambiente.
Alicia Finlay estaba muy emocionada. Y no se debía a la presencia de sus compañeros de viaje, a pesar de que era la fundadora de El Club del Crimen, sino a que estaba deseando pasar en alta mar cuatro días románticos (con sus noches, aún mejores) con el doctor Anders Bright, miembro del club también, y además su flamante novio que, por cierto, aún no había aparecido.
Alicia estiró el cuello. «Pero ¿dónde estará?».
Miró a la multitud, y solo vio a cientos de pasajeros vestidos con atuendo náutico; había una mayoría de mujeres y muchos tenían más de sesenta años. La hermana de Alicia, Lynette, que solo tenía veintisiete y acababa de recuperar su soltería, también se dio cuenta de ese detalle y frunció el ceño bajo su espeso flequillo rubio.
—Menos mal que no hay casino ni club nocturno en el barco —comentó—. Mejor no darle demasiado trabajo a todos esos marcapasos.
—¡Ay, no seas mala! —la regañó Missy, con los ojos brillantes tras sus gafas de estampado de cebra—. ¡Esto va a ser divertidísimo! Vamos a registrarnos.
La joven bibliotecaria se abrió paso para dirigirse al mostrador con su billete en alto, como si fuera la llave que le daba acceso a un reino mágico.
Magia era justo lo que el doctor le había prometido a Alicia.
Fue el propio Anders quien propuso lo del crucero durante una de sus reuniones quincenales del club de lectura, mientras se tomaba un vaso de Pimm’s con limonada. Acababan de terminar de diseccionar Muerte en las nubes y la conclusión unánime había sido que se quedaba corto en comparación con otros emblemáticos misterios de ambientación viajera de Agatha Christie, como Muerte en el Nilo y Asesinato en el Orient Express.
—Yo mataría por viajar en un tren de lujo como el del libro —comentó con un suspiro Claire, cuya vestimenta aquel día no habría desentonado en un viaje como el que había mencionado: su vestido midi con mangas de mariposa con vuelo y el sombrerito ladeado eran claramente un homenaje a la moda de los años treinta.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó Perry.
—¿Qué? ¿Matar a alguien? ¿O viajar en el Orient Express? —Los dos sonrieron burlones—. Ya me gustaría, señor Gordon. Pero tendría que vender una montaña de vestidos vintage en mi boutique para costearme el billete. No, me temo que el viaje de Central Station a Town Hall es lo más glamuroso que me puedo permitir este año.
—Sí, también está fuera de mi alcance —reconoció Alicia, que trabajaba en una revista tradicional, una publicación que estaba perdiendo terreno rápidamente ante el avance de los medios de comunicación digitales.
Justo en aquel momento Anders metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un folleto reluciente.
—No estaba seguro de si mencionaros esto o no, pero ya que habéis sacado el tema me parece que es justo lo que necesitáis. —Puso el folleto sobre la mesita de café y todos se quedaron mirándolo—. No es el Orient Express, me temo, y navega en vez de ir sobre raíles, pero tiene un precio más razonable y atracará en Sídney dentro de poco.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Lynette mientras Claire cogía el folleto y se ponía a hojearlo.
Anunciaba un crucero de lujo en una «réplica exacta de un barco de vapor» y prometía a sus pasajeros «un viaje en el tiempo hasta la idílica época de principios del siglo XX, cuando el SS Orient original hacía el trayecto entre Londres y Sídney por la ruta del Cabo».
Anders miró a Alicia con una sonrisa de disculpa.
—Te lo iba a contar... Me llamaron anoche. Me han pedido que sustituya al médico del barco, solo durante doce días hasta que... regrese. Ha sido todo muy repentino, una decisión en el último minuto. Mañana tengo que ir en avión a Fremantle para unirme a la tripulación del barco, que viene de camino a Sídney. —Miró a los demás—. Atracará aquí dentro de ocho días. Podríais sumaros al viaje ese día, solo para el trayecto de cuatro días hasta Nueva Zelanda, cruzando el mar de Tasmania. Después volveríamos todos juntos en avión.
—¿Y qué vamos a hacer con Max? —preguntó Lynette, y acarició la suave cabeza de su adorado labrador negro, que cerró los ojos de placer.
—Seguro que encontráis a alguien que cuide del chucho —aseguró Anders y, en respuesta a ese comentario, las hermanas le tiraron un cojín a la cabeza.
Perry, que había estado leyendo por encima del hombro de Claire, silbó al ver el coste de los billetes.
—¿No habías dicho que el precio era «más razonable»? Pues lo será para el sueldo de un médico, porque eso es casi lo que yo gano en un año en el museo.
Perry era paleontólogo y su trabajo no estaba precisamente bien pagado.
—No, no hagáis caso de esas tarifas —dijo Anders, y se colocó tras la espalda el cojín que le habían tirado—. Me han dicho que hay unas ofertas estupendas para el trayecto de Sídney a Auckland. Por lo visto, se bajan aquí unos cuantos pasajeros y las plazas libres las sacan a la venta muy baratas. Es una de esas oportunidades que solo surgen una vez en la vida. El barco viene desde Londres, una travesía maratoniana de cincuenta días, ¿os lo imagináis? Sigue el itinerario original del SS Orient, con el único añadido de esa última parada en Nueva Zelanda. Auckland es el puerto de destino y después emprende su viaje de vuelta a Londres.
—¿Londres? —Alicia tragó saliva con dificultad.
—Obviamente no os estoy proponiendo que vayáis hasta Londres. Yo tampoco espero tener que hacerlo. Se supone que me sustituirán cuando lleguemos a Nueva Zelanda. Al menos eso creo. —Algo cruzó por sus ojos durante un segundo, pero parpadeó para ocultarlo—. Pero si os apetece hacer solo esa última parte del viaje, que dura cuatro días nada más, me parece que podría ser divertido.
«Y romántico», pensó Alicia, y la maquinaria de su cerebro se puso en funcionamiento al instante, mientras Lynette la miraba con suspicacia. Normalmente ella no calificaría de «divertido» nada que tuviera que ver con el doctor, pero resultaba evidente que su hermana estaba embelesada con él.
—No sé. Yo no soy muy aficionada a los cruceros —dejó caer Lynette.
Hubo un murmullo de consenso en el grupo y se oyeron las palabras «centro comercial flotante» y «fábrica de gérmenes». En otras circunstancias, Anders estaría de acuerdo. Los cruceros no le entusiasmaban, ni mucho menos, pero la llamada desesperada de un antiguo colega suplicándole que «le echara una mano» no solo venía acompañada de una remuneración muy atractiva, sino también de la promesa de un reto enorme, uno que en el fondo estaba deseando afrontar. Últimamente se sentía cada vez más inquieto y sospechaba que no tenía tanto que ver con el trabajo en la consulta, sino más bien con la ruptura de su matrimonio con Vanessa, su novia de toda la vida. Miró a Alicia. No le había contado toda la verdad sobre el trabajo y no tenía claro si lo haría más adelante.
«¿Cuánto necesita saber en realidad?».
A Missy no le hacía falta estudiar el folleto para tener claro que quería apuntarse. El nombre del barco le había bastado para decidirse.
—¡Se llama SS Orient, chicos! ¡Es una señal de la mismísima Agatha Christie!
Perry puso los ojos en blanco y cruzó las piernas, pero Anders sonrió.
—Sabía que a ti te iba a apetecer, Missy. —Miró otra vez a Alicia—. ¿Y tú? Creo que podría ser mágico.
Alicia intentó mostrar el mismo entusiasmo que Missy, pero se sentía un poco molesta. ¿Por qué Anders no se lo había pedido a ella simplemente? ¿Para qué incluir al resto del club de lectura? No es que no se lo pasara bien con ellos (adoraba a ese ecléctico grupo de aficionados al misterio), pero no era con sus amigos con quien quería beber piñas coladas en el Salón Lido mientras contemplaba el atardecer.
—¡Venga, animaos! —exclamó Claire, en una rara muestra de espontaneidad que acabó contagiando a todos.
La dueña de la tienda vintage había estado estudiando el folleto atentamente y se había enamorado del opulento diseño interior del barco, típico del Renacimiento inglés, con su madera tallada de una forma muy elaborada y sus detalles de bronce reluciente. De hecho, ya estaba pensando qué se pondría durante el crucero antes de que los demás se decidieran y celebraran el plan con exclamaciones de emoción y un brindis con sus vasos altos.
2
El camarero de camarote indonesio dejó el equipaje de Alicia en el portaequipajes, inclinó la cabeza muy servicial y se marchó, sin darse cuenta del alivio que le produjo a Alicia su salida, porque no estaba segura de si tenía que darle propina al personal cada vez que hiciera algo, cualquier cosa, aunque solo fuera mirarla. Por eso la rápida marcha de ese hombre, a pesar de que no llevaba ningún billete en la mano, la tranquilizó.
Sonrió. No había nada que detestara más que dar propinas (bueno, tal vez el hambre en el mundo, pero no era comparable). Se le daban mal las matemáticas y todo el proceso la hacía sentir muy incómoda. Aun así sabía que tendría que dar propina alguna vez y tomó nota mental de dejarle a ese hombre una generosa compensación al final.
El camarero de camarote, Valeno, se había presentado y le había asegurado que estaría a su disposición durante el resto del viaje. Esa idea le agradaba mucho. Le parecía una gran comodidad y una señal de lujo. También era impresionante el camarote, como comprobó al examinarlo detenidamente. Dio un gritito de felicidad. Pese a ser diminuto, era puro esplendor y un ejemplo de lo mejor del renacimiento vintage. Parecía como si de repente hubiera viajado a 1901.
Seguro que Claire estaba extasiada.
Las dos camas individuales tenían un armazón de color cobre brillante y colchas de terciopelo fucsia. Había unos apliques con pantallas victorianas encima y, en medio, una mesita de noche con cajones y la superficie de mármol. Enfrente esperaba una butaca de caoba pequeña sobre una mullida alfombra persa y en las ventanas colgaban unas cortinas fucsia, a juego con las colchas, que estaban abiertas y sujetas con un cordón rematado con borlas doradas. Las paredes del camarote tenían un bonito revestimiento de madera de nogal hasta la mitad, y el resto forrado con una tela estampada con unos sauces junto a un lago resplandeciente. Incluso el diminuto baño incorporado conseguía que el pasajero volviera atrás en el tiempo, con sus azulejos cuadrados blancos y negros y el espejo con marco dorado.
Alicia miró el reloj y soltó una exclamación, esta vez no de éxtasis sino casi de pánico. Tenía exactamente diez minutos para deshacer la maleta y acudir a lo que llamaban «Gran Salón» para asistir a la charla sobre seguridad obligatoria. No quería perdérsela. Como era habitual en ella, se había imaginado todas las situaciones de emergencia posibles, desde que un enorme tsunami engullera el barco hasta que apareciera en medio del mar un grupo de terroristas y los abordaran, así que quería estar preparada, por si acaso.
Ya había memorizado la información de panel de seguridad que había detrás de la puerta del camarote y había inspeccionado la pequeña ventana, por si tenía que salir por ella huyendo de un incendio o de algún patán ebrio (porque ¿no eran los borrachos la principal amenaza en los cruceros de hoy día?).
Se estremeció solo de pensarlo, pero intentó no dejarse llevar por su imaginación y miró la otra cama individual. «Pero ¿dónde se habrá metido Lynette?». A pesar de las protestas de su hermana menor, se suponía que iban a compartir camarote y, aunque sus maletas estaban allí, sanas y salvas, ella seguía sin hacer acto de presencia, algo inexplicable.
Alicia supuso que seguiría acodada en el bar de la piscina de la cubierta principal, donde se habían reunido todos poco después de zarpar para brindar por el viaje. Les habían dado benjamines de champán francés con una pajita a rayas y todo el grupo se pasó una hora estupenda contemplando las maravillas del puerto de Sídney, coronado por el magnífico Harbour Bridge, bajo el que pasó el barco para después alejarse poco a poco hasta cruzar entre los Sydney Heads.
Aunque Alicia no pudo concentrarse en nada de eso.
—Oh, no tendrás intención ser un muermo total durante todo el crucero, ¿verdad? —refunfuñó Lynette cuando dejaron atrás los Sydney Heads.
—¿Qué? —respondió ella, pestañeando exageradamente.
Lynette levantó su benjamín de Moët.
—Tienes ante ti una de las vistas más impresionantes del mundo, que hay gente que paga un buen dinero por ver, y tú solo te centras en lo que te falta, que no es otra cosa que el doctor Anders Bright.
Ella hizo un mohín.
—Es que me pregunto dónde estará.
—Seguramente trabajando, donde debe estar. Recetando pastillas para el mareo o para el corazón, dada la edad de las personas que viajan en el barco.
—Para ser una mujer que solo sale con hombres mayores, no eres muy tolerante con la vejez, ¿sabes?
Lynette se encogió de hombros y le dio la espalda para seguir disfrutando de la vista entre trago y trago de su bebida favorita.
Alicia dejó de pensar en Lynette y se puso a deshacer la maleta. Tenía que darse prisa si quería llegar a la charla de seguridad.
Poco después, con su ropa y sus cosas ocupando el mínimo imprescindible en el armario y el camerino del baño, Alicia sacó su gastado ejemplar de Asesinato en el Orient Express del bolso, lo abrazó con fuerza un segundo y después lo puso sobre la almohada para que Lynette supiera qué cama había elegido ella, y también como recordatorio personal de que le esperaba algo especial por la noche con su lectura. Habían analizado el libro en el club hacía unos meses, pero ese título le había parecido la mejor compañía para un viaje en un barco que se llamaba SS Orient.
Se miró en el espejo del baño, se peinó con una mano la melena corta rubia, se puso un poco de pintalabios, cogió la llave del camarote y salió.
—¡Oye, vas en dirección contraria!
Alicia se volvió y encontró a un hombre alto, con una buena mata de pelo castaño, plantado en medio del pasillo claustrofóbicamente estrecho y señalando con la mano en dirección opuesta. Vestía un impecable uniforme blanco de oficial y le pareció guapísimo.
De hecho, tardó un momento en reconocerlo.
—¿Anders? —gritó, y salió corriendo para lanzarse a sus brazos—. Ya me estaba preguntando cuándo ibas a aparecer.
Él se puso muy tenso, la apartó y se ruborizó cuando se hizo a un lado para dejar pasar, con dificultad, a una pareja mayor. Los dos estaban tan bronceados que recordaban a unas naranjas arrugadas.
—Perdona —dijo Alicia mirando a la pareja, pero ellos no parecían haberse dado cuenta de nada.
La mujer iba refunfuñando, murmurando algo en otro idioma, enfadada, mientras el hombre seguía su camino con la cabeza gacha. Seguro que ella le estaba recordando todos los pecados que había cometido en el pasado.
Alicia volvió a mirar al médico.
—Supongo, por este atuendo tan elegante, que estás de servicio.
Él asintió.
—Es un trabajo a tiempo completo. Y tengo que comportarme de forma ejemplar. Nada de muestras de cariño en público y esas cosas. Lo entiendes, ¿verdad?
Ella sintió una profunda decepción.
—Claro.
—Tenía intención de ir a recibirte al muelle, pero he tenido unos cuantos... enfermos que atender.
—No te preocupes, estábamos en buenas manos.
—Genial. —Señaló el camarote con la cabeza—. ¿Todo en orden?
—Sí, es impresionante.
—Estupendo. Pues entonces ven conmigo. El punto de reunión está por aquí.
Alicia dudó.
—Tengo que ir a buscar a Lynette. Sigue en el bar de la piscina. Si no recuerdo mal, esa escalera de ahí detrás es un atajo.
—Ya es mayorcita, Alicia. Seguro que sabrá llegar por sus propios medios.
—¿Es que no conoces a mi hermana Lynette? Estará estudiando el menú y preguntándose cómo hornean la quiche de cangrejo, se le irá el santo al cielo y al final se perderá la charla. No tardaré. —Se acercó para darle un beso de despedida, pero enseguida se dio cuenta de que no debía y solo le dedicó una sonrisa. Después le dio la espalda y siguió por el pasillo.
Él se quedó mirándola con el ceño fruncido.
Como habían reservado el crucero a última hora, los miembros del club no esperaban conseguir camarotes contiguos ni cercanos, pero Alicia se sorprendió agradablemente al comprobar que el de Perry estaba solo a dos puertas del suyo y el de Claire y Missy junto al de Perry. No sabía dónde estaba el de Anders y se preguntó cómo no se le había ocurrido preguntárselo. A Lynette, sin embargo, le producía más curiosidad saber por qué Anders no le había pedido a Alicia que se instalara con él, a lo que su hermana respondió, un poco enfurruñada:
—Probablemente dormirá en una hamaca con otros tres miembros de la tripulación, en lo más profundo del barco. No te olvides de que está trabajando, Lynette.
Después de haberlo visto con el uniforme había sido consciente de lo ocupado que iba a estar y comprendió que navegaban en una réplica de un crucero antiguo, no en «el barco del amor» de Vacaciones en el mar.
Solo de pensarlo, no pudo evitar ponerse a tararear la sintonía de la popular serie de televisión de los ochenta de camino a la escalerilla. Cuando llegó, agachó la cabeza y empezó a subirla corriendo. Ya había llegado al estribillo cuando chocó con un hombre que bajaba a toda velocidad.
—Oh, mierda, perdón —se disculpó él, y agarró a Alicia de la mano porque ambos estuvieron a punto de caerse rodando por la escalera.
Ese movimiento brusco provocó que a él se le escapara del bolsillo un diminuto vial de líquido naranja y se lanzó a por él como si contuviera oro. Volvió a guardarlo en su chaqueta de cuero y después ayudó a Alicia a recuperar el equilibrio apoyándose en el pasamanos.
—¿Está bien? —preguntó.
Ella asintió.
—Perdón, ha sido culpa mía. Tenía la mente muy lejos de aquí.
—Pronto estaremos de camino a ese lugar lejano. Pero primero tenemos que asistir a otra maldita charla de seguridad. ¿No le parece una absoluta tortura?
Alicia soltó una carcajada y él sonrió a su vez. Llevaba vaqueros, una camiseta de Neil Young bajo la chaqueta, y el pelo, de color arena, alborotado y demasiado largo. Su atuendo y las arruguitas que se le veían en la comisura de los ojos al reírse dejaban claro que no era ni un yogurín ni un viejo verde. «Lynette va a estar encantada», pensó Alicia.
Uno que no llevaba marcapasos.
Él también la había estado estudiando y, cuando su sonrisa se hizo más amplia, las arrugas también se volvieron más profundas.
—La veré en la cámara de tortura, supongo —bromeó, y continuó su camino bajando las escaleras restantes de dos en dos.
Se fijó en que no se detenía en la cubierta de la que ella venía sino que seguía bajando hacia la inferior, y se preguntó adónde iría. Si no se equivocaba, no había camarotes más abajo.
No quiso darle más vueltas y terminó de subir por la escalera, en dirección a la cubierta principal, pero enseguida descubrió que estaba desierta. Empezó a soltar maldiciones en voz alta, dedicadas a Lynette. Seguramente ya le habrían indicado que fuera al punto de reunión. Miró a su alrededor. ¿Cómo demonios se llegaba desde allí?
Entonces, como por arte de magia, apareció un tripulante con uniforme blanco agitando una mano para llamar su atención y señalándole una escalerilla estrecha en el otro extremo de la cubierta.
—Por aquí, señora, por favor —dijo.
Alicia le respondió con una sonrisa de agradecimiento y siguió la dirección que le señalaba para llegar al Gran Salón, en la cubierta más alta, donde estaba la zona de ocio y entretenimiento, con un bar que ofrecía música en vivo en medio de un cómodo salón, al que le habían puesto el original nombre de «Cubierta Superior».
Allí encontró reunido al resto del club de lectura. Lynette tenía en la mano una copa de champán. Anders también estaba y le dedicó una sonrisa cómplice cuando la vio acercarse.
—Te estaba buscando —le dijo Alicia a su hermana.
—Yo estoy donde tengo que estar. ¿Dónde estabas tú?
Alicia decidió ignorar su comentario. En aquel momento entró un hombre corpulento con barba canosa cuyo uniforme blanco lucía unas llamativas charreteras con cuatro rayas, acompañado de otro más bajo y vestido de forma similar.
—El de la barba es el capitán, Antonio Van Tussi, y el otro es su mano derecha, el primer oficial Pane —les explicó Anders antes de que se hiciera el silencio entre la multitud.
Alicia miró a su alrededor. Había unos doscientos ochenta pasajeros allí reunidos y más o menos el mismo número de tripulantes, o eso parecía, suponiendo que todos los miembros de la tripulación que estaban en la sala llevaran uniforme.
—Quiero darles la bienvenida a bordo a nuestros pasajeros recién llegados y les agradezco que se hayan reunido aquí con puntualidad para que podamos realizar la demostración de seguridad. —El primer oficial Pane indicó mediante gestos a unos cuantos rezagados que se sentaran al fondo—. El trayecto hasta Nueva Zelanda puede ser bastante variable, así que es un buen momento para recordar lo básico.
Todos estaban en silencio, salvo un grupito que había en un rincón, en una esquina de la barra, que no paraban de reírse a carcajadas e ignoraban por completo al primer oficial. A Pane se le notaba incómodo e irritado. Alicia reconoció en el grupo a la pareja enfadada y demasiado bronceada que había visto cuando estaba con Anders en el pasillo. Evidentemente ya se habían olvidado del motivo de por el que discutían, porque en aquel momento se estaban riendo, junto con tres mujeres rechonchas y bajitas casi idénticas entre sí. Tenían que ser parientes, concluyó para sus adentros.
—¡Por favor, señores! —pidió el primer oficial—. ¡Silencio! ¡Hagan el favor!
Pero ellos continuaron con sus risas, sin hacerle el más mínimo caso. Varios pasajeros, entre ellos Claire, los miraron con el ceño fruncido, pero al capitán pareció hacerle gracia y le pidió el micrófono a Pane.
Sacudió la cabeza con una sonrisa paciente y dijo:
—Vaya, vaya, Millicent Solarno. Qué sorpresa verte por aquí.
Su voz era profunda, fuerte y autoritaria, como la de Dart