Desaparición en Trégastel (Comisario Dupin 6)

Jean-Luc Bannalec

Fragmento

cap-1

Domingo

La Bruja, la Tortuga, la Paleta del Pintor, el Caos, la Calavera… No hacía falta ser bretón, gente dotada por naturaleza de una imaginación portentosa, para identificarlas. Igual que el Castillo del Diablo, las Fauces del Tiburón, la Botella, la Bota al Revés, la Bastilla o el Sombrero de Napoleón que habían visto ayer. O la Seta, el Pie, la Liebre…

Por lo menos ayer pasearon.

Hoy, en cambio, se habían quedado tumbados en la playa. El comisario Georges Dupin y su novia, la jefa del servicio de cardiología Claire Lannoy, contemplaban desde su toalla las magníficas formaciones graníticas de color rosa. Más tarde, al caer el sol, esas rocas empezarían a brillar y refulgir de un modo sobrenatural, como si no fueran de este mundo. Era un caos de formas curiosas; unos bloques de granito gigantescos, solos o en grupos desordenados, que en ocasiones se amontonaban hasta alcanzar una gran altura. Estaban por todas partes a su alrededor: dentro del mar, emergiendo del agua, en el pequeño islote que tenían delante y también en la playa y a sus espaldas, en la solitaria península de Renote a la que pertenecía la extensa línea de arena sobre la que se encontraban ahora.

Esos peñascos se podían admirar por todo el litoral comprendido entre Trébeurden y Paimpol. «Costa de granito rosa» era el poético nombre de aquella famosa zona del norte de la Bretaña. Con aquel tipo de granito se habían construido símbolos nacionales como el Ayuntamiento de París, el enorme monumento a Charles de Gaulle en Colombey-les-deux-Églises o la famosa Cruz de Lorena. También en Los Ángeles, Budapest y Sevilla había edificios construidos con esta piedra legendaria. Incluso los hombres del Neolítico habían levantado obras imponentes con esta curiosa roca ígnea, que en ningún otro lugar asomaba de forma tan destacada en la superficie de la tierra como allí, en la zona canadiense de Ontario, en Córcega, Egipto y China.

Parecía como si aquellas rocas extrañas hubieran caído literalmente del cielo. Como si unos insólitos meteoritos se hubieran precipitado de forma aleatoria. Maravillas de piedra rosa, testimonios y signos enigmáticos. Aunque macizos, a la vez resultaban livianos, casi ingrávidos, suspendidos. Daba la sensación de que la siguiente racha de viento podría llevárselos. Era un paisaje mágico. Cualquiera podía entender al instante por qué grandes escritores y pintores, entre ellos muchos amigos de Gauguin, se quedaban embelesados con ese rincón de la tierra.

Desde tiempo inmemorial, las localidades situadas a lo largo de la costa de granito rosa rivalizaban entre ellas por la extravagante cuestión de quién tenía la piedra más extraña y las formas y los tonos rosados más espectaculares.

De las doce playas de Trégastel, la de Toul Drez, en la que se encontraban en ese momento, era la que estaba más al norte. Era una playa salvaje en forma de hoz rodeada de promontorios y extrañas formaciones rocosas. Al oeste estaba la llamada Tête de Mort, un saliente en forma de calavera sobre el cual, a su vez, se podía admirar una de las formaciones más divertidas, el Tas de Crepes, el montón de crepes, cuya presencia compensaba un poco el espanto que provocaba la calavera.

Los dos islotes de delante, la Île du Grand Gouffre y la Île de Dé, la protegían del ímpetu del oleaje y, con la marea baja, creaban una laguna fascinante, una especie de gran piscina natural. En aquella zona incluso la arena era de color rosa. De tono claro y textura fina. Dentro del agua, la playa descendía poco a poco. El mar ahí no solo era transparente, sino totalmente translúcido. Al principio presentaba un delicado color verde turquesa y después adquiría una tonalidad azulada que el rosa del fondo intensificaba de un modo especial. Solo muy adentro el Atlántico adquiría un profundo color azul. Desde allí se divisaban las más grandes de las legendarias siete islas, las Sept-Îles, situadas a cinco millas náuticas de la costa.

Claire y Dupin habían llegado dos días antes por la tarde y se habían encontrado un ambiente de pleno verano. Durante el día la temperatura permanecía constante en torno a los treinta grados y lucía un magnífico cielo azul. Sin nubes ni neblina. El aire era nítido gracias a la ligera brisa atlántica. Los colores predominantes combinaban de forma exquisita: el azul intenso del cielo, el turquesa del mar y el rosa de la arena y las rocas.

Era de una belleza impresionante. Surrealista.

Esos días veraniegos, animados y sin preocupaciones, eran para muchos la douceur de vivre, la dulzura de la vida. Los bretones lo llamaban la vie en roz, la vida en rosa.

Para Georges Dupin aquello era una condena.

Ir de vacaciones.

A la playa.

No podía haber nada peor.

Claire soñaba con pasar el día tumbados en la playa. Sin compromisos, ni citas, ni trabajo. Había insistido en llegar a un acuerdo y jurarse mutuamente que durante esos cuatro días no se ocuparían, bajo ninguna circunstancia, de nada relacionado con la comisaría de Concarneau ni con el hospital de Quimper. Fuera lo que fuese.

—Solo descanso y tranquilidad —había dicho con un suspiro de felicidad.

Pero no eran «cuatro días». Para nada. Eran dos semanas. Quince días completos.

Eran las vacaciones más largas que Dupin se había tomado en toda su carrera. El asunto fue motivo de comentarios en Concarneau; incluso la edición local del Ouest-France había publicado una nota breve, absolutamente ridícula e innecesaria, titulada «Georges Dupin en Trégastel: el comisario se va de vacaciones».

Claire había elegido pasar esos días en una «zona de baños con solera» que estuviera «bien situada, que fuera romántica y que tuviera mucho encanto»; un lugar donde no necesitaran el coche y se pudiera ir a pie a todas partes. Un hotel pequeño y agradable. Y lo más importante, quería llevar un «auténtico ritmo de vacaciones», lo que en su opinión significaba dormir hasta tarde —a Dupin le gustaba madrugar—; desayunar a última hora y con tranquilidad en la terraza —los desayunos prolongados no eran precisamente del agrado del comisario—; ir a la playa con ropa ligera —Dupin no soportaba el pantalón corto— y comprar por el camino bocadillos y bebida —en este aspecto, él no tenía objeciones—. En cambio, sí las tenía para el último punto: acomodarse en una toalla ancha y blanda y, salvo los breves momentos dedicados a nadar, no abandonarla hasta bien entrada la tarde.

Un auténtico infierno.

Para Dupin no había nada más insoportable que la ociosidad. Y nada le exasperaba más que el descanso obligado. Necesitaba estar activo, ocupado. La actividad constante era su estado natural; lo demás, una tortura. Claire, por supuesto, lo conocía lo bastante como para ser perfectamente consciente de ello. Y se había tomado ese asunto en serio. Mucho. Cuando tuvo la desafortunada idea de esas vacaciones no solo había pensado en ella, sino «sobre todo había pensado en él».

Claire tenía la teoría, funesta en opinión de Dupin, de que esa «alarmante necesidad de acción» estaba provocada por un exceso de actividad, en particular «por el exceso insano de desasosiego interno y externo de los últimos años», es decir, como a ella le gustaba expresarlo, «por todos esos casos demenciales». Por eso estaba convencida de que había llegado

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