Más cerca aún

Natalie Daniels

Fragmento

Resulta extraño, porque todo el mundo dice que es muy guapa. Su belleza se ha convertido en un hecho indiscutible; se ha mencionado tantas veces, que cualquier posible duda ha quedado descartada. Sin embargo, he de decir que la primera vez que la vi en el parque, hace muchos años, no me llamó la atención; tardé algún tiempo en percatarme de su belleza. Era menuda, con el pelo rubio y muy fino y venas azuladas en las sienes. Tenía profundas ojeras —un rasgo que compartimos muchas madres— y, vista desde un ángulo determinado, su nariz pecosa parecía haber recibido un buen puñetazo. Poseía una forma peculiar de mirarte con el rabillo de sus grandes ojos de color castaño oscuro y parpadeaba demasiado. En conjunto, me pareció una persona ansiosa. No, nunca se me habría ocurrido llamarla guapa. Entonces no.

Había llegado tarde a recoger a Annie de la guardería y me había encontrado a mi hija sentada sola en el banco situado bajo el colgador para abrigos vacío. Llevaba en la mano el palito de madera de una piruleta con un arrugado trozo de tela roja pegado de cualquier manera en un extremo.

—Cariño, siento llegar tarde —dije, sentándome junto a ella y recuperando el aliento—. ¿Qué has hecho? —pregunté, mirando el palito que tenía en la mano.

A Karl se le daban mejor que a mí esta clase de cosas: se maravillaba ante cada trabajo de mierda que traían los niños del colegio como si nuestros hijos fueran pequeños Leonardos. Si por él fuera, la casa parecería una de esas viviendas de coleccionistas compulsivos que salen en la tele, llenas de desperdicios hechos de arcilla y manchurrones de pintura sobre papeles arrugados.

—Es una amapola.

Cómo no. Se acercaba el día del Recuerdo, y la guardería de Annie no perdía ninguna ocasión de dar rienda suelta a su creatividad.

—¡Es preciosa! ¿Sabes por qué la has hecho? ¿Para quién es?

Puede que llegue tarde y que se me olviden los conciertos de villancicos y las barbacoas, pero me gusta educar a mi hija siempre que tengo ocasión.

Me miró y me dio el palito de piruleta.

—¿Para ti?

—No. Dime, ¿por qué lo has hecho? ¿Para quién es?

—Es para recordar —dijo.

—Eso es —aprobé. Mi hija era un genio—. ¿Para recordar a quién?

Annie no tenía ni idea. Sacudió la cabeza y sus angelicales rizos se agitaron. Una vez más, me maravilló que un ser tan bonito hubiera salido de mí.

—¡Es para todos los soldados que murieron en la guerra! —dije en un tono incoherentemente alegre.

Me miró con los ojos abiertos como platos y los labios separados en una expresión de sorpresa mientras chirriaban los miniengranajes de su cerebro. Frunció el ceño y se volvió despacio para examinar la pared que estaba detrás de ella. Alargó sus deditos para tocar con cautela las protuberancias de escayola aplicada toscamente debajo de las perchas.

—¿En esta pared? —preguntó.

Algunas veces, mi hija era tan adorable que habría sido capaz de comérmela.

—¡Vamos a comprar unas chuches y después iremos al parque! —exclamé.

Así que Annie salió corriendo como un kamikaze, con los carrillos llenos de Smarties. Cuando logré alcanzarla estaba en la parte superior del tobogán, haciendo pucheros y contemplando con expresión desdichada el colorido rosario de pastillas de chocolate que descendía rebotando por la escalera hasta caer en las losetas de goma. Allí, otra niña las recogía y se las metía en la boca a toda velocidad.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaba Annie, enfurecida, a la pequeña y perversa oportunista que estaba en el suelo.

La madre no era consciente de lo que ocurría; estaba ocupada en un banco con una niña más mayor. Aun así, vino en cuanto me puse a recoger los Smarties y se puso a regañar a su hija, una niña de mejillas regordetas.

—Eso no se hace, Polly. Los caramelos no son tuyos.

Voy a decir algo extraño: algún detalle de su voz hizo que me pusiera alerta. No fue su tono, bajo y sereno, ni las palabras que dijo, nada fuera de lo común. La mía fue una sensación menos tangible: aquella voz poseía cualidades reconfortantes y, sin embargo, perturbadoras. Las campanadas de las iglesias me producen el mismo efecto. Lo que digo no tiene ningún sentido, ¿verdad?

Durante muchos años, recordaría ese día como un buen ejemplo que demuestra que no debemos confiar en nuestras primeras impresiones, por más que intenten engañarnos. Porque lo cierto fue que, al principio de todo, sentí una intensa e inexplicable aversión hacia ella, parecida a un tirón desde bastidores, como si recibiera una señal de advertencia del gran maestro titiritero.

Conversamos cortésmente durante un rato y después nos vimos obligadas a sentarnos juntas en el banco mientras las tres niñas descubrían una afinidad inmediata y se iban a buscar caracoles, abandonando sus agravios con esa envidiable naturalidad infantil.

—¿Vivís cerca? —pregunté.

—Justo al otro lado de la piscina —dijo ella, indicando vagamente la dirección con un gesto de la cabeza—. Acabamos de mudarnos.

—¡Oh! ¿En qué calle?

—Buxton Road.

—¿En serio? ¿En qué zona?

Y así supimos que éramos vecinas. Ella vivía a la vuelta de la esquina, a solo cuatro puertas de distancia de nosotros. De hecho, veía su casa desde las ventanas traseras de la mía. Entonces cambió nuestra conversación, al hacerse evidente que nuestras vidas se afectarían mutuamente: niñas gritando, peleas en el jardín, tal vez sexo ruidoso de uvas a peras en una calurosa noche de verano... ¿Por qué se sienten empujadas dos mujeres a forjar una amistad? Seguramente, dos hombres no habrían entablado ninguna conversación.

A aquellas alturas, yo había abierto la fiambrera de Annie y picoteaba unas fresas blandas mientras nuestra charla pasaba con fluidez de tratar sobre nuestro entorno y nuestra prole a centrarse en nosotras.

—¿A qué te dedicas? —me preguntó.

—Soy escritora —dije.

Y, sin una pausa ni una pregunta adicional, dijo:

—¡Yo también soy escritora!

Algo en su forma de decirlo, en la rapidez de su respuesta, tenía un matiz competitivo. Volví a notar ese tirón.

—¿Qué escribes? —pregunté, ofreciéndole una fresa húmeda que rehusó.

—Poesía.

La miré con otros ojos. Interesante. Nadie reconoce escribir poesía.

—Cuando me llega la inspiración —añadió.

A riesgo de sonar pedante, os diré que eso no es ser escritora, sino flirtear con la escritura. Una escritora no puede permitirse el lujo de esperar a que le llegue la inspiración y escribe en cualquier caso. Una escritora se arriesga, vive en la penuria, renuncia a todo para convertirse en esclava de su arte. No dejé que se notaran mis sentimientos, pero supongo que, a mi modo, fui directa a la yugular:

—¿Te ganas la vida escribiendo?

—No,

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