Antes de que mueras

Samantha Hayes

Fragmento

1

La inspectora de policía Lorraine Fisher redujo la marcha al salir de la carretera general. Aunque Birmingham solo estaba a una hora del pueblo, el viaje seguía pareciéndole lo bastante largo para hacerlo únicamente dos o tres veces al año.

En su vida no había lugar para remordimientos ni lamentaciones, de manera que, por lo general, solo iba al campo a ver a su hermana menor en Navidad, cuando había un cumpleaños o, como ahora, para hacer la visita de rigor durante las vacaciones de verano. De repente, pasar una semana entera lejos del trabajo le pareció muchísimo tiempo. ¿O era pasar una semana entera con su hermana lo que la intimidaba?

Quería a Jo. Siempre la había protegido, había velado por ella y le había ayudado a levantarse cuando caía, pero eso solía tener un precio. ¿Cuál sería esa vez?

Echó un vistazo al regazo de su hija.
—¿No te mareas?

Stella se había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos sin despegar los ojos del móvil, mandando mensajes de texto, escribiendo en Facebook, jugando.

Lorraine esperaba poder ponerse al día con su hija, enterarse de cómo le habían ido los exámenes finales, saber cómo llevaba el trabajo de geografía, pero, en cambio, había acabado llenando el atronador vacío de la M40 con un programa de Radio 4 que ya estaba a punto de terminar. A Stella no le había hecho ninguna gracia madrugar y, para conseguir que subiera al coche, aún con el pantalón de pijama y una vieja camiseta, había tenido que prepararle a toda prisa un desayuno a base de sándwiches de beicon y patatas fritas de bolsa.

—A papá le daría un síncope si viera todo esto —había dicho Stella, riéndose, cuando los habían envuelto en papel de aluminio y habían metido varias porquerías más en una bolsa de plástico.

—Pues entonces no se lo diremos, ¿verdad? —había sugerido Lorraine, más satisfecha de lo que debería.

—Papá ya obligará a Grace a comerse su yogur ecológico con kilos de bayas después —había añadido Stella, que también estaba disfrutando con el subterfugio.

Lorraine se había despedido de su hija mayor la noche antes porque sabía que no se levantaría antes de que ellas se marcharan. Grace había quedado con una amiga más tarde para ir juntas a un campamento deportivo. Llevaba muchísimo tiempo con ganas de ir.

La semana que pasarían juntas, le había dicho Jo por teléfono hacía unos días, sería como en los viejos tiempos. Lorraine no había hecho ningún comentario, pero eso era justo lo que le preocupaba. «En los viejos tiempos», significaba que Jo acabara metida en algún lío emocional, tomando decisiones ridículas y equivocadas, y que Lorraine la sacara del atolladero.

Siempre había dicho que su hermana era de espíritu inquieto. Según parecía, Jo jamás estaba satisfecha con lo que tenía.

—¿Por qué conduces tan bruscamente? —preguntó Stella. Lorraine puso los ojos en blanco y sonrió.
—No es mi forma de conducir, sino estas carreteras rurales. Ya no estamos en la ciudad, sabes. Si despegaras los ojos del móvil, verías... vacas y esas cosas.

Movió la mano hacia el parabrisas. Hasta donde les alcanzaba la vista, la carretera serpenteaba entre prados interminables salpicados de zonas arboladas más oscuras y campos cultivados dispersos por el terreno ondulado. Todo estaba lustroso y exuberante, como si lo hubieran pintado con una paleta de colores completamente distinta a la de su urbanización de Moseley.

Si era sincera, Lorraine tenía envidia de que su hermana aún viviera en el campo. Era donde ambas se habían criado. Para ella, irse a vivir a Birmingham a los dieciocho años había sido una forma de huir (hacía ya veinticinco años) y reconocía que llevaba la ciudad en la sangre, que era parte de su vida, un lugar fuera del cual no podía imaginarse.

Pero aquellos pueblos de Warwickshire, sobre todo Radcote, donde había nacido, siempre estarían en su corazón. La piedra rojiza de las casas, sus tejados de paja, el perejil de monte que crecía al borde de los caminos, la minúscula estafeta de correos con su viejo suelo de madera y sus estantes alabeados repletos de grandes tarros de caramelos, las iglesias cuyas torres y chapiteles señalaban el itinerario de incontables excursiones en bicicleta, todo aquello lo llevaba tatuado en el corazón.

Cuando la carretera se estrechó y empezó a serpentear en tre granjas y rebaños de vacas, campos de cultivo y pajares, Lorraine bajó la ventanilla y respiró hondo para paladear el aire. Olía bien y sabía un poco dulzón. Justo como lo recordaba. Ya notaba la sensación de estar de nuevo en casa impregnándole la piel.

Sonrió. Aquella semana iba a ser justo lo que necesitaba. Un descanso cojonudo.

Puso el intermitente y giró a la derecha por una carretera incluso más estrecha. Los setos que la bordeaban las envolvieron de diversas tonalidades verdes a su paso, entremezcladas con manchas más vivas de flores amarillas y blancas. De vez en cuando, pasaban por delante de una puerta de acceso con barro seco en la entrada, por la que habían entrado y salido tractores.

—¿Qué pasa si nos cruzamos con otro coche? —preguntó Stella después de meter el móvil en el bolso. Se estaba abrazando la barriga, como si fuera a vomitar de un momento a otro.

—Uno de los dos tiene que dar marcha atrás hasta que encuentre un sitio más ancho —declaró Lorraine.

—Pero ¿y si ninguno quiere?
—Entonces, nos quedamos ahí todo el día, supongo —respondió Lorraine, ya habituada a las continuas preguntas de su hija. Alguna que otra vez, su imprevisible forma de razonar tenía destellos de lo que parecía genialidad o una lucidez poco habitual, lo cual disuadía a Lorraine de hacerla callar cuando otras madres podrían haber perdido la paciencia. En lo que a ella respectaba, Stella podía seguir parloteando. Era un ruido de fondo agradable, un grato contraste con su trabajo—. Pero la gente del campo suele ser amable.

—¿Y si llevan una pistola?
—Pues entonces lo tenemos crudo —dijo Lorraine, y volvió a acelerar cuando la carretera se volvió más recta y practicable—. ¿Sabes cómo llaman a esta carretera? —preguntó, y señaló al frente. Solía asustarla cuando era pequeña, producirle una sensación escalofriante pero levemente irresistible. Siempre había pedaleado más fuerte cuando iba al pueblo siguiente para visitar a una amiga.

—¿Carretera?
—La Milla del Diablo —respondió Lorraine, en un tono un poco rezongón. Antes de que Stella tuviera tiempo de preguntar, añadió—: No sé por qué.

—Probablemente, porque el diablo vive aquí o algo por el estilo —arguyó Stella con naturalidad. Era obvio que se le había pasado el mareo de golpe, porque volvió a sacar el móvil del bolso en respuesta al pitido de un mensaje de voz entrante—. Animaría un poco este sitio si lo hiciera. Parece aburridísimo.

—Hay otra carretera recta bastante cerca de aquí que se llama Vía del Foso —continuó Lorraine.

Iba a hablarle de la calzada romana, pero redujo la velocidad cuando vio en torno a una docena de ramos marchitos dejados al pie de un árbol a la izquierda de la carretera. Había un par de notas y tarjetas clavadas al tronco, combadas y mojadas tras las recientes lluvias. Lorraine no soportaba ver aquellos templos provisionales a seres queridos que ya no estaban. Por lo general, aquellos casos eran accidentes trágicos más que siniestros asesinatos, pero, de forma esporádica, había tenido que ocuparse de la limpieza, la penosa labor de valorar qué había sucedido cuando los agentes

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