La tormenta de nieve (Cuarteto de Öland 2)

Johan Theorin

Fragmento

1

Una voz clara gritó a través de las habitaciones en penumbra.

–¿Ma-má?
Él se sobresaltó a causa del grito. El sueño era como una cueva repleta de extraños ecos, cálida y oscura, y despertarse de pronto le resultó doloroso. Durante unos segundos, su conciencia no pudo atribuirse un nombre, un lugar; apenas algunos recuerdos y pensamientos confusos. ¿Ethel? No, Ethel no, sino… Katrine, Katrine. Y un par de ojos que parpadeaban desconcertados, buscando una luz en medio de toda aquella oscuridad.

Unos segundos más tarde, su propio nombre le vino de repente a la memoria: se llamaba Joakim Westin. Estaba tumbado en una cama de matrimonio, en Åludden, al norte de Öland.

Joakim estaba en casa. Vivía allí desde hacía veinticuatro horas. Katrine, su mujer, y sus dos hijos se habían instalado en el lugar hacía dos meses. Él acababa de llegar.
01.23. Los números rojos del radio-despertador eran la única luz en la habitación sin ventanas.

Ya no se oía el sonido que lo había despertado, pero sabía que era real. Había oído quejidos y lamentos apagados de alguien que dormía intranquilo en otra parte de la casa.

Un cuerpo inmóvil yacía junto a él en la cama de matrimonio. Era Katrine; dormía profundamente y se había acurrucado al borde del lecho, llevándose el edredón consigo. Le daba la espalda, pero podía ver los suaves contornos de su cuerpo y sentir su calor. Durante dos meses, ella había dormido allí sola, mientras Joakim seguía viviendo y trabajando en Estocolmo e iba de visita cada dos fines de semana. A ninguno de los dos le había gustado esa solución.

Alargó la mano hacia la espalda de Katrine, pero entonces volvió a oír una llamada.

–¿Ma-má?

Ahora reconoció la voz de Livia. Eso le hizo apartar el edredón y abandonar la cama.

La chimenea que se encontraba en un rincón del dormitorio aún despedía calor, pero al ponerse en pie notó helado el suelo de madera. Tenían que reparar y aislar aquel suelo al igual que habían hecho con el de la cocina y el de los cuartos de los niños, pero ese sería un proyecto de Año Nuevo. Podían comprar más alfombras para pasar el invierno. Y madera. Necesitaban encontrar leña barata para las chimeneas, pues el terreno carecía de bosque.

Katrine y él tendrían que comprar unas cuantas cosas para la casa antes de que llegara el frío de verdad; por la mañana harían una lista.

Joakim contuvo la respiración y escuchó. No se oía nada.

El albornoz colgaba del respaldo de una silla. Se lo puso en silencio encima del pijama, dio una larga zancada entre dos cajas de cartón de la mudanza y salió de la habitación.

Se equivocó en la oscuridad. En la casa de Estocolmo, siempre torcía a la derecha cuando se dirigía a las habitaciones de los niños, pero allí estas se encontraban a la izquierda.

El dormitorio de Joakim y Katrine era pequeño, uno más de la enorme red de cuartos de la casa. Nada más salir había un pasillo, con más cajas de cartón apiladas contra la pared, que acababa en un amplio recibidor con una hilera de ventanas. Estas daban al patio interior con suelo de piedra, flanqueado por dos alas.

La casa de Åludden daba la espalda a tierra y estaba orientada al mar. Joakim se acercó a la ventana del recibidor y miró hacia la costa, al otro lado de la valla.

Una luz roja titilaba allí abajo, procedente de los dos faros de los islotes. Los rayos de luz del faro sur se desparramaban sobre los montones de algas marinas y a lo lejos hacia el Báltico, mientras que el faro norte permanecía a oscuras. Katrine le había contado que nunca llegó a funcionar.

Oyó el silbido del viento alrededor de la casa y vio elevarse inquietas sombras junto a los faros. Las olas. Siempre le recordaban a Ethel, a pesar de que la causa de su muerte no habían sido las olas sino el frío.

Solo habían pasado diez meses.

Oyó de nuevo un sonido apagado en la penumbra, detrás de él, pero ya no era un quejido. Sonaba como si Livia hablara para sí misma en voz baja.

Joakim retrocedió por el pasillo. Atravesó con cuidado un ancho umbral de madera y entró en el dormitorio de su hija, que solo tenía una ventana y estaba oscuro como boca de lobo. Un estor verde con cinco cerditos color rosa que bailaban felices en círculo colgaba de la ventana.

–Vete… –dijo una clara voz de niña en la oscuridad–. Vete. El pie de Joakim tropezó con un suave animalito de tela que había en el suelo, junto a la cama. Lo recogió.

–¿Mamá?
–No –respondió él–. Soy papá.

Oyó la débil respiración en la oscuridad y presintió los adormecidos movimientos del cuerpecito que yacía bajo el f loreado edredón. Se inclinó sobre la cama.

–¿Estás dormida?

Livia levantó la cabeza.
–¿Qué?

Joakim puso el animal de tela sobre la cama, junto a ella. –Foreman se había caído al suelo.
–¿Se ha hecho daño?
–No…, no creo que se haya despertado siquiera.

Ella pasó el brazo alrededor de su muñeco favorito, un animal de tela con dos piernas y cabeza de oveja que había comprado en Gotland el verano anterior. Mitad oveja, mitad hombre. Joakim había bautizado al extraño objeto como Foreman, en recuerdo del boxeador que un par de años antes había regresado al ring después de cumplir los cuarenta y cinco años.

Alargó la mano hacia la frente de Livia y se la acarició con cuidado. Tenía la piel tibia. Ella se relajó, dejó caer la cabeza sobre la almohada y luego lo miró de reojo.

–¿Llevas mucho rato aquí, papá? –No –respondió Joakim.
–Había alguien aquí –dijo la niña.

–Era solo un sueño.

Livia asintió y cerró los ojos. Se quedó dormida.

Joakim se incorporó, giró la cabeza y vio de nuevo el débil brillo intermitente del faro sur a través del estor. Dio un paso hacia la ventana y lo levantó unos centímetros. La ventana daba al oeste y los faros no se veían desde allí, pero el resplandor rojo barría el campo vacío que había detrás de la casa.

La respiración de Livia se había vuelto acompasada: dormía profundamente. A la mañana siguiente no recordaría que él había estado en su habitación.

Echó un vistazo al cuarto del niño. Era el último dormitorio reformado; Katrine lo había empapelado y amueblado mientras Joakim se encargaba de limpiar la casa de Estocolmo tras la mudanza.

Todo estaba en silencio. Gabriel, de dos años y medio, yacía como un bulto inmóvil en su camita junto a la pared. Ese último año, el niño se acostaba a las ocho de la tarde y dormía casi diez horas seguidas. Un hábito así era la fantasía de cualquier familia con hijos pequeños.

Joakim se dio la vuelta y se alejó en silencio por el pasillo. La casa resonaba y se estremecía a su alrededor; los crujidos sonaban casi como pasos.

Cuando volvió a meterse en la cama, Katrine dormía profundamente.

Ese mismo día por la mañana, la familia había recibido la visita de un tranquilo y sonriente hombre de unos cincuenta años. Había llamado con los nudillos a la puerta de la cocina, en la parte norte de la casa. Joakim había abierto creyendo que era un vecino.

–Hola –saludó el extraño–. Soy Bengt Nyberg, del ÖlandsPosten.

Nyberg llevaba una cámara colgada sobre su prominente estómago y un cuaderno en la mano. Joakim vaciló antes de estrecharle la mano.

–He oído que durante estas últimas semanas habían pasado unos cuantos camiones de mudanza en dirección a Åludden –dijo el periodista–, así que he pensado que la casa estaría habitada.

–Solo yo me acabo de mudar –respondió Joakim–. El resto de mi fam

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