La marca de sangre (Cuarteto de Öland 3)

Johan Theorin

Fragmento

1

Corría el mes de marzo en el norte de Öland y el sol espejeaba en los pequeños montones de nieve grisácea que se derretían lentamente sobre el césped de la residencia de Marnäs. Un viento gélido sacudía las dos banderas azules –la sueca con la cruz amarilla y la ölandesa con el ciervo dorado– que había en el aparcamiento. Ambas estaban a media asta.

Un coche negro de gran tamaño se dirigía despacio hacia la residencia de ancianos. Cuando se detuvo frente a la entrada, dos hombres de mediana edad vestidos con gruesos abrigos descendieron y se dirigieron a la puerta de atrás. A continuación sacaron una camilla de metal. Desplegaron las ruedas y la empujaron, subieron la rampa de minusválidos y cruzaron las puertas de cristal.

Eran de la funeraria.

Gerlof Davidsson, capitán de navío jubilado, se encontraba en el comedor tomando café con otros residentes cuando los dos hombres salieron del ascensor. Recorrieron el pasillo empujando la camilla, donde había mantas amarillas y anchas correas para sujetar el cuerpo. Los hombres dejaron atrás el comedor y continuaron hacia el montacargas que les conduciría a la cámara frigorífica del sótano.

Cuando pasó la camilla junto a la sala, el murmullo de los ancianos se apagó momentáneamente, pero enseguida se reanimó.

Gerlof recordó que un par de años antes habían votado si querían o no que los empleados de la funeraria aparcaran en la parte posterior del edificio y entraran discretamente por una de las puertas laterales cuando fueran a recoger a un fallecido.

La mayoría de los residentes votó en contra de esa propuesta, incluido Gerlof.

Los ancianos de la residencia querían presenciar el último viaje de sus vecinos. Deseaban despedirse.

Ese día gélido habían ido a recoger a Torsten Axelsson, que había fallecido en la cama solo y de madrugada, como suele ocurrirles a los moribundos. Lo habían encontrado los trabajadores del turno de mañana, que habían llamado a un médico. Cuando este había certificado la defunción, habían vestido a Torsten con el traje oscuro que llevaba los domingos. Le habían puesto una pulsera de plástico con su nombre y número personal. Por último le habían vendado la cabeza para que mantuviera la mandíbula cerrada después del rigor mortis.

Gerlof no ignoraba que Torsten sabía perfectamente lo que le sucedería después de la muerte. Antes de jubilarse había trabajado como sepulturero y jardinero del cementerio. Uno de los muchos féretros que había enterrado era el de un asesino llamado Nils Kant, pero la mayor parte de las veces Torsten había sepultado a gente corriente de la isla.

Se pasaba todo el año cavando tumbas en el cementerio, a no ser que hubiese mucha nieve y las temperaturas hubieran descendido dos dígitos bajo cero. Le había contado a Gerlof que cavar resultaba especialmente duro durante la primavera, ya que en Öland la capa de tierra se deshelaba con mucha lentitud. Sin embargo, lo peor no era el esfuerzo físico; lo que a Torsten más le costaba era levantarse de la cama los días que debía cavar la tumba de un niño fallecido.

Pronto estaría en su propia tumba. Dentro de una urna: Torsten quería ser incinerado.

–Mejor que me incineren a que me entierren; no quiero que mis huesos vayan de un sitio a otro –había dicho.

Antes no era así, pensó Gerlof. En su niñez, cuando moría alguien, no había ni funerarias ni empleados que se encargaran de los asuntos prácticos. Uno moría en su cama y luego algún familiar le construía un ataúd.

Gerlof recordó una vieja historia familiar. Una noche a principios del siglo xx a sus padres, que tras su boda vivían en una casa rehabilitada en Stenvik, les despertó un extraño ruido procedente del desván; sonaba como si alguien rondara entre las tablas que el padre había guardado allí arriba. Pero cuando subió al desván para comprobar qué ocurría, lo encontró desierto y en silencio.

Después de que su padre bajara y se acostara, el ruido comenzó de nuevo.

Los padres de Gerlof permanecieron tumbados en la oscuridad escuchando los espeluznantes sonidos sin atreverse a hacer el menor movimiento.

Cuando los empleados de la funeraria regresaron con la camilla, Gerlof ya había terminado el café. Llevaban el cadáver oculto bajo una manta y atado con las correas de cuero. Caminaban deprisa y en silencio hacia la salida.

«Adiós, Torsten», pensó.

Cuando se cerró la puerta de la calle, Gerlof corrió la silla hacia atrás.

–Hora de irse –les dijo a sus vecinos de mesa.

Se incorporó despacio con la ayuda del bastón. Apretó los dientes para soportar el dolor de las piernas, salió al pasillo y se dirigió al despacho de la encargada de la residencia.

Gerlof llevaba varias semanas dándole vueltas a una idea. El tiempo volaba: al cabo de dos años, cumpliría ochenta y cinco; y un año de vejez era como una semana de juventud. Tras la muerte de Torsten, Gerlof había tomado una decisión.

Llamó a la puerta de Boel, la directora, con los nudillos, y cuando esta respondió, entró.

Boel estaba sentada delante del ordenador y parecía estar redactando un informe. Gerlof permaneció de pie en el umbral sin decir nada. Al fin ella alzó la vista.

–¿Te encuentras bien, Gerlof ?

–Sí.
–¿Qué pasa? ¿Algún problema? Tomó aliento.
–Tengo que irme de aquí.

Boel comenzó a negar con la cabeza. –Gerlof…

–Está decidido –le interrumpió él.
–Vaya.
–Te voy a contar una historia… –A Gerlof no se le escapó la cansada mirada que Boel dirigió al techo; aun así, continuó–: Mis padres se casaron en 1910. Se mudaron a una vieja casa que había estado deshabitada durante años. La primera noche, después de acostarse, oyeron unos ruidos extraños procedentes del desván…, como si alguien estuviera reuniendo las tablas que mi padre había almacenado allí. A la semana siguiente, seguían sin hallar una explicación a aquel ruido, cuando apareció un vecino. –Hizo una pausa enfática y prosiguió–: El vecino les contó que su hermano había muerto la noche anterior en la finca. Luego les pidió madera para hacer un ataúd. Mi padre le dejó subir solo al desván para que eligiera las tablas, y cuando mis padres, que se quedaron sentados en la cocina, oyeron el ruido del desván, no pudieron menos que reconocerlo… Era exactamente el mismo sonido que habían oído la noche anterior.

La habitación quedó en silencio.
–¿Y? –preguntó Boel.
–Era una señal. La señal de que se acercaba una muerte. –Vaya, es una historia muy interesante, Gerlof…, pero ¿adónde quieres llegar?

Suspiró.
–Tengo la sensación de que si me quedo aquí, el próximo ataúd será el mío… Ya he oído cómo recogen las tablas. Y el chirriar del coche fúnebre.

Boel pareció darse por vencida.
–Entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Adónde irás?
–Quiero volver a casa –respondió Gerlof–. A mi casa de campo.

2

–¿Muriéndote? ¿Quién dice que te estás muriendo, papá? –Yo mismo.
–¡Es ridículo! Te quedan muchos años…, muchas primaveras –replicó Julia Davidsson, y añadió–: Además, has salido con vida de una residencia de ancianos; ¿cuántos lo consiguen?

Gerlof no respondió, pero pensó en la camilla de acero con el cuerpo de Torsten Axelsson. Permaneció en silencio mientras su hija conducía; se dirigían a Stenvik, una población de la costa.

El sol brillaba en el parabrisas y añoró las mariposas y los pájaros y todo lo que el calor traía consigo. En su interior despertaron unas inesperadas ansias de vivir, que contradecían el tono lúgubr

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