Testigo en la sombra

Mary Higgins Clark

Fragmento

Testigo en la sombra

1

Había pasado una semana desde el día del Trabajo1 y, por el constante sonar de los teléfonos en las oficinas de Parker & Parker, Lacey dedujo que el bache del verano al fin había terminado. El mercado inmobiliario de Manhattan había pasado por un período especialmente flojo durante el mes anterior, pero ahora las cosas empezaban a moverse otra vez.

—Ya era hora —le dijo a Rick Parker mientras este le dejaba una taza de café sobre el escritorio—. Desde junio que no hago una venta decente. Todos los clientes que tenía medio atados se han marchado a Hamptons o Cape, pero afortunadamente la marea los está devolviendo de nuevo a la ciudad. Yo también he disfrutado de un mes de vacaciones, pero ya es hora de volver a trabajar. —Estiró el brazo para coger el café—. Gracias, me alegro de que el hijo y heredero se ocupe de mí.

—Es un placer. Tienes un aspecto estupendo, Lacey.

Ella trató de ignorar la expresión de Rick. Siempre se sentía como si la desnudara con la mirada. Rick Parker, malcriado, guapo y poseedor de un falso encanto que utilizaba a su antojo, la hacía sentir particularmente incómoda. Lacey había deseado sinceramente que el padre no lo hubiera trasladado de la oficina de West Side. No quería poner en peligro su empleo, pero últimamente mantenerlo a distancia empezaba a ser todo un malabarismo.

En aquel momento sonó el teléfono, y lo cogió aliviada. Me ha salvado la campana, pensó.

—Diga. Soy Lacey Farrell.

—Señorita Farrell, soy Isabelle Waring. La conocí la primavera pasada, cuando vendió un piso en mi edificio.

Lacey adivinó que la señora Waring iba a poner su apartamento en venta.

Lacey puso su archivo mental en modo buscar y abrir. En mayo había vendido dos apartamentos en la calle 70 Este. Una propiedad en la que no había hablado con nadie, salvo con el administrador, y un apartamento cerca de la Quinta Avenida. Tenía que ser el edificio Norstrum, y recordaba vagamente haber hablado con una cincuentona pelirroja y atractiva en el ascensor, que le había pedido la tarjeta.

—¿El dúplex Norstrum? —preguntó cruzando los dedos—. ¿Nos conocimos en el ascensor?

La señora Waring parecía complacida.

—¡Exactamente! Quiero vender el apartamento de mi hija, y me gustaría que se ocupase usted.

—Muy bien, señora Waring.

Lacey arregló una cita para la mañana siguiente, colgó el auricular y se volvió hacia Rick.

—Calle 70 Este, número tres. ¡Es un edificio fantástico! —exclamó.

—¿El número tres de la 70 Este? ¿Qué apartamento?

—El 10 B. ¿Lo conoces?

—¿Cómo voy a conocerlo? —dijo bruscamente—. Sobre todo teniendo en cuenta que mi padre, con su gran sensatez, me tuvo trabajando en el West Side durante cinco años. —Lacey advirtió que Rick estaba haciendo un esfuerzo por ser agradable cuando añadió—: Por lo poco que oí, le caíste bien a alguien y ahora quiere darte una exclusiva. Siempre digo lo que mi abuelo predicaba sobre este negocio: es una bendición que la gente se acuerde de ti.

—Quizá, aunque no estoy segura de que sea necesariamente una bendición —dijo Lacey, que esperaba que su reacción ligeramente negativa pusiera fin a la conversación. También deseaba que Rick empezara pronto a considerarla una empleada más del imperio de la familia.

Rick Parker se encogió de hombros y se encaminó hacia su despacho, que daba a la calle 62 Oeste. Las ventanas de Lacey estaban frente a la avenida Madison. A ella le encantaba el espectáculo del tráfico constante, el ir y venir de los turistas, los ricachones típicos de la avenida que entraban y salían de las boutiques de ropa de marca.

«Algunos somos neoyorquinos de nacimiento —solía explicarles a las aprensivas esposas de los ejecutivos trasladados a Manhattan—. Otros llegan aquí sin ganas y, antes de que se den cuenta, descubren que a pesar de todos los problemas sigue siendo el mejor lugar del mundo para vivir.» Después, si se lo preguntaban, explicaba: «Me crié en Manhattan, y salvo los años de universidad, siempre he vivido aquí. Es mi hogar, mi ciudad.»

Su padre, Jack Farrell, también había sentido lo mismo por la ciudad. Solían explorarla juntos desde que ella era pequeña. «Somos compinches, Lacey —le decía—. Eres como yo: un bicho de ciudad. Pero tu madre, Dios la bendiga, se muere por sumarse a la huida a los suburbios. Pero sabe que allí me secaría como una uva.»

Lacey no solo había heredado el amor de Jack por la ciudad, sino también sus colores irlandeses: ojos azul verdosos, piel clara y cabello castaño oscuro. Su hermana Kit, en cambio, tenía la herencia inglesa de su madre: ojos azul claro y cabello color trigo.

Jack Farrell había trabajado de músico en el teatro, generalmente en el foso de la orquesta, aunque a veces también tocaba en clubes y de vez en cuando en algún concierto. De pequeña, no había musical de Broadway cuyas canciones Lacey no pudiera cantar con su padre. La súbita muerte de Jack, cuando ella acababa de salir de la universidad, aún le dolía. En realidad se preguntaba si alguna vez la superaría. A veces, cuando iba al teatro del barrio, se sorprendía esperando encontrárselo.

Después del funeral, la madre le había dicho con irónica tristeza: «Tal como tu padre había predicho, no voy a quedarme en la ciudad.» Y se compró una casa en Nueva Jersey para estar cerca de Kit, la hermana de Lacey, y su familia. Una vez allí, encontró trabajo de enfermera pediátrica en un hospital local.

Lacey, recién salida de la universidad, había encontrado un apartamento en la avenida East End y un empleo en la inmobiliaria Parker & Parker. Ahora, ocho años más tarde, era una de sus principales agentes.

Mientras tarareaba, sacó el expediente del edificio número 3 de la calle 70 Este y empezó a estudiarlo. Vendí el dúplex del segundo piso, pensó. Habitaciones de buen tamaño, techos altos. La cocina necesitaba reformas. Ahora vamos a averiguar un poco cómo es la casa de la señora Waring.

A Lacey le gustaba hacer sus deberes sobre las eventuales ventas. Había aprendido que con ese propósito podía ser muy útil hacerse amiga de la gente que trabajaba en los distintos edificios que administraban Parker & Parker. Ahora era una suerte que fuera amiga de Tim Powers, el encargado del 3 de la calle 70 Este. Lo llamó, escuchó durante unos veinte minutos el resumen de su verano mientras recordaba arrepentida que Tim siempre había tenido el don del cotorreo, y finalmente logró llevar la conversación hacia el apartamento Waring.

Según Tim, Isabelle Waring era la madre de Heather Landi, una joven actriz y cantante que empezaba a hacerse un nombre en el mundo del teatro. La chica, hija también del famoso hostelero Jimmy Landi, había muerto el invierno anterior cuando volvía de esquiar un fin de semana en Vermont; el coche se había caído por un terraplén. El apartamento era de Heather, y ahora su madre qu

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