Asesinato en la Casa Rosa (Los crímenes de Loeiro 1)

Arantza Portabales

Fragmento

cap-3

Rosa

Loeiro, marzo de 2020

Le asaltó una náusea. Hacía una semana que se sentía indispuesta, pero había decidido no darle importancia. Tal y como estaban las cosas, no quería preocupar a la familia con cuestiones de salud.

Se recostó en la butaca de la galería y observó, a través de los cristales, a los niños en el jardín. El pequeño Daniel, de seis años, corría tras su hermana. Rosa esbozó una sonrisa al advertir cuánto le recordaba el niño a su madre. Se vio a sí misma en ese jardín con Ada, Álvaro y Eduardo en distintas etapas de su vida. Había vivido lo suficiente como para saber que el pasado no fue necesariamente mejor, aunque su recuerdo sí que lo era. Era un refugio seguro e idealizado, pero incluso así la nostalgia resultaba inevitable. Casi agradecía esta situación que los había obligado a permanecer encerrados en sus casas, a pesar del miedo y la incertidumbre que asolaban el mundo. Le encantaba tenerlos a todos bajo el mismo techo, y eso no sucedía con frecuencia, tan solo venían unas cuantas semanas a lo largo del año. Y justo por esa razón no iba a importunarlos a todos por unas simples molestias estomacales.

Cogió una manta. No conseguía entrar en calor. Estaba a punto de llamar a Carmen, cuando recordó que no había venido a trabajar. Nadie trabajaba. El mundo se había parado diez días atrás.

Se dirigió a la cocina y se preparó otra infusión de jengibre y limón, la segunda de esa mañana.

Ya de vuelta, volvió a acomodarse en la butaca. Le gustaba sentarse allí para leer, escuchar música o simplemente observar el paisaje. Desde la galería tenía unas vistas privilegiadas. La playa, el río Loeiro que desembocaba en ella y daba nombre al pueblo, el monte vecino salpicado de casas y el mar en todo su esplendor cuando, en días de viento como aquel, chocaba contra las rocas y el muelle de la propiedad familiar. No se veía a nadie. Ningún coche circulaba. Le recordaba a esas postales que se vendían en los viejos tiempos.

Ada salió al jardín y llamó a los niños. Seguramente les estaría advirtiendo de que pronto llovería. Su hija levantó la vista y sus miradas se encontraron. Ada alzó la mano y ella le devolvió el saludo. Rosa volvió a sentir la tranquilidad de tener a sus hijos y nietos consigo. Ahora, todos los problemas y enfados de los meses anteriores habían perdido su trascendencia. Los hijos no siempre actuaban como una quería, y rara vez se dejaban aconsejar, pero eso ya no tenía importancia. Estaban vivos y a salvo en la Casa Rosa.

Le invadió el calor de la infusión y sintió una modorra súbita. Cerró los ojos y parpadeó al instante, no deseaba dormir antes de la comida. Empezó a notar un hormigueo en los dedos y el corazón se le desbocó. Sentía el pulso acelerado. Intentó hablar y no pudo. Le faltaba el aire. Un latigazo le recorrió el brazo izquierdo y un peso se le instaló en el pecho. Abrió la boca, pero no fue capaz de emitir ningún sonido.

El único ruido que se oyó en la galería fue el estruendo de la taza de porcelana al estallar en mil pedazos contra el suelo; un suelo blanco y negro como un gran tablero de ajedrez.

Iria

Bueu, mayo de 2024

Cómo le gusta el mar, pensó. Le gustaba, se corrigió. Le gusta, se volvió a corregir. La única realidad es que a Ángel antes le gustaba el mar y ahora ella no tenía ni idea de lo que sentía.

Lo observó: la mirada fija en el ventanal que daba a la playa, la cabeza ligeramente ladeada y las manos caídas a ambos lados de la silla de ruedas. Era una silla posicional, con agarraderas que lo mantenían erguido, creando la falsa impresión de que podía sostenerse por sí mismo.

Iria sacó un pañuelo de papel y le limpió un atisbo de saliva que comenzaba a resbalar por la barbilla. En breve llegaría el transporte adaptado que lo conduciría al centro de rehabilitación.

«Parece que está mejor», había sugerido su suegra ayer. Iria no se molestó en contestarle. Reservaba todas sus energías para buscar los mejores tratamientos, las mejores clínicas. Mientras se decidía por alguno de ellos, acordó enviarlo a un centro especializado en accidentes cerebrovasculares cercano a su casa, pero apenas habían conseguido ningún avance.

La mayor parte del tiempo lo miraba sin mirarlo, para no retener la imagen de la persona que era ahora. No reconocía su cabeza rapada ni la gran cicatriz que atravesaba el cráneo, la mirada inexpresiva, el rictus caído y esa inmovilidad absoluta que resultaba desconcertante en Ángel. Quizá porque este no era Ángel. Ángel era otro, otra persona, y pronto volvería a ser el de antes.

Las clínicas especializadas eran caras y tenían lista de espera, pero no iba a conformarse con el pronóstico que les dio el cirujano. Llevaba meses estudiando terapias, tratamientos, resultados y estadísticas. Y sabía lo que quería: quería esa terapia multidisciplinar que solo ofrecían en una clínica alemana que estaba absolutamente fuera de su alcance. Quería a su marido en pie, hablando, riendo. Lo quería erguido frente a ese ventanal, diciendo que el mar hoy estaba demasiado calmado, que la bruma que entraba despacio por la ría enfriaría el agua o que esta primavera no llegaba jamás.

Iria echó una ojeada al móvil. En el icono del correo corporativo acechaban casi setecientos mensajes. Seiscientos noventa y dos para ser exactos. Desde que había solicitado la excedencia para cuidar de Ángel no se había permitido abrir el correo. Sabía que debía desinstalar la aplicación de su móvil personal, pero continuaba manteniendo ese vínculo con su trabajo y día a día veía el número de e-mails crecer sin pausa. En su otra vida, el mundo continuaba y esos mensajes le recordaban que nadie era imprescindible. También le recordaban que tenía un empleo aguardándola cuando todo pasase. «Cuando todo pasase», ese era su mantra. Todo pasaría. Todo pasa. Se lo tatuaría cuando así fuese. Mientras tanto, había cortado toda relación con la comisaría, con la única excepción del icono del correo corporativo en su teléfono y los escasos mensajes de algún compañero. Eran wasaps cortos e incómodos.

«Santaclara, ¿cómo va todo?».

«Igual».

La respuesta siempre era esa: igual. La realidad podía reducirse a una sola palabra. Por eso le molestaba tanto ese comentario de su suegra, aludiendo a una mejoría inexistente, que sin duda le servía a ella de consuelo, pero que revivía en Iria esa furia que nació en el preciso instante en que había encontrado a Ángel tirado sobre el suelo del baño, hacía ya más de seis meses. Le molestaba esa conformidad. Su suegra se había rendido, pero ella no. Ella iba a conseguir el dinero. Vendería la casa. Aún estaba pendiente de pago más de la mitad de la hipoteca, así que para poder asumir el coste del tratamiento tendría que complementar el producto de la venta con un préstamo personal. En estos momentos estaba negociando con el director de la sucursal bancaria. No quería recurrir a sus padres, pero él insistía en pedirle un aval. En cuanto reuniese el dinero mandaría a Ángel a Alemania. Todavía no sabía cómo haría para que lo aceptasen como paciente, cómo diluiría esa lista de espera interminable. Pero ahora no podía pensar en eso; ya cruzaría ese puente cuando llegase a ese río.

Cogió la cazadora de Ángel y se la puso, con cuidado, como la niña que viste a un muñeco que le han regalado en su cumpleaños. No se acostumbraba a ese estado de pasividad. Empujó la silla hasta la puerta. En menos de dos minutos llegó el autobús del centro de rehabilitación. Saludó a Guille y hablaron del tiempo. Siempre hablaban del tiempo. Llueve mucho. No llueve. Hace un frío que pela. ¿Cuándo se ha visto este sol en invierno? Menos mal que ya estamos en primavera. Los días pasaban y el tiempo cambiaba. Lo demás, no. Iria se despidió sin esperar a que Guille anclase la silla en la parte de atrás del ómnibus.

Entró en casa y se cambió de ropa: mallas deportivas, una camiseta y una sudadera. Bajó a la playa y anduvo sobre la dura arena mojada que la bajamar habilitaba para caminar e incluso correr sin necesidad de ir descalza. El ejercicio físico la reactivaba y le ayudaba a mantener la cordura. Escuchaba la música que le gustaba a Ángel y que ella detestaba; él era de rock y ella de indie, sin embargo, ahora necesitaba sentirse conectada a él. La música de System of a Down la aisló de la pesadilla en que se había convertido su vida.

«Al final has conseguido que me guste. Tenías razón, solo tenía que escucharlos». Hacía eso a menudo: hablar con Ángel e imaginar sus réplicas. Cerraba los ojos y lo imaginaba a su lado.

El teléfono móvil que llevaba en el bolsillo comenzó a sonar y trasladó su vibración al reloj de pulsera. El número era desconocido. Rechazó la llamada. Insistieron. Volvió a rechazarla. A la tercera apagó el móvil, aunque eso supuso que dejó de escuchar la música en los auriculares.

De vuelta a casa y tras ducharse, volvió a encenderlo. Seiscientos noventa y dos. El globo rojo seguía indicando el mismo número de mensajes en su correo corporativo. El teléfono le mostró también cinco llamadas perdidas, todas del mismo número: el de la playa. De súbito, le vino a la cabeza la idea de que algo malo podía haberle sucedido a Ángel. Un accidente de tráfico. Una repetición del ictus. Maldijo su inconsciencia y se apresuró a pulsar el botón de rellamada. Descolgaron casi al instante.

—¿Inspectora Iria Santaclara? —Era una voz de hombre y tenía un tono levemente autoritario.

Estuvo a punto de contestarle que no estaba en la comisaría, pero le asaltaron otras preguntas, como quién le había dado su teléfono personal o por qué tanta insistencia.

—Soy Ulises Villamor.

En un primer momento pensó que era una broma, pero su instinto le dijo que era cierto, que era él. No imaginaba qué podía querer de ella. Lo único que alcanzó a pensar es que nadie rechazaba ocho veces la llamada de uno de los hombres más ricos y poderosos del país.

El trato

Las oficinas del Grupo Villamor se alojaban en un edificio de cristal de treinta pisos de altura, el más alto de la ciudad. Iria echó una ojeada a su reloj y vio que faltaban cinco minutos para el mediodía. El empresario la había citado para las doce en punto. No se molestó en preguntarle por el motivo de la reunión, ni le informó de que no estaba en activo. Algo le decía que la llamada no tenía que ver con su trabajo sino con la situación de Ángel. El conglomerado de empresas del Grupo Villamor se hallaba totalmente vinculado al ámbito sanitario y de los cuidados: residencias de mayores, centros de día, compañías de ayuda en el hogar, hospitales y clínicas. Una red de cuidados bajo la marca Asisgal, Asistencia Gallega, que poco a poco se había expandido por España y por el extranjero. La salida a Bolsa unos años atrás supuso el despegue del grupo, y desde hacía una década Ulises Villamor aparecía en el top ten de esas listas de millonarios que publicaban los periódicos. A pesar de ello, la familia Villamor tenía un perfil mediático bajo y continuaba manteniendo su residencia en Loeiro.

Este no era su primer contacto con ellos. Había coincidido con Ada Villamor durante dos cursos, a finales de la EGB, en un colegio concertado de Marín. Luego, ella comenzó el instituto, mientras que a Ada la enviaron a un internado en el extranjero. Por aquel entonces el conglomerado empresarial aún no existía, aunque los padres de Ada eran dueños de una clínica privada, y eso ya evidenciaba grandes diferencias con la familia de Iria, cuyo padre era marinero. No habían sido amigas íntimas, pero recordaba haber acudido a su decimotercer cumpleaños en la mansión de Loeiro. Iria nunca había estado en una casa así, y esa circunstancia convirtió el cumpleaños en un evento inolvidable. Ese día, Ulises Villamor no hizo acto de presencia. De hecho, ninguno de sus progenitores apareció por la fiesta. Merendaron en un jardín, bailaron, pusieron música y finalmente dieron un paseo por Loeiro. Un cumpleaños normal, excepto porque la casa era impresionante y había dos empleadas con uniforme sirviendo la merienda.

Esa relación con Ada era la que le hacía sospechar que la llamada del magnate no estaba relacionada con su trabajo o, al menos, no directamente. Quizá había conocido la situación de Ángel y quería brindarle algún tipo de consejo o ayuda. La idea se le antojaba ridícula, pero debería aguardar esos cinco minutos para confirmarlo.

La recibió una secretaria que la condujo a una sala de espera. Iria observó su propio reflejo en la puerta de cristal. Llevaba más de seis meses vistiendo chándal y pijama. Para la reunión se había puesto unos vaqueros, una blusa blanca y una sobria americana negra. Tampoco había vuelto a la peluquería, y su melena rubia le llegaba ya a la mitad de la espalda; había optado por hacerse una coleta. No tenía pensado maquillarse, pero al verse las ojeras había cedido y se había aplicado un poco de corrector. Era como si llevase años sin mirarse en un espejo. De todas formas, estaba segura de que su aspecto le importaría un pimiento a Ulises Villamor.

La secretaria entró en la salita y le indicó que la siguiera.

El despacho del empresario era grande y, por supuesto, estaba en el último piso y ofrecía grandes vistas de la ciudad y del río Lérez. Iria aún recordaba el revuelo que se había montado cuando se construyó el rascacielos, pues fueron muchas las voces que se alzaron al considerar que no encajaba con el estilo arquitectónico de la zona. Fue en vano. El edificio se construyó y los pontevedreses se habían acostumbrado a su presencia. El imperio Villamor era un motor económico demasiado potente como para perderse en disquisiciones estéticas.

Entró en el despacho y se dirigió al hombre. Le estrechó la mano con decisión, como acostumbraba a hacer en sus reuniones de trabajo.

El empresario andaría más cerca de los ochenta que de los setenta años. Su imagen era la que reproducían los periódicos: alto, delgado, casi enjuto, cabello blanco y gafas metálicas. Parecía un lord inglés con su traje de raya diplomática y su camisa almidonada, sentado tras un imponente escritorio de madera. A su espalda, un cuadro de Maruja Mallo, que Iria observó con admiración.

—Inspectora Santaclara. —Le indicó con un gesto que tomase asiento.

—Señor Villamor, me temo que en estos momentos no estoy en servicio activo. He cogido una excedencia por asuntos personales.

—Para cuidar de su marido —puntualizó él.

—Veo que está bien informado.

—Lo estoy. Siempre lo estoy.

Un silencio se instaló entre ambos.

—Se estará preguntando por qué la he llamado —dijo él finalmente.

—Así es.

—Antes de nada, debo decirle que necesito su total discreción. Lo que aquí se hable debe quedar entre nosotros.

—No se preocupe, pero no entiendo...

—Quiero hacerle una propuesta —la interrumpió el hombre—. Como ya le he dicho, estoy al tanto de la situación de su marido, y de su intención de enviarlo a Alemania para su terapia de neurorrehabilitación.

—Ese dato no lo conoce mucha gente. —La voz de Iria adquirió un tono de desconfianza.

—No sienta que me entrometo. La sanidad y los cuidados son mi vida y la de mi familia. Tengo muchos contactos, como se puede imaginar. Quiero ofrecerle nuestra ayuda. Pongo a su disposición todas nuestras instalaciones en España o en el extranjero, aunque sé que el centro alemán es el que ha elegido. Si en última instancia se decide por él, puedo hacer valer nuestra influencia para que lo admitan allí. No ha elegido usted mal. En efecto, ellos están a la vanguardia en este tipo de terapias.

La mente de Iria iba a mil, intentando adivinar cómo había llegado esa información a los oídos de Ulises. El banco, eso debía de ser. Ella había hablado con el director de su sucursal para barajar todas las posibilidades de financiación. La otra opción eran sus padres, pero estaba segura de que si Ulises Villamor se hubiese puesto en contacto con ellos, se lo habrían advertido. Ahora estaba aún más intrigada. Si el magnate le estaba haciendo una oferta, querría algo a cambio.

—No se lo tome a mal, pero no me gusta que investiguen mi vida privada —alcanzó a decir ella.

—La situación de su marido no es ningún secreto. —Su voz parecía cordial, pero Iria advirtió su mirada fría. No era un hombre acostumbrado a que le llevaran la contraria.

—¿Ya está? ¿El Grupo Villamor me ofrece toda la red de Asisgal o su influencia para ir a Alemania y atender a Ángel a sabiendas de que no puedo pagarlo? El director del banco le habrá informado también del estado de mis finanzas. Tengo que vender nuestra casa y aun así no me alcanzaría para todo el tratamiento.

—Yo no he hablado de dinero. —Ulises pasó por alto la alusión al director del banco.

—¿Qué quiere?

—Directa al grano. Seré claro y conciso: necesito su ayuda profesional.

—No estoy en servicio activo —replicó Iria—. Ya se lo he dicho.

—Si necesitara a la policía, llamaría al comisario Rial. Necesito a alguien que venga a mi casa e investigue un asunto delicado de manera extraoficial y que, llegado el momento, sea discreto con el resultado de la investigación.

—No soy un detective privado —se resistió ella.

—No, es usted la primera de su promoción de Criminología. También tiene un grado en Derecho. Sacó la mejor nota en la oposición y tras la formación en Ávila pasó seis meses de prácticas en Cartagena. Después de unos años de servicio en Lugo, se casó y pidió el traslado a Pontevedra. Rial no es muy comunicativo, pero según su exjefe, el inspector Araújo, usted sola resolvió el asesinato de la adolescente Carlota Pereira. Sé además que es buena coordinando equipos, que no le gusta la exposición mediática, que es concienzuda en su trabajo. Sus compañeros la respetan. Goza de una reputación profesional excelente, pero de todas sus cualidades, la discreción es la que más valoro.

Iria se acomodó en su silla. No estaba sorprendida. Si Ulises Villamor la había llevado hasta allí, era lógico que la hubiera investigado. La oferta parecía llovida del cielo, pero el sentimiento de suspicacia era inevitable.

—Si del resultado de la investigación se deriva la existencia de un delito, deberé denunciarlo —apuntó, tras una breve reflexión.

—Inspectora Santaclara, ya me ha entendido. La necesito, pero investigará para mí y solo para mí. Mis abogados han redactado un acuerdo de confidencialidad.

—Bueno, me queda claro que quiere que investigue algo relacionado con su familia —se rindió Iria—. ¿De qué se trata? ¿Robo?, ¿chantaje?, ¿relaciones extramatrimoniales?

—Es algo mucho más complejo. En marzo de 2020, mi mujer falleció de un ataque fulminante al corazón. Todos mis hijos y nietos se encontraban en la casa familiar, pues habíamos decidido pasar juntos el confinamiento.

El empresario guardó silencio. Por unos instantes Iria sintió que se humanizaba. Incluso bajó la vista, esquivando la de ella. Persiguió su mirada hasta el cielo de Pontevedra, un espacio limpio de nubes en esa mañana de primavera. Una extensión diáfana e impoluta pero vacía. Percibió su soledad y lo entendió. Ella llevaba meses sintiendo ese mismo vacío doloroso y opresivo.

—Lo siento mucho —acertó a decir.

El hombre se recompuso.

—En ese acuerdo que han redactado mis abogados se establece un plan de ayuda asistencial para Ángel Mosquera. A cambio, usted se trasladará a nuestra mansión de Loeiro e investigará las circunstancias de la muerte de mi esposa. Ese es el trato.

—¿Tiene alguna sospecha de que la muerte no fue natural? —preguntó ella.

Ulises Villamor abrió el cajón derecho de su escritorio y extrajo un sobre. Sacó de él una fotografía y se la tendió a Iria por encima de la mesa.

—A mi mujer la mató alguien que estaba en esa casa y eso nos lleva directamente a mi familia: a uno de mis tres hijos o a sus parejas. No hay más opciones. —Su voz era ahora glacial—. No sé cuánto me queda de vida, pero necesito saber quién lo hizo. Ignoro qué haré cuando sepa la verdad. Pero lo que tengo claro es que no consentiré que esta empresa, y todo lo que Rosa y yo construimos con tanto esfuerzo y trabajo, quede en manos de sus asesinos.

Una mujer discreta

—¿Has firmado un acuerdo de confidencialidad y lo primero que haces es venir a contármelo? —La voz del hombre sonaba casi divertida.

—Si te crees que voy a poder sobrellevar todo esto sola, estás muy equivocado —respondió Iria.

—Llevas meses sobrellevándolo todo tú sola, y no será porque no hemos intentado estar cerca.

Se encontraban en la salita de estar de César. Tras jubilarse, el inspector jefe César Araújo había vendido su casa de Pontevedra y la había sustituido por un apartamento en la playa de Aguete, en Marín. Su esposa había fallecido de un cáncer y su hijo se había independizado hacía años. Le sobraba tiempo y le faltaba compañía. Se había comprado un pequeño bote con motor y se dedicaba a pescar, a leer y a ver documentales de true crime. Decía a todo el que quisiera oírlo que no añoraba el trabajo, aunque no era cierto. La realidad es que le costaba llenar las horas y echaba de menos a sus compañeros, especialmente a Iria, con la que había congeniado desde el primer minuto en que puso el pie en su despacho, recién llegada de Lugo y con unas magníficas referencias de sus colegas en esa comisaría. La admiraba por su inteligencia, su carácter reservado, su capacidad de trabajo y el respeto que evidenciaba ante la experiencia de sus colegas mayores, una actitud infrecuente en inspectores y agentes de nueva hornada. Juntos habían resuelto casos complejos y formado un tándem que se deshizo en el momento en que llegó la hora de jubilarse. Desde entonces, se habían acostumbrado a comer juntos todos los jueves. Iria lo mantenía al tanto de lo que sucedía en comisaría y se dejaba asesorar por él.

Tras el ictus de Ángel, las comidas se habían interrumpido. César era una de las pocas personas a las que Iria permitía la entrada en su casa de Bueu en los últimos meses. Aun así, Araújo se dejaba caer poco por allí, era consciente de que Iria no quería compañía, pero un par de veces al mes se acercaba con algún libro, un bizcocho casero o unas pastas. Tomaban café y especulaban sobre lo desquiciado que estaría el comisario Rial ante la ausencia de ambos.

—¡Oh, vamos, César! —se quejó ella—. Tú mejor que nadie sabes por lo que he pasado. Además, no me contaste que estuviste hablando sobre mí con Villamor.

—Yo no hablé con él sobre ti. Ni siquiera lo conozco.

—Dijo que tú le habías contado que yo sola resolví el caso de Carlota Pereira.

César se quedó pensativo durante unos instantes. Dirigió la vista a la figura de Sargadelos que le habían regalado sus compañeros el día que abandonó la comisaría, junto con un libro sobre pesca y un reloj de maquinaria suiza. Eso era pasado, al igual que el comisario Rial, su despacho en Pontevedra y los casos como el de esa adolescente asesinada hacía cinco años.

—El mes pasado me entrevistó una periodista local —recordó César, volviendo al presente—, para un reportaje sobre la vida después de la jubilación. Ahora que lo pienso, me preguntó por ti y por el caso.

—El gran hombre lleva tiempo investigándome —concluyó Iria.

—¿Vas a aceptar? —preguntó Araújo.

—¿Puedo no hacerlo? Mataría por esa terapia, y lo sabes. Además, sé que eres una tumba, y yo no puedo afrontar esto sola. Estoy muy acostumbrada a que investiguemos juntos, a que confrontemos nuestros puntos de vista... Sé que echas de menos el trabajo. Anda, reconoce que te apetece volver al ruedo, aunque sea en la distancia.

—¿Eres consciente de lo irregular que es esto? —le advirtió él—. Si descubres algo y no lo denuncias, estarás incurriendo en un delito tú también.

—Lo sé —reconoció Iria—, precisamente por eso acude a mí. Porque sabe que estoy desesperada. El cabrón es listo, no te lo voy a negar.

—Lo es. Esta gente siempre lava los trapos sucios en casa. No consentirá que procesen a uno de sus hijos por asesinato. Si Villamor se entera de que me has metido en el ajo, es capaz de cancelar el tratamiento de Ángel —apuntó César—. Tiene fama de implacable.

—Ese hombre ha investigado mi vida, mis finanzas y la historia clínica de mi marido —le recordó ella—, yo podré decidir cómo hago las cosas. Las haré a mi manera y eso te incluye a ti. El lunes que viene, Ángel viajará a Alemania acompañado por personal de Asisgal. Al día siguiente me mudaré a la mansión de Loeiro.

—Así, ¿sin más? —se extrañó él—. ¿No resultará sospechoso?

—Villamor me presentará como una policía en excedencia y se inventará un robo. —Habían acordado decir que varios documentos esenciales habían desaparecido de su despacho—. Personalmente, creo que esa excusa no se sostendrá por mucho tiempo.

—¿Siguen viviendo todos en Loeiro? ¿No dijo que esa situación era puntual, debido al confinamiento?

—Parece ser que Ada decidió quedarse porque consideraba que el entorno era muy adecuado para los niños. El monte, la playa, en fin, ya sabes —explicó ella—. Y Álvaro y su esposa también se acomodaron. La casa es enorme. El pequeño es el que anda de saltimbanqui por el mundo.

—Ese me suena. Eduardo, ¿no?

—Exacto. El único de los Villamor que no rehúye a los medios. En estos momentos está en California.

—Y apuesto a que no es por trabajo.

—Por lo visto le van la vela y todos los deportes náuticos.

—Un aventurero que vive con papá... —César arqueó una ceja, sarcástico.

—Según me ha dicho, cuando vuelve a Galicia suele quedarse en un apartamento que tiene en Sanxenxo, pero no es extraño que pase temporadas en Loeiro. Se espera que regrese la semana que viene y su padre le pedirá que se instale en la casa.

—Vida de ricos. —Los dedos de César tamborileaban sobre la superficie de la mesita del comedor, como si ese fuese su antiguo despacho y estuvieran inmersos en una investigación; un característico gesto que Iria recordaba a la perfección y que la retrotraía a su pasado común—. En fin, repasemos los detalles. La mujer murió en marzo de 2020.

—Ataque al corazón —confirmó Iria—. Acababa de empezar el confinamiento. Recuerda el caos de los primeros días, así que ni autopsia, ni entierro, ni funeral, prácticamente. La incineraron y la velaron en la más estricta intimidad.

—Y cuatro años después, a él se le mete en la cabeza que la han asesinado. Y como en la casa solo estaba la familia, deduce que uno de los suyos la ha matado. La verdad, resulta bastante increíble. ¿No estará chocheando? Ya tiene una edad.

—No se le mete en la cabeza; se lo meten. Parece ser que hace unos tres meses recibió un sobre con una fotografía. El sobre no tenía remitente. —Iria sacó su móvil del bolsillo y lo giró hacia él.

—¿Flores? —César observó la foto con sorpresa. La instantánea mostraba un arbusto cubierto de flores rosáceas.

—Adelfas —puntualizó ella—, una de las especies más venenosas que hay, capaz de producir una parada cardiaca en un adulto tras su ingesta. ¿Empiezas a encontrarle sentido a esto? Y, sí, antes de que lo preguntes, en el jardín de la mansión de Loeiro había un arbusto como este.

La última noche

Repasó la lista de cosas que debía meter en la maleta de Ángel, que en realidad eran muy pocas. Algunas mudas, una foto de ambos para que se la pusieran en su habitación y algunos enseres de aseo, que estaba segura de que no serían necesarios, pero quería que algo en esa clínica le resultase familiar.

Lidia, la enfermera que acudía dos veces al día para asearlo y ayudarla a levantarlo y acostarlo, se despidió de ambos y les deseó buena suerte. Iria no creía en la suerte. Creía en el trabajo y el esfuerzo, porque todo lo que había conseguido en la vida había sido a base de ellos, pero le agradeció a Lidia todos sus servicios durante esos meses y le prometió que la tendría al tanto de los avances de Ángel.

Se tumbó al lado de su marido. Recostó la cabeza en su pecho y sintió su respiración. Hubo un tiempo, tras el ictus, en que le bastaba con eso, con saber que seguía vivo, con sentir su aliento y su calor. Después comprendió que necesitaba volver a escuchar su voz, caminar a su lado o compartir una cerveza sentados en el porche de la entrada.

En esa habitación habían hecho el amor en su primera noche en la casa. Los de la mudanza habían llegado tan tarde que no habían tenido tiempo de montar la cama. Habían dormido sobre el colchón, con la ventana abierta, oliendo el mar, como siempre decía él. «El mar no huele, lo que hueles son las algas». Ella siempre se lo repetía, con la condescendencia propia del que se ha criado frente a la ría.

Habían sido inmensamente felices en esa casa, con esa felicidad plácida e inconsciente de los que ignoran que lo son.

Besó su hombro, su rostro y sus labios. «Volverás pronto y todo será como antes». Se lo repitió. Le enumeró mil planes que harían cuando todo pasase. El viaje a los fiordos, la visita a su tía de Barcelona, la reforma del cuarto de invitados. Le prometió acompañarlo a su festival de rock favorito, el Resurrection de Viveiro, y lo llevaría a Mallorca, a Sóller.

Desgranó mil destinos y mil actividades, y siguió hablando incluso cuando se dio cuenta de que él se había quedado dormido.

Fue entonces cuando se permitió llorar, aunque no habría sabido decir si ese llanto se lo provocaba el miedo o la emoción.

La Casa Rosa

El martes por la mañana, un taxi la dejó delante de la puerta de entrada a la mansión de los Villamor. La casa se hallaba en el extremo de Loeiro, justo en el punto donde la bahía acababa, delimitada por el monte de Moledo. Un imponente muro de piedra la salvaguardaba, Iria recordaba que en la parte delantera había un gran jardín y en la trasera una piscina. Habían pasado muchos años, por lo que era posible que las cosas no estuviesen exactamente iguales a como las dibujaba su memoria. En la entrada, una placa rezaba VILLA VANGENEBERG. Tendría que preguntar por el origen de ese nombre, más por curiosidad que por otra cosa. Apretó el timbre y el portalón se abrió con un zumbido.

Iria y su maleta naranja se adentraron en el jardín por un sendero de gravilla. La casa era de piedra y tenía tres alturas y dos alas laterales. El frente mostraba una galería acristalada; desde allí debía de haber unas vistas espectaculares.

Se dirigió a la casa, donde ya la estaba esperando una mujer de pelo cano que rondaría los sesenta años. Llevaba un delantal de un blanco inmaculado sobre una blusa blanca y una falda azul marino.

—Buenos días —saludó la mujer—. Llega usted pronto. Me temo que no encontrará a nadie aún.

—No importa. Ya me lo imaginaba, pero quería instalarme sin prisa —confesó Iria. Eran las once de la mañana y el empresario le había pedido que viniera a la hora del almuerzo.

—El señor Ulises vendrá sobre las dos. La comida está prevista para las dos y media —le explicó mientras la guiaba hacia un ascensor antiguo, con una puerta de hierro forjado dibujando flores de lis.

A Iria no le cupo duda de que estaba ahí desde los tiempos en que fue construida la casa, y le maravilló su estado de conservación, con sus botoneras doradas y sus paredes con paneles de madera.

—¿Estará toda la familia? —se interesó.

La mujer asintió con un ademán.

—El señor le ha pedido a Ada y a Álvaro que vengan.

—¿Y Eduardo? —En la voz de la policía había un deje de extrañeza.

—Está de viaje, creo que regresa mañana.

La asistenta pulsó el botón del último piso.

—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —preguntó Iria.

—Desde el 2004. Hará veinte años en noviembre.

—Imagino que son ustedes muchos en el servicio, ¿no?

—Entre semana acudimos tres empleadas diariamente. Una se ocupa de la cocina y otra de la limpieza, y yo me encargo del resto. Los fines de semana vienen dos empleados para cubrir esas mismas funciones. También hay un jardinero que viene dos días a la semana. Y luego está Claire, la au pair.

Como un relámpago, reflotó en la memoria de Iria aquella fiesta de cumpleaños en la que Ada le contó que sus padres estaban pensando contratar a una profesora inglesa, porque cuando comenzara el BUP se marcharía al extranjero.

—¿Y Claire lleva en la familia mucho tiempo? —Ya imaginaba una de esas matronas británicas que crían a los hijos de varias generaciones, pero la vio negar con la cabeza.

—Las au pairs cambian cada año. Las hemos tenido inglesas y francesas; esta es irlandesa. Ya le queda poco aquí, su estancia se limita al curso escolar.

Las puertas del ascensor se abrieron y la mujer la condujo a una habitación al fondo del pasillo. Era de tamaño mediano y tenía baño propio. Iria comprobó con placer que disponía de un escritorio para trabajar. Colocó su maleta sobre un soporte de equipaje de aspecto moderno.

—La dejo para que se acomode —dijo.

—Se lo agradezco mucho, emm... —Acababa de caer en que no le había dicho su nombre.

—Carmen —se apresuró ahora—. Y tutéeme, por favor, señorita.

—Solo si tú también lo haces —accedió Iria.

—Uy, no, no. —Espantó la idea con la mano—. Es usted una invitada del señor. Y además, policía.

—¿Tu jefe ha dicho por qué estoy aquí? —preguntó Iria, sorprendida, antes de que la mujer abandonase la estancia.

Carmen asintió.

—Por supuesto. El señor me ha dicho que es algo relacionado con la empresa y que se quedará usted una temporada con nosotros. Me ha indicado que respondiese a todas sus preguntas sin temor y que le proporcionase toda la información necesaria.

Bien por Ulises, pensó Iria.

—Perfecto. Pues si te parece bien, Carmen, deshago el equipaje, bajo y charlamos otro rato. Me gustaría que me enseñaras la casa y me hablaras un poco de todos. Y tutéame, por favor —le repitió con una sonrisa—. Insisto.

En la soledad de su habitación, a Iria comenzó a antojársele ridículo todo el asunto. Habían pasado cuatro años, no sería fácil investigar nada. Ulises le había informado de que el arbusto de adelfas lo habían cortado en 2021. Cuando Ada decidió instalarse definitivamente en Loeiro, el jardinero indicó que, habiendo niños en la casa y dada su peligrosidad, sería conveniente podarlo.

Descorrió las cortinas y abrió la ventana. Le decepcionó ver que la habitación no daba al mar, sino a la piscina y el resto del jardín trasero. Una cabaña de madera, un cenador con una gran mesa. La barbacoa. Una zona de tumbonas al sol; otra a la sombra, con sofás. Una barra de bar. Una caseta para un perro (aunque del perro no había ni rastro). Al fondo, un alto palomar que seguramente habían habilitado como vivienda, pues se apreciaban cortinas en la ventana de la parte superior. Era una construcción curiosa, poco habitual en la zona. Todo parecía dispuesto para el ocio, aunque Iria tenía la sensación de que los Villamor no le destinaban mucho tiempo.

Recordaba ese jardín. ¿Se acordaría Ada de ella? Habían pasado veintiocho años. Iria había sabido de ella por la prensa. Era médica y, sorprendentemente, no trabajaba en Asisgal. Lideraba un equipo de investigación que estaba consiguiendo esperanzadores avances en el campo de la demencia senil, el alzhéimer, o algo de ese estilo, no alcanzaba a recordarlo. En el cole ya era una niña brillante, y a Iria le gustaba ese rasgo de rebeldía de no trabajar para su padre, sino para la sanidad pública, una decisión que, si bien podía parecer más fácil para una mujer rica que para el común de los mortales, no dejaba de ser admirable.

Salió de la habitación y recorrió el pasillo. Ya sin maleta, decidió bajar por las escaleras. La decoración de la casa era más moderna de lo esperado, sin caer en estridencias y manteniendo un estilo sobrio. Los muebles eran sencillos, pero de calidad indiscutible. Desde fuera uno podría imaginar una mansión con muebles barrocos y lámparas doradas. Lo cierto es que la casa estaba decorada con un gusto exquisito; muebles funcionales de diseño actual pero de materiales nobles que no desentonaban con otras piezas de decoración que, si bien antiguas, tenían un marcado corte m

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