Legítima defensa

John Grisham

Fragmento

1

Mi decisión de llegar a ser abogado se convirtió en decididamente irrevocable cuando me percaté de que mi padre odiaba la profesión jurídica. Yo era un adolescente desmañado, avergonzado de mi propia torpeza, frustrado con la vida, horrorizado de la pubertad; además, mi padre estaba a punto de mandarme a una escuela militar por insubordinación. Él era un ex marine y estaba convencido de que los jóvenes debían vivir a toque de corneta. Puesto que yo me había acostumbrado a responderle y tenía aversión a la disciplina, su solución consistió en alejarme de mi casa. Transcurrieron muchos años antes de que lo perdonara.

También era ingeniero industrial y trabajaba setenta horas semanales para una empresa que, entre muchas otras cosas, fabricaba escaleras. Por su propia naturaleza, las escaleras son artefactos peligrosos y su compañía era objeto frecuente de demandas judiciales. Como responsable de diseño, mi padre era el portavoz predilecto de la empresa en juicios y atestados. No puedo decir que reproche su odio por los abogados, pero yo llegué a admirarlos por lo mucho que le amargaban la vida. Después de discutir ocho horas con ellos llegaba a casa y empezaba a tomar martinis. No se molestaba en saludar, dar besos, ni cenar. Después de aproximadamente una hora sin dejar de incordiar mientras deglutía cuatro martinis, perdía el conocimiento en su desvencijado sillón. Uno de los juicios  duró tres semanas y cuando concluyó, con un severo veredicto contra la empresa, mi madre llamó a un médico y lo ingresaron un mes en un hospital.

Más adelante quebró la empresa y, evidentemente, atribuyó toda la culpa a los abogados. Nunca oí mencionar que tal vez ciertos errores de dirección pudieran haber contribuido a la quiebra.

El alcohol pasó a dominar su vida y se deprimió. Pasó muchos años sin trabajo fijo, lo cual me complicó realmente la vida, porque me vi obligado a servir mesas y repartir pizzas para seguir contra viento y marea en la universidad. Creo que hablé con él dos veces durante mis primeros cuatro años de estudios. El día en que supe que había aprobado el ingreso a la Facultad de Derecho regresé a casa orgulloso con la gran noticia. Mi madre me contó más adelante que mi padre había pasado una semana en cama.

Dos semanas después de mi visita triunfal, mi padre estaba cambiando una bombilla en el desván —y juro que es verdad— cuando se le dobló la escalera y se cayó de cabeza al suelo. Permaneció un año en coma en una residencia sanitaria, hasta que alguien tuvo la misericordia de desenchufar la máquina.

Pocos días después del funeral sugerí la posibilidad de una demanda judicial, pero mi madre no se sentía con fuerzas para ello. Además, siempre he sospechado que estaba parcialmente ebrio cuando se cayó. Por otra parte, en aquellos momentos no recibía remuneración alguna, de modo que en nuestro tortuoso sistema su vida tenía escaso valor económico.

Mi madre recibió un total de cincuenta mil dólares del seguro de vida y volvió a casarse con poco acierto. Mi padrastro es un hombre sencillo, un cartero jubilado de Toledo, y pasan la mayor parte del tiempo bailando danzas folclóricas y viajando en un Winnebago. Yo guardo las distancias. Mi madre no me dio ni un centavo del dinero, dijo que era lo único de lo que disponía para resolver su propio futuro y, puesto que yo  había demostrado bastante habilidad para vivir sin nada, consideró que no lo necesitaba. Según ella, mis perspectivas de ganar dinero en el futuro eran buenas, pero no las suyas. Estoy seguro de que Hank, su nuevo marido, le llenaba la cabeza de consejos financieros. Algún día, mi camino y el de Hank volverán a cruzarse.

En mayo, dentro de un mes, acabaré mis estudios en la Facultad de Derecho y en julio me presentaré al examen de colegiatura. No me licenciaré con matrícula de honor, aunque estoy entre la primera mitad de mi promoción. Lo único inteligente que he hecho durante mis tres años en la Facultad de Derecho ha sido despachar primero las asignaturas más difíciles, para poder tumbarme a la bartola el último semestre. Esta primavera, mis clases son un chiste: derecho deportivo, derecho artístico, antología selecta del código napoleónico y, mi asignatura predilecta, problemas jurídicos de los ancianos.

A esta última opción se debe que esté sentado aquí, en una desvencijada silla tras una mesa plegable, en un edificio metálico, caluroso y húmedo, con una diversidad de personas de la tercera edad, como a ellas les gusta llamarse. Sobre la única puerta visible hay un letrero pintado a mano, que define majestuosamente el lugar como «Parque de los Cipreses, edificio para ciudadanos de la tercera edad», aunque aparte del nombre, no existe en el mismo el menor indicio de flores ni vegetación. Sus paredes están desnudas y parduscas, a excepción de una vieja fotografía descolorida de Ronald Reagan en un rincón, entre dos tristes banderas: la nacional y la del estado de Tennessee. Evidentemente, el edificio —pequeño, triste y sombrío— fue construido en el último momento con unos pocos dólares sobrantes de la subvención federal. Yo hago garabatos en un cuaderno, sin atreverme a mirar a la muchedumbre que avanza progresivamente en sus sillas plegables.

Deben de ser una cincuentena en total, blancos y negros a proporciones iguales, con una media de por lo menos setenta  y cinco años de edad, algunos ciegos, aproximadamente una docena en sillas de ruedas y muchos con audífonos. Se nos había dicho que siempre se reunían aquí a las doce del mediodía, para disfrutar de una comida caliente, cantar un poco y recibir la visita ocasional de algún candidato político desesperado. Después de alternar un par de horas, regresan a sus casas y cuentan las horas hasta el momento de regresar. Nuestro catedrático nos había contado que para ellos aquel era el momento más emocionante del día.

Cometimos el error garrafal de llegar a la hora del almuerzo. Nos sentaron a los cuatro en un rincón junto con nuestro catedrático, el profesor Smoot, y nos observaron atentamente mientras picoteábamos un trozo de pollo que parecía de plástico y unos guisantes helados. Mi puré era amarillo, cosa que no le pasó desapercibida a un viejo chivo barbudo que llevaba sujeta al bolsillo de su sucia camisa una placa donde se leía «mi nombre es Bosco». Bosco farfulló algo relacionado con el puré amarillo y yo se lo ofrecí junto con mi trozo de pollo, pero inmediatamente intervino la señorita Birdie Birdsong y lo obligó a sentarse de nuevo en su silla a empujones. La señorita Birdsong tiene unos ochenta años, pero está muy ágil para su edad y desempeña la labor de madre, dictadora y guardia de seguridad para la organización. Dirige la comunidad como una veterana encargada de una sala hospitalaria, con abrazos y caricias, bromeando con otras ancianas de cabello azulado, riéndose en un tono agudo y de vez en cuando echándole una mala mirada a Bosco, que es, indudablemente, el niño travieso de la pandilla. Le riñó por haber admirado mi puré, pero al cabo de unos instantes apareció un plato lleno de engrudo amarillento ante su encandilada mirada y se lo comió con sus rechonchos dedos.

Transcurrió casi una hora. El almuerzo prosiguió como si aquellas almas hambrientas deglutieran un suculento banquete, sin la menor esperanza de volver a comer jamás. Sus temblorosas cucharas y tenedores iban y venían, subían y ba jaban, entraban y salían como si transportaran metales preciosos. El tiempo carecía por completo de importancia. Se hablaban a gritos cuando algo les molestaba. Se les caía la comida al suelo y llegó el momento en que fui incapaz de seguir mirándolos. Incluso me comí el puré. Bosco, con codicia todavía en la mirada, estab

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