¿Quién teme al lobo? (Inspector Sejer 3)

Karin Fossum

Fragmento

¿Quién teme al lobo?

Un rayo cegador entra oblicuamente por entre los árboles.

El susto le hizo detenerse en seco. No estaba preparado. Se había levantado del camastro y había cruzado la casa en penumbra, aún medio dormido, hasta la losa que había fuera, delante de la puerta. Entonces lo alcanzó el sol.

Le penetró los ojos como un punzón. Se llevó bruscamente las manos a la cara, pero la luz continuó hacia dentro, traspasando cartílagos y huesos, directa hasta el fondo de la oscuridad del cráneo. Allí dentro, todo se volvió de un blanco estridente. Los pensamientos se dispersaron en todas las direcciones, reventando en átomos. Quiso gritar, pero nunca gritaba, su dignidad no se lo permitía. Optó por apretar los dientes y se quedó tan quieto como pudo sobre la losa. Algo estaba a punto de ocurrir. La piel de la cabeza se le estaba tensando, lo notaba por una creciente picazón. Permaneció de pie, temblando, y con las manos apretadas contra la cabeza. Notó que los ojos se le desviaban hacia los lados y las fosas nasales se le hinchaban, agrandándose como ojos de cerradura. Gimió débilmente, intentó controlarse, pero fue incapaz de detener las enormes fuerzas. Poco a poco se le fueron borrando las facciones. Solo quedaba un cráneo desnudo, forrado de una piel blanca y transparente.

Luchó febrilmente mientras gemía por lo bajo e intentó tocarse el rostro para comprobar si seguía en su sitio. La nariz se le había quedado blanda y repulsiva. Retiró la mano. Había estropeado lo poco que le quedaba de nariz, notó cómo se iba difuminando, perdiendo su forma igual que una ciruela podrida.

De repente, la tensión desapareció. Respiró con cuidado, notando cómo la cara volvía a su sitio. Abrió y cerró un par de veces los ojos, abrió y cerró la boca, pero en el momento de querer volver a entrar en la casa, sintió una punzada en el pecho, como las garras afiladas de una bestia a la que no podía ver. Se agachó, abrazándose para resistir la fuerza que le tiraba de la piel del pecho, cada vez con más intensidad. Los pezones desaparecieron en las axilas. La piel de su torso desnudo se volvió más fina. Las venas sobresalían como cables nudosos por los que palpitaba sangre negra. Estaba agachado, casi doblado, y lo sintió llegar, ya no pudo impedirlo.

De repente reventó como un monstruo al sol. Vísceras e intestinos salieron rodando. Él intentaba mantener todo en su lugar, logró coger los bordes de las heridas y juntarlos, pero le salían cosas entre los dedos, acumulándose delante de sus pies como restos de una matanza. El corazón, encerrado entre las costillas, seguía latiendo, latidos asustados y ruidosos. Así permaneció un buen rato, doblado por el dolor, sollozando. La cavidad peritoneal se le había quedado vacía. Abrió un ojo y, temeroso, bajó la mirada para observarse. El abdomen había dejado de chorrear. Torpemente, se dispuso a recoger el contenido. Lo metió en cualquier sitio mientras sujetaba con firmeza la piel para que no se volviera a salir. Nada se puso en el lugar correcto, se veían bultos en los lugares más extraños, pero si lograba que la herida se cerrara, nadie la vería. Él sabía que no estaba hecho como los demás, pero por fuera no se apreciaba. Mientras tenía agarrada la piel con la mano izquierda, empujaba constantemente con la derecha. Al final, consiguió meter la mayor parte y solo quedó algo de sangre en la escalera. Apretó con fuerza la herida y notó que se iba cerrando. Respiraba con mucho cuidado para que no se abriera de nuevo al tiempo que se mantenía rígido. El sol seguía inundando el bosque con su rayo blanco, afilado como una espada, pero él volvía a estar entero. Todo había sucedido muy deprisa. No debería haber ido directamente del camastro al sol sin pensar. Siempre se había movido en otro espacio, contemplando el mundo a través de un sombrío velo que le servía de protección contra la luz y los sonidos del exterior. Él mismo mantenía el velo en su sitio mediante una profunda concentración. Ahora se le había olvidado. Había salido corriendo al nuevo día, sin reservas, como un niño.

Se le ocurrió pensar que el castigo era irrazonablemente duro, pues mientras dormía en el camastro carcomido, había soñado algo que lo había hecho levantarse de repente, salir corriendo y olvidarse de lo que tenía que hacer. Cerró los ojos y evocó algunas imágenes. Veía a su madre al pie de la escalera. De la boca le manaba a chorros la sangre roja y caliente. Gorda y rechoncha con una bata blanca de flores grandes, parecía un jarrón volcado del que salía una salsa roja. Recordó su voz, siempre seguida de un tono grave de flauta. Volvió a entrar lentamente en la casa.

Esta es la historia de Errki. Empezó así: Eran las tres de la mañana cuando abandonó el manicomio. No lo llamamos manicomio, Errki, y aunque en cierto modo tienes derecho a llamarlo como quieras en tu universo privado, debes tener consideración con los demás y referirte a él de otra manera. Eso se llama amabilidad o tacto, si quieres. ¿Has oído hablar de eso?

¡Dios! La mujer era tan elocuente que a él le parecía que le salían chorros de aceite de la boca cuando hablaba. Tras las palabras llegaba su sonido, un órgano eléctrico chirriante.

Se llama Varden, dijo él con una sonrisa ácida. Los que vivimos aquí, en Varden, somos como una gran familia. Suena el teléfono. ¡Varden, dígame! ¿Alguien puede recoger el correo para Varden?

Exactamente. Solo es cuestión de acostumbrarse. Aquí todo el mundo tiene que mostrar un poco de consideración con los demás.

Yo no, contestó él en tono agrio. Estoy internado contra mi voluntad, por el artículo cinco. Un peligro para mí mismo y quizá para otros.

Se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

Gracias a mi mierda estás ganando tan buen sueldo.

La enfermera de guardia tembló. Ese era el momento en el que más débil se sentía, esa tierra de nadie entre la noche y la madrugada, un vacío grisáceo durante el que los pájaros contenían su canto y no se sabía si alguna vez volverían a cantar, cuando todo podía ocurrir sin que ella se enterara. Se encogió un poco, sintiéndose de súbito agotada. No le quedaban fuerzas para ver su dolor, para recordar quién era él y que estaba sometido a ella. Le pareció repugnante, egocéntrico y feo.

Ya lo sé, contestó con agresividad. Pero, al fin y al cabo, llevas aquí cuatro meses, y a juzgar por lo que veo, no parece importarte demasiado.

Lo dijo con una boca tan picuda como el pico de una gallina. Del órgano salió un acorde chirriante.

Y con eso, el hombre se largó. No resultó nada difícil. La noche era cálida, y la ventana estaba abierta quince centímetros. Había un riel de acero fijado al marco, pero ese problema lo solucionó desmontándolo con la hebilla del cinturón. Los tornillos salieron sin problemas de la madera carcomida de ese edificio de más de cien años. Su habitación estaba en la planta baja. Saltó por la ventana con la ligereza de un pájaro y aterrizó sobre el césped.

No cogió el camino que pasaba por el

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