Christine

Stephen King

Fragmento

Christine

PRÓLOGO

Podría decirse que ésta es la historia de un triángulo de amantes, Arnie Cunningham, Leigh Cabot y, naturalmente, Christine. Pero quede claro que fue Christine quien primero estuvo allí. Fue el primer amor de Arnie, y, aunque no me atreviera a asegurarlo (ni aun desde las cumbres de sabiduría que he alcanzado en mis veintidós años), creo que fue su único amor verdadero. Por eso llamo tragedia a lo que sucedió.

Arnie y yo crecimos juntos en el mismo barrio, fuimos juntos a la Escuela Elemental de Andrews y a la Escuela Media de Derby y juntos estuvimos después en la Escuela Superior de Libertyville. Supongo que yo fui la principal razón de que a Arnie no lo destrozasen allí. Yo era un tío importante en la Escuela Superior: sí, ya sé que eso no sirve para nada; cinco años después de haberte graduado ni siquiera puedes conseguir que te inviten a una cerveza por haber sido capitán de los equipos de rugby y béisbol y haber participado en un campeonato interescolar de natación, pero gracias a eso Arnie se salvó al menos de que lo mataran. Fue objeto de muchos insultos y vejaciones, pero no lo mataron.

Y es que era un perdedor. Toda escuela superior tiene por lo menos dos; es como una ley nacional. Un chico y una chica. Todo el mundo busca desahogarse. ¿Te va mal el día? ¿Has suspendido un examen importante? ¿Has tenido bronca con tus padres y te han castigado sin salir el fin de semana? No es problema. Busca a uno de esos pobres diablos que se escabullen como criminales por los pasillos antes de que suene la campana y empréndela con él. Y a veces los matan, en todos los aspectos importantes salvo el puramente físico; otras veces, encuentran algo a lo que aferrarse y sobreviven. Arnie me tenía a mí. Y luego tuvo a Christine. Leigh vino más tarde.

Sólo quería que se entendiera eso.

Arnie se encontraba siempre desplazado. Se hallaba desplazado entre los chicarrones porque era flaco y huesudo; un metro setenta y siete y sesenta y tres kilos de peso flotando en sus flojas ropas y su par de botas de conductor de carromatos del desierto. Se encontraba desplazado entre los intelectuales de la escuela superior (grupo bastante desplazado ya en una ciudad como Libertyville) porque no tenía la menor especialidad. Arnie era un chico despierto, pero su inteligencia sólo se aplicaba de forma natural a la mecánica del automóvil. Era un tío grande en eso. Pero sus padres, que impartían clases los dos en la Universidad de Horlicks, no podían ver a su hijo, que en su «Stanford-Binet» había figurado entre los componentes del selecto cinco por ciento, siguiendo los cursos de talleres. Tuvo suerte de que le dejaran seguir los tres cursos. Lo suyo le costó conseguirlo. Se encontraba desplazado entre los habituales de la droga porque él no la consumía. Se encontraba desplazado entre el grupo de los jayanes de ajustados pantalones vaqueros, porque él no bebía y, si se le pegaba con suficiente fuerza, lloraba.

Oh, sí y se encontraba fuera de lugar entre las chicas. Su maquinaria glandular estaba totalmente descompuesta. Quiero decir que Arnie se hallaba cubierto de granos. Se lavaba la cara quizá cinco veces al día, se duchaba quizá doce veces a la semana y probaba todas las cremas y pomadas conocidas por la ciencia moderna. En vano. La cara de Arnie parecía una pizza cargada, y llevaba camino de quedarse para siempre con una de esas caras que parecen picadas de viruelas.

De todos modos, a mí me caía bien. Tenía un sutil sentido del humor y una mente que nunca cesaba de formular preguntas, jugar y explorar. Fue Arnie quien me enseñó a hacer una granja de hormigas cuando yo tenía siete años, y nos pasamos todo un verano observando a estos bichos, fascinados por su laboriosidad y su absoluta seriedad. Cuando teníamos diez años, fue a Arnie a quien se le ocurrió que, una noche, pusiéramos bajo el gran caballo de plástico que adornaba el jardín del «Libertyville Motel», en la linde de Monroeville, un montón de boñigas cogidas en las cuadras de la carretera 17. Arnie era muy bueno jugando al ajedrez y al póquer. Él me enseñó a sacar el mayor partido posible a mis tanteos. Los días de lluvia, y hasta que me enamoré (bueno, más o menos; ella era una madrina de equipo con un cuerpo fantástico, y estoy seguro de que me enamoré de eso, aunque cuando Arnie señaló que su mente tenía toda la profundidad y resonancia de un «Shaun Cassidy» de 1945, yo no pude realmente contradecirle, porque tenía razón), era en Arnie en quien primero pensaba, porque Arnie sabía sacar el mayor partido posible a los días de lluvia, lo mismo que sabía sacar el mayor partido posible a los tantos en el póquer. Quizá sea ése uno de los detalles por los que se reconoce a las personas realmente solitarias: siempre les puede uno llamar por teléfono. Siempre están en casa. Absolutamente siempre.

Por mi parte, yo le enseñé a nadar. Me esforcé con él y le hice comer verduras para que fortaleciese un poco su huesudo cuerpo. El año anterior a nuestro último curso en la Escuela Superior de Libertyville, le conseguí trabajo en una cuadrilla de reparación de carreteras, para lo cual tuvimos que batirnos el cobre con sus padres, que se consideraban grandes amigos de los gañanes de California y de los obreros de las acerías del Burg, pero que se sentían horrorizados ante la idea de que su capacitado hijo (entre el cinco por ciento de destacados en su «Stanford-Binet», recordémoslo) anduviera manchándose las manos y despellejándose el cuello al sol.

Luego, hacia el final de aquellas vacaciones veraniegas, Arnie vio por primera vez a Christine y quedó perdidamente enamorado. Yo estaba con él aquel día —volvíamos a casa después del trabajo— y daría testimonio de ello ante el Trono de Dios Todopoderoso si se me pidiera hacerlo. Amigos míos, fue un flechazo en toda regla. Podría haber sido divertido si no hubiera resultado tan triste y si las cosas no se hubieran deteriorado tan rápidamente. Podría haber sido divertido si no hubiera sido tan malo.

¿Cómo de malo fue?

Fue malo desde el principio. Y no tardó en empeorar.

Christine

Primera parte

CANCIONES DE AUTOMÓVIL JUVENILES

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos