1
La noche del asesinato
Los muertos no resucitan.
O eso es lo que Evelyn Mitchell siempre había pensado. Es más, lo creía como lo haría cualquiera de nosotros. Al fin y al cabo, nunca había visto caminar a un muerto. Las tumbas permanecen cerradas en los cementerios y la poca vigilancia de la que gozan no se debe a otra razón que la improbable posibilidad de que los difuntos se despierten. Que lo hicieran se le antojaba remoto y vergonzosamente absurdo. Eso no impedía que Evelyn sintiera una punzada de temor en la nuca cada vez que cruzaba las rejas oxidadas del viejo camposanto al salir del trabajo. En momentos como aquel se arrepentía de haber vendido su viejo Chevrolet…, pero, después de lo que pasó, tenía que desprenderse de él. Y demasiado tiempo había esperado.
Caminó sin detenerse. Los escalofríos iban y venían, intermitentes como las olas del mar; su cuerpo se estremecía y la piel se le erizaba solo de pensar en los huesos de todos los que yacían bajo tierra. Y en particular los de una persona: Norman Greene. Si por ella fuera, habría estado dispuesta a cambiar de trabajo para no tener que pasar por el lugar donde ese malnacido estaba enterrado cuando finalizaba la jornada y volvía a casa.
Pero Norman llevaba muerto más de un año, y aquel fúnebre trayecto era la manera más corta de salvar la distancia entre el White Rabbit —el pub nocturno en el que trabajaba— y la casa donde vivía con su madre, que, por cierto, no la estaría esperando despierta. Aunque tampoco iba a culparla. ¿Quién espera a su hija hasta las cinco de la mañana, sobre todo si una ya se acerca peligrosamente a los cuarenta? Ella, por supuesto, no lo habría hecho; si bien, tampoco es que pudiera asegurarlo porque, para hacerlo, tendría que haber pasado antes por el peaje de la maternidad. Y eso era algo que, por desgracia, no iba a experimentar jamás.
Pero eso Evelyn no lo sabía. Como tampoco sabía que aquella era la última vez que cruzaría el cementerio de regreso a su hogar. Simplemente se sacudió de encima esa molesta sensación de peligro que la atenazaba y hundió el cuello entre los hombros aferrando las solapas de su chaqueta vaquera. Al hacerlo, rozó con ella su mejilla y apretó los dientes con impotencia. La tenía hinchada y notaba cómo le palpitaba de dolor. La discusión que acababa de tener con Freddy no había terminado bien, y ella se había llevado la peor parte. Para no variar. Con él, las discusiones siempre terminaban de la misma manera. Aunque ya le daba igual. Pronto dejaría a ese engreído asqueroso en la estacada y se marcharía lejos, muy lejos.
Sonrió, tímida, al imaginarlo, pero una gélida ráfaga de aire le borró la sonrisa de la boca.
El grueso del forro de lana amarillento apenas la resguardaba del frío, y Evelyn se enfadó consigo misma por haberse hecho la valiente esa mañana. La primavera se había estrenado hacía poco, pero el invierno se atrincheraba al caer la tarde, y la fría brisa procedente del lago le calaba los huesos. A esas horas intempestivas desearía llevar puestos el pijama y las zapatillas en vez de los tacones y las medias… Pero, al salir de casa, el sol la encandiló con su calidez del mediodía haciéndole creer que cuando terminara su turno seguiría allí. Cosa que, por descontado, era imposible.
Avanzó por el camino adoquinado con paso firme y la vista al frente. Las sombras oscuras de los marchitos rosales y los longevos cipreses la acompañaban sigilosamente mientras trataba de no desviar la mirada hacia las tumbas. Sin embargo, no pudo evitarlo por mucho rato.
Porque un ruido a su espalda la alertó. Una especie de gemido.
O una risa agonizante.
Inconscientemente, aminoró el paso y volvió la cabeza. Escrutó la densa oscuridad de la madrugada, la que siempre es más intensa antes del amanecer, pero no vio nada. Al menos nada que hubiese podido emitir aquel extraño sonido.
Así que aceleró el paso.
Siempre la reconfortaba dejar el cementerio atrás —con sus tétricos ángeles de mármol, los mausoleos de los difuntos adinerados y aquellas lápidas de piedra fría— y cobijarse a la luz de las farolas. Aunque engañosa, la sensación de seguridad una vez fuera de allí era diametralmente distinta.
Evelyn siguió caminando, intentando controlar los nervios, con sus tacones resonando en la quietud de la noche y el bolso balanceándose de lado a lado como un crío en un columpio.
De pronto un golpe sordo hizo que mirara con espanto hacia unos matorrales. Si en algún momento había pensado que el ruido de antes podía ser de algún animalillo —una rata o incluso un mapache—, lo de ahora tenía que haberlo provocado un animal mucho más grande. Los matorrales se agitaron con una especie de espasmo, pero dejaron de moverse en cuanto fijó la vista en ellos, casi de inmediato. En el instante en el que se acercó para ver de qué se trataba, un dolor agudo le atravesó el costado. El cuchillo se deslizó hacia atrás, empuñado con firmeza, y de la herida brotó un reguero de sangre caliente que serpenteó por sus medias hasta el suelo. Notó un cuerpo pegado a su espalda, el aliento caliente junto a su oído. Intentó defenderse, arañar a su agresor retorciéndose como una contorsionista para que aflojara su presa, pero apenas logró rozar su cabello. Cuando quiso gritar, una mano le tapó la boca con fuerza. De todas formas, aunque lo hubiera conseguido, nadie la habría oído.
Porque Evelyn Mitchell estaba sola.
Sola y rodeada de muertos.
2
Preparado para la guerra
Mientras aparcaba, los primeros rayos de sol refulgían en el parabrisas de mi Lancia rojo, al que todavía le debía una mano de pintura desde el año pasado.
Acababa de salir del estudio donde había dirigido La noche de Jack, mi programa de radio nocturno habitual. El día anterior decidí que hablaría de la infancia, y, sin sospecharlo, se convirtió en uno de los temas más interesantes que había tratado hasta el momento. Sobre todo gracias a una llamada que terminó por marcar el tono de la noche. El oyente que me contactó se llamaba Lucas Harrison. Por lo que contó, su hermano Elliot, de seis años (cumpliría los siete poco después, a finales de ese mismo verano), fue secuestrado a la salida del colegio en la localidad de Goodrow Hill allá por 1995. El caso tardó veinticinco años en cerrarse, pero el eco del sufrimiento y la angustia que en su día padeció la familia seguía ahí, en la voz de Lucas Harrison, a través de mis auriculares.
Todo lo que se habló en el programa hizo que ahora pensara en el supuesto sentido de la vida. Quizá porque la llamada me había afectado, tal vez porque estaba melancólico, o porque la luz de un nuevo día siempre se me antoja como un abanico de nuevas posibilidades, de nuevas oportunidades para vivir. Pero por vivir no me refiero al simple hecho de respirar, a coger aire por la nariz y dejarlo escapar por la boca. Me refiero a vivir de verdad, a disfrutar de la vida.
Los entendidos dicen que nunca llegamos a vivir del todo, en parte porque no podemos comprender ni alcanzar lo que se supone que debería significar la vida para nosotros. Si uno baja la mirada y se fija en los niños, ellos sí parecen saber hacerlo. Los vemos corretear por el parque, deslizarse por los toboganes con la libertad que les brinda la inocencia, revolcarse en la arena sin importarles que esta se les meta en los zapatos o saborear un helado a manos llenas poniéndolo todo perdido. Son felices, disfrutan de la vida; pero en realidad no lo hacen porque ese es exactamente su estado natural: la felicidad. No tienen responsabilidades con las que cargar ni problemas que los dominen. Así que, como no hay nada que empañe su existencia, no son conscientes de que la están disfrutando. Es tan cierto como triste: sus cerebros infantiles no son siquiera capaces de retener una sensación que solo los adultos que los observan con nostalgia pueden identificar y echar de menos. Esa sensación pura de vida plena sin remordimientos.
Después, en la juventud, creemos disfrutar de la vida. Pero solo es un espejismo que se desvanece en cuanto nos acercamos a esa edad adulta que pensábamos que no existía. No obstante, existe igual que estas palabras y solo nos brinda momentos de verdadero deleite en contadas ocasiones; sorbitos de lo que creemos merecer, que terminan fugazmente y a lo sumo en dos semanas, cuando toca recoger maletas y tomar el avión que no solo nos devuelve a casa, sino a una realidad que muchos aborrecen. Puede que si uno goza de suficiente dinero y salud pueda arañarle a la vida una limosna de la felicidad que se nos escapó cuando dejamos de ser niños. Pero si no se gasta el uno, se pierde la otra, y si no, la vejez nos alcanza. Como alcanzó al sheriff Hole, que, relajado en su mecedora de madera y mimbre, miraba el amanecer desde el porche de su bonita casa. No parecía feliz, pero se le iluminaron los ojos en cuanto me vio salir del coche.
Alzó el tazón que sostenía, a modo de saludo.
—¡Mira a quién tenemos por aquí! ¡Ni más ni menos que a Declan Jacobson! —bramó con elocuencia, como si yo fuera alguien importante—. ¡Irlandés, ya pensaba que te habrías olvidado de este pobre viejo!
Me acerqué a él sin poder evitar que una sonrisa amigable asomara a mis labios.
—¿Cómo se encuentra mi sheriff favorito? —pregunté con cariño mientras salvaba los tres escalones de su porche.
—¡Exsheriff, chaval! Y me encuentro tal y como me ves: decrépito y sentado en una silla como un abuelo esperando a que llegue mi hora.
Si en algo de lo que Harry había dicho tenía razón era en que, después de toda una vida al servicio de Stoneheaven, había colgado por fin el sombrero de sheriff. El caso del asesinato de Sarah Brooks fue el amargo punto final de su carrera como policía y, aunque había transcurrido más de un año desde entonces y trataba de disimularlo, le había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Uno podía darse cuenta al fijarse en la manera en la que los primeros rayos de sol se filtraban en las profundas arrugas de su rostro. Eran como ríos de luz que morían con la pena que emergía de su corazón.
—¡Ya será menos, Harry! —dije poniendo los ojos en blanco. Luego traté de animarle—. ¡Pero si podrías pasar por un treintañero! Estás más en forma que yo y me parece que la muerte ha perdido el reloj y no está por la labor de cuadrar horarios contigo…
Harry soltó una carcajada.
—Menudo zalamero estás hecho… —sonrió. Después tomó un sorbo de café y me obligó a sentarme a su lado, en un banquito de madera que crujió bajo mi peso cuando me acomodé. Me dio una palmada enérgica en la rodilla—. ¿Y a qué se debe este madrugón? ¿Nuevos hábitos?
—De hábitos más bien pocos, y madrugar, no madrugo mucho más de lo habitual… Pero por lo visto apenas sabes ya en qué día vives —bromeé—. Los jueves paso la noche en vela por mi programa.
Harry se palmeó la frente.
—¡La noche de Jack! Claro… Lo había olvidado —reconoció—. Prometo escucharte la próxima semana, palabra. Por cierto, ¿qué tal con Ruth? ¿Ya habéis tenido hijos?
Se le escapó una pícara sonrisa, probablemente recordando el día en que la conocimos y del cual, debido a mi torpeza en asuntos del corazón, no me siento demasiado orgulloso. Aun así, no me salió del todo mal la jugada con ella.
—Si los hubiésemos tenido habrías sido el primero en enterarte. ¡Conociéndote, seguro que lo hubieras sabido antes que yo! Pero no… Por ahora seguimos siendo dos, que tal como está el mundo ya es mucho. Hay que afianzar las relaciones, ya sabes.
Nada más pronunciar esas palabras, me vinieron a la cabeza Amanda y Jeremy Brooks. A pesar de lo que habían sufrido el año anterior, del dolor intenso que les provocó la muerte de su hija y del daño que parecía irreparable tras los errores que cometieron, habían vuelto a consolidar su relación. O eso parecía. Harry me miró con sus ojos profundos y grises, e intuí que también estaba pensando en ellos. Asintió con solemnidad.
—Así es. —Hizo una pausa y dejó escapar un suspiro de nostalgia—. Bueno, ¡no me has dicho qué te trae por aquí! ¿Me echabas de menos o es que Geoffrey no te trata como debería? Todavía puedo meterlo en vereda si hace falta.
—A decir verdad, un poco sí te echaba de menos. Pero a Geoffrey déjalo tranquilo, que por ahora se está portando bien; la placa de sheriff no parece pesarle demasiado, aunque nunca se sabe.
—Uno se curte a base de superar obstáculos, Declan. Podemos acostumbrarnos a la paz, pero siempre hay que estar listo para enfrentarse a una guerra. —Se detuvo y luego expuso con evidente pesar—: Lo que sacudió Stoneheaven nos pilló a todos por sorpresa, así que más le vale estar preparado por si acaso. ¿Café?
Acababa de tomarme uno en el estudio, pero no podía negarle la invitación a Harry. Le dije que sí.
—Bien.
Mientras entraba en la casa, me recliné dejando que el sol me acariciara con su vitamina. Me bastaron poco más de unos segundos, mientras cerraba los ojos y me rendía al silencio del amanecer, para entender las razones que Harry podría haber tenido para pasar las primeras horas del día allí sentado con la única compañía de sus propios pensamientos. Y es que la paz que me generó disfrutar de aquel instante conmigo mismo —pausando por un momento la vida acelerada a la que nos aboca este sistema que nosotros mismos nos hemos empeñado en que sea nuestra realidad— fue un paréntesis que todos deberíamos obligarnos a hacer. No podemos estar siempre en constante movimiento, en continua presión; nos desgastamos, nos agotamos y nos hundimos. Tenemos que parar, pensar, meditar; ver qué estamos haciendo, hacia dónde nos dirigimos o, lo que es peor, hacia dónde nos abocamos. A veces solo nos damos cuenta de que hace tiempo que deberíamos haber pisado el freno, haber desacelerado, cuando es demasiado tarde. No hay que esperar a la jubilación, como había hecho Harry, para disfrutar de la soledad o del simple hecho de no hacer nada, pero no por holgazanear sino para respirar, para tomar aliento y continuar. Para seguir a flote.
Me sentía tan a gusto que, si Harry me hubiera traído un vaso de agua en vez de una tacita de café, habría sumergido mi móvil dentro y habría dejado que se ahogase hasta el día siguiente.
Y ojalá lo hubiera hecho.
Porque en cuanto Harry me tendió la taza humeante, sonó la melodía que me recordaba con frecuencia que uno no puede salirse de la rueda del sistema, aunque lo intente. Descolgué sin mirar quién llamaba.
—Declan —respondí.
—¡Jacobson! ¡Soy Rupert!
Rupert era el director del Stoneheaven Chronicle. Director, subdirector, redactor jefe y jefe de sección. Excepto corresponsal, ocupaba todos los cargos del periódico, y, por ende, también era mi jefe. Puede que algunos ya lo conozcáis; un tipo curioso, entre majo y energúmeno. (Sí, ya sé que son adjetivos más bien dispares, pero es que Rupert era un personaje de lo más dispar, os lo aseguro).
—Hola, Rupert. ¿Qué tal?
—¡No tengo tiempo para tus estúpidas charlitas existencialistas, Jacobson! —expuso a la carrera, como si le hubiera preguntado algo que requiriera una respuesta elaborada. ¡Imaginad si lo hiciera! Bueno, ahí estaba: Rupert en estado puro—. ¡Presta atención! ¿Conoces el caso Norman Greene? ¿El Asesino de las Sonrisas?
Puede que el nombre de Norman Greene no me resultara familiar, pero no me hizo falta hacer memoria cuando Rupert lo identificó con aquel cruel apelativo. Solo que mi jefe era el único que lo llamaba así. En realidad, la prensa nacional le adjudicó un apodo distinto: el Desfigurador. Había leído varios artículos sobre él en su día, cuando el caso se hallaba en plena ebullición y la policía se quemaba los dedos tratando de sacar del fuego una olla llena de cadáveres. Figurativamente hablando, claro.
—Sí, lo recuerdo. ¿Qué ha ocurrido?
—Han encontrado el cuerpo sin vida de una mujer en Harmony Lake. Se llamaba Evelyn Mitchell. —Hizo una copiosa pausa, demasiado solemne como para advertir que no la había preparado—. Ha sido Greene.
Se me escurrió un lamento entre los dientes.
—¿Cómo que «ha sido Greene»? —Miré a Harry de reojo, que se balanceaba suavemente en su mecedora como si no estuviera escuchando la conversación, aunque estaba claro que tenía la antena puesta—. Me parece que eso es imposible, Rupert.
—¡Me da igual lo que te parezca, irlandés! Es lo que me han dicho.
Dejé escapar un suspiro de impotencia.
—Pues quien te lo haya dicho debe estar confundido. Además, ¿qué tiene que ver conmigo?
—¡Todo, Jacobson! ¡Tiene que verlo todo! Corrígeme si me equivoco, pero sigues siendo periodista, ¿no? ¡Y no me digas! ¡Un periodista que trabaja para mí! ¿Es así? —Su tono agudo y el sarcasmo que le insufló me obligaron a soltar una sonora exhalación. Él dio por respondida su pregunta—. Eso creía. Bien, ahora dime: ¿recuerdas lo que hacía el Asesino de las Sonrisas con sus víctimas? —Lo recordaba perfectamente, así que emití un gruñido afirmativo sin apenas abrir la boca—. Pues el modus operandi es el mismo, ¡así que te toca ir para allá! Quiero que cubras la noticia.
—Pero Harmony Lake está a…
—¡Cubre la noticia, Declan! Los gastos corren de tu cuenta… ¡Ya te los abonaré! ¡Y no me llames hasta que no tengas algo jugoso con lo que pueda trabajar! —Y colgó sin darme opción a réplica.
Guardé el móvil en el bolsillo y bajé la vista al oscuro café; ni siquiera lo había probado. De inmediato tuve una sensación de déjà vu, como cuando Geoffrey me llamó la mañana que encontraron el cuerpo sin vida de Sarah Brooks.
Le devolví a Harry la taza, cabizbajo. Él la tomó con una mano y, escrutándome con gravedad, me miró directamente a los ojos:
—Espero que te hayas preparado para la guerra, Declan.
PRIMERA PARTE
La centralita del servicio de emergencias recibió la llamada cuando pasaban quince minutos de las siete de la mañana. En ella, un hombre al borde de un ataque de nervios alertaba del hallazgo de un cadáver en las inmediaciones del cementerio de Harmony Lake. La teleoperadora que le atendió trató de calmarlo sin mucho éxito, pero consiguió que le diera su nombre y la ubicación exacta para enviar de inmediato una patrulla. Le pidió que no se moviera de donde estaba, los agentes llegarían en unos minutos.
1
La llamada
Los agentes Collins y Perk (a quien siempre llamaban Perkie), de la policía local de Harmony Lake, se personaron en el cementerio unos cinco minutos después.
August Renner, quien había llamado a emergencias, se guardó el teléfono en el bolsillo nada más verlos y los recibió temblando y con el rostro descompuesto. Tenía la tez pálida, el poco pelo que le quedaba, revuelto, y los ojos, enrojecidos. A los policías les dio la sensación de que había estado llorando. Collins, el de más edad, le pidió al señor Renner que los guiara hasta el cadáver. No tuvieron que avanzar mucho para dar con él, pues estaba a pocos metros. Efectivamente, se trataba de una mujer. Yacía bocarriba con los ojos muy abiertos y los labios cuarteados por el frío. Había un charco de sangre a su alrededor. Efectivamente, estaba muerta.
Pero eso no fue lo que sorprendió a los dos agentes; lo que hizo que se miraran uno al otro con estupor y se les encogiera el estómago. Fue algo mucho peor.
—Perkie, llama al comisario Werner —le ordenó de inmediato Collins nada más ver el rostro lívido de Evelyn Mitchell.
—Pero ¿no está de vacaciones en las Bahamas con su familia? —alegó Perkie, dubitativo.
—¡Como si está en Disney World bailando la conga con el puto Mickey Mouse, Perkie! ¡Llámalo ahora mismo, maldita sea! Y dile que Sanders y Baker tienen que ver esto.
Desde su hotel en las Bahamas, el comisario de la Policía de Harmony Lake, Richard Werner, llamó a Rebecca Sanders desbordado de preocupación. Sabía que era su día libre, pero se trataba de un asunto de máxima prioridad. Sanders saltó de la cama, se vistió aceleradamente y llegó al cementerio en tiempo récord. Aun así, pensó la agente, aquella alerta no tenía ni pies ni cabeza.
Lo primero que vio al salir del coche fue una camioneta de limpieza aparcada a la entrada del cementerio y la cinta policial que prohibía el paso a todo aquel que no fuera personal autorizado.
Apostado en la puerta enrejada, junto al cordón de rayas negras y amarillas, estaba el joven agente Perk enfundado en su chaqueta, intentando entrar en calor. La mañana era de las frías, pero eso no impedía que ya hubiera unos cuantos curiosos instalados tras el cordón policial. Sanders le saludó.
—Buenos días, Perkie. ¿Lo que me ha dicho el comisario es cierto?
Perkie asintió y alzó la cinta para que Sanders pasara por debajo.
—Eso parece, pero… Esto es muy raro, Becky. ¿No cerrasteis el caso tú y Baker el año pasado?
Eso mismo pensaba ella. Por eso le extrañó tanto la llamada de Werner aquella mañana, porque, aunque en su día hubo ciertos detalles que no pudieron aclarar, el caso estaba cerrado y archivado.
Se mordió el labio con disimulo y esquivó la pregunta de Perkie formulándole otra:
—¿Ha llegado Baker?
—¡Ya lo creo! No había terminado de hablar con el comisario que Baker ya estaba aquí y nos ha hecho cerrar esto a cal y canto —le aseguró y señaló el camino de cemento—. Estaba con Collins hace un momento ahí delante. Sigue recto, te los encontrarás de frente. —Sanders le agradeció la información con una leve sonrisa, pero Perkie la entretuvo un poco más—. ¿Sabes, Becky? No quiero parecer entrometido, pero… ¿Crees que Baker debería encargarse de esto? Con lo que pasó, quizá no sea buena idea que él…
Sanders alzó la mano y Perkie guardó silencio.
—No nos adelantemos. Primero veamos qué tenemos y que Richard decida después.
Rebecca Sanders era agente de la policía local de Harmony Lake desde hacía casi quince años. Su vocación le venía desde bien pequeña, aunque nadie en su familia había sido nunca policía. Sus padres regentaban una tienda de pesca en Harmony que habían heredado de los abuelos. Era un negocio humilde que nada tenía que ver con llevar placa y pistola, pero que les había bastado para vivir sin excesivos lujos.
2
Secuelas
Nicholas Baker y ella se conocieron hacía más de veinte años, un día a principios de verano antes de empezar el instituto. La familia Baker se había mudado recientemente de Goodrow Hill a la pequeña ciudad de Harmony Lake, a pocas parcelas de donde vivían los padres de Rebecca. La química entre ellos surgió casi de inmediato y compartieron una fugaz relación adolescente. Sin embargo, las aspiraciones de uno y otra no siguieron el mismo derrotero. A pesar de tener sangre mestiza —su padre era Sioux y su madre canadiense, de ahí su piel rojiza y sus ojos verdes— Sanders nunca tuvo esa inquietud que te impulsa a alejarte de la tierra donde naciste para salir a descubrir un mundo nuevo y desconocido, o para buscar el origen de tus raíces.
Baker, por el contrario, terminó sus estudios superiores en Harmony y se mudó a Los Ángeles, donde no sin esfuerzo recaló en el Departamento de Homicidios de la Policía. Ascendido meteóricamente a detective, permaneció allí ocho años hasta que dimitió tras denunciar que el departamento era un nido de corrupción. Puede que muchos hicieran la vista gorda al respecto, pero él no lo soportaba. Dejó su placa y su pistola sobre la mesa del director y regresó a Harmony, donde Werner lo recibió con los brazos abiertos. Fue como el retorno del hijo pródigo. Cuando el comisario le asignó a Rebecca como compañera, aquellos dos adolescentes se reencontraron tantísimos años después. La química continuaba latente, pero en los planes del destino no entraba que retomaran su especial relación interrumpida tiempo atrás. Apenas unos días después, Baker tuvo la inmensa suerte de conocer a la mujer que se convertiría en su esposa: Theresa.
De eso hacía ya casi una década, y todo fue perfecto.
Hasta que dejó de serlo.
La tragedia que golpeó a la familia Baker apareció en todos los periódicos y cambió a Nick Baker para siempre. El hombre optimista y de carácter bondadoso no solo había perdido la fe, sino que lo ocurrido parecía haberle robado cualquier tipo de sensibilidad, de sentimiento, de afecto. La empatía ya no era una de sus cualidades. Sanders sabía que en el fondo Baker no era un hombre frío o distante —nunca lo había sido—, pero aquello lo destrozó de tal manera que la vida tenía ahora un cariz distinto para él. Mucho más lóbrego y oscuro.
Lo encontró acuclillado a los pies del cadáver de una mujer, dándole la espalda. Sanders pudo ver parte del cuerpo inerte, pero no su rostro.
—¿Crees que es necesario acordonar todo el cementerio, Nick? —fue lo primero que dijo.
—Si vienen a enterrar a alguien, puede esperar, Becky. No creo que el difunto vaya a lamentarse si los gusanos empiezan a comérselo algo más tarde de lo que tenían previsto.
Y ahí estaba, la ausencia total de empatía de Nicholas Baker. Aunque Sanders conocía mejor que nadie las razones de su temperamento a raíz de la tragedia, no pudo evitar poner los ojos en blanco. La tragedia de Baker había sido enorme, pero para los Sioux los valores lo eran todo, incluidos los que tenían que ver con Wanagi Yuhapi, el rito del cuidado del alma, que reconoce la naturaleza eterna del espíritu de los fallecidos y el respeto que había que mostrar por ellos. Aun siendo una mestiza, su padre se los había inculcado desde antes incluso de que empezara a comprender lo que le decía.
El detective percibió algo en el ambiente —probablemente esos segundos silenciosos que su compañera manifestó por toda respuesta— y se giró para descubrir que lo miraba con pesar, con los labios apretados y moviendo la cabeza de un lado para otro. El hombre puso cara de consternación.
—Vale, está bien, está bien… —se disculpó, cayendo en que había mostrado muy poca humanidad—. Ya sabes cómo soy, ¿vale? Estoy trabajando en ello…
—No te lo reprocho, Nick, pero tienes que intentar pasar página. Esa actitud tan desagradable solo va a perjudicarte…
—¡Hago lo que puedo, Becky! —la cortó.
Ella aguardó en silencio un momento. Sabía que todo formaba parte de un mecanismo de defensa que Baker utilizaba para escudarse por lo que había sufrido, pero tenía la suficiente confianza como para serle muy franca. Aunque él tampoco se privaba de serlo con ella.
—Mira, Becky, Werner me ha dicho lo que Collins y Perkie habían encontrado, así que he hecho lo que he creído conveniente. En una hora habremos acabado. Ahora, ¿podemos centrarnos en lo verdaderamente importante?
Baker alzó las cejas y apuntó al cadáver con el bolígrafo, esperando el visto bueno de su compañera. Esta suspiró.
—Está bien.
—Estupendo.
Sanders se acercó y vio la sangre en el suelo. Baker desplazó el peso de su cuerpo sobre la otra pierna, dejándole espacio. Pudo ver como Rebecca reconoció a la víctima de inmediato, pero no fue eso lo que le impactó.
—¿La conocías?
Sanders asintió con tristeza.
—Es Evelyn Mitchell. Fuimos juntas al instituto. Creo que durante un tiempo le gustaste. ¿No la recuerdas?
—La verdad es que no —respondió Baker—, pero tienes razón, es ella, en su bolso llevaba toda la documentación. —Se la mostró mientras leía su carnet—: Evelyn Mitchell, treinta y nueve años, nacida en Harmony Lake. Evergreen Street, 16. Habrá que comprobar si la dirección es correcta.
Sanders le echó un vistazo al carnet de conducir.
—Lo es, vivía en Harmony con su madre, Charlotte. A no ser que se hubiera mudado recientemente, esa era su casa. ¿Su madre no ha denunciado la desaparición?
—Que yo sepa no hemos recibido ningún aviso de familiares ni de amigos alertando de su ausencia.
Sanders se extrañó.
—Qué raro… Y ¿toda esa sangre?
Baker apuntó a la cintura de Evelyn Mitchell, donde una mancha oscura se había extendido y empapaba su ropa.
—A falta de confirmación, diría que la han apuñalado.
A Sanders se le puso la piel de gallina.
—¿Le han robado?
—No parece probable. El móvil está en el bolso y hay dinero en el monedero; también conserva el reloj, los pendientes y las pulseras. La mayoría parecen baratijas de bisutería, pero este anillo… —lo tocó con el bolígrafo— podría ser de oro. Si el móvil era el robo, los ladrones eran idiotas. Además, creo que está claro que la intención del asesino no era atracarla —Baker señaló la boca de Evelyn Mitchell—: esa sonrisa lo confirma.
Pero la chica no sonreía. Alguien le había perfilado de oreja a oreja una sonrisa macabra cortándole las comisuras de sus labios muertos. La sangre rojiza y la carne lacerada se fundían con el color oscuro e intenso de su piel negra. La mueca era grotesca, y la sonrisa resaltaba entre todo lo demás. Eso era lo que había impresionado a Rebecca.
Sanders tragó saliva y pensó que Perkie tal vez tenía razón: aquello no pintaba nada bien para Baker. Lo miró. El detective fruncía el ceño con gravedad. Apuñalamiento, la sonrisa en el rostro… Supo de inmediato lo que estaba pasando por la cabeza de su compañero.
Lo aferró del brazo con decisión y le dijo en un tono tranquilizador:
—Nick, es imposible que Norman Green haya regresado de entre los muertos. Tú lo mataste.
Baker se puso en pie y escrutó el cadáver de Evelyn con la perspectiva que le brindaba su metro ochenta y cinco de altura. Entornó los ojos sin dejar de mirarlo y algo se agitó en su interior.
¿Por qué tenía la sensación de que, aun siendo del todo imposible, aquello era obra del difunto Norman Greene? Como había dicho Rebecca, él mismo lo había matado hacía justo un año.
Pero ahí estaba esa sonrisa macabra. Esa maldita y maliciosa mueca riéndole a la cara.
La misma que lucía en el rostro de su mujer antes de que Baker le volase los sesos a Greene.
El agente Collins se acercó a Baker y Sanders y señaló a su espalda con el pulgar. A cierta distancia aguardaba un hombre grueso, de poco más de cincuenta años, algo calvo y vestido con una chaqueta verde limón con una franja reflectora a la altura del pecho. Llevaba pantalones oscuros, botas de seguridad y pinta de haberse metido en un berenjenal sin haberlo bebido ni comido.
3
Los ojos de August Renner
—¿Fue él quien encontró el cadáver? —preguntó Baker.
—Sí —confirmó Collins—, es August Renner, el jardinero municipal. Lo conozco, no es mal tipo… La encontró a primera hora de la mañana. Le he tomado declaración, pero creo que deberíais hablar con él…
—¿Por? ¿Qué ha hecho?
Collins dejó escapar el aire por la nariz.
—Una estupidez.
Los tres policías se acercaron a August Renner, que se sintió como la presa de tres lobos hambrientos. Se frotaba las manos con evidente nerviosismo y sudaba como si fuera pleno agosto. Baker llevó la voz cantante.
—Buenos días, señor Renner. Soy el detective Nicholas Baker. Ella es la agente Sanders. Mi compañero nos ha indicado que fue usted quien descubrió el cuerpo de Evelyn Mitchell. ¿Podría explicarnos cómo fue? —August Renner los miró desconcertado—. Sé que ya se lo ha explicado al agente Collins, pero me gustaría oírlo de primera mano. Desde el principio, si no le importa.
Renner movió la cabeza afirmativamente. La papada le botó de arriba abajo como una gelatina.
—Sí, claro…
—No olvide nada. Cualquier detalle podría ser importante para la investigación.
—En-entendido —respondió—. Bueno, como pueden ver, trabajo como jardinero para el ayuntamiento y llevo más de veinte años en el puesto. Hoy, como cada día, fiché a las seis. Los fines de semana no trabajo… Eh, no sé por qué les cuento esto, pero… —Carraspeó. Baker lo miró impertérrito y con un ademán lo animó a que prosiguiera—. La cuestión es que los viernes me toca adecentar el cementerio y las calles colindantes. Aparqué la camioneta delante de la puerta y bajé para coger mi mochila y las cosas de limpieza. Ya sabe, la cubeta, la escoba…
—¿A qué hora fue eso?
—Sería sobre las… siete y cuarto.
—Pero según ha dicho fichó a las seis.
—Eh, sí… Bueno, ficho temprano. Después, en la oficina me cambio tranquilamente y me tomo un café. Es… es la costumbre. Y llevo mucho tiempo, me puedo permitir alguna licencia… Salí del garaje con la camioneta sobre las seis y media. Luego fui… a desayunar. —Los policías lo observaron reticentes—. Sí, ya sé que me acababa de tomar un café, pero es que ceno fruta y eso y nada es lo mismo, ¿saben? Tomo un desayuno rápido porque luego, a media mañana, sobre las diez, hago un descanso de quince minutos para hacer un almuerzo ligero porque, si no, no aguanto hasta las dos…
—Desayunó, ¿y…?
—Ah, sí, perdonen. Vi… vi el cuerpo en cuanto puse un pie en el cementerio.
—¿Y qué hizo entonces?
—¿Qué cree que hice? ¡Me llevé un susto de muerte, eso lo primero! Después corrí a socorrerla. Estaba inmóvil y pensé que se había caído, o que tal vez estuviera borracha, pero nunca imaginé… —Cerró los ojos y movió la cabeza con pesar—. En cuanto le di la vuelta supe que la chica estaba muerta. En ese momento llamé a emergencias. Pero no toqué nada, se lo aseguro.
—Nada excepto el cuerpo —repuso Baker con fastidio—. Serán sus huellas las que encontremos en él…
Sanders chascó la lengua ante el comentario de Baker, y Renner abrió los ojos con el desconcierto reflejado en su orondo rostro.
—¡Yo no la maté! —se apresuró a decir—. ¡Traté de ayudarla, de verdad!
—Mi compañero no le está acusando de nada, señor Renner —intervino Sanders con intención de calmarlo—. Simplemente es un apunte que debemos tener en cuenta. Usted halló el cadáver de la señorita Mitchell, creyó que podía haber sufrido un accidente y fue en su auxilio. Pero ya estaba muerta cuando usted la encontró, ¿no?
—Sí, sí… Exactamente.
—¿Le practicó usted esa sonrisa a la señorita Mitchell? —inquirió Baker de sopetón.
Collins lo miró de soslayo, esa pregunta no se la esperaba. Renner tampoco.
—¿Q-qué? ¿De… de qué habla? —Baker lo miró muy fijamente—. ¡No! ¡Por supuesto que no! Eso… eso era lo que Norman Greene les hacía a sus víctimas. ¿Me están acusando de haberla asesinado? Pero si yo solo…
—¿Conocía usted a la víctima, señor Renner? —De nuevo, Baker lanzaba las preguntas como dardos contra una diana.
Por segunda vez, la pregunta pilló a Renner desprevenido. Dudó un segundo antes de responder.
—Sí, pero… de vista. Harmony es una ciudad pequeña. Siempre estoy por la calle y… por mi trabajo me cruzo con mucha gente. No es una mujer que pase desapercibida, es cierto. Llama… Llama la atención… Soy un hombre casado, pero tengo ojos. Cualquiera de este pueblo miraría a una mujer como ella si pasara por su lado.
El jardinero decía la verdad: Evelyn Mitchell era una mujer que atraía las miradas. Tenía una figura que era la envidia de muchas en Harmony: un pecho bonito y voluminoso, una cintura que se cerraba para después darle forma a unas caderas bien equilibradas, la altura ideal y unas piernas largas. Tanto su color de piel como sus grandes ojos y sus carnosos labios hacían que uno se la quedara mirando. Aun estando muerta, seguía siendo una mujer espectacular.
Pero August Renner también mentía: conocía a Evelyn Mitchell de algo más que de verla por la calle.
Dos años atrás
La primera vez que August Renner vio a Evelyn fue una tarde que coincidieron en la tienda de alimentación de su madre, Charlotte, el verano de 2022. Habitualmente realizaba la compra en el supermercado, pero cuando se olvidaba de algo —o le hacía falta un producto de primera necesidad— se acercaba a la tienda por proximidad y comodidad. Aquel día Renner entró a buscar cuatro ingredientes que le faltaban para la cena —su mujer había invitado a los Carter esa noche (pocos días antes de que estos decidieran mudarse lejos de Harmony de la noche a la mañana)—, y se la encontró en una acalorada discusión al teléfono al otro lado del mostrador cuando se disponía a pagar.
A pesar del evidente enfado de Evelyn, de que estaba sin arreglar, sin maquillaje y con un moño de pelo rizado hecho de cualquier manera sobre la cabeza, le resultó una mujer de belleza asombrosa. Cuando lo vio aparecer, Evelyn zanjó la conversación.
—Tengo un cliente, mamá. Ya hablaremos cuando llegue a casa. —Y colgó.
Renner mostró una tímida sonrisa y alzó la cabeza a modo de saludo mientras vaciaba la cesta sobre el mostrador de metal. Evelyn sonrió de manera cortés.
—Usted no es la señora Mitchell —rompió el hielo con cierta vergüenza.
—Soy su hija. Me llamo Evelyn —se presentó ella—. Hoy sustituyo a mi madre, que no se encuentra muy bien.
—Vaya, no sabía que Charlotte tuviera una hija… ¿Ella está bien? ¿Le ha pasado algo?
—Oh, nada grave… Es un resfriado de verano. Ya sabe, entre este calor, los aires acondicionados y que ya debería jubilarse…
Evelyn comprobaba el producto y marcaba el precio en la caja registradora mientras hablaba.
—Mala época para trabajar, aunque… ¿Cuándo lo es? Yo que lo hago a pleno sol cada día se lo puedo asegurar. ¡Pero habrá que comer! —bromeó—. Al menos Charlotte tiene a una hija bien guapa que la ayude.
Renner se ruborizó. Solía entablar conversación con cualquiera fácilmente, pero no era de los que piropeaban a la ligera a las mujeres. Sorprendido de sí mismo, el hombre a punto estuvo de disculparse, pero Evelyn le tendió una bolsa de papel y volvió a sonreírle mientras le miraba con sus enormes ojos marrones.
—Puede tutearme, si quiere, que me hace sentir mayor tratándome de usted —le dijo Evelyn. Renner sintió un enorme alivio.
—¡Faltaría más! ¡Y tú a mí! —exclamó el jardinero—. Me llamo August.
Renner le tendió la mano y Evelyn se la estrechó. El delicado tacto de los finos dedos de aquella preciosa mujer provocó una sacudida en su interior.
Se la quedó mirando como un bobalicón. Era muy guapa… y atractiva… y… La soltó de golpe. ¿Qué diablos le estaba pasando? Llevaban dos minutos hablando, ¡era imposible que se hubiera enamorado de ella!, se dijo.
—Encantada, August.
Renner sonrió, ruborizado, y ella le indicó el total de la compra. Pagó con un billete de veinte y rehusó coger el cambio, un par de dólares.
—De propina —le dijo.
Evelyn, sorprendida, le agradeció el gesto. Renner cogió la bolsa y se la puso bajo el brazo. Antes de irse, algo le impulsó a girarse para mirarla de nuevo. De súbito, su lengua habló por él:
—¿Te volveré a ver por aquí?
Evelyn apretó los labios y negó con la cabeza. Renner se sintió descorazonado.
—Pero trabajo en el White Rabbit —añadió Evelyn y después hizo una pausa—. Si quieres, puedes ir a verme allí.
El jardinero sintió un brote de vitalidad en su pecho sin ser consciente de que aquella invitación cambiaría su vida para siempre.
—¿E-estoy detenido? —tartamudeó Renner hecho un manojo de nervios. Había mentido a la policía. Quizá por miedo, quizá por algo más, pero lo había hecho. Sin embargo, ni Baker ni Sanders ni Collins parecieron dudar de su palabra.
—No, no lo está —le respondió Baker con seriedad—. A menos que haya algo más que no nos haya contado.
Renner tragó saliva, pero guardó silencio y abrió las manos en señal de inocencia.
—Les he contado todo lo que sé. Cuando llegué ya estaba muerta; yo no le he hecho nada. Solo vine a trabajar…
—No me refiero a eso, señor Renner.
—Dile lo de la llamada, August… —le solicitó Collins.
Renner se puso a sudar todavía más si cabe.
—¿Qué llamada? —insistió Baker.
Renner cogió aire. Se infló como un pez globo y luego lo soltó todo por la boca.
—Tengo un primo… Se llama Rupert… —apuntó Renner entre carraspeos—. Es… es el director del Stoneheaven Chronicle.
—¿Y?
Collins dejó en evidencia la mala cabeza de Renner.
—Lo ha llamado antes que a nosotros, Baker.
—¡¿Antes que a…?!
A Baker se le salieron los ojos de las órbitas. Sanders se llevó lentamente una mano a la frente mientras el detective se volvía hacia él echando humo por las orejas.
—¡¿Por qué demonios ha hecho eso, Renner?!
El jardinero tuvo miedo incluso de encogerse de hombros.
—Usted no conoce a mi primo Rupert… Si llega a enterarse de que el Desfigurador ha actuado de nuevo en Harmony Lake y de que no le he avisado, me mata. Rupert es de armas tomar, detective. No… no lo hice con mala intención, se lo aseguro, ¡pero es que el año pasado me montó una buena cuando le llegó la noticia de los asesinatos de Norman Greene a toro pasado!
Baker no podía creerse que Renner hubiese hecho algo semejante.
—El Desfigurador… —maldijo entre dientes con indignación, pero se desmarcó del tema y volvió sobre lo que la desacertada llamada de August podría provocar—: ¿Sabe lo que significa esto, Renner? ¡Que vamos a tener a los capullos de la prensa dándonos por saco desde el minuto uno por algo que ni siquiera hemos podido comprobar!
—Pero los cortes en su cara…
—¡Me importan una mierda los cortes en su cara, maldita sea!
—Bueno, no es por desmerecer —intentó paliar Collins—, pero el Stoneheaven es un periodicucho local. Mientras no se filtre a los grandes…
—Se filtrará —profetizó Baker con pesimismo—. Y, si no, se encargarán de ello los de la asociación en cuanto se enteren.
—¿Los de la asociación? Pero ¿qué pintan ellos en…?
Sanders levantó la mano para que Renner cerrara la boca. Baker parecía un novato hablando de más, y Renner no tenía por qué enterarse de algo que no era más que otra suposición. Le tendió su tarjeta. Este la agarró con sus dedos rechonchetes y se quedó mirando el nombre impreso de la agente: REBECCA SANDERS.
—Si recuerda algo más, señor Renner, llámenos.
—¿P-puedo irme…?
Renner temblaba como un flan. Baker negó con la cabeza.
—Precisaremos sus huellas para cotejarlas con las que encontremos en la escena del crimen —añadió Baker con un punto intimidante en su tono de voz—. El agente Collins le llevará a comisaría para el trámite. Si le necesitáramos, no se preocupe, que le localizaremos. —Hizo una pausa y le apuntó con el dedo—. Y no haga más estupideces.
Cabizbajo, Renner siguió a Collins hasta la puerta del cementerio.
Mientras arrastraba los pies con aire derrotado, se maldijo por todo. Por haberse levantado esa mañana para ir a trabajar, por haber encontrado a Evelyn, por llamar a Rupert… Todo se había torcido. Todo. Así que en cuanto saliera de comisaría pensaba irse inmediatamente a casa y no moverse de allí.
Siempre supo que fue una maldición haberla conocido, que Evelyn le traería problemas, aunque fuese él quien se los hubiera buscado. Pero ahí estaba ella, tirada en el suelo de un cementerio.
Ella también se lo había buscado.
—Creo que has sido un poco duro con Renner, Nick. Cualquiera habría tratado de ayudar a una mujer que yacía bocabajo en el suelo. Tú habrías hecho lo mismo. No era necesario acusar a ese pobre hombre de contaminar la escena cuando no sabía que se había cometido un crimen —le comentó Sanders a Baker.
4
Ecos del pasado
—El cementerio se convirtió en la escena de un crimen en cuanto asesinaron a Evelyn Mitchell —se escudó Baker quedamente.
—No me vengas con esas, Nick. Renner no tenía ni idea de lo que le había pasado, ya lo has visto.
Baker refunfuñó. A Sanders no le faltaba razón, pero también tenía un problema: confiaba demasiado en las personas. Ella era así, y él no podría cambiarla. De todos modos, el forense tenía que saber que habría huellas de Renner por todos lados.
—Está bien, habrá que decírselo a Darrell cuando llegue. ¿Hemos comprobado las cámaras de seguridad?
—En el interior del cementerio no hay ninguna. Tampoco en la salida que da a la avenida Lackberg. Solo hay una en el acceso norte, a unos cuantos metros, en Verdon Street. No sé si capta la entrada, pero si lo hace y el asesino de Evelyn Mitchell accedió por allí, estará grabado. Le he dicho a Perkie que hable con los de Tráfico para que le proporcionen las imágenes. Me avisará en cuanto disponga de ellas.
—Bien. ¿Algo más?
Sanders le dijo que no. Y menos mal, porque apenas habían empezado y Baker ya veía los problemas levantando una buena polvareda en el horizonte. Por una parte estaban los carroñeros de la prensa. Vale que Renner había contactado con ese pequeño periódico local de su primo, pero odiaba tenerlos revoloteando alrededor del caso como buitres desesperados. Por otra temía tanto más si cabe el revuelo que causarían los miembros de la dichosa Asociación de las Libertades de los Negros de Harmony. Evelyn era una mujer negra, y no había persona de color en Harmony Lake que no apoyara la asociación o empatizara con sus reivindicaciones. En cuanto se enterasen de lo que había ocurrido, se armaría la de San Quintín. Baker no era en absoluto racista y no tenía nada en contra de que cada uno expresase su ideología, pero recordaba perfectamente la que habían montado el año anterior, y había sido muy desagradable. Cuando varias mujeres aparecieron asesinadas —mujeres negras con la misma mueca lacerada en el rostro que Evelyn Mitchell—, Harmony se convirtió en un polvorín por culpa de la asociación. El alboroto solo cesó cuando se dio a conocer la identidad de la última víctima del Desfigurador, Theresa Baker, y la noticia de la muerte del hombre que se hallaba tras ese apodo truculento: Norman Greene.
Ante la respuesta negativa de su compañera, Baker decidió ocuparse del tema cuando no hubiera más remedio. Ahora se abría una investigación criminal que tenía el foco puesto en los ecos del pasado.
Después de enviarle un mensaje a Ruth para decirle que me ausentaría un par de días por cuestiones de trabajo, le mandé otro a Rupert en el que le solicitaba un adelanto para el viaje a Harmony Lake. Me respondió con la promesa de que me pagaría el billete de autobús.
5
Partida
Me lo abonaría una vez que hubiera cubierto la noticia y vuelto a Stoneheaven. La prisa lo acuciaba. Según su fuente —de la que no me dio más señas aparte de que se trataba de un «conocido de confianza»—, el crimen se había cometido pocas horas antes del amanecer. Así que debía personarme en Harmony cuanto antes. «¡Puede que el cadáver se haya enfriado, pero la noticia está caliente, Jacobson!», me sermoneó. Aproveché sus palabras para hacerle ver que no sería el primer periodista en informar del suceso si el trayecto lo hacía en autobús. Se demoró casi cinco minutos en contestarme, pero claudicó ante mi insistencia.
«Te acabo de ingresar cien dólares para los gastos de gasolina», leí en la pantalla del móvil. El gesto de Rupert me sorprendió, pero me daba a entender que no solo le interesaba el caso, sino que confiaba plenamente en la persona que le había hecho llegar la información al respecto.
Así que me subí a mi Lancia del 88 y programé la ruta en el GPS del móvil: tenía unas cuatro horas de viaje hasta Harmony Lake.
Cuanto más me alejaba de Stoneheaven y más me acercaba a Harmony, más fuera de mi zona de confort me sentía. Por alguna razón desconocida, me embargaba una sensación extraña de intranquilidad que hacía que no tuviera ninguna gana de llegar a esa pequeña ciudad del interior. Me sentía igual que cuando estoy a punto de subir a un avión. No me gusta volar —opino que esa audaz habilidad debería ser exclusiva de los pájaros— y el pasillo eterno del embarque hasta el avión se me antoja el corredor de la muerte hacia un destino inevitable. La sensación, ahora, era la misma.
6
Una llegada accidentada
Conduje casi sin descanso para llegar lo antes posible. Hice una parada para estirar las piernas y destensar el cuerpo, que se había entumecido, y otra para cambiar una rueda pinchada, cortesía de la típica suerte Jacobson.
Llegué a Harmony Lake rayando el mediodía.
Harmony es una ciudad pequeña al este de Portland que recibe su nombre del lago en cuyas orillas se levanta. Si se pregunta por ella —igual que ocurre con Stoneheaven— poca gente sabe situarla, y puede que incluso cueste encontrarla en los mapas. Eso no le resta encanto: es una de las zonas más bellas y tranquilas del estado de Oregón, donde destacan las casas de madera de pino, los porches anchos en los que echar la tarde mientras las banderas de la nación ondean merced a la brisa del lago, y los vecinos de los barrios residenciales mantienen sus jardines impecables y siempre verdes en cualquier época del año.
El contraste entre el lago y los bosques que la rodean dota de una belleza virgen y salvaje a la ciudad. El aroma dulzón que desprende el agua del lago se mezcla con los intensos olores de la tierra húmeda que guarda a sus espaldas. Harmony es un bonito lugar para vivir y, como he dicho, no es muy conocida… O no lo era hasta que comenzaron los crímenes.
Un año antes la localidad se encontró sobrepasada, al borde del colapso, cuando protagonizó titulares en prensa y en televisión a raíz de los asesinatos cometidos por Norman Greene. América entera se hizo eco del Desfigurador y los habitantes de Harmony Lake comenzaron a cerrar con dos vueltas de llave por temor a que uno de sus vecinos fuera el que había matado ya a tres mujeres. Las calles no eran seguras, en el bosque no acampaba un alma y los muelles del lago pasaron de ser esos lugares por los que pasear despreocupadamente a convertirse en páramos desérticos donde solo las gaviotas hacían acto de presencia. En aquella época Harmony sangró y dejó de hacer honor a su nombre. Aunque el tiempo parecía haber cerrado sus heridas, todo apuntaba a que volverían a abrirse cuando todavía no habían terminado de cicatrizar.
Hacía años que no me alejaba tanto de casa y no sabía con qué me encontraría ni con quién tendría que lidiar. Como era habitual en Rupert, una vez más me había obligado a saltar al vacío desprovisto de paracaídas, pero descubrir que Harmony se parecía a Stoneheaven me tranquilizó.
A las puertas de la ciudad me saludó un cartel que me sorprendió de lo bien cuidado que estaba: ¡BIENVENIDO! ESTÁ USTED ENTRANDO EN HARMONY LAKE, CUNA DE LA DIVERSIDAD, rezaba, y pensé que, con toda probabilidad, sería el único recibimiento amistoso que tendría. Sobre todo cuando se enterasen de que mi presencia no era en calidad de turista, sino de periodista. A nadie le gusta que hurguen en sus trapos sucios, pero a veces mi trabajo consiste en remover un poco la ropa para ver qué prenda apesta.
Como no tenía intención alguna de ocultarme, decidí que lo mejor sería acudir directamente al lugar donde podría obtener la información más precisa acerca de la muerte —el asesinato, según Rupert— de la tal Evelyn Mitchell. Así que conduje hasta la única comisaría de policía de Harmony Lake levantando al paso de mi Lancia un puñado de hojarasca muerta.
Los preciosos tonos amarillos, ocres y anaranjados que en otoño dominaban el paisaje habían desaparecido en el transcurso del invierno. Ahora, los fresnos, arces y abedules renacían con el sol brillante de los primeros —aunque fríos— días de primavera y componían un espectáculo que se repetía año tras año, como si los árboles quisieran recordarnos que todo final evoca un nuevo principio y que estuviéramos tranquilos, porque su ciclo no se acababa aunque nosotros tengamos fecha de caducidad.
Atravesé la calle principal, con sus restaurantes, tiendas de comestibles, peluquerías y negocios de todo tipo, y aparqué delante de la comisaría, junto a un viejo Mustang de color negro. Desde mi asiento vi una luz estroboscópica portátil sobre el salpicadero, de esas de quita y pon.
Me giré hacia el asiento del copiloto para coger mi gabardina y, despreocupado, abrí la puerta. Pero, ¡PUM!, alguien me la cerró con violencia. Pegué un respingo y contuve un gemido al ver a un hombre de tez rojiza y nariz afilada pegado a mi ventanilla. Me fijé en las arrugas que le surcaban el rostro y en unos ojos de un gris tan apagado que parecían blancos. También reparé en su melena cana, que recogía en una trenza mal anudada. Habría apostado los cien dólares que Rupert me había ingresado a que se trataba de un verdadero nativo americano, un indio auténtico. El vaho de su aliento empañó el cristal cuando abrió la boca. Tenía los dientes amarillos, y las encías, oscuras y marrones.
—¡Dejad a los muertos en paz! —soltó sin apartar sus ojos blancos de mí.
En ese momento comprendí que, aunque me miraba, no me veía. Aquel hombre era ciego.
—¡Dejad a los muertos en paaaaz!
Después de alargar la última palabra hasta casi quedarse sin aliento, se apartó del coche, dio media vuelta y me dejó con el corazón en la garganta. Cuando al cabo de unos segundos mi cerebro reaccionó, solté el aire de los pulmones. No había puesto siquiera un pie en Harmony y ya deseaba dar media vuelta para largarme de allí. Pero Rupert me haría picadillo y mi curiosidad por descubrir cómo el infame Desfigurador había vuelto a matar desde ultratumba me tenía más que intrigado. Abrí la puerta y salí dejando el susto en el asiento.
Para ser sincero, me sorprendió ver la calle vacía. Esperaba encontrármela atiborrada de periodistas. ¿Un crimen que podría estar relacionado con el Desfigurador original? ¿Qué reportero querría perderse una exclusiva así? Pero no había ni una triste furgoneta de prensa, solo aquel curioso Mustang negro. Eso me animaba a la par que me extrañaba, porque sopesé que tal vez el chivatazo que Rupert había recibido fuera más una invención que una certeza. Quizá le hubieran gastado una broma, y yo ni siquiera sabía quién era su fuente.
Como de todos modos no tenía nada que perder, y de ser cierta la noticia dispondríamos de una ventaja sin precedentes con respecto a los rotativos de la competencia, salvé el par de escalones de la comisaría y entré con decisión.
Pero mi ímpetu se desinfló cuando un tipo que me sacaba diez centímetros me paró en seco.
—Qué desea.
Era una pregunta, aunque sonó como una orden. De un nudo de corbata realizado con la destreza de un manco alcé la vista hasta unos ojos marrones con pinceladas de miel que me observaban con dureza.
—Ehmm… Buenos días —balbuceé—. Mi nombre es Declan Jacobson, soy p… —Iba a decir «periodista», pero me contuve. El tipo que me cerraba el paso no tenía pinta de que le gustaran los reporteros, así que opté por lo que en realidad considero que soy—: Escritor. Soy escritor.
—¿Qué clase de escritor?
—Pues… de los que escriben —dije como si tal cosa.
El hombre frunció el ceño y me pareció ver en sus ojos dos destellos rojos, de esos que atraviesan muros de acero como si fueran mantequilla.
—Vamos, que es usted periodista —acertó.
Mi engañifa había sido descubierta… Qué sorpresa.
—Ya puede volver por donde ha venido. Esto es una comisaría de Policía, si no viene a presentar una denuncia, aquí no hay nada para usted.
El hombretón se hizo —si cabe— más grande ante mis ojos. Pero debía sacarle algo de información. No tenía pinta de ser un agente cualquiera, y mi intuición me decía que podía tratarse de un sargento… Puede que incluso fuera capitán. Como vi su intención de echarme a patadas de allí, resolví hacer lo que nunca hago: ametrallarle a preguntas mientras me empujaba hacia la salida.
—Me… ¡Me he enterado de que han asesinado a una mujer…! ¡Evelyn Mitchell! ¿Podría decirme si eso es cierto? ¿Quién la encontró? ¿Quién la mató?
El agente hizo oídos sordos hasta que capté su atención con un dato que no esperaba.
—¡Nuestra fuente nos ha dicho que ha sido cosa del Desfigurador!
El policía se detuvo y yo con él. Me giré con cuidado, como si de no hacerlo así algo fuera a estallar. Y por «algo» me refiero a las venas que le palpitaban en el cuello.
—Así que usted es el hombrecillo del Stoneheaven Chronicle al que August Renner advirtió, ¿verdad?
Yo no tenía ni la más remota idea de quién era ese tal August Renner, pero agradecí la información sin mediar palabra y la almacené en mi disco duro cerebral.
—¿Es cierto lo del Desfigurador? —incidí.
El policía dio un amenazante paso hacia mí. Los fluorescentes del techo se ocultaron tras él, ensombreciéndole el rostro.
—Ese monstruo está muerto.
Las palabras salieron de sus labios hirviendo con un odio visceral. No era un odio hacia mi persona o mi presencia, sino a la sola mención de aquel apodo. Pero había otro sentimiento tras aquello. ¿Tal vez dolor?
Una voz femenina interrumpió nuestra conversación:
—Nick, ¿qué ocurre?
Una mujer de mediana estatura y de exótica belleza apareció a su espalda. A diferencia del tal Nick, que vestía de calle, ella llevaba el uniforme de la Policía de Harmony. Tenía la piel morena, delicada, y caminaba con decisión.
—No pasa nada, Becky. El señor periodista ya se iba. ¿A que sí?
—Prefiero escritor.
Sonreí arqueando las cejas como lo haría un payaso, que supongo que es lo que el agente me consideraba. Me apuntó con el dedo:
