Índice
Pantano de sangre
Hace doce años
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
En la actualidad
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Epílogo
Nota de los autores
Notas
Biografía
Créditos
Para Jaime Levine
1
Musalangu, Zambia
El sol del crepúsculo, de un amarillo ardiente, abrasaba como un incendio forestal la sabana africana, en el sofocante atardecer que caía sobre el campamento. Las colinas, en el curso superior del río Makwele, se erguían al este como dientes verdes y gastados, recortándose en el cielo.
Un círculo de polvorientas tiendas de lona rodeaba una explanada de tierra batida, a la que daban sombra viejos árboles msasa cuyas ramas se extendían como parasoles esmeralda sobre el campamento de safari. La columna de humo de una hoguera atravesaba sinuosamente el follaje, llevando consigo un tentador aroma a fuego de madera de mopane y de kudú a la brasa.
A la sombra del árbol central, dos personas —un hombre y una mujer—, sentados frente a frente a una mesa, en sillas de acampada, bebían bourbon con hielo. Llevaban pantalones largos (unos chinos sucios de polvo) y manga larga, para protegerse de las moscas tse-tse que aparecían por las tardes. Rondaban la treintena. Él, alto y delgado, llamaba la atención por una palidez imperturbable y casi gélida, inmune al calor. Esa frialdad no se extendía a su interlocutora, que se abanicaba lánguidamente con una gran hoja de banano, haciendo ondular la frondosa y cobriza cabellera que se había recogido con un nudo flojo con la ayuda de una cuerda. El murmullo sordo de la conversación, salpicada de alguna que otra risa femenina, apenas se distinguía de los ruidos de la sabana africana; el reclamo de los cercopitecos verdes, los chillidos de los francolines y el parloteo de las amarantas del Senegal se mezclaban con el ruido de cacharros de la tienda cocina. Como rumor de fondo de la charla vespertina se oía el rugido lejano de un león, emboscado en la sabana.
Las dos personas sentadas eran Aloysius X. L. Pendergast y Helen, su mujer, con quien llevaba dos años casado. Estaban a punto de acabar un safari por la zona de caza controlada de Musalangu, donde habían cazado antílopes jeroglíficos y cefalofos siguiendo un programa de reducción de manadas gestionado por el gobierno de Zambia.
—¿Un poco más de cóctel? —preguntó Pendergast a su mujer, levantando la jarra.
—¿Otro? —contestó ella, y se rió—. Aloysius, no estarás planeando asaltar mi virtud, ¿verdad?
—Ni se me había ocurrido. Tenía la esperanza de que pasáramos la velada analizando el concepto de imperativo categórico en Kant.
—¡Vaya por Dios! Tal como me advirtió mi madre. Te casas con un hombre porque es buen tirador y acabas descubriendo que tiene un cerebro de ocelote.
Pendergast se rió entre dientes, bebió un sorbo y miró la copa.
—La menta africana resulta un poco agresiva para el paladar.
—¡Pobre Aloysius! Echas de menos tus julepes... Pero si aceptas el trabajo que te ha ofrecido Mike Decker en el FBI podrás beber julepes día y noche.
Tras tomar otro sorbo pensativamente, Pendergast miró a su esposa. Era incre