1
Viernes, 2 de mayo
Hacía ya dos horas que el subteniente Benoit refunfuñaba solo entre los matorrales, mientras que su compañero aguardaba en el Renault Mégane aparcado un poco lejos de la carretera. Cuando se incorporó a las brigadas de Crest, Benoit tenía otras aspiraciones más allá de esconderse detrás de un arbusto con unos prismáticos en lugar de un radar láser. Era la tercera vez en una semana que le asignaban el control de carreteras. La ruta D538 ya no tenía ningún secreto para él, y no era precisamente una hazaña de la que quisiera alardear.
El subteniente había registrado cuatro casos de exceso de velocidad en esa recta en bajada. Hay que decir que en la región todavía no se había llegado a un consenso sobre la nueva normativa. La opinión personal de Benoit no distaba mucho de la de los que se quejaban, aunque él era un miembro de las fuerzas del orden y no se le pedía su opinión.
Al ver el Peugeot 205 acercándose, sus labios esbozaron una leve sonrisa. Ese coche era para él una antigualla. Su padre le hablaba a menudo del que le habían regalado al cumplir los dieciocho años, y cómo lo había utilizado para ligar con su madre. El viejo Benoit había cuidado su 205 con tanta ternura como si se tratase de una mascota. El coche se había convertido en un miembro más de la familia. Cuando los dejó, una hermosa mañana en un camino rural, los Benoit estuvieron una semana de duelo antes de aceptar que tenían que reemplazarlo.
El que bajaba por la D538 tampoco tardaría demasiado en exhalar su último suspiro, el subteniente estaba convencido de ello, así que no le sorprendió que fuera a tan poca velocidad. Iba a dejar los prismáticos y concederse una pausa cuando vio que el coche daba un bandazo. El conductor enderezó el vehículo antes de volver a perder el control. Desde donde se encontraba, Benoit tuvo la sensación de estar presenciando una coreografía a cuatro ruedas. El coche zigzagueaba a lo ancho de la comarcal.
El subteniente se apresuró a reunirse con su colega y le pidió que moviese el Renault azul hasta un punto en que fuese visible desde la carretera. Una vez hecha la maniobra, Benoit se situó sobre el asfalto, con una mano tendida hacia delante y en la otra un silbato que no había utilizado desde hacía mucho tiempo.
La advertencia tuvo el efecto esperado. El 205 dejó de dar peligrosos volantazos y estabilizó su trayectoria antes de detenerse en el arcén.
Quien conducía era una mujer de unos cuarenta años que empezó a dar explicaciones sobre su forma de circular antes incluso de que el gendarme tuviera tiempo de abrir la boca.
—Lo siento, agente, se me ha caído el móvil mientras intentaba poner el manos libres.
El subteniente Benoit había oído miles de excusas menos elaboradas que esa, pero el nerviosismo de su interlocutora le dio ganas de presionarla un poco. Era su pequeño placer. No estaba orgulloso de ello, pero hacer ostentación de autoridad era la única manera de soportar las misiones que le asignaban sus superiores.
—¿Qué edad tiene su hija? —preguntó fríamente señalando con el mentón a la niña que iba sentada delante, en el asiento del copiloto.
—Ocho años, ¿por qué?
—Debería ir en el asiento de atrás, señora. Poniéndola a su lado está infringiendo el código de circulación. Eso es sancionable con una multa.
—Es que es alta para su edad —se defendió la mujer—, y detrás se marea.
Era evidente que la conductora estaba cada vez más angustiada. No dejaba de girar la cabeza hacia la derecha, y después hacia el gendarme, con las cejas alzadas en forma de acento circunflejo y hablando cada vez más rápido.
—No vamos lejos, agente...
—¡Teniente!
—Sí, disculpe, teniente. Tengo que hacer un recado en el centro. Ya casi estamos. Si fuera usted tan amable...
—No tengo que ser amable, señora —objetó Benoit, aunque empezaba a compadecerse de la mujer—. Iba usted conduciendo de manera imprudente aun cuando es responsable de la seguridad de esta niña. Los accidentes no siempre se producen en los trayectos largos. Debería saberlo.
La mujer soltó un largo suspiro antes de intentar una última negociación.
—Mi hija no se encuentra demasiado bien. Quería animarla.
Su tono estaba impregnado de tristeza, y el subteniente Benoit consideró que ya había torturado bastante a la madre. Se agachó para apoyar los codos en la ventanilla del conductor y, alargando el cuello, se dirigió a la niña:
—Por esta vez lo dejaré pasar, pero hasta que cumplas diez años tendrás que ir atrás, ¿de acuerdo? Si no, es posible que castiguen a tu mamá, y estoy seguro de que tú no quieres eso.
La niña, que hasta ese momento no había pronunciado palabra, le lanzó una dura mirada antes de declarar fríamente:
—¡No es mi madre!
La conductora se mordió los labios y el gesto no le pasó desapercibido a Benoit. La interrogó con la mirada, pero ella lo ignoró y se dirigió a la niña con suavidad:
—No confundas al señor, Léa. Eres como mi hija, eso es lo que cuenta, ya lo sabes.
—¡Deja de decir eso! —chilló la niña de repente—. Todas decís lo mismo, pero no es verdad. No eres mi madre, ninguna de vosotras es mi madre. ¡Quiero que vuelva mi mamá!
Entonces la mujer se giró lentamente hacia el gendarme y le dijo en voz baja:
—Su madre murió el mes pasado. Un infarto. Desde entonces intentamos hacerlo lo mejor que podemos, pero no siempre es fácil.
—¡No está muerta! —vociferó con más fuerza la niña—. Se ha ido. ¡Por vuestra culpa!
—No digas tonterías, Léa —intervino la mujer poniendo una mano firme sobre el brazo de la niña—. ¿No ves que no es un buen momento?
Su tono se había endurecido lo suficiente para que el subteniente Benoit sintiera la necesidad de terciar. Adoptó un tono suave para hablarle directamente a la niña.
—¿Qué significa «por vuestra culpa», Léa?, ¿qué has querido decir con eso?
—No la escuche, teniente —respondió con energía la conductora—. ¡Está enfadada con todo el mundo y dice cosas sin sentido!
—¡Deje que responda! —dijo él, esta vez con más brusquedad.
La mujer se calló, pero sus movimientos trasmitían cada vez más nerviosismo. Benoit la observaba por el rabillo del ojo mientras esperaba que la pequeña hablase.
La niña acabó por obedecer, con aire mohíno, como si estuviera convencida de que de todos modos nadie la escucharía.
—Mamá me dijo que teníamos que irnos. Que nosotras habíamos encontrado el 6-6-B y debíamos alejarnos de aquí. Me dijo que recogiera mis cosas mientras ella iba a buscar el coche. Esperé mucho rato, pero no volvió. Luego Hélène dijo que había muerto. Que su corazón había dejado de latir. Así, de repente. Que a veces eso pasa. Pero estoy segura de que no es verdad. Estoy segura de que se fue por culpa de ellas. Porque mamá había encontrado el 6-6-B.
La conductora respiraba con dificultad. Benoit notaba que se estaba conteniendo para no gritar a la niña. El discurso de la pequeña no tenía ningún sentido para el teniente, pero la actitud de la mujer que la acompañaba le pareció lo bastante sospechosa para tomar cartas en el asunto.
—Señora, le voy a pedir que salga del vehículo, por favor.
¿Podría haber dicho alguna otra cosa, actuado de un modo diferente? Esta pregunta, el subteniente Benoit se la plantearía durante mucho mucho tiempo. Evocaría cada pequeño detalle de esa escena, intentando averiguar si habría podido evitar los acontecimientos que vinieron después. A partir de ese día, de ese instante, la vida del gendarme ya no volvería a ser la misma y nunca más le asignarían controles de carretera.
2
Todo sucedió muy deprisa. Mientras el subteniente se hacía a un lado para dejar salir a la conductora, esta encendió el motor y arrancó con tal ímpetu que por poco no aplastó el pie del gendarme.
Benoit pudo oír los primeros acelerones y los cambios de marcha mientras corría a encontrarse con su colega en el Renault Mégane. La luz giratoria y la sirena ya estaban activadas, y los dos hombres se lanzaron a la persecución del 205. Sabían que no tardarían demasiado en alcanzarlo, ya que los conductores de uno y otro vehículo no estaban en igualdad de condiciones. No obstante, el objetivo final no era estrellar los parachoques. La sutileza de la maniobra consistía en lograr que la fugitiva redujera la velocidad hasta que no le quedara más remedio que retirarse al arcén. Muchos lo hacían de manera voluntaria en cuanto veían por el retrovisor cómo se acercaba a toda velocidad la luz giratoria. Cuando el primer susto se desvanecía, más de un listillo entraba en razón e imploraba la indulgencia de los gendarmes antes de que estos rellenaran la multa.
Sin embargo, también estaban los que había que perseguir durante kilómetros tratando de no provocar ningún accidente. En esos casos, los gendarmes pedían refuerzos, se armaban de paciencia y esperaban el momento oportuno, una señalización a su favor o el bloqueo de sus colegas, para dar fin a la persecución.
Iban a dar alcance al 205 en menos de un minuto, pero la conductora no parecía dispuesta a ponérselo fácil. En lugar de levantar el pie del acelerador, hizo rugir el coche metiendo la quinta y se inclinó sobre el volante, esperando en vano que, al echar todo su peso hacia delante, el coche fuera más rápido.
El subteniente Benoit descolgó la radio del vehículo e informó de la situación. La matrícula estaba manchada de barro y tuvo que conformarse con describir el coche. Le prometieron que enviarían refuerzos de inmediato. Instalarían un cordón policial un kilómetro antes de la intersección de la D104 con la D164.
—Como no lleguen a tiempo, ¡ya podemos ir preparándonos para montar un buen rodeo por la ciudad! —murmuró el compañero de Benoit.
—Llegarán —replicó el subteniente, que ya no soportaba más el pesimismo de su compañero—. Es el primer puente de mayo, el centro de Crest está abarrotado de turistas a esta hora. ¡Lo saben tan bien como nosotros!
—Si tú lo dices...
Un silencio incómodo envolvió a los dos hombres. Concentrados en la carretera, ambos intentaban ignorar el estruendo de la sirena, que no hacía más que aumentar la tensión que se palpaba en el interior del vehículo. Antes de que el Renault azul iniciara la persecución del 205, Benoit había hecho una única puntualización a su colega: había una criatura a bordo, en el asiento del copiloto. El desafío para ellos en ese momento era garantizar que la niña no pagase con su vida los errores de una adulta demasiado nerviosa.
Cuando los refuerzos anunciaron por radio que el cordón policial ya estaba en marcha, los dos hombres soltaron un involuntario suspiro. Sin embargo, la tregua no duró más de unos segundos. Bastó únicamente una curva, una sola, para que la conductora perdiese el control del vehículo. Una curva que, a pesar de todo, estaba señalizada más arriba y protegida por un guardarraíl. Una curva que conocía todo el mundo en la región, situada poco antes de llegar a Lambres. O esa mujer no era de la zona o el estrés le había hecho perder la razón, porque nadie habría encarado esa curva sin haber frenado unos metros antes.
La barrera metálica cedió con el impacto, y el coche acabó tres metros más abajo, con el techo empotrado en un árbol y el maletero en el aire. Las pasajeras quedaron atrapadas entre el coche y el tronco de un roble.
En cuestión de segundos, los dos gendarmes estaban listos para actuar. El subteniente Benoit avisó a los refuerzos y se dirigió al lugar del desastre, mientras su compañero instalaba un dispositivo de seguridad para evitar que se produjeran más accidentes.
Benoit tuvo que tumbarse boca abajo para poder ver a las víctimas. El busto de la conductora había atravesado el parabrisas y colgaba flojo entre el capó y el árbol que había frenado la trayectoria. Sus ojos grandes y abiertos ya no expresaban nada. Del labio le caía sangre que goteaba hasta la frente, embadurnándole la cara como una pintura de guerra.
Desde donde estaba, Benoit no alcanzaba a distinguir el asiento del copiloto. Intentó rodear el vehículo. La maleza era tan densa que no era fácil abrirse camino. Le bastó con recordar la cara de la pequeña Léa y su rabieta infantil teñida de desesperación para armarse de fuerza. Arrancó una rama seca y empezó a golpear las zarzas con tal saña que acabaron doblegándose hasta quedar aplastadas.
Cuando llegó a la altura de la puerta del copiloto, Benoit estaba bañado en sudor y tenía los brazos llenos de rasguños, pero fue en su corazón donde notó el dolor más punzante. Se le había contraído hasta impedirle respirar al ver a la criatura inmóvil, con el cuerpo sujeto al asiento gracias al cinturón de seguridad, que ahora le estaba lacerando el cuello. Tenía los ojos cerrados, y un corte en la frente que a Benoit le pareció profundo. Se acercó todo lo que pudo para comprobar el pulso de Léa, pero su corazón latía tan fuerte que no podía fiarse. Cuando estuvo seguro de que la pequeña todavía respiraba, intentó desabrochar el cinturón de seguridad. Sabía que debía esperar a que llegase la ambulancia y mantenerse al margen, pero la cara de Léa empezaba a ponerse azul y el tiempo apremiaba. Así que desbloqueó el sistema de cierre y rescató a duras penas a la niña, cuyo cuerpo había caído hacia delante. Con las piernas dobladas, sostuvo a Léa en sus brazos hasta que llegó el equipo de emergencias. Durante un buen rato, en el cual se le entumecieron los miembros, Benoit esperó escuchar el sonido de su voz, pero la pequeña no movió ni un músculo.
Léa recibió los primeros auxilios en la ambulancia, que enfiló la carretera con la sirena a todo volumen. Para la mujer que la acompañaba ya no había ninguna prisa. Habría que sacarla del montón de chatarra en el que había quedado encajada y después inspeccionar el coche y los alrededores en busca de un bolso o un teléfono móvil: cualquier cosa que proporcionase a los gendarmes la identidad de la mujer y quizá la de esa niña de ocho años que no era su hija.
3
El informe del subteniente Benoit duró más de tres horas. Los equipos de la científica aún estaban trabajando en el lugar del accidente, pero por el momento no habían encontrado ningún objeto que permitiera identificar a las pasajeras.
La matrícula del vehículo indicaba que el 205 pertenecía a una mujer de ochenta y dos años fallecida ocho meses atrás. Antes de morir, la octogenaria había dejado su casa a una sucursal de la SPA, la Sociedad Protectora de Animales. Sin embargo, no había ningún documento que hiciera referencia al vehículo, así que se puso en marcha una investigación al respecto. Como la anciana no tenía ningún descendiente, sería necesario interrogar a los vecinos para tratar de localizar a alguien que pudiera decirles quién se había quedado con el coche.
La búsqueda en el lugar de los hechos tampoco había dado fruto alguno. No había rastro de ningún bolso, ni de ningún documento de identidad en la guantera. Tampoco habían hallado el móvil de la conductora.
Al ser el único que había intercambiado unas palabras con las pasajeras, el subteniente Benoit tuvo que explicar en repetidas ocasiones lo que había sucedido.
—La fugitiva me dijo que había dado un volantazo por culpa del móvil.
—¿Vio usted el teléfono?
—Negativo, pero eso no quiere decir que no lo tuviera. Estaba concentrado en la niña.
Su superior chasqueó la lengua. Un tic que sus hombres conocían bien. Significaba que al capitán Marchal se le agotaba la paciencia.
—Si no quiere que se planten aquí los Expertos, ¡tendrá que ser más preciso, subteniente!
Benoit sabía que, cuando decía «Expertos», su superior se refería a los miembros de la PJGN, la Partida Judicial de la Gendarmería Nacional, una unidad en la que anhelaba en secreto ingresar, aunque eso significase abandonar su región natal y acercarse a la capital.
—¿De verdad cree que van a desplazarse por esto? —preguntó Benoit sin poder ocultar su entusiasmo—. Los accidentes de tráfico no son precisamente su competencia.
—Los accidentes de tráfico a lo mejor no, pero si nos atenemos a su testimonio, parece que el caso es un poco más complejo, ¿no cree? Para resumir la situación: tenemos a una mujer sin identificar que lleva, en un coche no registrado, a una niña de ocho años que en este momento se encuentra entre la vida y la muerte y de la que no sabemos absolutamente nada aparte de su nombre. Esta niña le comunica que su madre ha desaparecido porque ha encontrado el 6-6-B, lo que provoca que la conductora se dé a la fuga y tenga un final funesto. No sé a usted, pero a mí esta historia no me da buena espina. Así que, por última vez, ¿está seguro de no haber olvidado nada?
Benoit lo pensó bien antes de responder afirmativamente. Le hubiera gustado tener algo más que añadir y arrojar alguna luz sobre el asunto, pero no era así. Por supuesto, si hubiera sabido lo que iba a pasar le habría pedido a Léa que fuese más clara y le explicara, por ejemplo, qué significaba 6-6-B.
De hecho, era la niña lo que ocupaba su mente en aquel preciso instante. Los especialistas hablaban de un hematoma subdural. Benoit no sabía mucho de medicina. Con todo, había entendido que la pequeña tenía los días contados. Los cirujanos querían operar, pero hacerlo sin tener conocimiento de las alergias o la historia clínica de Léa era demasiado arriesgado. Se había planteado otro método: realizar un drenaje insertando un catéter mediante trepanación. Una vez más, el subteniente no lo había acabado de entender. Simplemente había pensado para sus adentros que se trataba de un vocabulario atroz para estar hablando de una niña de ocho años.
Léa había mencionado a una tal Hélène. En teoría, esa mujer le había anunciado la muerte de su madre. Tampoco esa información era suficiente para iniciar una búsqueda. No llegarían demasiado lejos solo con un nombre.
Uno de los compañeros de Benoit se centraba en la pista de la madre. Teniendo en cuenta la edad de la niña, podían estimar con bastante seguridad que tendría entre treinta y cuarenta y cinco años. Si una mujer tan joven había muerto de un infarto en la región, podían seguirle la pista fácilmente. Lo único que hacía falta era que Léa y su madre fueran de la región. Y sobre todo que esta última estuviese muerta.
Pronto se difundiría un retrato de Léa a través de los medios de comunicación. Los gendarmes esperaban a que el fiscal les diese luz verde. En el punto en que estaban, un llamamiento a la colaboración ciudadana era la mejor baza para conseguir atribuir un apellido a la niña, y a partir de ahí encontrar a sus padres.
Para quedarse más tranquilo, el capitán Marchal le había encargado a uno de los hombres de su equipo que indagase sobre los posibles significados de la secuencia 6-6-B. No quería basar toda la investigación en las palabras de una niña, pero esa combinación de cifras y letras no auguraba nada bueno.
Los primeros resultados que obtuvieron en Internet conducían a callejones sin salida. En función de los espacios interpuestos entre el 6 y la B, aparecía una línea de bus de Dublín o una regla del golf que advertía de la posible descalificación del jugador que no hubiese entregado su tarjeta de puntuación debidamente rellenada y refrendada. No obstante, uno de los resultados llamó la atención del gendarme: 66b era una codificación que remitía a un epígrafe del inicio de Fedón, la obra de Platón. En él, Sócrates explicaba a sus discípulos que la muerte permitía que el alma del filósofo se liberase de las ataduras físicas y descubriera al fin la Verdad.
—¿Y eso por qué le parece relevante, teniente? —preguntó molesto el capitán Marchal.
—No lo sé aún, capitán, pero creo que no hay que descartar nada.
—Entonces estaríamos buscando a un asesino en serie que tatúa en la frente de sus víctimas un 66B. No digo que no, ¡pero no parece que sea el caso!
El capitán Marchal desearía no haber pronunciado nunca esas palabras. Cualquiera más supersticioso que él habría pensado que se estaba buscando lo que iba a suceder.
4
El capitán Marchal necesitó unos minutos para digerir la información que le acababan de comunicar. Sus hombres vieron cómo se le descomponía el rostro en el lapso de tiempo de una breve conversación telefónica y ahora esperaban que les diera alguna explicación.
Lo que el jefe de la brigada había insinuado como una simple intuición terminaría por confirmarse. Ya no cabía ninguna duda, los Expertos llegarían esa misma tarde. Investigar un delito de fuga era una cosa; sacar del agua el cadáver de un hombre con los ojos extirpados y cortes en la frente era otra muy distinta.
El capitán Marchal se dirigió a la orilla del Drôme, donde yacía el cadáver en espera de que lo trasladaran a la morgue. El subteniente Benoit había insistido en acompañarlo. Aunque seguía bajo tensión, sentía la necesidad de ser útil. Sin embargo, Marchal había tratado de pararle un poco los pies.
—Solo vamos a constatar los hallazgos preliminares, teniente. En unas horas les pasaremos el relevo a nuestros colegas y retomaremos nuestra actividad como si no hubiera pasado nada.
—¿Y Léa? ¿La PJGN también se va a encargar de encontrar a sus padres?
La pregunta tenía un tono de súplica que no le pasó desapercibido al capitán.
—Usted no es responsable de esa niña, Benoit. Y no tiene la culpa de lo que le ha ocurrido. Pero no, el delito de fuga seguirá siendo asunto nuestro, a menos, claro, que la PJGN opine lo contrario.
El forense estimó que el cuerpo había permanecido menos de seis horas en el agua. Tenía que realizar la autopsia antes de pronunciarse sobre las causas de la muerte. Sin embargo, el ahogamiento no le parecía la opción más plausible.
—El cuerpo estaba flotando cuando un hombre que paseaba por aquí lo vio. Mi opinión es que lo tiraron al río un poco más arriba y fue a la deriva hasta llegar aquí. Por suerte, las raíces de este álamo lo pararon, en otro caso podríamos haberlo encontrado mañana sesenta kilómetros más allá.
—¿Podemos verle la cara? —preguntó Benoit, adelantándose a su superior.
El forense abrió la bolsa del cadáver y separó las dos partes de un tirón. El subteniente contuvo una náusea mientras el capitán emitía su peculiar chasquido, que seguramente esta vez no expresaba impaciencia.
Las cuencas de los ojos estaban llenas de agua, y de la frente colgaban tiras de piel. Benoit frunció el ceño, como si tratara de entender por qué alguien querría ensañarse de esa manera. El forense intervino para aclarárselo:
—Puede parecer que quien ha hecho esto se ha limitado a cortar a nuestro hombre deprisa y corriendo, pero he examinado de cerca la piel desprendida y he podido hacer una reconstrucción aproximada mientras les esperaba. Se ha despegado con el agua, por eso la inscripción es menos clara.
—Déjeme adivinar —lo interrumpió el capitán—. Le han grabado un 66B, ¿verdad?
—Pues no… —respondió desconcertado el forense—. Yo me he quedado intrigadísimo, pero a usted creo que voy a decepcionarlo. El asesino ha sido menos original. Tres barras más o menos paralelas. Tendré que examinarlo con más detalle, pero no creo que lo haya hecho con una herramienta específica. El trazo no es demasiado regular. Me decantaría por un cuchillo. Pero, como le he dicho, necesitaré un poco más de tiempo.
El subteniente Benoit miraba a su superior por el rabillo del ojo, esperando una reacción o una orden a seguir, pero daba la impresión de que al capitán le preocupaba otra cosa. Inclinaba la cabeza como si tratara de observar el cadáver desde distintos ángulos.
—¿Algo no va bien, mi capitán? —soltó al fin Benoit, impaciente.
—¿No les suena de nada su cara?
El capitán no se había dirigido a nadie en concreto, y tampoco parecía estar esperando una respuesta. Aun así, el teniente y el forense se acercaron al rostro hinchado para intentar adivinar qué aspecto habría tenido ese hombre antes de los cortes. Era la primera vez que Benoit veía un rostro con las órbitas vacías y le costaba tomar distancia y fijarse en el conjunto. El forense fue el primero en hablar. Y fue rotundo. Jamás había visto a ese hombre. El subteniente respondió lo mismo.
Marchal, todavía abstraído en sus pensamientos, sacó el móvil y se alejó unos pasos para hacer una llamada. Benoit, que no alcanzaba a oír la conversación, se puso a caminar de un lado para otro por la orilla del Drôme. Necesitaba liberar la tensión que no se quitaba de encima desde el momento en que había visto al 205 saliéndose de la comarcal.
¿Era posible que ambos hechos estuvieran vinculados? En ese caso, ¿qué relación podía existir entre una niña de ocho años y un hombre al que le habían extirpado los ojos y después habían tirado al río como un desecho? En cuanto a las tres barras, ¿eran también parte de un código?, ¿un elemento que había que añadir al 6-6-B?
El capitán interrumpió sus cavilaciones y se acercó a la bolsa del cadáver con las mandíbulas apretadas. Se dirigió al forense en tono autoritario, como si se tratara de uno de sus hombres:
—¡Ayúdeme a darle la vuelta, doctor!
El médico obedeció, y entre los dos, no sin esfuerzo, pusieron el cadáver boca abajo. Marchal apartó el pelo aún mojado de la nuca del hombre y colocó el teléfono móvil justo al lado para sacar una foto. Esta vez el significado de su chasquido de lengua no escapó a nadie. El caso tomaba una nueva dirección. El capitán lo confirmó al dirigirse a su teniente.
—Le había prometido que los Expertos llegarían esta tarde, ¿verdad? ¡Pues prepárese porque viene toda la caballería! La capital en pleno va a presentarse aquí en cuanto envíe el informe.
Orgulloso de la expectativa creada, el capitán consideró que era el momento de dar más explicaciones.
—¡La Brigada Nacional de Rastreo de Fugitivos lleva más de diez años buscando a este hombre! El tatuaje que tiene en la base del cuello era la prueba que me faltaba para confirmarlo. Sabía que me sonaba su cara. Debo de haber visto su retrato veinte veces por lo menos. Claro que en la foto aún tenía los dos ojos, que por cierto siempre me ha parecido que miraban de una manera muy arrogante. Al menos ahora sabemos que el tipo que han tirado al agua no era ningún santo. No digo que se lo mereciera, pero, personalmente, saber esto me tranquiliza un poco. En cambio, si todo el mundo aterriza en Crest dentro de unas horas, nos espera una buena. Habrá que instalarles un campo base. Pensándolo bien, teniente, no me extrañaría que pudiera continuar con la investigación.
Benoit, que se regocijaba por dentro solo de pensarlo, trató de controlarse para que no se le notara.
—¿De verdad cree que dejarán que me quede?
El capitán Marchal no pudo evitar sonreír al ver el entusiasmo de su teniente. No podía reprochárselo. Después de todo, él también tenía ganas de aventuras a su edad. Le contestó mientras regresaban al vehículo.
—Van a necesitar a alguien de por aquí si quieren que los habitantes de la zona colaboren. Esos tipos son buenos, muy buenos, de hecho, pero cuando se trate de tomar un café con una señorita del barrio o de obtener información del cartero, le puedo asegurar que estarán agradecidos de trabajar codo con codo con la gendarmería local.
5
Marchal estaba en lo cierto. Los equipos de la Partida Judicial de la Gendarmería Nacional y la Brigada Nacional de Rastreo de Fugitivos llegaron a Valence al mismo tiempo con el último tren procedente de París. La gendarmería local puso un vehículo oficial a disposición de los Expertos, mientras que a los sabuesos de la policía nacional se les ofreció un coche de alquiler.
El subteniente Benoit había solicitado formar parte del comité de bienvenida. Toda esa agitación era nueva para él y sentía una necesidad irrefrenable de estar en el centro de la acción. Su superior parecía aprovecharse de este exceso de entusiasmo. A cinco años de la jubilación, no le gustaba demasiado que le pusieran patas arriba su manera de hacer las cosas, y una investigación conjunta policía-gendarmería era lo bastante inusual para alterarlo. A él y a sus hombres les iba a tocar hacer de chóferes y secretarios de la élite. Si el subteniente estaba dispuesto a entregarse a la causa, no veía ninguna razón para impedírselo.
Acordaron que se encontrarían todos directamente en la morgue para corroborar la identidad del cadáver y examinar las torturas a las que lo habían sometido.
Benoit se mantuvo a cierta distancia para dejar espacio alrededor de la mesa de autopsias. Ya había visto suficiente del cuerpo, y en cuanto a los olores que desprendía, consideraba que podía soportarlos mucho mejor desde lejos.
El jefe de la Brigada Nacional de Rastreo de Fugitivos necesitó menos de un minuto para emitir su veredicto. El hombre que estaba tendido en la mesa era, sin lugar a dudas, Christophe Huguet. Llevaba once años huyendo de la justicia y nadie lo iba a llorar.
—¿Cuáles son sus antecedentes? —no pudo evitar preguntar Benoit mientras todas las miradas se volvían hacia él.
—¿Y usted es?
—Subteniente Benoit del cuerpo de brigadas —respondió con menos seguridad.
El jefe de brigada lo observó atentamente, y debió de pensar que el joven gendarme merecía su confianza, porque procedió a explicarse sin reservas.
—Supongo que habrá oído hablar de Dupont de Ligonnès. Pues bien, considere a este hombre como su hermano pequeño.
Benoit, que no sabía disimular, puso cara de confusión.
—Digamos que Huguet tiene un currículum un pelín menos interesante que Dupont. Y sobre todo le hemos dado mucha menos publicidad. A veces, la discreción nos es útil. En este caso, con Huguet, no valió la pena. Hasta hoy no teníamos nada de nada. Este hombre consiguió mantenerse en la sombra. Como un fantasma.
—Cuando dice que su currículum es menos interesante, ¿a qué se refiere exactamente? —intervino entonces el capitán de los Expertos.
Había ido allí para investigar la muerte de ese hombre y podía averiguar más cosas sobre él en diez minutos en esa sala que en una semana en su oficina.
—Dupont de Ligonnès desapareció dejando tras de sí los cadáveres de su mujer y sus cuatro hijos. Huguet se conformó con dejar el de su esposa, el de su suegra y el del perro.
—¿El del perro? —repitió Benoit de forma estúpida—. ¿Por qué querría matar al perro?
—¡Deduzco que no le ve el menor inconveniente a que matase a su suegra! —respondió el jefe de brigada con toda la seriedad del mundo.
—No, no... —balbuceó el subteniente—. No quería decir eso...
—Tranquilo, era solo una broma —lo interrumpió el policía, esta vez con una gran sonrisa en los labios—. Si le sirve de consuelo, todos nos hicimos la misma pregunta. Un perro no es precisamente un testigo muy valioso. Se lo podr