ÍNDICE
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Encuentro
Puesta en escena
Arribistas
A pesar de la vida
Hotel y domicilio
Antigüedades
Bar Velódromo
Cementerio
Amargura
Sexo
Confidencias
París
Odio entre hermanos
Contrapunto
Flores
Jugando con fuego
Empate
Madrid
Fotos
Bronca
Silencios
Marfil
Espaguetis
Mariposas
Pedralbes
Absurdo
Finas láminas de aguacate con gambas
Hasta siempre
Adiós
Nada
Obsesión
Kaplan
Punto débil
Triángulo
Circunstancias
Polígono
Derrota
Dos mundos
Sin plan
Ganadores y perdedores
Jack Daniels
Títeres sin cabeza (Epílogo)
Agradecimientos
Sobre el autor
Créditos
A Teresa
ENCUENTRO
—Mira, Alex, siempre ha habido escritores jóvenes, eso no es ninguna novedad. Lo que ya no es tan frecuente es conseguir con una primera novela el éxito que tú has tenido con la tuya. Eso es casi tan difícil como que te toque la lotería, no sé si me explico.
—¿Para qué me ha hecho venir, Suárez?
—Para recordarte que la diosa Fortuna te ha tocado con su varita mágica.
—¿Y?
—Que tienes que rentabilizar tu popularidad volviendo a publicar lo antes posible. Se lo he dicho a tu agente varias veces, pero es evidente que ha servido de poco.
—Publicar en su editorial, claro.
—Naturalmente. Yo me arriesgué contigo y lo justo ahora es que tú sigas conmigo.
El despacho de Suárez estaba decorado con una gran alfombra de aire oriental que, pese a sus años, seguía pareciendo mullida y con muebles antiguos de rancio estilo inglés que informaban de pasados esplendores. Un robusto escritorio de nogal, un sofá tipo chester de piel muy desgastada y un sillón orejero que sin duda estaba reservado al dueño del lugar eran sus elementos más destacados, aunque tampoco pasaban desapercibidos un mueble bar de puerta acristalada en el que esperaban su momento unas cuantas botellas de whisky, coñac y ginebra y una vitrina en la que se exhibían unas piezas de cerámica que parecían de coleccionista. Sorprendentemente tratándose del lugar de trabajo de un editor, los únicos libros a la vista eran los que descansaban en una mesa de centro sobre la que en ese momento también había dos vasos mediados de whisky, si bien una de las paredes del amplio despacho estaba cubierta por las portadas enmarcadas de los muchos triunfos editoriales que Suárez había cosechado a lo largo de su vida. Sin la ayuda de Dios, la primera novela de Alex Segura, de la que se habían vendido un millón de ejemplares en los dos años que habían transcurrido desde su primera edición, había sido el último.
Alex sabía mejor que nadie que Suárez tenía razón cuando hablaba de la diosa Fortuna. Que un diletante como él se hubiese convertido de la noche a la mañana en un escritor famoso al que, por si fuese poco, la crítica había tratado muy bien solo podía deberse a un fenomenal golpe de suerte. Tenía treinta y siete años, era alto y desgarbado, siempre llevaba el pelo largo y barba de dos días, y vestía de modo descuidado. Aunque había nacido en una familia burguesa de Barcelona, se sentía cómodo con la estampa canalla que con el tiempo había conseguido forjarse.
Su padre, Miguel Segura, era un psiquiatra muy conocido por cuya consulta de la calle Balmes acostumbraban a desfilar algunos de los apellidos más sonoros de la ciudad y su madre, Mariona Moragas, rica desde siempre, era propietaria de una tienda de antigüedades situada en el corazón del barrio gótico, en cuya cartera de clientes había también apellidos muy resonantes. Su única hermana, dos años menor que él, se llamaba Sol pero era pura oscuridad. Permanentemente deprimida, lo último que sus padres y él sabían de ella, siempre poco, era que vivía en Londres, donde trabajaba en un banco de inversiones.
Después de estudiar más mal que bien en los jesuitas de Sarrià, Alex empezó Derecho, luego Filosofía y más tarde Periodismo, pero no consiguió licenciarse en nada. Posteriormente, siempre con el mucho dinero del que disponía su familia, puso en marcha diversos negocios que fracasaron uno tras otro: una galería de arte, una agencia de viajes de aventura, una discográfica con voluntad de independencia, una productora de videoclips musicales y un bar de copas. Y mientras tanto tuvo tiempo para salir con un montón de mujeres. Montse, Sandra, Amparo, Marie, Sabina, Teresa, Lola, Laura, Nuria, Marisol, Susana y otras muchas de las que ya ni siquiera recordaba el nombre. Estudiantes, camareras, actrices, secretarias, maestras, psicólogas, economistas, dependientas y hasta respetables madres de familia que no habían podido dejar de probar el cóctel de picardía y desvalimiento que Alex les ofrecía.
Su padre siempre le decía con retintín que si hubiese nacido en su época habría formado parte de aquella gauche divine barcelonesa que se emborrachaba de madrugada en Bocaccio y se levantaba al mediodía para dedicarse a sus indeterm