Esta no es una canción de amor

Alessandro Robecchi

Fragmento

9788417384234-1

CONTENIDO

Portada

Lema

Cero

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Treinta y nueve

Cuarenta

Cuarenta y uno

Cuarenta y dos

Cuarenta y tres

Cuarenta y cuatro

Cuarenta y cinco

Cuarenta y seis

Cuarenta y siete

Cuarenta y ocho

Cuarenta y nueve

Cincuenta

Cincuenta y uno

Cincuenta y dos

Cincuenta y tres

Títulos de crédito

Créditos

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9788417384234-3

I know it was all a big joke

Whatever it was about.

Someday maybe

I’ll remember to forget.

(Ya sé que todo fue una broma,

da igual la razón.

Tal vez algún día

me acordaré de olvidar.)

BOB DYLAN,
Tight Connection to My Heart

9788417384234-4

CERO

Las urgencias más cercanas son las de via Crivelli, las del hospital Gaetano Pini, como sabe cualquier milanés que haya resbalado alguna vez con el hielo o se haya roto una pierna por una razón u otra. De ahí a la avenida Tibaldi se tardan sólo cinco minutos, aunque, da igual, ya han comprendido que no hay prisa.

Los de la ambulancia, por tanto, se lo toman con calma, no ponen la sirena —para qué— y se limitan a encender las luces azules giratorias, más que nada por la niebla.

El conductor las apaga cuando desciende por la rampa de acceso del hospital y dos hombres con batas blancas salen por la puerta de Admisiones.

Uno se enciende un cigarro.

El otro le hace un gesto a la chica que está bajando de la ambulancia por el lado del copiloto. Médico de urgencias, voluntaria de guardia. Mona.

Una pregunta muda. La chica niega con la cabeza.

Bajan la camilla con gestos acostumbrados, ensayados, casi mecánicos.

Está tapada con una sábana.

Conducen el carrito al interior, empujándolo como en el supermercado. La joven médico, vestida con un mono naranja, sigue al de la bata blanca. El otro médico apaga el cigarro con el zueco y aspira una bocanada de niebla milanesa.

Es poco más de la una.

Cómo conduce la gente, coño.

Y su turno no termina hasta las seis.

Hay que joderse.

9788417384234-5

UNO

Marino Righi está sentado en un sillón de terciopelo rojo. Un sillón incongruente, un mueble que parece fuera de lugar en una habitación con la elegancia propia del diseño nórdico: maderas claras, tonos neutros, cortinas en crudo. Hasta los cuadros de las paredes son de colores suaves, sin nada llamativo, nada que destaque. Una misma gama de colores, ton sur ton y esas historias.

El sillón, sin embargo, es rojo bermellón.

Buscad al intruso.

Marino Righi se ha sentado sin pensar —¿qué iba a pensar?— cuando el hombre ha entrado en su casa y le ha dicho:

—Pongámonos cómodos, tenemos que hablar.

¿Por qué lo ha dejado pasar? Reflexiona un momento y no sabe qué responderse. Aunque sí, claro que lo sabe.

Porque se siente culpable, porque sabe que le debe algo, por mucho que haya aducido todas las explicaciones, esgrimido las excusas, consumido las coartadas, agotado las discusiones.

Pero las tornas han cambiado.

Y es que, nada más entrar, el hombre se ha llevado una mano al bolsillo y la ha vuelto a sacar enseguida, empuñando una pistola pequeña, cromada, que apunta hacia él. Marino Righi, más perplejo que asustado, ha reculado hacia el salón y se ha dejado caer en el sillón; ha sido un gesto natural. El otro se ha plantado enfrente y se ha sentado en el filo de un sofá de color crema, ligeramente desplazado hacia la izquierda, porque en realidad, justo delante del sillón, hay un televisor de plasma de un montón de pulgadas, encendido pero sin voz, casi una pantalla de cine, tan grande que uno se pregunta cuándo va a pasar el de las palomitas.

Un tipo achaparrado; no es que sea gordo, pero sí más bajo de la cuenta, según los cánones actuales. El sombrero que lleva es demasiado grande para él y se le baja hasta los ojos; tiene una nariz de tamaño considerable y la boca carnosa. No es guapo, la verdad, y menos con esa altura, aunque tiene su aquel. El chaquetón oscuro y voluminoso le confiere un aspecto aún más corpulento y grueso. La pistola, en la mano derecha, no le tiembla ni siquiera un poco.

—Tenemos que hablar —repite.

Pero luego no dice nada.

Se limita a extender el brazo hasta que el cañón de la pistola queda a treinta centímetros de la frente de Marino Righi. Y aprieta el gatillo.

Estruendo. Seguido de silencio.

Ya son dos las manchas que desentonan en ese triunfo de blanco, beis y tonos pastel: el sillón rojo y el circulito que tiene Marino Righi en medio de la frente, del que mana poco a poco un hilillo de sangre, igual de rojo.

Los proyectiles del calibre 22 no son ni los más rápidos ni los que provocan las heridas más aparatosas, pero lo mismo da: una vez dentro, tienen casi todo el trabajo hecho. Y si no encuentran una zona blanda por la que salir, rebotan varias decenas de veces contra los huesos del cráneo, como una bola de pinball contra los topes.

Premio especial, lucecitas y toda la pesca, pero ganar, aquí no se gana nada.

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