El largo camino a casa (Inspector Armand Gamache 10)

Louise Penny

Fragmento

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UNO

Mientras se acercaba, Clara Morrow se preguntaba si Armand Gamache repetiría el pequeño gesto que hacía cada mañana.

Tan diminuto, tan insignificante. Tan fácil de ignorar la primera vez.

Pero ¿por qué seguía haciéndolo?

Se sentía una tonta por preguntárselo siquiera. ¿Qué importancia podía tener? Pero, en un hombre tan poco dado al secretismo, aquel gesto repetido empezaba a parecer no sólo discreto, sino furtivo: un acto inocuo que no obstante parecía anhelar una sombra en la que ocultarse.

Y ahí estaba otra vez Gamache, a plena luz del nuevo día, sentado en el banco que Gilles Sandon había hecho poco antes y había instalado en la cima de la colina. Enfrente se desplegaban las montañas que van de Quebec a Vermont, cubiertas por densos bosques. El río Bella Bella serpenteaba entre ellas: una cinta plateada bajo el sol.

Y en el valle, tan fácil de pasar por alto ante tan­ta grandiosidad, estaba, hecho un ovillo, el modesto pue­blecito de Three Pines.

Pero Armand no estaba disfrutando de la vista, ni tampoco hurtándose a la vista de nadie. No: cada mañana, sentado en el banco de madera, aquel hombre robusto inclinaba la cabeza sobre un libro... y leía.

Al acercarse, Clara vio a Gamache hacerlo otra vez: se quitó las gafas de lectura de media luna, cerró el libro y se lo guardó en el bolsillo. Entre las páginas asomaba un punto de libro, pero él nunca lo movía: permanecía allí como un mojón que señalara un sitio cerca del final; un sitio al que se aproximaba, pero sin alcanzarlo jamás.

Armand no cerraba el libro de golpe, más bien dejaba que lo hiciera la gravedad, suavemente. Y, según advirtió Clara, no usaba nada para señalar por dónde iba, ni un viejo recibo ni un billete usado de avión, tren o autobús que lo llevara de vuelta a donde había dejado la historia: era como si en realidad no le importara, cada mañana empezaba de nuevo y se acercaba más y más a aquel punto de libro, aunque siempre se detenía antes de llegar.

Y cada mañana Armand Gamache deslizaba el fino volumen en el bolsillo de la ligera chaqueta de verano an­tes de que Clara pudiera ver el título.

Ella había llegado a obsesionarse un poco con aquel libro... y con la conducta de Gamache.

Incluso se había atrevido a preguntar hacía una semana más o menos, cuando se había sentado por primera vez a su lado en el banco desde el que se veía el viejo pue­blecito:

—¿Es un buen libro?

—Oui.

Armand Gamache había sonreído, suavizando así aquella brusca respuesta... hasta cierto punto.

Había sido una discreta invitación a irse por parte de un hombre que rara vez se sacaba a la gente de encima.

No, pensó Clara observándolo ahora de perfil, no había pretendido echarla, sino dar un paso atrás para alejarse de ella y de su pregunta: se había batido en retirada con aquel libro maltrecho.

El mensaje quedaba bien claro y Clara lo había recibido, aunque eso no significaba que le haría caso.

Armand Gamache contempló el bosque, que mediado el verano se teñía de verde oscuro, y las ondulantes montañas que se perdían en la inmensidad, y luego bajó la mirada hacia el pueblecito en el fondo del valle, que parecía acurrucado en la palma de una mano antiquísima: un estigma en la campiña quebequesa, no tanto una herida como un portento.

Todas las mañanas salía a dar un paseo con su mujer, Reine-Marie, y el pastor alemán de ambos, Henri. Le arrojaban la pelota y acababan yendo ellos en su busca cuando Henri se distraía con una hoja que caía, un moscardón al vuelo o las voces en su cabeza. Salía disparado por la pelota y de pronto se detenía y miraba fijamente el vacío moviendo sus enormes orejas de satélite de aquí para allá como si descifrara algún mensaje. No tenso, sino intrigado, pensaba Gamache: como una persona cualquiera escucharía una canción que le gusta particularmente o una voz familiar llegada de la distancia.

Con la cabeza ladeada y una expresión bobalicona en la cara, Henri escuchaba mientras Armand y Reine-­Marie iban en busca de la pelota.

«Todo está en su sitio», pensó Gamache sentado en silencio bajo el sol de principios de agosto.

Por fin.

Excepto por Clara, que se había aficionado a sentarse con él en el banco todas las mañanas.

¿Lo hacía porque creía que podía sentirse solo allí arriba, una vez que Reine-Marie y Henri se habían ido, y que quizá necesitaba compañía?

Pero dudaba que ése fuera el motivo: Clara Morrow se había convertido en una amiga íntima y lo conocía demasiado bien para pensar eso.

No, Clara estaba ahí por sus propias razones.

Armand Gamache sentía una curiosidad creciente, aunque a ratos lograba engañarse y convencerse de que no eran simples ganas de entrometerse, sino una consecuencia de su formación como policía.

Durante toda su vida profesional, el inspector jefe Gamache había hecho preguntas buscando respuestas. Y no sólo respuestas: hechos. Y también sentimientos, mucho más huidizos y peligrosos que los hechos, porque los sentimientos conducen hasta la verdad.

Y aunque la verdad pudiera hacer libres a algunos, a la gente a la que Gamache buscaba la hacía acabar en prisión... de por vida.

Cuántas veces había interrogado a un asesino esperando encontrar emociones hostiles, un alma amargada, y hallado en su lugar a una buena persona que se había descarriado.

Aun así la arrestaba, por supuesto; pero había llegado a estar de acuerdo con la hermana Prejean en que la maldad de los actos superaba con creces la maldad de las personas.

A menudo, Armand Gamache había visto los peores y los mejores actos cometidos por la misma persona.

Cerró los ojos y volvió el rostro hacia el tonificante sol matutino. Aquellos tiempos habían quedado atrás: ahora podía descansar acurrucado en la palma del valle y preocuparse de sus propios sentimientos.

Ya no era necesario explorar, en Three Pines había encontrado lo que estaba buscando.

Consciente de la presencia de Clara a su lado, abrió los ojos. Volvió a mirar al frente y vio cómo cobraba vida el pueblecito allá abajo, vio a sus amigos y a sus nuevos vecinos salir de sus casas para ocuparse de sus jar­dines perennes o atravesar la plaza para desayunar en el bistrot, vio cómo Sarah abría la puerta de su boulangerie —llevaba ahí dentro desde antes del amanecer horneando baguettes, croissants y chocolatines, y ahora llegaba el momento de venderlos—, la vio detenerse, limpiarse las manos en el delantal e intercambiar un saludo con monsieur Béliveau, que estaba abriendo su pequeño supermercado. Cada mañana durante las últimas semanas, Gamache se había sentado en aquel banco a observar a las mismas personas hacer las mismas cosas. El pueblo tenía el ritmo, la cadencia de una pieza musical. Quizá era eso lo que Henri oía: la música de Three Pines. Un murmullo lejano, un cántico, un ritual reconfortante.

La vida de Gamache nunca había tenido un ritmo: cada día había sido impredecible, y eso parecía motivarlo. Llegó a creer que formaba parte de su naturaleza. Hasta ahora, nunca había conocido la rutina.

Desde luego, había temido que la reconfortante rutina de esta nueva etapa se tornara banal, se convirtiera en aburrimiento; pero había resultado justo al revés: parecía prosperar con la repetición, y cuanto más predecible se volvía, más valoraba él aquella estructura. Lejos de resultar restrictiva, de hacerlo sentir preso, los rituales cotidianos suponían una liberación para él.

El caos traía consigo toda clase de desagradables verdades, pero hacía falta paz para examinarlas. Allí sen­tado, en aquel sitio tranquilo bajo el sol resplandeciente, Armand Gamache por fin era capaz de examinar todo aquello que había acabado por los suelos, al igual que él mismo.

Notaba el bulto y el leve peso del libro en el bolsillo.

Allá abajo, Ruth Zardo salió renqueando de su maltrecha casita seguida por Rosa, su pata. La anciana miró a su alrededor y luego alzó la vista hacia el camino de tierra que conducía a las afueras del pueblo. Sus viejos ojos de acero ascendieron poco a poco hasta encontrarse con la mirada de Gamache.

Levantó una mano surcada de venas a modo de saludo y luego, como si izara la bandera del pueblo, le mostró el dedo medio.

Gamache le hizo una leve inclinación de cabeza.

Todo estaba en su sitio.

Excepto por...

Se volvió hacia la mujer despeinada que estaba sentada a su lado. ¿Qué hacía ahí Clara?

Ella apartó la vista: no era capaz de mirarlo a los ojos sabiendo, como sabía, lo que estaba a punto de hacer.

Se preguntó si debería hablar primero con Myrna, pedirle consejo, pero decidió que no: suponía trasladarle la responsabilidad por aquella decisión.

O más probablemente, se dijo, temía que Myrna se lo impidiera, que le dijera que no lo hiciese, que era injusto e incluso cruel.

Porque lo era: he ahí la razón de que a Clara le hubiera llevado tanto tiempo hacerlo.

Todos los días había subido hasta allí decidida a decirle algo a Armand y todos los días se había acobardado o, más bien, la parte bondadosa de su ser había ti­rado de las riendas, conteniéndola, procurando que se de­tuviera.

Y por el momento había funcionado.

Todos los días charlaba un poco con él y luego se iba, resuelta a no volver al día siguiente. Se prometía a sí misma, y a todos los santos, ángeles, dioses y diosas, que a la mañana siguiente no subiría otra vez hasta aquel banco.

Y a la mañana siguiente, como por arte de magia, por un milagro o una maldición, volvía a sentir la dura madera de arce bajo el culo y se descubría mirando a Armand Gamache y preguntándose por el fino volumen que guardaba en el bolsillo mientras miraba aquellos pensativos ojos marrón oscuro.

Armand había engordado un poco y eso estaba bien. Demostraba que Three Pines cumplía con su cometido: allí se estaba curando. Era un hombre alto, y una complexión más robusta le sentaba de maravilla. No estaba gordo, sino robusto. Ahora, pese a sus heridas, renqueaba menos y tenía un paso más enérgico. El tono grisáceo había desaparecido de su rostro, aunque no de su cabeza, pues su cabello ondulado era ya más canoso que castaño. Clara sospechaba que para cuando cumpliera los sesenta, al cabo de sólo unos años, lo tendría blanco.

Aparentaba su edad, con aquel rostro marcado por los problemas, las tribulaciones y el dolor. Pero las arrugas más profundas las había labrado la risa: en torno a los ojos y la boca la alegría había dejado sus huellas.

Era el inspector jefe Gamache, antaño jefe de Homicidios de la Sûreté du Québec.

Pero también era Armand, el amigo de Clara que había acudido allí a retirarse de toda aquella vida y toda aquella muerte. No para esconderse del dolor, sino para dejar de almacenar más. Y para desprenderse, poco a poco, del peso que acarreaba sobre los hombros.

Como habían hecho todos ellos.

Clara se puso en pie.

No podía hacerlo: no podía desahogarse con aquel hombre que ya llevaba su propia cruz a cuestas. Lo que la preocupaba era cosa suya.

—¿Cenamos esta noche? —preguntó—. Reine-Marie nos ha invitado. A lo mejor hasta jugamos al bridge.

Ése era siempre el plan, aunque rara vez llegaban a hacerlo pues preferían charlar o quedarse tranquilamente sentados en el jardín de los Gamache mientras Myrna caminaba entre las plantas explicando cuáles eran malas hierbas, cuáles perennes y cuáles anuales, creadas para disfrutar de una vida breve y magnífica.

Gamache se puso en pie y Clara volvió a ver las palabras talladas en el respaldo del banco. No estaban ahí cuando Gilles Sandon lo había colocado en su sitio y él aseguraba no haberlas grabado. Habían aparecido sin más, como un grafiti, y nadie había reivindicado su autoría.

Armand tendió una mano. Al principio, Clara creyó que pretendía estrechar la suya a modo de despedida: un gesto definitivo y extrañamente formal. Pero entonces se dio cuenta de que tenía la palma hacia arriba.

Era una invitación a que posara la mano en la suya.

Clara así lo hizo y, finalmente, lo miró a los ojos.

—¿Qué haces aquí, Clara?

Ella se sentó de repente y volvió a notar la dura madera del banco: no tanto un apoyo como un medio para evitar que cayera al suelo.

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DOS

—¿De qué crees tú que estarán hablando? —Olivier dejó un plato con torrijas, frutos rojos recién cogidos y sirope de arce delante de Reine-Marie.

—Diría que de astrofísica —contestó ella levantando la vista hacia su rostro apuesto—, o quizá sobre Nietzsche.

Ambos volvieron la cabeza y miraron a través del ventanal con parteluces.

—Me refería a Ruth y su pata.

—Yo también, mon beau.

Olivier se echó a reír mientras se alejaba para servir a otros clientes del bistrot.

Reine-Marie Gamache ocupaba su mesa habitual. No había pretendido convertirlo en un hábito, sencillamen­te había ocurrido así. Durante las primeras semanas después de que Armand y ella se mudaran a Three Pines, ha­bían ocupado asientos distintos en mesas distintas, y cada uno de ellos era realmente diferente, no sólo por su situación en el viejo bistrot, sino también por el estilo de los muebles: todos eran antigüedades, todos estaban en venta y llevaban colgando etiquetas con el precio, pero unos eran de viejo pino quebequés, otros, butacas y orejeros eduardianos con demasiado relleno... Incluso había un pu­ñado de manufactura más moderna, de mediados de siglo, hechos de teca, de líneas elegantes y sor­prendentemente cómodos. Todos los había llevado Olivier, y Gabri, su pareja, los toleraba siempre que Olivier limitara sus hallazgos al bistrot y le dejara a él regentar y decorar la fonda.

Olivier era esbelto, disciplinado y perfectamente consciente de su elegancia campesina y casual. Cada prenda de su guardarropa buscaba encajar cuidadosamente en la imagen que buscaba ofrecer: la de un anfitrión relajado, cortés y discretamente próspero. Todo en Olivier era discreto, excepto Gabri.

Curiosamente, se dijo Reine-Marie, mientras que el estilo personal de Olivier era sobrio e incluso elegante, su bistrot era un batiburrillo de tendencias y colores. Y aun así, lejos de producir una sensación claustrofóbica o caótica, uno se sentía como si estuviera de visita en la casa de una tía o tío excéntrico que había visto mucho mundo: de alguien que estaba al corriente de las convenciones y ha­bía decidido no seguirlas.

En ambos extremos de la amplia estancia rectangular con vigas vistas había sendas chimeneas cargadas de leños. En invierno, las llamas chisporroteaban y danzaban plantando cara a la penumbra y el frío intenso, no así en el cálido verano. Y sin embargo, ese día Reine-Marie captaba un tufillo a humo de leña en la habitación, cual fantasma o guardián.

A través de las ventanas en saledizo podían verse las casas de Three Pines, con sus jardines llenos de rosas, lirios de día, clemátides y otras plantas cuyos nombres empezaba a conocer. Dibujaban un círculo en torno a la gran plaza ajardinada en cuyo centro se alzaban los tres enormes pinos que daban nombre al pueblo. No eran pinos corrientes: plantados siglos atrás, eran una especie de código, una señal para quienes regresaban agotados de la guerra.

Estaban a salvo: ese lugar era un refugio.

Costaba saber si las casas protegían los árboles o viceversa.

Reine-Marie Gamache se llevó a los labios el tazón de café au lait y bebió mientras observaba a Ruth y Rosa, que parecían murmurarse cosas en el banco, a la sombra de los pinos. La poeta vieja y loca y su pata de andares bamboleantes parecían hablar la misma lengua. Y esa lengua, hasta donde alcanzaba a ver Reine-Marie, consistía en una única frase: «Caca, caca, caca.»

«Es verdad», pensó Reine-Marie, «amamos la vida no porque estemos acostumbrados a vivir, sino porque estamos acostumbrados a amar.»

Nietzsche. Cómo le tomaría el pelo Armand si supiera que estaba citando a Nietzsche, aunque fuera para sí.

«¿Cuántas veces te has burlado tú de mí por soltar alguna cita?», le preguntaría su marido entre risas.

«Ninguna, querido. ¿Cómo era eso que decía Emily Dickinson sobre las burlas?»

Él la miraría con cara de seriedad y enseguida se inventaría alguna chorrada que atribuiría a Dickinson, a Proust o a Pedro Picapiedra.

«Estamos acostumbrados a amar.»

Al fin estaban juntos y a salvo, protegidos por aquellos pinos.

Inevitablemente, su mirada vagó colina arriba, hasta el banco donde Armand y Clara estaban sentados en silencio.

—¿Sobre qué crees tú que no hablan? —preguntó Myrna.

La robusta mujer negra tomó asiento en el cómodo orejero frente a Reine-Marie y se apoyó contra el respaldo. Como se había llevado su propia taza de té de la librería adyacente, sólo había pedido muesli y zumo de naranja recién exprimido.

—¿Armand y Clara o Ruth y Rosa? —preguntó Reine-­Marie.

—Bueno, ya sabemos de qué estarán hablando Ruth y Rosa —contestó Myrna.

—Caca, caca, caca —dijeron las dos al unísono y se echaron a reír.

Reine-Marie pinchó un trozo de torrija con el tenedor y volvió a mirar hacia el banco en lo alto de la colina.

—Se sienta ahí con él todas las mañanas. Hasta el propio Armand está desconcertado.

—No creerás que trata de seducirlo, ¿verdad? —dijo Myrna.

Reine-Marie negó con la cabeza.

—Pues en ese caso, Clara llevaría consigo una baguette.

—Y queso: un buen Tentation de Laurier bien fuerte y cremoso...

—¿Has probado el último queso de monsieur Béliveau? —preguntó Reine-Marie olvidándose por completo de su marido—. ¿El Chèvre des Neiges?

—Ay, sí, por Dios —repuso Myrna—. Sabe a flores y brioche. Para ya... ¿tratas de seducirme o qué?

—¿Yo? Has empezado tú.

Olivier dejó un vaso de zumo delante de Myrna y unas tostadas para ambas.

—Eh, a ver si voy a tener que separaros a manguerazos —bromeó.

—Désolé, Olivier —dijo Reine-Marie—. Ha sido culpa mía. Estábamos hablando sobre quesos.

—¿En público? Menudo mal gusto —dijo Olivier—. Estoy casi seguro de que a Robert Mapplethorpe le prohi­bieron exhibir su obra por culpa de una fotografía de una baguette con brie.

—¿Una baguette? —repitió Myrna.

—Eso explicaría la afición de Gabri por los carbohidratos —intervino Reine-Marie.

—Y la mía —añadió Myrna.

—Vuelvo ahora mismo con la manguera —amenazó Olivier mientras se alejaba—. Y no, no es un eufemismo.

Myrna untó una gruesa tostada con mantequilla se­mi­derretida y mermelada y le dio un mordisco mientras Reine-Marie tomaba un sorbo de café.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó Myrna.

—De quesos.

—Antes de eso.

—De ellos. —Reine-Marie Gamache señaló con la cabeza a su marido y Clara, sentados en silencio en el banco de la colina. De qué no estarían hablando, había preguntado Myrna, y Reine-Marie se había planteado eso mismo todas las mañanas.

El banco había sido idea suya: un pequeño obsequio para Three Pines. Le había pedido a Gilles Sandon, el carpintero, que lo hiciera y lo plantara allí arriba. Unas semanas después, había aparecido en él una inscripción grabada profunda y cuidadosamente.

—¿Lo has hecho tú, mon coeur? —le había preguntado a Armand en su paseo matutino, cuando se detuvieron a observarla.

—Non —había contestado él, perplejo—. Pensaba que tú misma le habías pedido a Gilles que la grabara.

Preguntaron por ahí. A Clara, a Myrna, a Olivier, a Gabri. A Billy Williams y a Gilles. Incluso a Ruth. Nadie sabía quién había grabado esa frase en la madera.

Ella pasaba delante de ese pequeño misterio todos los días en sus paseos con Armand. Dejaban atrás la antigua escuela, donde casi habían matado a Armand. Recorrían el bosque, donde era Armand quien había matado. Ambos eran muy conscientes de aquellos sucesos. Todos los días, daban la vuelta y regresaban al tranquilo pueblecito, al banco en la colina y a las palabras grabadas por una mano desconocida...

Te sorprendió la dicha.

• • •

Clara Morrow le contó a Armand Gamache por qué estaba ahí y qué quería de él y, cuando acabó, vio en aquellos ojos pensativos lo que más temía.

Miedo.

Ella lo había puesto ahí: había cogido su propio miedo para transmitírselo a él.

Clara tuvo ganas de retirar sus palabras, de borrarlas.

—Sólo quería que lo supieras —dijo notando cómo se sonrojaba—. Necesitaba contárselo a alguien, nada más...

Estaba diciendo tonterías, y eso no hacía sino aumentar su desesperación.

—No espero que hagas nada. No quiero que lo hagas. En realidad no es nada, puedo ocuparme yo. Olvi­da lo que te he dicho. —Pero era demasiado tarde, ya no había vuelta atrás—. Da igual —zanjó con tono firme.

Armand esbozó una sonrisa. Las profundas arrugas en torno a sus ojos se hicieron aún más profundas y Clara comprobó con alivio que en ellos ya no había miedo alguno.

—A mí no me da igual, Clara.

Ella emprendió el regreso ladera abajo con el sol en la cara. Un leve aroma a rosas y lavanda flotaba en el aire cálido. Una vez en la plaza ajardinada del pueblo, se detuvo y se volvió. Armand se había sentado de nuevo. Clara se preguntó si volvería a sacar el libro ahora que ella se había ido, pero no lo hizo. Se limitó a seguir allí sentado con las piernas cruzadas y una de sus grandes manos sujetando la otra, reservado y al parecer relajado. Miraba más allá del valle, hacia las montañas y el mun­do exterior, que se hallaba al otro lado.

«Todo irá bien», se dijo ella mientras se dirigía a su casa.

Pero, en el fondo, Clara Morrow sabía que había puesto algo en marcha, que había visto algo en la profundidad de aquellos ojos. O a lo mejor no lo había puesto en marcha, sino solamente lo había despertado.

Armand Gamache había acudido allí a descansar, a recuperarse. Le habían prometido paz. Y Clara sabía que acababa de romper esa promesa.

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TRES

—Ha llamado Annie —dijo Reine-Marie, aceptando el gin-tonic que le tendía su marido—. Llegarán un poco tarde: ya sabes cómo es el tráfico de salida de Montreal los viernes por la noche.

—¿Se quedarán a pasar el fin de semana? —quiso sa­ber Armand.

Había encendido la barbacoa y se disputaba el papel de encargado de la parrilla con monsieur Béliveau. Era una batalla perdida, dado que Gamache no tenía intención de ganarla, pero le parecía que debía al menos fingir que oponía cierta resistencia. Finalmente, con un gesto formal de rendición, le ofreció las pinzas al ten­dero.

—Hasta donde sé, sí —contestó Reine-Marie.

—Estupendo.

Algo en el tono de Gamache llamó la atención de su mujer, pero la distrajo una carcajada.

—¡Os juro por Dios que estas prendas son de marca! —dijo Gabri levantando una mano regordeta con gesto solemne, y se dio la vuelta para que pudieran admirarlo en todo su esplendor: llevaba unos pantalones anchos de sport y una camisa verde lima holgada que se le infló un poco al volverse—. Me las compré en un outlet la última vez que estuvimos en Maine.

A sus treinta y largos y con su metro ochenta y pico de estatura, ya hacía unos cuantos pastelillos que Gabri se había pasado de barrigudo.

—No sabía que Bruguer tuviera una colección de ropa —ironizó Ruth.

—Qué simpática —respondió Gabri—. Pues resulta que ésta es carísima. —Se volvió hacia Clara con expresión implorante—. ¿Parece barata?

—¿Que si lo parece? —dijo Ruth.

—Bruja —soltó Gabri.

—Maricón —respondió Ruth. Sujetaba a Rosa con una mano y en la otra sostenía un objeto que Reine-Marie reconoció como uno de sus floreros... lleno de whisky.

Gabri ayudó a Ruth a sentarse de nuevo.

—¿Te traigo algo de comer? ¿Un perrito? ¿Un feto?

—Ah, pues me encantaría esto último, querido —respondió Ruth.

Reine-Marie se movía entre sus amigos, desparramados por el jardín, captando fragmentos de conversaciones en francés y en inglés, y las más de las veces en una mezcolanza de ambas lenguas.

Miró a Armand y lo vio escuchar con atención a Vincent Gilbert, que contaba una anécdota. Debía de ser bastante divertida, porque Armand sonreía. Respondió gesticulando con la cerveza y él y los Gilbert se echaron a reír. Entonces la descubrió mirándolo y su sonrisa se hizo más amplia.

El tiempo aún era muy agradable pero, para cuando cayera la noche y tuvieran que alumbrar el jardín, iban a hacerles falta los jerséis finos y las chaquetas ligeras que ahora esperaban en los respaldos de las sillas.

La gente se comportaba como si estuviera en casa: entraban y salían a su aire e iban dejando comida sobre la larga mesa de la terraza. Esas barbacoas informales de las noches de los viernes en casa de los Gamache se habían convertido en una especie de tradición.

Pocos, sin embargo, se referían a la propiedad como «la casa de los Gamache». En el pueblo aún se la conocía, y quizá sería así para siempre, como «la casa de Emilie» por la mujer que había vivido allí, cuyos descendientes la habían vendido a los Gamache. Aunque para Armand y Reine-Marie fuera su nueva casa, en realidad era una de las más antiguas de Three Pines. Estaba hecha de tablones de madera blanca y tenía un amplio porche en la fachada principal, que daba a la plaza ajardinada. En la parte trasera, la terraza y el jardín grande y descuidado.

—Te he dejado una bolsa con libros en la sala de estar —le dijo Myrna a Reine-Marie.

—Merci.

Myrna se sirvió un vino blanco y reparó en el ramo en el centro de la mesa, alto y frondoso, con flores y follaje. Dudó sobre si debería decirle a Reine-Marie que lo formaban sobre todo malas hierbas. Veía los sospechosos habituales: frailecillos, pie de cabra e incluso correhuelas, tan parecidas a las campanillas.

Había recorrido muchas veces los arriates de flores con Armand y Reine-Marie ayudándolos a deshierbar y a organizar las plantas. Creía haberles dejado bien clara la diferencia entre lo que eran malas hierbas y lo que no.

Haría falta una clase más.

—Precioso, ¿verdad? —comentó Reine-Marie, ofreciéndole a Myrna un canapé de pan de centeno con trucha ahumada.

Myrna sonrió. Caramba con la gente de ciudad.

Armand se apartó de los Gilbert y procuró asegurarse de que todos los invitados tuvieran cuanto necesitaban. Un curioso grupito atrajo su mirada: Clara se había acercado a Ruth y estaba sentada de espaldas al resto tan lejos de la casa como era posible.

No le había dirigido la palabra desde su llegada.

A Armand eso no lo sorprendía, al contrario de su decisión de sentarse con Ruth y su pata (aunque a menudo le parecía más exacto describir a aquella pareja como Rosa y su humana).

Sólo podía haber una razón para que Clara, o cualquiera, buscara la compañía de Ruth: el profundo y morboso deseo de que la dejaran en paz: Ruth era una bomba fétida socialmente hablando.

Pero no estaban solas: Henri se había acercado a ellas y miraba fijamente a la pata.

Aquello era un enamoramiento en toda regla, aunque Rosa no lo compartía. Gamache oyó un gruñido: era Rosa. Henri soltó un graznido.

Viniendo de Henri, ese ruido nunca era buena señal.

Clara se levantó, echó a andar hacia Gamache y luego cambió de dirección.

Ruth se vio rodeada por un hedor a huevos podridos. Arrugó la nariz. Henri paseaba alrededor con una mirada inocente, como si tratara de encontrar la fuente de aquella peste.

Ruth y Rosa miraron al pastor alemán con una expresión cercana al pasmo. La vieja poeta inspiró profundamente y después exhaló convirtiendo el gas tóxico en poesía:

—«Me obligaste a ofrecerte regalos envenenados» —citó de su famosa obra.

No puedo expresarlo de otro modo:

cuanto te di fue para librarme de ti,

como hace una con un mendigo: toma, vete ya.

Pero Henri, el valiente y gaseoso pastor alemán, no se fue. Ruth lo miró con desagrado, pero le ofreció una mano marchita para que se la lamiera.

Y eso hizo Henri.

Armand Gamache fue entonces en busca de Clara, que se había ido a sentar en una de las dos butacas Adirondack colocadas juntas en un extremo del jardín, y cuyos anchos brazos de madera estaban llenos de ruedos que habían dejado años de bebidas consumidas en la calma del jardín. A los de la época de Emilie se habían añadido, y sobrepuesto, los de las tazas de desayuno y los apéritifs vespertinos de los Gamache: vidas tranquilas que se entrelazaban.

En el jardín de Clara había dos butacas prácticamente idénticas colocadas de cara a los arriates de plantas perennes y al río y el bosque más allá, y también tenían ruedos en los brazos.

Gamache vio cómo Clara aferraba el respaldo de una butaca y se apoyaba sobre las tablillas de madera.

Estaba lo bastante cerca para advertir cómo se alzaban sus hombros y se le ponían blancos los nudillos.

—¿Clara?

—Estoy bien.

Pero no era verdad, Gamache lo sabía y ella también. Tras haber hablado finalmente con él aquella mañana, había creído que la preocupación desaparecería, había confiado en que así sería. Cuando se compartía un problema...

Pero, aunque lo hubiera compartido, el problema no había quedado reducido a la mitad, sino que se había duplicado, y a medida que avanzaba la jornada se había vuelto a duplicar. Al hablar de su miedo, Clara lo había vuelto real, le había dado forma, y ahora lo tenía delante, creciendo por momentos...

Todo lo alimentaba: los aromas de la barbacoa, las descuidadas flores, las butacas viejas y maltratadas. Y los ruedos en la madera: los malditos ruedos. Como en casa.

Todo lo que había sido trivial e incluso reconfortante, familiar y seguro, parecía ahora envuelto con explosivos.

—La cena está lista, Clara.

Armand pronunció esas palabras con su voz tranquila y grave, y después se alejó. Ella oyó sus pisadas alejándose sobre la hierba. Y se quedó sola.

Todos sus amigos se habían reunido en el porche para servirse la comida, pero Clara permaneció aparte, dándoles la espalda, contemplando cómo el bosque se su­mía en la penumbra.

Entonces notó una presencia a su lado: Gamache le tendía un plato.

—¿Nos sentamos? —preguntó él indicando las butacas con un gesto.

Clara así lo hizo y comieron en silencio: cuanto era necesario decir ya se había dicho.

Los demás invitados se servían los filetes y el chutney dispuestos sobre la mesa. Myrna sonreía ante el ramo de centro, divertida, pero pronto dejó de sonreír, al fijarse en algo: era verdaderamente bonito.

Circularon cuencos con ensalada. Sarah le pasó a monsieur Béliveau el mayor de los panecillos que había horneado esa tarde y él le sirvió el filete más tierno. Se hallaban muy cerca uno del otro, aunque sin llegar a tocarse.

Olivier había dejado a un camarero a cargo del bistrot para poder acompañarlos. La conversación fluía entre frecuentes cambios de tema. El sol se ocultó en el horizonte y la gente se puso jerséis y chaquetas ligeras. Se encendieron las velas para disponerlas sobre la mesa y por todo el jardín, de modo que pareció que grandes luciérnagas se hubieran recogido para pasar la noche.

—Cuando murió Emilie y esta casa quedó cerrada, creí que ya no habría más celebraciones aquí —comentó Gabri—. Me alegro mucho de haberme equivocado por una vez.

Henri movió sus orejas de satélite al oír aquel nombre.

Emilie.

La anciana que lo había encontrado en la perrera cuando era sólo un cachorro. Que se lo había llevado a casa, le había puesto un nombre y lo había criado hasta el día en que ya no estuvo ahí y los Gamache habían llegado para llevárselo. Se había pasado meses buscándola, husmeando en busca de su rastro, levantando las orejas ante el sonido de cada coche que llegaba, de cada puerta que se abría. Esperando a que Emilie lo encontrara una vez más, que volviera a rescatarlo y lo llevara a casa. Hasta que, un día, ya no vigiló más, ya no esperó más: ya no le hizo falta que lo rescataran.

Su mirada se posó en Rosa, que también adoraba a una anciana y también tenía pánico de que su Ruth de­sapareciera un día como había hecho Emilie. Entonces se quedaría sola. Henri la miraba fijamente, confiando en que Rosa lo mirara a su vez y comprendiera que, aunque eso ocurriera, su corazón herido acabaría por sanar. La cura, tuvo ganas de decirle, no era la ira, ni el miedo, ni el aislamiento; él había probado con esas cosas y no habían funcionado.

Finalmente, Henri había vertido en aquel vacío terrible lo único que le quedaba: lo que Emilie le había dado. En sus largos paseos con Armand y Reine-Marie, recordó cuánto le gustaban las bolas de nieve, los palos, revolcarse en cacas de mofeta... Recordó cuánto le gustaban las distintas estaciones y sus distintos olores; cuánto le gustaba el barro y hacerse un lecho de hojas; cuánto le gusta­ba nadar y sacudirse bailoteando. Cuánto le gustaba lamerse y lamer a los demás.

Todavía quería a Emilie, pero ahora también quería a Armand y a Reine-Marie.

Y ellos lo querían a él.

Ése era su hogar: lo había recuperado.

• • •

—Ah, bon. Enfin —dijo Reine-Marie al recibir a su hija Annie y a su yerno Jean-Guy en el porche.

Estaba muy concurrido porque la gente se arremolinaba allí para despedirse.

Jean-Guy Beauvoir les dijo hola y adiós a los vecinos del pueblo y concertó una cita con Olivier para salir a correr al día siguiente. Gabri se ofreció a ocuparse del bistrot en lugar de unirse a ellos, como si salir a correr fuera una opción para él.

Cuando Beauvoir llegó ante Ruth, se miraron.

—Salut, vieja arpía borracha.

—Bonjour, tonto del culo.

Ruth cogió en brazos a Rosa, se inclinó hacia Beauvoir y se besaron en ambas mejillas.

—En la nevera hay limonada para ti —dijo la anciana—. Yo misma la he hecho.

Él bajó la vista hacia sus manos nudosas y comprendió que no debía de haberle sido fácil abrir la lata.

—«Si la vida te da limones...» —empezó él.

—Te habrá dado limones a ti. Por suerte, a mí me ha dado whisky.

Beauvoir se echó a reír.

—Estoy seguro de que me encantará la limonada.

—Bueno, a Rosa por lo visto le ha gustado cuando ha metido el pico en la jarra.

Ruth bajó los anchos peldaños de madera del porche e, ignorando el sendero empedrado, cruzó por la senda que las pisadas habían abierto en la hierba.

Jean-Guy esperó a que Ruth entrara en su casa y cerrara de un portazo para meter las maletas en la casa de su suegro, que improvisó para ellos una cena a base de sobras.

Eran más de las diez y todos los invitados se habían marchado.

—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Gamache a Jean-Guy.

—Nada mal, patron.

Aún no se veía capaz de llamar por el nombre de pila a su suegro, y mucho menos «papá». Y tampoco podía seguir llamándolo «inspector jefe» porque Gamache se había jubilado; además, ahora sonaba demasiado formal. Así que se había decidido por patron: «jefe». Era respetuoso e informal al mismo tiempo. Y curiosamente acertado: Armand Gamache bien podía ser el padre de Annie, pero siempre sería el jefe de Beauvoir.

Mientras charlaban sobre un caso concreto en el que Jean-Guy estaba trabajando, éste escrutaba la cara de su suegro buscando algo más que simple atención; buscando, de hecho, que Gamache ansiara regresar al departamento de la Sûreté du Québec que él mismo había creado. Pero el antiguo inspector jefe se limitó a mostrarse cortés.

Jean-Guy sirvió sendos vasos de limonada rosa para Annie y para él observando con atención la pulpa en busca de sedosas plumas.

Se sentaron los cuatro en la terraza trasera, bajo las estrellas, con las velitas parpadeando en el jardín. Y entonces, cuando hubieron acabado de cenar y de lavar los platos y se relajaban tomando café, Gamache se volvió hacia Jean-Guy.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

—Claro.

Beauvoir siguió a su suegro al interior de la casa.

Bajo la atenta mirada de Reine-Marie, la puerta del estudio osciló despacio hasta cerrarse con un chasquido.

—Mamá, ¿qué pasa?

Annie siguió la mirada de su madre hasta la puerta cerrada y luego volvió a posar la vista en su rostro y en su sonrisa congelada.

«Conque se trataba de eso», se dijo Reine-Marie: de ahí la leve inflexión en la voz de Armand unas horas antes, cuando se había enterado de la visita de Annie y Jean-Guy. Era algo más que el mero placer de ver a su hija y a su yerno.

Había contemplado demasiadas puertas cerradas en su casa para no conocer su significado. A un lado, ella, y al otro, Armand y Jean-Guy.

Siempre había sabido que llegaría ese momento, desde la primera caja que habían abierto y la primera noche que habían pasado allí. Desde la primera mañana que él había despertado a su lado y ella no había temido lo que la jornada pudiera traer consigo.

Daba por hecho que ese día acabaría por llegar, pero había creído que dispondrían de más tiempo. Había esperado, rogado, que así fuera.

—¿Mamá?

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CUATRO

Myrna accionó el picaporte de la puerta de Clara. La encontró cerrada.

—¿Clara? —exclamó y llamó con los nudillos.

No era común que los vecinos del pueblo cerraran la puerta por dentro, pese a que sabían por experiencia que no era mala idea. Pero también sabían que no era un pestillo lo que podía mantenerlos a salvo, y que no era una puerta abierta lo que podía acarrearles problemas.

Pero aquella noche, Clara había cerrado por dentro la puerta de su casa. ¿Contra qué peligro?, se preguntó Myrna.

—¿Clara? —Volvió a llamar con los nudillos.

¿De qué tendría miedo? ¿A quién intentaba impedir la entrada?

La puerta se abrió de par en par y, con sólo ver la cara de su amiga, Myrna obtuvo su respuesta.

A ella. Clara trataba de impedirle la entrada a ella.

Bueno, pues no había funcionado. Myrna entró derecha en la cocina, que le resultaba tan familiar como la suya propia.

Puso a hervir agua y cogió sus tazas habituales. Puso dentro sendas bolsitas de hierbas: manzanilla para Clara y menta para sí misma. Luego se volvió hacia aquella cara enfurruñada.

—¿Qué ocurre? ¿Qué narices ha pasado?

Jean-Guy Beauvoir se arrellanó en la cómoda butaca y miró al jefe. Los Gamache habían convertido uno de los dormitorios de la planta baja en salita de estar. Gilles Sandon había instalado estanterías en todas las paredes, incluso alrededor de las ventanas y del marco de la puerta, de modo que parecía una cabaña construida con libros.

Detrás del jefe, Beauvoir alcanzaba a ver biografías, libros de historia y de ciencia. Obras de ficción y ensayos. Un grueso volumen sobre la expedición perdida de sir John Franklin parecía brotar de la cabeza de Gamache.

Charlaron durante unos minutos, no como suegro y yerno, sino como colegas. Como supervivientes del mismo naufragio.

—Jean-Guy tiene mejor aspecto cada vez que lo vemos —comentó Reine-Marie.

Le llegaba el olor de la infusión de menta de su hija y el tamborileo de las alas de una polilla contra el cristal de la lámpara.

Se habían trasladado al porche: Annie estaba en el balancín y Reine-Marie en una de las butacas. El pueblecito de Three Pines se extendía ante ellas. Aún había luces ambarinas en algunas casas, pero la mayoría se encontraba ya a oscuras.

No estaban hablando como madre e hija, sino como mujeres que hubieran compartido una balsa salvavidas y se hallaran por fin en tierra firme.

—Acude a las visitas con el psicólogo y a las reuniones de Alcohólicos Anónimos —explicó Annie—. No se salta ni una sesión. Creo que en realidad les ha cogido el gusto, pero nunca lo admitiría. ¿Y papá?

—Hace su fisioterapia. Damos largos paseos y cada día conseguimos llegar más lejos. Incluso habla de hacer yoga.

Annie se echó a reír. Su rostro y su cuerpo no estaban hechos para una pasarela parisina, sino para buenas comidas, lecturas junto al fuego y risas. Toda ella se había construido a base de felicidad y para la felicidad. Pero a Annie Gamache le había llevado un tiempo descubrirlo y asumirlo: confiar en ello.

E incluso ahora, en la tranquila noche de verano, en el fondo temía que la felicidad le fuera arrebatada. Otra vez. Por una bala, una aguja, una diminuta pastilla para combatir el dolor con las que tanto daño le habían causado.

Se meció un poco en el balancín y se quitó esa idea de la cabeza. Tras haberse pasado gran parte de la vida oteando el horizonte en busca de desaires y peligros, reales e imaginarios, sabía que la verdadera amenaza a su felicidad no procedía de un punto en la distancia, sino de su insistencia en dirigirse hacia ese punto. Su insistencia en preverlo, en esperarlo y a veces incluso en crearlo ella misma.

Su padre la había acusado, en broma, de vivir en las ruinas de su futuro. Hasta que, un día, Annie lo había mirado fijamente a los ojos y había descubierto que no lo decía en broma.

Se trataba de una advertencia.

Pero era un hábito difícil de dejar, en especial porque ahora tenía mucho que perder. Y había estado a punto de perderlo todo. Por una bala, una aguja, una pastilla diminuta.

Lo mismo que su madre.

Ambas habían recibido la llamada telefónica en plena noche: «Ven deprisa, ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.»

Pero no había sido demasiado tarde, no del todo.

Y si bien su padre y Jean-Guy podían recuperarse, Annie no tenía la certeza de que ella y su madre fueran a hacerlo nunca completamente de aquella llamada, de aquella llamada en plena noche.

Pero ahora, en el porche, estaban a salvo, al menos por el momento.

Annie observó ese rectángulo de luz: la ventana de la salita en la que estaban su padre y Jean-Guy, también a salvo.

Por el momento.

«No», se dijo a modo de advertencia. «No hay ninguna amenaza.»

Se preguntó si lo creía realmente, y también si su ma­dre lo creía.

—¿No imaginas a papá en la plaza del pueblo todas las mañanas haciendo el saludo al sol?

Reine-Marie se echó a reír. Lo gracioso era que sí po­día imaginarlo. No sería muy agradable, pero podía ima­ginar a Armand haciendo yoga.

—¿De verdad está bien? —quiso saber Annie.

Reine-Marie se volvió en el asiento para mirar por encima de la puerta, hacia la lámpara del porche. Lo que había empezado como un suave tamborileo de las alas de la polilla se había convertido en un golpeteo frenético del bicho contra la lámpara caliente en la noche fría. La estaba sacando de quicio.

Se volvió de nuevo hacia Annie. Sabía qué era lo que su hija estaba preguntándole: Annie era capaz de advertir la mejoría física de su padre, lo que la tenía preocupada era lo que no estaba a la vista.

—Va a ver a Myrna una vez por semana —explicó Reine-Marie—, eso ayuda.

—¿A Myrna? —preguntó Annie, y enseguida repitió—: ¿A Myrna? —señalando hacia el «barrio financiero» de Three Pines, que constaba del supermercado, la panadería, el bistrot y la librería de ejemplares nuevos y de ocasión de Myrna.

Reine-Marie comprendió que su hija sólo conocía a Myrna por aquella librería. De hecho, conocía a todos los lugareños sólo por las vidas que llevaban allí, no por sus vidas anteriores. Annie no tenía ni idea de que la mujer negra y grandota que vendía libros y los ayudaba con el jardín era la doctora Landers, una psicóloga jubilada.

Reine-Marie se preguntó cómo los verían unos recién llegados a Armand y a ella: la pareja de mediana edad en la casa revestida de madera blanca.

¿Serían los vecinos un poco chiflados que hacían ramos con malas hierbas? ¿Que se sentaban en el porche a leer el periódico La Presse del día anterior? Quizá llegarían a conocerlos únicamente como los dueños de Henri.

¿Llegarían a saber los recién llegados a Three Pines que antaño ella había sido bibliotecaria jefe de la Biblioteca Nacional de Quebec?

¿Tenía alguna importancia?

¿Y qué sabrían de Armand?

¿Qué se imaginaría, al verlo, un recién llegado? Una carrera en el periodismo, quizá, escribiendo para el diario Le Devoir, casi indescifrable de tan intelectual. ¿Creería que se había pasado la vida llevando un cárdigan lleno de bolas y escribiendo largas columnas de opinión sobre política?

Alguien más astuto quizá supondría que había sido profesor en la Universidad de Montreal. Un profesor bonachón, apasionado de la historia, la geografía y lo que ocurría cuando ambas entraban en conflicto.

¿Sospecharía un recién llegado a Three Pines que el hombre que le arrojaba la pelota al pastor alemán, o que tomaba un whisky a sorbitos en el bistrot, había sido en su día el policía más famoso de Quebec? ¿Imaginaría que aquel tipo robusto que hacía yoga todas las mañanas se ganaba antaño la vida cazando asesinos? ¿Podía alguien figurarse algo así?

Reine-Marie confiaba en que no.

Quería creer que habían dejado atrás todo eso, que esas vidas ahora sólo existían en el recuerdo. Que deambulaban por las montañas en torno al pueblo, pero no tenían sentido en Three Pines, ya no. El inspector jefe Gamache, el jefe de Homicidios de la Sûreté du Québec, había cumplido ya con su deber: le tocaba el turno a al­gún otro.

Pero a Reine-Marie se le encogía el corazón al acordarse del lento vaivén de la puerta hasta cerrarse con un chasquido.

La polilla seguía revoloteando en torno a la lámpara, dándose topetazos contra el cristal. ¿Era calor lo que quería?, se preguntó Reine-Marie, ¿o era luz?

¿Dolería chamuscarse las patitas, finas como hilos, al posarlas sobre el cristal ardiente para luego apartarse de inmediato...? ¿Dolía acaso que la luz no le proporcionara a la polilla lo que deseaba tan desesperadamente?

Se levantó y apagó la luz del porche. Al cabo de unos instantes cesó el tamborileo de las alas y Reine-Marie volvió a la tranquilidad de su asiento.

Se hizo el silencio y el porche quedó a oscuras, salvo por el resplandor de color mantequilla que arrojaba la ventana de la salita. Al tornarse más profundo el silencio, Reine-Marie se preguntó si le habría hecho un flaco favor a la polilla. Le había salvado la vida, pero ¿la había dejado sin nada por lo que vivir?

Y entonces el tamborileo empezó de nuevo, pertinaz, desesperado; mínimo y delicado al oído, pero persistente. La polilla se había alejado porche abajo: ahora arremetía contra la ventana de la habitación donde estaban Armand y Jean-Guy.

Había encontrado su luz. Nunca se rendiría, era incapaz de hacerlo.

Reine-Marie se levantó bajo la atenta mirada de su hija y volvió a encender la luz del porche. La polilla estaba haciendo lo que hacía por instinto, porque lo llevaba inscrito en los genes. Reine-Marie no podía detenerla por mucho que deseara hacerlo.

—¿Cómo está Annie? —preguntó Gamache—. Se la ve feliz.

Armand sonrió al pensar en su hija y recordó haber bailado con ella en la plaza del pueblo en su boda con Jean-Guy.

—¿Me estás preguntando si está embarazada?

—Claro que no —respondió el jefe—. ¿De dónde sa­cas eso?

Cogió el pisapapeles de la mesa de centro, volvió a dejarlo y procedió a toquetear un libro como si nunca hubiera tenido otro entre las manos.

—Eso no es asunto mío. —Se levantó de la butaca—. ¿Te parece que pienso que sólo la haría feliz un embarazo? ¿Qué clase de hombre crees que soy? —Miró furibundo al joven sentado frente a él.

Jean-Guy se limitó a mirarlo a su vez, fijándose en que se había ruborizado, algo nada propio de su suegro.

—No pasa nada porque lo preguntes.

—¿Lo está? —quiso saber Gamache, inclinándose en el asiento.

—No. Ha tomado una copa de vino en la cena, ¿no te has dado cuenta? Menudo investigador estás hecho.

—Ya no lo soy. —Armand miró a Jean-Guy a los ojos y ambos sonrieron—. En realidad no estaba preguntando eso, ¿sabes? —añadió con sinceridad—. Sólo quiero que Annie sea feliz, y tú también.

—Lo soy, patron.

Se miraron buscando heridas que sólo ellos podían ver. En busca de indicios de recuperación que sólo ellos sabrían verdaderos.

—Y tú, jefe, ¿eres feliz?

—Sí.

A Jean-Guy no le hacía falta más: se había pasado toda su carrera escuchando mentiras y sabía reconocer la verdad cuando la oía.

—¿Y cómo le va a Isabelle? —preguntó Gamache.

—¿A la actual inspectora jefe Lacoste? —repuso Beauvoir con una sonrisa.

Su protegida había asumido el cargo de inspectora jefe de Homicidios de la Sûreté, un puesto que todos habían dado por hecho que ocuparía él al jubilarse Gamache. Pero Jean-Guy no sabía si era del todo exacto describir lo ocurrido como una jubilación: hacía que pa­reciera previsible cuando nadie podría haber pronosticado los sucesos que provocaron que el inspector jefe de Homicidios dejara la Sûreté y comprara una casa en un pueblo tan pequeño y aislado que no aparecía en ningún mapa.

—Isabelle está genial.

—No será «genial» en la acepción de Ruth Zardo, ¿no? —bromeó Gamache.

—Pues casi. Si se esfuerza un poco más, lo conseguirá. Te tiene a ti como modelo a seguir, jefe.

Ruth le había puesto el título de Genial a su más reciente, y breve, volumen de poemas. Sólo quienes lo leían averiguaban que GENIAL eran las siglas de Grillada, Egoísta, Neurótica, Insegura y Alienada.

Isabelle Lacoste llamaba a Gamache al menos una vez por semana y quedaban para comer en Montreal un par de veces al mes, siempre lejos de la jefatura de la Sûreté; Gamache insistía en ello para no socavar la autoridad de la nueva inspectora jefe.

Lacoste tenía preguntas que sólo el antiguo jefe podía responder. A veces eran sobre cuestiones de procedimiento, pero a menudo trataban acerca de asuntos más complejos y humanos: sobre incertidumbres e inseguridades, sobre sus temores.

Gamache la escuchaba y a veces le contaba sus propias experiencias. La tranquilizaba diciéndole que lo que sentía era natural, normal y sano. Durante su carrera, él mismo había sentido todas esas cosas prácticamente cada día. Con frecuencia tenía miedo: cuando sonaba el teléfono o llamaban a la puerta, le preocupaba que se tratara de una cuestión de vida o muerte que él no pudiera resolver.

—Tengo un nuevo aprendiz, patron —le había revelado Isabelle aquella misma semana, en un almuerzo en Le Paris.

—Ah, oui?

—Un agente joven, recién salido de la academia: Adam Cohen, creo que usted lo conoce.

El jefe había sonreído.

—Merci, Isabelle.

El joven monsieur Cohen había fallado en su primer intento y se había visto obligado a aceptar un empleo de carcelero en una penitenciaría. Gamache lo había conocido unos meses antes, cuando prácticamente todos los demás se dedicaban a atacar al inspector jefe en el aspecto profesional, luego en el personal y finalmente en el físico. Pero Adam Cohen lo había apoyado. No había salido huyendo, pese a tener motivos para hacerlo, por ejemplo la necesidad de salvar el pellejo.

Gamache no lo había olvidado. Y, cuando la crisis pasó, había acudido al director de la academia de la Sûreté para pedirle que le diera a Cohen una segunda oportunidad, algo bastante insólito. Y después había estado pendiente del joven, lo había orientado y animado. Y, en su graduación, de pie al fondo del salón de actos, lo había aplaudido.

Más tarde, le había pedido a Isabelle que incluyera a Cohen en su equipo; básicamente, que lo pusiera bajo su tutela. No conseguía imaginar un mentor mejor que Isabelle para aquel muchacho.

—El agente Cohen ha empezado esta mañana —le contó Lacoste mientras se llevaba a la boca el tenedor con ensalada de quinoa, feta y granada—. Lo he hecho entrar en mi despacho y le he explicado que la clave de la sabiduría eran cuatro frases que iba a decirle una sola vez, y que luego podía hacer lo que quisiera.

Armand Gamache dejó el tenedor en el plato y escuchó.

—«No lo sé», «Me he equivocado», «Lo siento»... —Lacoste las pronunciaba despacio e iba contándolas con los dedos.

—... «Necesito ayuda» —añadió el jefe completando el ideario.

Era lo mismo que él le había enseñado a la agente Lacoste muchos años atrás, lo mismo que recitaba ante todos sus nuevos agentes.

Y en ese momento, sentado en su propia casa en Three Pines, Gamache dijo:

—Necesito tu ayuda, Jean-Guy.

Beauvoir se quedó muy quieto, alerta, y asintió levemente con la cabeza.

—Clara ha venido a verme esta mañana. Está en medio de un... —Gamache trató de dar con la palabra correcta— rompecabezas.

Beauvoir se inclinó hacia él en el asiento.

Clara y Myrna estaban sentadas una al lado de la otra en las grandes butacas de madera del jardín trasero de Clara. Oían los chirridos de los grillos, el croar de las ranas y, de vez en cuando, algunos movimientos sigilosos en el bosque sumido en la oscuridad.

Más allá, y por debajo de esos sonidos, el río Bella Bella borboteaba en su descenso de las montañas, pasaba por el pueblo y seguía su curso de vuelta a casa, aunque sin apresurarse mucho.

—He sido paciente —dijo Myrna—, pero ahora tienes que contarme qué está pasando.

Incluso en la penumbra, Myrna captó la expresión en la cara de su amiga cuando ésta se volvió hacia ella.

—¿Paciente? —repitió Clara—. Si hace sólo una hora que la gente se ha ido.

—Vale, vale, quizá

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