La danza de la gaviota (Comisario Montalbano 19)

Andrea Camilleri

Fragmento

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2

Augello entró sin llamar y sin siquiera saludar. Tenía cara de enfado.

—¿Qué pasa, Mimì?

—Nada.

—Venga, Mimì.

—Déjalo estar.

—Venga, hombre...

—Pues que me he pasado toda la noche discutiendo con Beba.

—¿Por qué?

—Dice que el sueldo no nos llega y que quiere buscar un trabajo. En realidad, ya le han ofrecido uno bueno.

—¿Y a ti te parece mal?

—No. El problema es el niño.

—Ah, claro. ¿Cómo va a arreglárselas para trabajar teniendo al niño?

—Para ella no hay ningún problema. Está todo resuelto. Quiere llevarlo a un jardín de infancia.

—¿Y cuál es el problema?

—Que yo no estoy de acuerdo.

—¿Por qué?

—Es demasiado pequeño. Tiene la edad justa para ir, pero es demasiado pequeño y me da pena.

—¿Crees que pueden tratarlo mal?

—¡Qué ocurrencia! ¡Lo tratarán de maravilla! Pero igualmente me da pena. Yo no estoy casi nunca en casa. Si Beba se pone a trabajar, se irá por la mañana y volverá por la noche. Y el niño creerá que se ha quedado huérfano.

—No digas chorradas, Mimì. Ser huérfano es algo muy distinto. Hablo por experiencia, y lo sabes.

—Perdona. Cambiemos de tema.

—¿Hay novedades?

—Ninguna. Calma chicha.

—¿Sabes por qué Fazio no ha llegado todavía?

—No.

—Oye, Mimì, ¿tú has presenciado alguna vez la muerte de una gaviota?

—No. ¿Por qué?

—Esta mañana he visto morir una justo delante de la galería.

—¿Le han disparado?

—No estoy seguro.

Augello lo miró fijamente. Metió dos dedos en el bolsillo superior de la chaqueta, sacó unas gafas y se las puso.

—Explícate.

—No; antes dime por qué te has puesto las gafas.

—Para oírte mejor.

—¿Llevan incorporado un aparato para la sordera?

—No. Yo oigo perfectamente.

—Entonces, ¿por qué te pones las gafas?

—Para verte mejor.

—¡Mimì, ya está bien; no te quedes conmigo! ¡Has dicho que te las has puesto para oírme mejor! ¡Oírme, no verme!

—Es lo mismo. Si te veo mejor, te entiendo mejor.

—¿Y qué quieres entender?

—Adónde quieres ir a parar.

—¡Yo no quiero ir a parar a ningún sitio! ¡Te he hecho una simple pregunta!

—Y yo, que te conozco bien, sé cómo va a acabar esa simple pregunta.

—¿Y cómo va a acabar?

—¡Con una investigación sobre quién ha matado a la gaviota! ¡Eres muy capaz!

—¡No digas chorradas!

—¿Chorradas? ¿Y la vez del caballo que encontraste muerto en la playa? ¿No nos hiciste pasar a todos las de Caín hasta que...?

—Mimì, ¿sabes qué te digo? Quítate de en medio y vete a marear a otro.

Estaba firmando papeles y más papeles desde hacía media hora cuando sonó el teléfono.

—Dottori, el siñor Mizzica quiere hablar con usía personalmente en persona.

—¿Está al teléfono?

—No, siñor, aquí.

—¿Te ha dicho qué quiere?

—Dice que se trata de un asunto de motopesqueros.

—Dile que estoy muy ocupado y pásaselo al dottor Augello. —Pero enseguida cambió de idea—. No; espera, primero hablaré yo con él.

Si el señor Mizzica se ocupaba de motopesqueros, igual podía decirle algo sobre las gaviotas.

—Soy Adolfo Rizzica, comisario.

¡Sería un milagro si alguna vez Catarella acertara con un apellido!

—Pase y siéntese. Pero le advierto que apenas dispongo de cinco minutos. Dígame de qué se trata y después hablará con el dottor Augello.

Rizzica era un sexagenario bien vestido, de maneras educadas y respetuosas. Tenía la cara estropeada por el salitre, muy propio de los hombres de mar. Se sentó en el borde de la silla. Estaba bastante nervioso, tenía la frente húmeda y un pañuelo en la mano. Mantenía los ojos bajos y no se decidía a abrir la boca.

—Señor Rizzica, estoy esperando.

—Yo soy propietario de cinco motopesqueros.

—Me alegro. ¿Y bien?

—Voy a hablar claro con usía y llegaré enseguida al problema: de estos cinco, uno no me convence.

—¿En qué sentido?

—Una o dos veces por semana, ese pesquero regresa tarde.

—Sigo sin entenderlo. ¿Regresa más tarde que los demás?

—Sí, señor.

—¿Y dónde está el problema? Intente...

—Comisario, yo sé adónde van a pescar, cuánto tiempo tardan, y permanezco en contacto con ellos mediante el radioteléfono. Y cuando han acabado, me dicen que están de vuelta.

—¿Y...?

—El patrón de ese pesquero, que se llama Maria Concetta...

—¿El patrón es una mujer?

—No, señor; es un hombre.

—¿Y entonces por qué tiene nombre de mujer?

—El nombre de mujer lo tiene el pesquero, el patrón se llama Aureli Salvatore.

—Bien, continúe.

—Aureli me dice que él también está de vuelta y luego llega con una hora o una hora y media de retraso.

—¿Lleva un motor más lento?

—No, dottore. Al contrario.

—¿Y entonces por qué se retrasa?

—Ésa es la madre del cordero, comisario. Yo creo que toda la tripulación está conchabada.

—¿Para hacer qué?

—Dottore, hoy en día hay mucho tráfico en estas aguas. Es peor que una autopista, ¿me explico?

—No.

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