Nunca mientas

Freida McFadden
Freida McFadden

Fragmento

Prólogo

Prólogo

ADRIENNE

Todo el mundo miente.

Hace años, se llevó a cabo un experimento psicológico para estudiar la prevalencia de los comportamientos deshonestos. Incluía una máquina expendedora averiada.

Se informó a los participantes de que la máquina no funcionaba bien. Si introducían un dólar, el aparato defectuoso no solo les despacharía una golosina, sino que además les devolvería el dólar. Los sujetos del experimento que la utilizaron comprobaron que esto era totalmente cierto. Obtenían una, dos, tres o incluso cuatro golosinas y luego recuperaban su dinero.

En la máquina había colgado un letrero que decía: «En caso de fallo o avería, por favor llame a este número». Los sujetos no sabían que el número de teléfono que figuraba en el cartel era de uno de los investigadores del estudio.

Adivina cuántos de los participantes telefonearon a ese número para informar sobre la avería de la máquina.

Cero.

Así es. Decenas de personas participaron en el experimento, pero ni una de ellas fue lo bastante honrada para llamar y notificar la avería. Todos cogieron sus golosinas gratis y se marcharon.

Como ya he dicho, todo el mundo miente.

Hay muchas señales que indican que alguien está mintiendo, sobre todo si se trata de un mentiroso poco experimentado. Gracias a mi formación como psiquiatra, las conozco muy bien. Detectarlas resulta casi demasiado fácil.

Los mentirosos no se están quietos.

Su tono de voz o sus patrones de lenguaje cambian.

Los mentirosos proporcionan demasiada información y parlotean sin parar, dando excesivos detalles para convencerse a sí mismos o a los demás de que lo que dicen es verdad.

Se han diseñado máquinas que reconocen esos patrones y los identifican. Sin embargo, hasta el mejor detector de mentiras presenta un margen de error del veinticinco por ciento. Yo soy mucho más precisa.

Cuando escucho las grabaciones de audio de mis pacientes, no siempre sé distinguir cuándo mienten. Las señales visuales son fundamentales, gestos como evitar mirar al interlocutor a la cara, por ejemplo, o taparse la boca o los ojos con la mano. Pero si fueras mi paciente y estuvieras en mi consulta, hablando conmigo, podría observar tu rostro y tus expresiones, además de fijarme en tu tono de voz.

Y entonces sabría si dices la verdad o no. Siempre lo sé.

Nunca me mientas.

1

TRICIA

Ahora

Estamos completamente perdidos, y mi marido se niega a reconocerlo.

Mentiría si dijera que es un comportamiento impropio de Ethan. Celebramos nuestra boda hace seis meses —seguimos siendo una pareja de recién casados— y, durante el noventa por ciento del tiempo, es el esposo perfecto. Me lleva a los restaurantes más románticos de la ciudad, aún me sorprende regalándome flores y, cuando me pregunta qué tal me ha ido el día, escucha de verdad mi respuesta y luego me hace comentarios que vienen al caso.

Sin embargo, durante el diez por ciento restante, es tan testarudo que me entran ganas de gritar.

—Te has pasado el desvío a Cedar Lane —le digo—. Lo hemos dejado atrás hace como un kilómetro.

—No. —Una vena de aspecto amenazador se le hincha en el cuello—. Está más adelante. No lo hemos pasado todavía.

Suelto un bufido de frustración y estrujo entre las manos el papel con las indicaciones impresas para llegar a la casa en Westchester que nos ha facilitado Judy, nuestra agente inmobiliaria. Sí, tenemos GPS, pero hemos perdido la señal hace como diez minutos. Ahora solo contamos con estas instrucciones escritas. Es como vivir en la Edad de Piedra.

Bueno, Ethan quería algo que estuviera apartado de todo. Se está cumpliendo su deseo.

Lo peor es que está nevando. Ha empezado hace unas horas, cuando salíamos de Manhattan. Al principio, eran unos copos blancos muy monos que se evaporaban al tocar el suelo, pero, durante la última hora, han cuadruplicado su tamaño. Ya no tienen nada de monos.

Y, ahora que hemos dejado la autopista, la carretera desierta y estrecha por la que circulamos está resbaladiza por la nieve. Además, Ethan no va al volante de un cuatro por cuatro precisamente. Su BMW tiene unos preciosos asientos de cuero cosidos a mano, pero solo cuenta con tracción delantera. Además, conducir en la nieve no se le da demasiado bien. Si patináramos, seguramente ni siquiera sabría si hay que girar en la dirección del patinazo o en la contraria. (Es en la dirección del patinazo, ¿no?).

Como para darme la razón, el BMW resbala sobre una placa de hielo medio derretido. A Ethan se le ponen blancos los dedos con los que aferra el volante. Aunque consigue enderezar el vehículo, el corazón me late con violencia. La nevada arrecia. Ethan se detiene en el arcén y me tiende la mano.

—Déjame ver esas indicaciones.

Le paso el papel ligeramente arrugado, obediente. Ojalá me hubiera dejado conducir a mí. Ethan nunca admitiría que me oriento mucho mejor que él.

—Creo que hemos pasado el desvío, Ethan.

Baja la vista hacia la hoja con las instrucciones impresas y luego mira al frente con los ojos entornados. A pesar de que los limpiaparabrisas van a toda pastilla y llevamos encendidas las luces largas, la visibilidad es casi nula. Ahora que el sol ha descendido en el cielo, solo alcanzamos a ver a unos tres metros de distancia. Más allá, todo es blanco.

—No, tengo claro cómo llegar ahí.

—¿Estás seguro?

Por toda respuesta, suelta un gruñido.

—Deberías haber consultado la previsión del tiempo antes de salir.

—¿Y si damos media vuelta? —Aprieto las manos entre las rodillas—. Ya visitaremos la casa otro día. —Cuando no esté cayendo una puñetera tormenta de nieve, por ejemplo.

Mi marido gira la cabeza con brusquedad y me mira como si estuviera loca.

—Tricia, llevamos casi dos horas en la carretera, ¿y ahora que estamos a unos diez minutos del lugar pretendes que demos media vuelta y regresemos a casa?

Esa es otra cosa que he descubierto de Ethan en los seis meses que llevamos casados: cuando se le mete una idea en la cabeza, no para hasta llevarla a cabo. Supongo que debería considerarlo algo positivo. No me gustaría tener por esposo a un hombre que va dejando tareas a medio hacer por toda la casa.

Sigo descubriendo cosas de Ethan. Todas mis amigas me riñeron por casarme de forma tan precipitada. Nos conocimos en una cafetería, cuando tropecé y derramé mi café justo al lado de su mesa, y él insistió en pedirme otro.

Fue uno de esos casos de amor a primera vista. En cuanto lo vi, me quedé prendada de su cabello rubio con reflejos aún más rubios. Sus ojos, azules como el cielo en un día despejado, estaban bordeados de pestañas claras. Y, gracias a su prominente nariz romana, su rostro no era demasiado perfecto. En cuanto me sonrió, caí rendida a sus pies. Nos pasamos las siguientes seis horas juntos, tomando café, y más tarde, ese mismo día, me invitó a cenar. Esa noche rompí con mi novio de hacía más de un año, explicándole en tono de disculpa que había conocido al hombre con el que iba a casarme.

Nueve meses después, mi Romeo de cafetería y yo éramos marido y mujer. Y, seis meses después de eso, decidimos mudarnos a las afueras. Toda nuestra relación se ha desarrollado a cámara rápida.

Pero, por el momento, no me arrepiento de nada. Cuantas más cosas descubro de Ethan, más me enamoro de él. Y a él le ocurre lo mismo conmigo. Compartir mi vida con él es estupendo.

Salvo por el gran secreto del que aún no sabe nada.

—Está bien —digo—. Busquemos la casa.

Ethan me devuelve la hoja con las indicaciones y arranca el BMW.

—Sé exactamente por dónde hay que ir. Es todo recto.

Eso ya lo veremos.

Ahora conduce más despacio, tanto por la ventisca como para no pasar de largo el desvío, que yo estoy convencida de que hemos dejado atrás un kilómetro antes. También mantengo los ojos fijos en la carretera, aunque el parabrisas está cubierto de nieve. Intento pensar en cosas cálidas y secas.

—¡Ahí está! —exclama Ethan—. ¡Ya la veo!

Me inclino hacia delante en el asiento, tensando el cinturón de seguridad. ¿La ve? ¿Qué ve, exactamente? ¿Lleva unas gafas de visión nocturna invisibles que le permiten ver a través de la nieve? Porque yo no veo otra cosa que los copos que caen y, más allá, oscuridad. Pero entonces reduce la velocidad y, en efecto, vislumbro un pequeño camino que se adentra en una zona arbolada. Las luces largas enfocan un letrero casi oculto tras la cortina de nieve. Apenas alcanzo a leer lo que dice mientras Ethan efectúa un viraje un poco más brusco de la cuenta.

«Cedar Lane».

Mira por dónde, resulta que Ethan tenía razón. Habría apostado a que se había pasado el desvío a Cedar, pero me equivocaba. Está justo aquí. Sin embargo, cuando enfilamos la angosta carretera para llegar a la casa, me preocupa que el BMW nos deje tirados. Al fijarme en el rostro de mi marido, veo que piensa lo mismo. Apenas han asfaltado el camino, y ahora lo cubre una gruesa capa de nieve.

—Deberíamos decirle a Judy que nos haga la visita rápido —digo—. Sería un rollo que nos quedáramos atrapados aquí.

Ethan asiente con la cabeza.

—Para serte sincero, quería una casa que estuviera en un sitio retirado, pero esto es de locos. Si es que estamos en medio de…

Se le apaga la voz, dejando la frase inconclusa. Me imagino que iba a señalar que estamos en medio de la nada, pero, antes de que pueda pronunciar las palabras, se queda boquiabierto, porque la casa por fin aparece ante nosotros.

Y es impresionante.

Según el anuncio que figura en la web de Judy, tiene dos plantas más un desván, pero esa descripción no le hace justicia a esta inmensa propiedad. Los techos deben de ser altísimos, pues el empinado tejado de dos aguas parece rozar el cielo, cargado de nieve. En los costados hay hileras de ventanas rematadas en un arco apuntado que confieren al edificio un aspecto más propio de una catedral que de una vivienda. La mandíbula de Ethan parece a punto de descoyuntarse.

—Dios mío —jadea—. ¿Te imaginas vivir en un lugar así?

Aunque solo hace poco más de un año que conozco a mi esposo, identifico esa expresión. No se trata de una pregunta retórica. Quiere vivir ahí de verdad. Hemos hecho venir hasta aquí a la pobre Judy, que ha tenido que cruzar medio Westchester y Long Island, porque ninguna de las casas que hemos visto estaba a la altura de la imagen que Ethan tenía en la cabeza, pero ahora…

—¿Te gusta? —digo.

—¿No te parece espectacular? Es que mira qué maravilla.

Despego los labios para darle la razón. No cabe duda de que es una casa preciosa. Es enorme, elegante y está apartada de todo; posee todas las cualidades que buscábamos. Es un hogar ideal para llenarlo de niños. Quiero decirle a Ethan que me entusiasma tanto como a él. Que, cuando llegue Judy, deberíamos hacerle una oferta de inmediato.

Pero no puedo.

Porque, mientras contemplo la enorme propiedad, noto un malestar, unas náuseas tan fuertes que tengo que taparme la boca y respirar hondo para no devolver el almuerzo sobre la costosa tapicería del BMW. No me había sentido así al ver ninguna de las decenas de casas vacías que hemos visitado en el último par de meses. Nunca me había asaltado una sensación tan intensa.

«En esta casa ha sucedido algo terrible».

—Ah, joder —dice Ethan.

Inspiro de forma entrecortada, intentando ahuyentar una nueva arcada. En ese momento, caigo en la cuenta de que ya no nos movemos. Las ruedas delanteras giran con tozudez, pero en vano. El coche se ha quedado atascado.

—La calzada está demasiado resbaladiza —comenta—. Los neumáticos no agarran bien.

Me abrazo el torso y siento un escalofrío aunque la calefacción está a tope.

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Pues… —Alarga el brazo para limpiar el vaho del parabrisas—. Estamos bastante cerca de la casa. Podemos ir andando.

Para él es fácil decirlo. No lleva unas botas de Manolo Blahnik.

—Además, parece que Judy ya está aquí —añade.

—¿En serio? No veo su coche.

—Ya, pero las luces están encendidas. Debe de haber aparcado en el garaje.

Con los párpados entrecerrados, miro la casa a través del parabrisas empañado. Ahora que la observo más detenidamente, advierto que hay una ventana iluminada en el piso superior. Qué raro. Cuando un agente inmobiliario muestra una casa, ¿lo normal no es que encienda las luces de abajo? Y, sin embargo, toda la planta principal está a oscuras. Solo se vislumbra esa luz solitaria de arriba.

Me recorre otro escalofrío.

—Vamos —dice Ethan—. Estaremos mejor dentro. No sería buena idea pasar la noche en el coche. Nos quedaríamos sin gasolina y moriríamos congelados.

La idea no me seduce demasiado. Empiezo a arrepentirme de haber emprendido este viaje. No sé cómo se me ha podido ocurrir venir hasta aquí. Pero a Ethan le encanta la casa. Tal vez al final todo salga bien.

—Vale —digo—. Vayamos andando.

2

Madre mía, qué frío hace.

En cuanto abro la puerta del pasajero del BMW, me arrepiento profundamente de haber accedido a ir a pie hasta la casa. Llevo mi abrigo Ralph Lauren de lana que me llega a las rodillas, pero para el caso es como si llevara una hoja de papel, porque el viento lo atraviesa y me hiela hasta los huesos, incluso cuando me pongo la capucha.

Pero lo peor es la sensación en los pies. Aunque calzo unas botas de piel, no son ideales para la nieve, no sé si me explico. Me hacen unos muy valorados ocho centímetros más alta y quedan genial con los vaqueros pitillo, pero no ayudan en absoluto a protegerme los pies del palmo y medio de nieve que los envuelve.

¿Por qué narices me habré comprado unas botas estilosas que no cumplen la función que deberían cumplir unas botas? Empiezo a lamentar en lo más hondo todas las decisiones vitales que he tomado hasta ahora. Mi madre siempre me advertía que no saliera de casa sin unos zapatos con los que pudiera caminar un kilómetro.

—¿Todo bien, Tricia? —pregunta Ethan—. No tendrás frío, ¿verdad?

Arruga la frente, perplejo por mi castañeteo de dientes y el tono cada vez más amoratado de mis labios. Va abrigado con el anorak de plumas negro que se compró el mes pasado y, aunque no alcanzo a verle los pies, estoy casi segura de que lleva unas botas grandes y calentitas. Me entran ganas de estrangularlo por haberme metido en esta situación, pero eso implicaría sacarme las manos de los bolsillos y, por lo tanto, exponerme a acabar con los dedos congelados, porque, a diferencia de él, no llevo guantes. He de reconocer que ha venido mucho mejor preparado que yo.

—Un poco —contesto—. Mis botas no son a prueba de nieve.

Ethan baja la vista hacia su calzado antes de posarla de nuevo en mí. Tras meditar un momento, rodea el coche pisando con fuerza y se agacha a mi lado.

—Está bien, súbete a mi espalda.

Retiro todo lo que acabo de decir. Adoro a mi marido. De verdad.

Me lleva a cuestas el resto del camino, pasando junto al letrero de SE VENDE en el nevado patio delantero, hasta la mismísima puerta principal. El porche está bastante resguardado de la nieve, por lo que, al llegar ahí, me deposita con cuidado en el suelo. Se sacude unos copos del cabello rubio, ahora mojado, y parpadea para desprender las gotitas de agua que le cuelgan de las pestañas.

—Gracias —le digo con una sonrisa, rebosante de afecto hacia mi robusto y apuesto marido—. Eres mi héroe.

—Ha sido un placer. —Acto seguido, se inclina en una reverencia. Es que me desmayo. Me encanta esta etapa de nuestro matrimonio en la que parece que sigamos de luna de miel.

Ethan se quita los guantes y pulsa el timbre con el pulgar. Las campanillas resuenan por toda la casa, pero, aunque esperamos un buen rato, no oímos pasos acercándose a la puerta.

Otro detalle extraño es que la planta baja está totalmente a oscuras. Como los dos hemos visto esa luz encendida en el piso de arriba, hemos dado por sentado que había alguien en casa. Suponíamos que era Judy, pero, si se encontrara aquí, estaría en el bajo, y no en algún dormitorio del piso superior, ¿no? En la planta baja reina un silencio sepulcral.

—A lo mejor los propietarios están en casa —dice Ethan, estirando el cuello para abarcar con la vista la gigantesca fachada.

—A lo mejor…

Pero hay otra cosa que me parece rara. No hay ningún coche en la propiedad, al menos hasta donde alcanzo a ver. Por otro lado, sería lógico que, durante una tormenta de nieve, el propietario guardara su vehículo en el garaje. Judy seguramente no lo aparcaría ahí, así que el hecho de que su coche no esté a la vista es señal de que aún no ha llegado.

Mientras Ethan llama al timbre de nuevo, yo cojo mi teléfono del bolso.

—No tengo mensajes de Judy —le informo—, aunque he perdido la cobertura hace por lo menos veinte minutos, así que es posible que esté intentando comunicarse con nosotros.

Él se saca el móvil del bolsillo y mira la pantalla con el ceño fruncido.

—Yo tampoco tengo cobertura.

Del interior de la casa no llega más que silencio. Ethan se acerca a la ventana situada junto a la puerta y, ahuecando las manos en torno a los ojos, echa un vistazo dentro. Sacude la cabeza.

—Está claro que en la planta baja no hay nadie. Empiezo a dudar que haya alguien en toda la casa. —Se encoge de hombros—. Tal vez Judy se dejó encendida la luz de arriba la última vez que estuvo aquí.

Eso no sería propio de ella. Judy Teitelbaum es una auténtica profesional. Lleva enseñando casas desde antes de que yo naciera, y todas las que nos ha mostrado estaban impecables. Me imagino que ella misma las friega a fondo. Ni siquiera me atrevo a tocar nada cuando visito una de esas casas. Si dejara una bebida sobre una superficie sin un posavasos, a Judy podría darle un ictus. Así que no, no creo que se haya marchado de aquí dejando encendida una luz en la planta de arriba. Aun así, no se me ocurre otra explicación posible.

Ethan se tira del cuello del acolchado anorak mientras yo me abrazo el torso para calentarme.

—Vaya, esto sí que no me lo esperaba. Resulta evidente que no está aquí.

Exhalo un suspiro de frustración.

—Pues qué bien. ¿Y ahora qué se supone que debemos hacer?

—Espera… —Dirige los ojos hacia el felpudo bajo nuestros pies, que tiene la palabra «Bienvenido» escrita con una caligrafía intrincada y medio tapada por la nieve—. A lo mejor hay una llave escondida por aquí.

Debajo del felpudo no está —eso sería demasiado obvio—, pero una búsqueda un poco más concienzuda revela una llave oculta bajo una maceta, cerca de la puerta. Al sostenerla en la palma de la mano, noto que el metal está helado y algo húmedo.

—Entonces… —Miro a Ethan arqueando las cejas—. ¿Entramos sin esperarla? ¿Crees que es buena idea?

—Más vale que entremos. A saber cuánto tardará, y aquí hace un frío que pela. —Me rodea los hombros con un brazo protector—. No quiero que pilles una pulmonía.

Tiene razón. Sin cobertura en el móvil y con el coche cada vez más enterrado bajo la nieve, necesitamos un refugio. En la casa al menos estaremos a cubierto.

Introduzco la llave en la cerradura y oigo cómo se abre el pestillo. Llevo la mano al pomo, que está gélido, e intento girarlo, pero no se mueve. Mierda. Contemplo la llave, que sigue encajada en la cerradura.

—¿Habrá un cerrojo de seguridad?

—Déjame probar a mí.

Me aparto para dejar que Ethan lo intente. Sacude un poco la llave y luego trata de accionar el pomo. Nada. Retrocede un paso antes de arrojarse con todo su peso contra la puerta de madera maciza. Con un fuerte chirrido, esta gira sobre sus bisagras.

—¡La has abierto! —Mi héroe, me derrito.

El interior de la casa está sumido en la más absoluta oscuridad. Ethan le da a un interruptor en la pared y se me encoge el estómago cuando no sucede nada. Pero entonces las luces del techo parpadean un momento antes de encenderse. Gracias a Dios, hay corriente eléctrica. Aunque la iluminación es tenue —seguramente se han fundido varias bombillas—, basta para alumbrar la amplia sala de estar.

Y me quedo boquiabierta.

Para empezar, el salón es gigantesco, y su diseño diáfano le confiere una apariencia aún más espaciosa. Después de vivir los últimos años en un piso de Manhattan, casi todas las casas se nos antojan enormes, pero la enormidad de esta es como la de un museo. O un aeropuerto. Y, si la superficie ya es de por sí descomunal, los techos altos hacen que lo parezca aún más.

—Dios mío —jadea Ethan—. Este lugar es impresionante. Es como una catedral.

—Sí.

—Y el precio de salida es una ganga. Esta casa debe de valer por lo menos cuatro veces más.

Hago un gesto afirmativo con la cabeza, pero en ese momento me invade otra oleada de náuseas. «En esta casa ha sucedido algo terrible».

—Tal vez tenga moho —dice, pensativo—. O unos cimientos de mierda. Habrá que pedirle a un experto que realice un estudio antes de firmar nada.

No respondo a esto. No le confieso que, en el fondo, espero que en efecto el edificio esté infestado de moho, que los cimientos se estén desmoronando o que haya algún otro motivo para que pueda negarme a vivir aquí sin parecer una demente que no quiere comprar una casa que le encanta a su marido solo porque le da mal rollo.

Reparo en otro detalle que me parece raro.

Está totalmente amueblada. En la sala de estar hay un sofá modular, un sofá de dos plazas, una mesa de centro y estanterías repletas de libros. Me acerco al precioso sofá modular de piel y deslizo el dedo por uno de los cojines. La piel está rígida, como si hiciera mucho tiempo que nadie se sienta en ella, y me deja el dedo negro. Es polvo, acumulado durante años.

Algunas de las casas que hemos visitado estaban amuebladas porque los propietarios aún no las habían desocupado, pero se notaba que había gente viviendo allí. En esta casa no. Hay múltiples capas de polvo sobre cada uno de los muebles de esta sala. Por otro lado, no parece el tipo de mobiliario que alguien renunciaría a llevarse consigo al mudarse. Ese sofá de piel debió de costar una suma de cinco cifras. ¿Y quién abandona todos sus libros cuando se cambia de casa?

El suelo también parece polvoriento, como si nadie lo hubiera pisado en mucho tiempo. Cuando levanto la mirada, vislumbro telarañas tupidas en cada rincón del salón. Casi puedo ver arácnidos arrastrándose por ellas, esperando el momento oportuno para clavarme los colmillos.

Otra prueba más de que Judy no ha estado aquí. Es impensable que ella haya dejado esta casa tan sucia. ¿Y encima con telarañas? Ni en broma. Eso va contra su religión.

Me vuelvo hacia Ethan para señalarle este punto, pero está distraído con algo: el descomunal retrato de una mujer colgado sobre la repisa de la chimenea. Lo contempla con una expresión extraña y sombría.

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