1
¿Qué le ha pasado a Clara Morrow? Antes era una gran artista. #MorrowApesta
¿Me tomas el pelo? ¿Lo han dejado volver a la Sûreté? #SûretéPuaj
—Merde.
—Merde? —Myrna Landers miró a su amiga por encima de su taza de café con leche.
—Lo siento —dijo Clara Morrow—. Quería decir joder. Joder, joder, joder.
—Ésa es mi chica. Pero ¿por qué?
—¿No lo adivinas?
—¿Viene Ruth? —Myrna paseó la vista por el bistrot con pánico fingido. O quizá no tan fingido.
—Peor.
—Imposible.
Clara le tendió su teléfono, aunque Myrna ya sabía qué encontraría ahí.
Antes de quedar con Clara para desayunar, había echado un vistazo a su Twitter.
En la pantalla, a la vista de todo el mundo, estaba el cadáver de la carrera artística de Clara Morrow, y se enfriaba rápidamente.
Mientras Myrna leía, Clara rodeó la taza de chocolate caliente —«especialidad de la casa»— con sus grandes manos manchadas de pintura, y apartó la mirada de su amiga para dirigirla a la ventana con parteluz y al pueblecito de Quebec que se extendía más allá.
Si las noticias en el móvil suponían una agresión, aquella ventana era el bálsamo. Aunque tal vez no fuera curativa del todo, su familiaridad sí la volvía al menos reconfortante.
El cielo estaba gris y amenazaba lluvia, o aguanieve. Quizá incluso caerían perdigones de hielo o nevaría. El camino de tierra estaba cubierto de nieve sucia y barro. Había retazos de blanco en la hierba empapada. Los lugareños paseaban a sus perros pisando fuerte con sus botas de goma y envueltos en varias capas de ropa, con la esperanza de que el mes de abril no les helara la piel y los calara hasta los huesos.
No iba a ser posible.
De algún modo, tras haber sobrevivido a otro gélido invierno canadiense, el comienzo de la primavera siempre lograba afectarlos. Era por la humedad, por los cambios de temperatura y porque siempre se aferraban a la vana ilusión de que, a esas alturas, el clima ya debería ser algo más cálido.
Más allá de Three Pines, el bosque se alzaba como un ejército de espectros invernales, con sus brazos esqueléticos colgando y sus miembros chasqueando entre sí bajo la brisa.
De las viejas casas de piedra, ladrillo y madera se elevaba el humo de la leña, como si le hiciera señales a algún poder superior: envíanos ayuda, mándanos calor, envíanos una primavera de verdad y no esta porquería de aguanieve y días helados y fastidiosos.
Días de nieve y calidez.
En Quebec, abril era un mes de crueles contrastes, con tardes sublimes y soleadas en las que uno podía sentarse al sol con una copa de vino... para despertar al día siguiente con dos palmos más de nieve. Un mes de maldiciones por lo bajo y botas llenas de barro, de coches llenos de salpicaduras y perros que se revolcaban primero y se sacudían después, de manera que todos los porches acababan cubiertos de motitas de fango, al igual que las paredes, los techos y los suelos.
Y la gente.
Abril en Quebec era como si a uno se le viniera encima un linchamiento climático de mil demonios. Un desastre de proporciones épicas.
Pero lo que ocurría al otro lado de los grandes ventanales era reconfortante comparado con lo que estaba pasando en la pequeña pantalla del teléfono de Clara.
Clara y Myrna habían acercado sus butacas al fuego, donde los troncos crepitaban y enviaban espirales de chispas hacia lo alto de la chimenea de piedra. El bistrot del pueblo olía a humo de leña, jarabe de arce y café cargado recién hecho.
«Clara Morrow está atravesando su período más chungo —leyó Myrna—. Decir que sus últimas obras son una mierda es ser injusto con los excrementos. Esperemos que sólo sea una fase y no el final.»
—Vaya —dijo Myrna, dejando el teléfono y cogiendo la mano de su amiga—. Merde.
—Tabernac. Alguien de Delitos Graves acaba de enviar un enlace. Escuchad esto.
Los demás agentes en la sala de reuniones lo miraron mientras leía de su móvil:
—«Es el primer día de Armand Gamache en la Sûreté du Québec, tras una suspensión de nueve meses a raíz de una serie de decisiones poco acertadas y desastrosas.»
—¿Desastrosas? Menuda gilipollez —opinó un agente.
—Bueno, pues es una gilipollez retuiteada cientos de veces.
Otros agentes e inspectores se apresuraron a sacar sus teléfonos y se pusieron a teclear mientras echaban vistazos hacia la puerta abierta. Sólo para asegurarse...
Faltaban apenas once minutos para las ocho, y los miembros del Departamento de Homicidios acudían a su reunión habitual de los lunes por la mañana para comentar las investigaciones en curso.
Aunque esa reunión tenía muy poco de «habitual», al igual que la mañana en sí. En la sala reinaba tanta expectación que parecía cargada de electricidad, una sensación que aumentaba con lo que estaba apareciendo en sus teléfonos.
—Merde —murmuró una agente, y leyó—: «Tras haber alcanzado la cima del poder como superintendente jefe de la Sûreté, Gamache no tardó en abusar de él. Permitió de forma deliberada que cantidades catastróficas de opioides llegaran a las calles. Se llevó a cabo una investigación y fue degradado...»
—No tienen ni idea de qué hablan. Aun así, no es tan grave.
—La cosa continúa. «Deberían haberlo despedido, como mínimo, y probablemente haberlo juzgado y metido en la cárcel.»
—Vaya.
—Todo esto es de locos —dijo uno de los agentes de mayor edad, cogiendo el teléfono para verlo con sus propios ojos—. ¿Quién está escribiendo esta basura? Ni siquiera mencionan que recuperó el alijo.
—Claro que no.
—Espero que él no lo vea.
—¿Estás de broma? Lo verá.
La sala quedó en silencio, excepto por el suave teclear en cada dispositivo. Se parecía al leve roce de las ramas casi secas de un árbol bajo la brisa.
Mientras leían, murmuraban cosas por lo bajo, palabras que sus abuelos habrían considerado sagradas pero que ahora eran profanas: Tabernac. Câlice. Hostie...
Un agente mayor agachó la cabeza y se masajeó las sienes con las manos. Luego, dejándolas caer, cogió su teléfono.
—Voy a escribir algo para rebatir esto.
—No lo hagas. Es mejor que eso venga de arriba: la superintendente jefe Toussaint pondrá las cosas en su sitio.
—Aún no lo ha hecho.
—Pero lo hará. Gamache fue su instructor, ella lo defenderá.
En el rincón del fondo, una agente observaba su teléfono frunciendo profundamente el entrecejo. Los demás habían palidecido, pero ella tenía las mejillas arreboladas mientras leía no un mensaje de texto o un tuit, sino un correo electrónico.
Aunque rondaba los cuarenta y tantos, Lysette Cloutier era una de las nuevas reclutas de Homicidios, pues la habían trasladado desde el Departamento de Contabilidad de la Sûreté. Se había pasado años controlando con discreción el presupuesto, que superaba ya los mil millones de dólares, hasta que el superintendente jefe Gamache se fijó en su trabajo y pensó que les sería de ayuda para dar caza a los asesinos. Aunque difícilmente sería capaz de conseguir una muestra de ADN o de seguirle la pista a un sospechoso para salvar su propia vida, sí sabía seguir el rastro del dinero, y eso a menudo conducía al mismo sitio.
Todos los presentes en aquella sala de reuniones habían trabajado duro para entrar en el departamento más prestigioso de la Sûreté du Québec.
La agente Lysette Cloutier, sin embargo, hacía todo lo posible por salir de allí. Por volver a los números, tan agradables, seguros, predecibles e inteligibles, y por alejarse de los horrores cotidianos, la violencia física y el caos emocional de los crímenes de Homicidios.
Cloutier siempre elegía el mismo asiento en esas reuniones: se aseguraba de darle la espalda a la larga pizarra blanca en la que se colgaban las fotografías.
Leyó con atención el correo electrónico que acababa de recibir, tecleó una respuesta y pulsó «enviar» antes de que le diera tiempo a pensarlo mejor.
—¿Qué os apostáis a que algunos de esos tuits son de Beauvoir? —soltó uno de los agentes más jóvenes.
—¿Te refieres al inspector jefe Beauvoir?
Todas las cabezas se volvieron hacia el umbral... Y acto seguido se produjo un cierto revuelo y un chirriar de sillas cuando todos los presentes se levantaron de golpe.
Isabelle Lacoste, de pie y con una mano en el bastón, miraba fijamente al joven agente. Luego su expresión se suavizó y paseó la mirada esbozando una sonrisa ante aquellos rostros conocidos.
La última vez que había asistido a una reunión de los lunes por la mañana, la había presidido como jefe de Homicidios. Ahora entraba allí cojeando.
Sus heridas, aunque casi curadas, no habían desaparecido del todo. Y nunca lo harían.
Jefes y agentes se agolparon en torno a ella, dándole la bienvenida, mientras Lacoste intentaba explicarles que en realidad no había vuelto. Tras su ascenso a superintendente, se encontraba en el edificio para asistir a una serie de reuniones en las que se debatirían el calendario y las condiciones de su reincorporación al servicio activo.
Aun así, todos los presentes sabían que no era una coincidencia que estuviera allí ese lunes. Que no había acudido un día cualquiera ni a una reunión cualquiera.
Ocupó una silla junto a la cabecera de la mesa y les indicó con un gesto a los demás que volvieran a sentarse. Luego miró al joven agente que había hecho el comentario sobre el inspector jefe Beauvoir.
—¿Qué has querido decir con eso?
Su tono era tranquilo, pero estaba demasiado inmóvil. Los agentes de Homicidios que ya habían trabajado a las órdenes de la inspectora jefe Lacoste reconocieron enseguida aquella mirada. Y casi sintieron lástima por el joven e insensato agente que estaba en ese momento en su punto de mira.
—Quería decir que todos sabemos que el inspector jefe Beauvoir deja la Sûreté —contestó él—. Que se traslada a París, aunque no lo hará hasta dentro de un par de semanas. Pero ¿qué pasará antes de eso, cuando regrese Gamache? Preferiría estar en medio de un tiroteo que ser el inspector jefe Beauvoir entrando hoy en esta reunión. Apuesto a que él piensa lo mismo.
—Pues no ganarías esa apuesta —repuso Lacoste.
La sala entera guardó silencio.
«Es joven y estúpido», pensó Lacoste. Probablemente, ahora mismo su único anhelo sea alcanzar la gloria.
Sabía que ese agente nunca había estado en un tiroteo; lo delataba el mero uso de esa ridícula frase. Nadie que en verdad hubiera empuñado un arma para apuntar a otro ser humano y dispararle, nadie que lo hubiera hecho una y otra vez y que hubiera recibido disparos en su propio cuerpo, consideraría que eso era digno de «gloria» ni lo tildaría de «tiroteo».
Y nunca, jamás, desearía estar de nuevo allí.
Los presentes que habían participado en la última redada miraban al agente. Algunos con indignación; otros, casi con nostalgia. Se acordaban de cuando eran tan jóvenes, tan ingenuos. Tan inmortales.
Nueve meses atrás.
Pensaban en aquella tarde de verano, en el bonito bosque junto a la frontera de Vermont. En cómo el sol se abría paso entre los árboles y calentaba sus rostros.
Pensaban en aquel instante que pareció quedar suspendido en el aire antes de que se desatara el infierno, cuando las armas se empuñaron y dispararon.
Y volvieron a disparar, abatiendo ramas y arbolillos, abatiendo a la gente.
Y recordaron los gritos y el hedor asfixiante y acre del humo de las armas, el olor a madera y a carne quemada por las balas.
La inspectora jefe Lacoste fue una de las primeras en caer. Sus actos le proporcionaron al superintendente jefe Gamache el instante preciso que necesitaba para pasar a la acción, y vaya si pasó a la acción.
Isabelle Lacoste no llegó a ver qué había hecho Gamache, pues para entonces estaba inconsciente. Pero se había enterado. Había leído las transcripciones de la investigación, después de que lo hubieran suspendido de empleo.
Gamache había sobrevivido a los acontecimientos de aquel día, sólo para acabar abatido por su propia gente.
Y los ataques continuaban. Incluso ahora, cuando por fin iba a regresar al trabajo.
Isabelle, al igual que los agentes más veteranos de aquella sala, sabía que las decisiones que había tomado Gamache cuando era comisario habían sido audaces, atrevidas, poco convencionales y, en contra de lo que decían los tuits, enormemente eficaces.
Pero la cosa bien podría haber salido al revés.
Había sido un coup de grâce, el último acto desesperado del oficial de mayor rango de Quebec, que tuvo la sensación de que no quedaba otra opción.
Si Gamache hubiera fracasado, y durante un tiempo pareció que lo haría, la Sûreté habría quedado paralizada, dejando a Quebec indefenso ante una masacre interminable a manos de bandas violentas, traficantes de droga y crimen organizado.
Gamache había vencido, pero por los pelos, y a un coste muy alto.
Cualquier persona razonable que tomara esa clase de decisiones esperaría consecuencias, fuera cual fuese el resultado. El superintendente jefe era un hombre razonable. Sin duda había esperado que lo suspendieran, que lo investigaran.
Pero ¿había esperado verse humillado?
Asestando su propio coup de grâce, los dirigentes políticos habían decidido salvar su pellejo sacrificando la carrera de Gamache. Pese a haberse visto vindicado en la investigación, le ofrecerían un puesto que no podía aceptar: el de inspector jefe de Homicidios. Un puesto que había ocupado durante muchos años, que le había cedido a Lacoste cuando lo habían ascendido a mandamás de la Sûreté.
Y que ahora, después de que ella resultara herida, ocupaba Jean-Guy Beauvoir.
Se trataba de una degradación que Armand Gamache no podía aceptar, los dirigentes lo sabían. La humillación sería demasiado grande, la ofensa, demasiado profunda. Dimitiría, se retiraría. Desaparecería.
Pero Armand Gamache se negó a irse. Para asombro de todos, había aceptado la oferta.
Su caída en desgracia iba a completarse ahí, en esa sala, ese mismo día. Y por lo visto iba a aterrizar justo encima de Jean-Guy Beauvoir.
Faltaban siete minutos para las ocho. Los dos hombres no tardarían en entrar por la puerta, ambos con el rango de jefe de homicidios.
¿Y qué pasaría entonces?
Incluso Isabelle Lacoste se encontró mirando hacia la puerta, preguntándose qué iba a pasar. No esperaba problemas, pero no podía dejar de pensar en lo que George Will había llamado «el suceso de Ohio».
En 1895 sólo había dos automóviles en todo el estado. Y habían chocado entre sí.
Nadie sabía mejor que Lacoste que lo inesperado podía ocurrir. Y en ese momento se encontraba preparándose para la colisión.
—Es culpa tuya —declaró Ruth Zardo—. Nunca debiste aceptarlo, ya que quieres mi opinión.
Nadie se la había pedido.
—Escucha esto —continuó la anciana poeta, leyendo del teléfono móvil—: «La contribución de Clara Morrow resulta trillada, carente de originalidad y banal.» Se han dejado que es chabacana y estereotipada, aunque es probable que alguien lo diga más adelante...
—Creo que ya es suficiente, Ruth —zanjó Reine-Marie, mirando su reloj.
Eran casi las ocho, y se preguntó cómo le iría a su marido; no hacía falta ser una lumbrera para saber cómo le iba a Clara.
Su amiga tenía profundas ojeras y se veía demacrada, y sólo mostraba unas pocas manchas de pintura en la cara y en el pelo.
Manchas de rojo cadmio y ocre oscuro.
Llevaba su atuendo habitual de vaqueros y jersey. El éxito como artista no había cambiado su sentido de la moda, si es que alguna vez lo había tenido. Quizá era así porque el reconocimiento le había llegado tarde en la vida: a sus cuarenta y tantos años ya llevaba décadas trabajando en su estudio, creando obras que pasaban desapercibidas. Su mayor éxito había sido su serie de úteros guerreros. Había vendido uno, a sí misma, y luego se lo había regalado a su suegra, convirtiendo de ese modo su arte, y su útero, en un arma.
Después de eso, y tras una velada en el bistrot con sus amigas del pueblo, Clara había vuelto a su estudio y empezado a trabajar en algo diferente: en retratos de mujeres. Pintados al óleo.
Las había pintado tal como eran, con sus contornos, carnes y arrugas. Pero lo que había capturado realmente, mediante trazos audaces, eran sus sentimientos.
Los retratos irrumpieron en la escena artística, donde cosecharon alabanzas por revolucionarios. Recuperaban una forma tradicional, pero también la revitalizaban. Eran luminosos, alegres, vibrantes.
Y a veces perturbadores, cuando la soledad y la tristeza en bruto de algunos rostros resultaban patentes.
Sus retratos de mujeres eran desafiantes, audaces y atrevidos.
Y ahora, esa mañana de abril, muchas de esas mismas mujeres se habían reunido con Clara en el bistrot.
Donde antes habían celebrado sus éxitos, ese día acudían a consolarla.
—No saben de lo que hablan —dijo Myrna—. Sólo son comentarios mezquinos y maliciosos.
—Pero si les daba crédito cuando alababan las obras, ¿no debería dárselo también ahora? —preguntó Clara—. ¿Por qué tenían razón entonces y ahora no?
—Pero éstos no son de críticos de arte —terció Reine-Marie—. Apuesto a que la mayoría ni siquiera ha visto la exposición.
—El crítico de The New York Times acaba de colgar algo en redes —informó Ruth—. Dice que, visto este desastre, va a examinar de nuevo tus obras anteriores, los retratos, para ver si se había llevado una impresión equivocada con ellos... Mierda. No se referirá al retrato que hiciste de mí, ¿verdad?
«Caca, caca, caca», murmuró Rosa. La pata estaba sentada en el regazo de Ruth y parecía mosqueada. Aunque los patos siempre parecían mosqueados.
—Todo irá bien —comentó Myrna.
—Eso creo yo —dijo Clara pasándose las manos por el espeso cabello, de modo que le quedó todo de punta y la hizo parecer una loca desquiciada.
Contra toda lógica, Ruth, que casi con certeza estaba loca de verdad, parecía perfectamente serena.
—Lo bueno del asunto es que nadie verá esa mierda tuya —soltó la vieja poeta—. ¿Quién va a una exposición de miniaturas? ¿Y por qué demonios aceptaste participar en una exposición colectiva de óleos diminutos? Es lo que pintaban las aburridas mujeres de la alta sociedad del siglo XVIII.
—Y muchas eran bastante mejores que sus homólogos masculinos —intervino Myrna.
—Ya —repuso Ruth—. Como si eso pudiera ser verdad.
Rosa puso en blanco sus ojos de pata.
—Tú haces retratos en lienzos grandes —insistió Ruth—. ¿Por qué pintar paisajes diminutos?
—Quería abarcar más —respondió Clara.
—¿Haciendo miniaturas? Un pelín irónico, ¿no crees?
—Ruth, ¿has visto las obras de Clara? —preguntó Reine-Marie.
—No hace falta, las huelo. Huelen a...
—Quizá deberías echarles un vistazo antes de hacer comentarios.
—¿Por qué? Por lo visto son trilladas y banales.
—¿Escribes tú el mismo poema una y otra vez? —preguntó Myrna.
—No, claro que no. Pero tampoco intento escribir una novela. Todo consiste en palabras, pero sé qué se me da bien. Muy bien, de hecho.
Myrna Landers soltó un suspiro y movió su considerable peso en la butaca. Por mucho que deseara contradecir a Ruth, no podía hacerlo. Todos tenían claro que su vieja, borracha y revoltosa vecina de Three Pines era una poeta brillante, aunque no valiera gran cosa como ser humano.
Ruth emitió un ruido que podría haber sido tanto una carcajada como un signo de indigestión.
—Te diré qué me parece gracioso: tú te estrellas y te quemas intentando hacer algo diferente, mientras Armand destruye su carrera aceptando volver a hacer lo mismo de siempre.
—Aquí nadie se estrella ni se quema —terció Reine-Marie, volviendo a mirar el reloj.
En el ambiente de la sala de reuniones saltaban auténticas chispas.
—¿Y cómo va a funcionar esto? —preguntó uno de los agentes—. ¿Vamos a tener dos inspectores jefe?
Todos miraron a la superintendente visitante.
—No. El inspector jefe Beauvoir estará al mando hasta que se marche a París.
—¿Y Gamache será...? —empezó otro agente.
—El inspector jefe Gamache —lo interrumpió Lacoste, intentando parecer más segura de lo que se sentía en realidad—. La transición va a durar unas semanas, eso es todo. Es buena cosa que haya dos líderes con experiencia.
Pero los hombres y mujeres de la sala no eran estúpidos. Tener un líder fuerte era estupendo. Tener dos suponía luchas por el poder, órdenes contradictorias, caos...
—Han trabajado juntos durante años . No tendrán ningún problema en hacerlo ahora —insistió Lacoste.
—¿Llevarías bien recibir órdenes de alguien que ha sido tu subordinado?
—Claro que sí.
A pesar de su enfado, Lacoste sabía que aquélla era una pregunta legítima.
¿Se atrevería Beauvoir a dar órdenes a su antiguo jefe y mentor?
Y más incluso, ¿podría acatarlas el antiguo superintendente jefe? Por muy respetuoso que fuera, Gamache estaba acostumbrado a mandar. Y a mandar a Beauvoir.
—Pero no se trata sólo de eso, ¿verdad? —dijo un agente de alto rango.
—¿Hay más? —preguntó otro.
—¿No lo sabes? —El oficial miró a su alrededor, evitando a propósito, o eso pareció, la advertencia en los ojos de Lacoste—. Gamache no era sólo el jefe de Beauvoir. Es su suegro.
—Estás de broma —repuso el otro agente, aunque sabía que no era así.
—Non. Está casado con la hija de Gamache, Annie. Y tienen un hijo.
Aunque la conexión personal entre Gamache y Beauvoir no era ningún secreto, ninguno de los dos se esforzaba por difundirla a los cuatro vientos.
Se oyó un resoplido en la mesa y un agente levantó la vista del móvil.
—Van a por él en serio. Escuchad esto...
—Non —zanjó Lacoste—. No quiero oírlo.
Hubo movimiento junto a la puerta.
Los agentes miraron hacia allí y todos se levantaron de un salto.
Los más veteranos hicieron el saludo militar. Los más jóvenes parecieron momentáneamente desconcertados.
Algunos nunca habían visto a Armand Gamache en persona. Otros llevaban meses sin verlo, desde aquella calurosa tarde de julio en el bosque, cuando el aire se había llenado del humo y el olor de la pólvora y de los gritos de los heridos.
Y cuando el humo se disipó, todos pudieron ver al mandamás de la Sûreté, arma en mano, arrastrando un cadáver por el precioso bosque.
¿Sabía Gamache, cuando se había vestido aquella mañana de verano, poniéndose la camisa blanca y limpia, el traje y la corbata, que el día acabaría así?
Con sangre en la ropa. Y en las manos.
Aquel bochornoso día se había levantado como superintendente jefe de la Sûreté du Québec. Un líder seguro de sí mismo, comprometido con un plan de acción arriesgado, pese a que no le hacía ninguna gracia.
Aquella tarde salió del bosque destrozado. Y ahora estaba de vuelta.
¿Convertido en un hombre mejor? ¿En un hombre amargado?
Estaban a punto de averiguarlo.
2
El hombre que vieron en la puerta tenía cerca de sesenta años. Era alto y robusto, sin llegar a gordo. Iba bien afeitado y, aunque no era el clásico galán apuesto, resultaba más atractivo, y sin duda más distinguido, de lo que las fotos de las redes sociales de aquella mañana habían hecho creer a los agentes más jóvenes.
El pelo de Armand Gamache, en otro tiempo oscuro, estaba ahora veteado de gris y formaba leves ondas. Su tez era la de alguien que ha pasado muchas horas a la intemperie, en bosques húmedos, con nieve hasta las rodillas, observando cadáveres. Y siguiendo el rastro de los asesinos.
Tenía el aspecto de alguien que ha pasado años cargando con grandes responsabilidades, sopesando decisiones terribles.
Las arrugas de su rostro expresaban la determinación, concentración y preocupación que los años habían dejado en su piel, y una tristeza que venía de décadas atrás.
Pero mientras los agentes lo observaban, Gamache sonrió, y ellos vieron que las más profundas de esas arrugas brotaban de las comisuras de los ojos.
Eran arrugas labradas por la risa, mucho más pronunciadas que las causadas por el desasosiego y el dolor. Aunque unas y otras líneas se encontraban, se mezclaban, se entrecruzaban...
Y luego estaba aquella inconfundible cicatriz en la sien, que nadie podía pasar por alto. Era como una tarjeta de visita, una marca distintiva: atravesaba todas sus arrugas, las de la preocupación y las de la risa. Y contaba su propia historia.
Eso veían los nuevos agentes.
Para los veteranos, la cosa era diferente. No era tanto lo que veían como lo que sentían. En medio del silencio y la quietud, notaron que sus ojos se humedecían mientras Armand los miraba desde el umbral.
Los agentes allí reunidos nunca habían creído que volvería, ni a la Sûreté ni, desde luego, a Homicidios. Aquel alto cargo con quien habían trabajado durante años, que había sido mentor de la mayoría, que les había enseñado a atrapar asesinos y a no perderse en el proceso, que los había ayudado a ser grandes policías e incluso mejores personas.
Cuando los agentes llegaban por primera vez a Homicidios, Gamache se los llevaba de paseo para revelarles las cuatro máximas que conducían a la sabiduría. Y nunca más volvía a repetirlas.
«Me he equivocado», «lo lamento», «no lo sé», «necesito ayuda».
Habían observado, sin poder hacer nada, cómo habían derribado a Gamache. Y cómo lo habían arrojado a la cuneta.
Pero ese día estaba de regreso, con ellos.
Siempre llevaba traje, corbata y una camisa blanca impecable, como ahora; incluso sobre el terreno. Lo hacía como señal de respeto hacia la víctima y la familia, como símbolo de orden frente al caos que amenazaba con desatarse.
No parecía haber cambiado, aunque todos sabían que sólo estaban viendo la superficie. ¿Quién podía saber lo que se escondía debajo?
Gamache entró en la sala de reuniones.
—Bonjour.
—Bonjour, patron —fue la respuesta.
Él asintió sutilmente, agradeciendo los saludos y dando a entender que no eran necesarios, y se acercó a Isabelle Lacoste.
—Superintendente, no esperaba verte aquí. —Le tendió la mano e Isabelle se la estrechó. Era un saludo mucho más formal que los que intercambiaban cuando ella y su familia visitaban a los Gamache en Three Pines.
—Pasaba por el vecindario —contestó ella.
—Ya veo. —Gamache miró el reloj de pared—. Según tengo entendido, tu primera cita es dentro de media hora, ¿no?
Isabelle Lacoste sonrió. Armand lo sabía, claro que lo sabía. Esa mañana ella estaba allí para una ronda de entrevistas, para hablar con distintos departamentos, para decidir cuál de ellos dirigiría cuando le dieran el alta al cabo de unas semanas.
Aunque no era del todo casual que su primera cita coincidiera con la primera mañana del inspector jefe Gamache.
—Así es. Empiezo por arriba.
—¿Por la sección de conserjería?
—Por supuesto. Una chica tiene derecho a soñar.
—Después de pasarte años poniendo orden en mis desastres...
—Finalmente la cosa da sus frutos, oui.
Gamache se echó a reír.
Sabía que Isabelle empezaría en realidad en la División de Delitos Graves, lo que la convertiría, de hecho, en su jefa.
—Puedes elegir el puesto que quieras, superintendente. En cualquiera de ellos serán afortunados de tenerte.
—Merci. —Las palabras de Gamache la habían conmovido de verdad.
Luego él se volvió y alargó la mano hacia el joven agente que tenía más cerca.
—No nos conocemos. Soy Armand Gamache.
El agente se quedó inmóvil, mirando la mano y la cara sonriente de su superior.
Y los ojos.
No eran los ojos del imbécil al que algunos aludían en los tuits. Ni los ojos del asesino a sangre fría que otros describían.
Mientras se presentaba, el agente percibió un ligero aroma a sándalo y rosa.
—Ah, oui —dijo Gamache—. Usted estaba con el destacamento de seguridad de la Asamblea Nacional, en Quebec capital.
—Oui, patron.
—¿Se ha adaptado bien a Montreal?
—Sí, señor.
Dejando al agente algo aturdido y no poco avergonzado por lo que había dicho antes, Gamache rodeó la mesa. Iba presentándose a los que no conocía y charlaba brevemente con los agentes que habían trabajado a sus órdenes en el pasado.
Luego miró a su alrededor.
La silla de la cabecera de la mesa estaba vacía, y Gamache se dirigió hacia ella con todas las miradas puestas en él. A continuación se sentó en la que quedaba a su derecha e indicó con la cabeza a los demás que ocuparan sus puestos.
Había llegado unos minutos antes a la reunión, consciente de que podía ser necesario aclarar las cosas y responder algunas preguntas. Quería quitarse aquello de encima antes de que apareciera Jean-Guy Beauvoir.
A decir verdad, no esperaba que el ambiente estuviera tan enrarecido.
—Me ha parecido entender que estaban hablando de una entrada de blog —dijo.
Había sacado un pañuelo y ahora se secaba los ojos.
—Un tuit, en realidad —respondió el agente de antes, y los demás clavaron en él miradas asesinas—. No es importante, señor.
El agente dejó el teléfono sobre la mesa.
—No vamos a empezar ocultándonos la verdad, ¿no? Era lo bastante importante como para mencionarlo antes de mi llegada, y preferiría que mis colegas no hablaran a mis espaldas. —Los miró a los ojos y sonrió—. Sé que todo esto es bastante incómodo. He leído algunos de esos mensajes y sé lo que dicen. Que deberían haberme despedido, que deberían haberme metido en la cárcel; que soy un incompetente, quizá incluso un criminal. ¿Me equivoco?
Ya no sonreía, pero tampoco estaba enfadado. Armand Gamache se limitaba a exponer los hechos; despejaba el ambiente sacando la mierda a relucir.
Se inclinó hacia delante.
—No pensarán que soy una persona que se ofende fácilmente, ¿verdad?
Las cabezas negaron con energía.
—Bien. Dudo que vayan a leer algo que yo no haya oído antes. Saquémoslo a la luz, pues. Responderé a sus preguntas, por esta vez, y luego podremos pasar página con esto. D’accord?
El desdichado joven aferraba de nuevo su teléfono y parecía desear que el edificio se derrumbara sobre él.
Nadie llegaba a la cima de un cuerpo de policía tan poderoso como la Sûreté sin ser ambicioso y despiadado, así que el agente era muy consciente de lo que había tenido que hacer Gamache para llegar a lo más alto.
También sabía qué decían sobre Gamache en las redes sociales: que no era mejor que un sociópata.
Y ahora ese hombre lo miraba fijamente, invitándolo a caer en lo que sin duda era una trampa.
—Preferiría dejarlo correr, patron.
—Ya veo. —Gamache bajó la voz, aunque todos pudieron seguir oyendo lo que decía—. Cuando era superintendente jefe, tenía un lema enmarcado en mi despacho. En él figuraban las últimas palabras de uno de mis poetas favoritos, Seamus Heaney: «Noli timere.» Es latín. ¿Saben lo que significa?
Paseó la vista por la habitación.
—Yo tampoco lo sabía. Tuve que buscarlo —admitió cuando nadie dijo nada—. Significa: «No tengas miedo.» —Su mirada volvió a posarse en el joven y desdichado agente—. En este trabajo tendrá que hacer cosas que le horrorizarán. Es posible que tenga miedo, pero debe ser valiente. Cuando yo le pida que haga algo, usted debe confiar en que hay una buena razón para ello, y yo necesito confiar en que lo hará. D’accord?
El agente bajó la vista hacia su teléfono, activó la pantalla y empezó a leer:
—«Gamache es un loco. Un cobarde...» —Su voz era fuerte y firme, pero su rostro se había ruborizado—. «Deberían encerrarlo, no enviarlo de vuelta al servicio activo. Quebec no será un lugar seguro mientras él esté ahí.»
El joven agente levantó la vista, suplicándole con los ojos que le permitiese parar.
—Son sólo comentarios, señor, como respuesta a algún artículo. No son de personas reales.
Gamache arqueó las cejas.
—No estará sugiriendo que son robots...
El agente negó con la cabeza.
—Pues entonces son de gente de verdad. Sólo espero que no sean quebequeses.
—Éste es de alguien de Trois-Rivières, señor.
Gamache esbozó una mueca.
—Sigamos. ¿Alguien más tiene uno?
En torno a la mesa, los presentes procedieron a leer mensajes insultantes y absurdos.
—«Gamache ni siquiera quiere volver» —continuó un agente—. «He oído decir que ha rechazado el trabajo. No le importa la gente de Quebec, sólo piensa en sí mismo.» —Alzó la vista justo a tiempo para captar una leve mueca de dolor.
—Otros dicen cosas parecidas: que no quería volver a Homicidios, a trabajar con nosotros. ¿Es eso cierto?
—En parte, sí.
Nadie en la sala esperaba esa respuesta. Todos dejaron sus teléfonos sobre la mesa y lo miraron fijamente.
—Rechacé la oferta de volver a Homicidios como inspector jefe —prosiguió Gamache—, pero no porque no me gustara la idea.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque en el inspector jefe Beauvoir tienen a un líder excepcional. Nunca lo desplazaría. No le haría eso ni a él ni a ninguno de ustedes.
Se hizo el silencio mientras los agentes asimilaban aquellas palabras.
—Se estarán preguntando si de verdad quiero estar aquí o si sólo acepté el puesto para fastidiar a quienes me lo ofrecieron con la única intención de humillarme.
Todos se lo quedaron mirando, muy sorprendidos por su franqueza. Al menos los más jóvenes; Isabelle Lacoste y los otros veteranos observaban con cierta diversión el asombro de los demás.
—¿Fue por eso? —preguntó un agente.
—No. Rechacé la oferta porque creía que el inspector jefe Beauvoir se quedaría. Pero cuando me contó que había decidido trabajar en el sector privado, en París, hablamos del tema. Luego lo hablé con mi mujer y decidí aceptar el puesto. —Miró a su alrededor—. Comprendo su preocupación, pero no estaría aquí si no quisiera. Trabajar en la Sûreté, en el puesto que sea, supone un privilegio. Ha sido el mayor honor de mi vida. No se me ocurre mejor manera de ser útil, ni mejor gente con la que prestar servicio.
Lo dijo con tanta convicción, con tanta franqueza, que el lema que todos llevaban en sus tarjetas de identificación, en sus vehículos y en sus placas adquirió de repente un significado real.
Service, Intégrité, Justice.
Gamache dirigió su atención a la pizarra blanca y alargada que cubría la pared del fondo. Había pasado por allí el fin de semana, cuando todo estaba tranquilo, y se había sentado en aquella sala de reuniones a estudiar los expedientes y las fotografías. A repasar los casos, los rostros en la pared.
Sabía en qué punto se encontraban las pesquisas y qué había hecho o dejado de hacer cada uno de los investigadores principales.
En ese preciso momento, todas las miradas se clavaron en un punto a espaldas de Gamache.
Jean-Guy Beauvoir había llegado veinte minutos antes y había ido directamente a su despacho y cerrado la puerta tras él. No era habitual que hiciera eso. Su puerta solía permanecer abierta de par en par, y él solía ir directo a la sala de reuniones. Era el único inspector jefe de Homicidios que lo hacía.
Pero aquél no era un día normal. El desarrollo de la siguiente media hora marcaría la pauta de lo que ocurriría en el futuro.
Tenía que serenarse.
¿Cómo reaccionarían sus agentes e inspectores ante el regreso no sólo de su antiguo inspector jefe, sino de alguien con semejante historial? Un ciudadano particular que se había convertido en una figura pública.
Pero lo más complejo para Beauvoir era no estar seguro de cómo reaccionaría él mismo. Lo había hablado largo y tendido con Armand, por supuesto, pero la teoría y la realidad eran con frecuencia muy distintas.
En teoría, todo iría como la seda. No se mostraría intimidado, ni irritable, como solía ocurrirle cuando se sentía inseguro. No se pondría a la defensiva ni recurriría al sarcasmo.
El inspector jefe Beauvoir daría muestras de confianza. Estaría tranquilo. Tomaría el control de la reunión y, lo que era más importante, se controlaría a sí mismo.
Ése era el plan. La teoría.
Pero la realidad era que había pasado la mayor parte de su carrera trabajando junto a Gamache, o apenas unos pasos por detrás de él, y que Gamache tuviera la última palabra, que ejerciera la autoridad, no sólo le parecía lo más natural, sino algo casi instintivo.
Jean-Guy tomó aire y exhaló profundamente. Se preguntó si debía llamar a su padrino de Alcohólicos Anónimos, pero decidió limitarse a repetir varias veces la Oración de la Serenidad.
Sólo abrió los ojos cuando oyó el familiar tintineo de su teléfono. Un correo electrónico de Annie.
«¿Estás con papá? Tienes que ver esto.»
Hizo clic en el enlace y leyó, siguiendo el hilo, los distintos tuits de aquella mañana.
Cada comentario con su respuesta, como en una demente salmodia de llamada y réplica, una liturgia fallida.
—Por Dios... —musitó, cerrando el enlace.
Se alegró de que Annie se lo hubiera enviado. Ella era abogada y comprendía la importancia de estar bien preparada e informada; incluso tratándose de cosas —sobre todo de ciertas cosas— que en realidad uno no quiere saber.
Según el reloj que tenía delante, faltaba un minuto para las ocho. Se frotó las manos sudorosas en el pantalón y miró la foto que tenía sobre el escritorio. Era de Annie y Honoré, tomada en casa de los Gamache, en Three Pines. Al fondo, inadvertida salvo para alguien que supiera que estaba allí, había una foto enmarcada en la estantería: una imagen de familia sonriente; de Annie, Honoré, Jean-Guy, Reine-Marie y... Armand.
Armand siempre estaba ahí, era a un tiempo un consuelo y una presencia innegable.
Respirando hondo, Jean-Guy se apoyó en el escritorio y se levantó de la silla. Luego abrió la puerta y cruzó a grandes zancadas el amplio espacio abierto entre las mesas casi vacías de gente y cubiertas de informes, fotografías y ordenadores portátiles.
Entró en la sala de reuniones.
—Salut tout le monde.
Todos se pusieron en pie, incluido Gamache.
Sin vacilar, Jean-Guy le tendió la mano y Armand se la estrechó.
—Bienvenido de nuevo.
—Merci. —Gamache asintió—. Patron.
3
Se centraron primero en el inspector jefe Gamache, por supuesto: hablaban con él, le facilitaban información, buscaban sus comentarios y su aprobación a medida que exponían sus casos...
Gamache, por su parte, escuchaba con atención, pero no hablaba. Miraba a su izquierda, al inspector jefe Beauvoir. Esperaba sus indicaciones.
Y el inspector jefe Beauvoir se las proporcionó. Con calma, pensativo. Hacía preguntas claras cuando era necesario. Guiaba y a veces presionaba ligeramente. Pero por lo demás, sólo escuchaba.
No se había puesto a la defensiva ni mostraba irritación.
Aunque, para ser justos, se sentía un poco molesto. No con Gamache, ni siquiera con sus investigadores. Sólo por la situación en sí. Tenía bastante claro que sus superiores lo habían hecho a propósito, que su intención había sido enfrentar a dos agentes de alto rango. ¿Por el bien del cuerpo policial? Non. Por pura diversión. Para ver si podían abrir una brecha entre ellos y convertir a amigos en enemigos mediante alguna especie de alquimia malévola.
Y quizá, como le sugirió una vocecita de advertencia, por algo más que diversión.
A su izquierda, la superintendente Lacoste observaba la escena, consciente de las fuerzas en juego, confiando en el mejor resultado y, aun así, preparada para la colisión.
Pero a medida que la reunión seguía su curso, Jean-Guy Beauvoir mostraba una faceta de sí mismo que ella no le había visto antes.
Lo había visto dar muestras de una valentía increíble, de una lealtad feroz, de un compromiso tenaz, a menudo rotundo, a la hora de descubrir a los asesinos.
Lo que nunca había visto antes en aquel hombre tan cinético era moderación. Hasta ese día.
En algún momento, probablemente en aquel soleado bosque de Quebec, Beauvoir había aprendido qué batallas debían librarse y cuáles no; qué era importante y qué no; quiénes eran verdaderos aliados y quiénes no.
Había entrado en el bosque como segundo al mando. Lo había abandonado convertido en líder.
Era una lástima, pensó Lacoste, que aquello ocurriera justo cuando estaba a punto de dejar la Sûreté.
Repasaban los casos uno por uno, y cada investigador principal hablaba de manera sucinta del homicidio del que se ocupaba. Ponía a los demás al corriente de las novedades forenses y de los interrogatorios, exponía los motivos, hablaba de los sospechosos...
Los teléfonos móviles, prohibidos durante esas reuniones, se habían apagado y guardado, como siempre.
A medida que avanzaba la reunión, los investigadores dejaron poco a poco de mirar a Gamache y a la superintendente Lacoste, y volvieron toda su atención hacia el inspector jef
