Aparición forzada

Ernesto Alcocer

Fragmento

Título

PARTE I

EL CERDO

1

Aunque me quieran engañar, yo sé que en realidad no se trata de una fiesta de despedida organizada especialmente para mí. Lo que están haciendo es aprovechar la cena que ofrecen a los que vienen de otras partes del mundo a una reunión de trabajo en Atlanta, para poder exhibir ante los nuevos talentos que me están dando un adiós formalmente irreprochable, después de haberme tenido veinticinco años dedicado a hacer de esta empresa la ganadora del título The best place to work por ocho periodos consecutivos.

La cita es en un restaurante italiano del centro de corte posmoderno. En cuanto hago mi entrada al local se me viene encima un escándalo de voces y risas que se mezclan y muestran su teatralidad en el espejo que cuelga de la pared. Por lo visto el evento está siendo un éxito. Siempre, en recepciones de este tipo repiten la puesta en escena, reservan un privado y antes de pasar a la mesa nos ofrecen unos vinos demasiado producidos de Napa Valley que sirven en copas gigantescas de cristal irrompible. No conozco ni a la cuarta parte de la gente que está aquí porque, últimamente, han estado haciendo limpia de muchos de mis antiguos colegas de otras regiones del mundo. De vez en cuando hay que renovar la casa con sangre nueva, dicen. Es una vieja práctica de depuración que se aplica cada cinco o seis años en la compañía, como si trataran de darle una ayudadita a Darwin y la selección natural. Es una forma muy efectiva de templar el ánimo de los que se quedan, dicen. Lo he vivido muchas veces desde que estoy aquí, pero hasta ahora notaron que me llegó la fecha de caducidad. Yo, desde hace tiempo lo sabía y vivía angustiado porque después de que me caiga la guadaña no sé que voy a hacer para sobrevivir.

Veo con terror que Chuck Valley, mi jefe en Atlanta y anfitrión de la noche, se me acerca peligrosamente, me toma del brazo y lanza su sonriente boca de dientes perfectos contra mi oído. Su aliento caliente me repugna, huele a pescado combinado con vino tinto. Murmura algo que tiene que ver con que mañana a primera hora quiere hablar conmigo en su oficina, o eso es lo que alcanzo a entender, porque cuando me hablan en inglés en medio de tanto escándalo de voces y de música entiendo la mitad. Asiento con la cabeza y también sonrío como un idiota. Suelta mi codo y lo veo alejarse entusiasta entre la gente.

De tantas reuniones en inglés que he sufrido estoy acostumbrado a entender con pocas palabras. Mi nivel de dominio de esa lengua es uno de los pretextos oficiales para echarme, según me explicó mi jefe de México, aunque los dos sabemos que eso no es verdad, que existe un motivo adicional que él y yo conocemos de sobra. Cuando se quieren deshacer de alguien en nuestro mundo de empresa siempre ha sido un clásico el: ya no tienes el perfil, la barra subió y te quedaste abajo, no hay nada que hacer. Lo he oído decenas de ocasiones durante el cuarto de siglo que llevo trabajando aquí y también me ha tocado asestarlo algunas veces. Hace tiempo nos dieron un curso para estar preparados para comunicar ese tipo de noticias difíciles, porque, según aprendimos, la gente puede reaccionar de muchas maneras y tenemos que estar prevenidos para no llegar a mayores. Sin parpadear siquiera ni mover un solo dedo he presenciado escenas donde se echan a llorar los ejecutivos más seguros de sí mismos, y se vuelven fríos como el hielo o se lanzan a los golpes las mujeres más dulces y comedidas.

La verdad es que después de los años que lleva mi jefe de México haciéndome todo tipo de difamaciones con tal de que desapareciera por mi propio pie, es un milagro que todavía me levante de la cama y llegue a trabajar todos los días. Lo que parecería más raro es que yo lo haya permitido, pero cuando estuve en terapia comprendí que lo hice por varios motivos: el primero es que una de mis virtudes consiste en no rendirme ni ante la evidencia, según bromeaba mi mujer, Emilia, en los buenos tiempos, y en consecuencia conservaba la esperanza de que algo milagroso ocurriría, como que el cerdo de mi jefe de un día para otro se iba a volver comprensivo y decente, o que la justicia divina se lo iba a llevar al más allá, o sus jefes le iban a dar un puesto en otro país. El segundo es que mi madre tuvo que deslomarse trabajando para mandarme a la universidad, y me aterra la posibilidad de volver a la época en que contábamos los pesos, angustiados de que no fueran a alcanzar para llegar a fin de mes porque, además, por esos años tenía que pagar el juego de aretes y collar de esmeraldas colombianas que se le ocurrió comprarle en abonos a un agiotista, las únicas joyas de verdad que tuvo. Y el tercero, aunque suene horrible, es que como yo he sido parte de este juego siento que llegó el momento de pagar algunas culpas ahora que me toca estar del lado de los perdedores. Además, tanto tiempo de sufrir el acoso de mi jefe acabaron por mermar mi seguridad e iniciativa para buscar trabajo en otro lado. No digo esto último porque me quiera excusar ni tampoco porque me crea una víctima. Hace mucho que comprendí que la vida no es justa, como dice Bill Gates, y que a nadie le importa mi autoestima. Lo que pasa es que me molesta que se utilice mi nivel de inglés como pretexto para despedirme, como si de un día para otro las exigencias de la empresa en ese sentido hubieran cambiado. Aún cuando acepto que nunca conseguí expresarme y entender ese idioma al cien por ciento, a pesar de haber dedicado largas temporadas de mi vida a tomar clases con todo tipo de métodos, tan tan mal, no estoy. Hubiera sido mucho más honesto que el cerdo de mi jefe me llamara para decirme, mira, creo que ya llegó el momento de que te vayas, hace mucho que no te soporto, tú y yo sabemos por qué. Yo lo habría entendido de inmediato, incluso estoy seguro de que me habría sentido liberado. Pero el mundo de las corporaciones no es así, aquí adentro a nadie le gusta decir las cosas por su nombre.

—No te preocupes —me pidió el retorcido de mi jefe de México días después de que me despidió—, nadie tiene por qué enterarse de que la decisión no fue tuya. Incluso vamos a organizarte una despedida y me voy a encargar de mandar un comunicado donde quede claro que has resuelto retirarte, después de años entregado en cuerpo y alma a hacer de esta compañía la gran familia que ha llegado a ser. Tú lo sabes tan bien como yo, así lo hemos hecho siempre y, siendo realistas, lo que menos quiere la gente es saber la verdad. Al final te vamos a entregar tu dinero y te vas a sentir bien. Y te aseguro que dentro de unos años tú mismo vas a estar convencido de que te fuiste porque eso era lo que querías.

Aunque lo deteste debo reconocer que en parte tiene razón. Cada vez que he ido a una de estas reuniones de trabajo que organizan en home office me presento con la sensación de ser un intruso disfrazado de empleado modelo, y mi único objetivo mientras dura es que nadie note que no soy lo que parezco. Además, para ser sincero, desde hace tiempo que todo lo que se esperaba de mí me resultaba cada vez más absurdo e inútil, en pocas palabras una verdadera pérdida de tiempo y, eso, en el fondo, me hacía sentir un farsante.

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