Alex (Un caso del comandante Camille Verhoeven 2)

Pierre Lemaitre

Fragmento

libro-1

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Parte II

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Parte III

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Agradecimientos

Sobre el autor

Créditos

libro-2

Para Pascaline

Para Gérald,

por nuestra amistad

libro-3

I

libro-4

1.

A Alex le encanta. Desde hace casi una hora que se las prueba, duda, se las quita, se lo piensa, vuelve a ponérselas. Pelucas y postizos. Podría pasarse tardes enteras haciéndolo.

Tres o cuatro años atrás había descubierto, por casualidad, esa tienda en el boulevard de Strasbourg. Apenas miró, entró por curiosidad. Sintió tal conmoción al verse pelirroja, como si toda ella se hubiera transformado, que compró de inmediato aquella peluca.

A Alex cualquier cosa le sienta bien porque es extraordinariamente guapa. No siempre fue así, ocurrió en la adolescencia. Antes, había sido una niña bastante feúcha y muy delgada. En cuanto empezó el cambio, sin embargo, fue como un mar de fondo, y el cuerpo mudó casi de golpe, como en una metamorfosis acelerada, en pocos meses. Alex era despampanante pero, dado que nadie había prestado atención a ese súbito atractivo, y mucho menos ella misma, jamás llegó a creérselo del todo. Ni siquiera ahora.

Nunca le había pasado por la cabeza que una peluca pelirroja, por ejemplo, pudiera sentarle tan bien. Fue un descubrimiento. No había llegado a imaginarse el alcance de la transformación, su trascendencia. Una peluca puede ser algo superficial, pero inexplicablemente tuvo la sensación de que sucedía algo nuevo en su vida.

De hecho, nunca se puso esa peluca. Una vez en casa, se dio cuenta de inmediato de que era de pésima calidad. A primera vista, se notaba que era falsa, fea y se la veía pobre. La desechó. No la tiró a la basura, pero la metió en un cajón de la cómoda. Y de vez en cuando la cogía y se la probaba para ver cómo le quedaba. Aunque fuera una peluca espantosa, de esas que claman a gritos: «Soy sintética y de gama baja», eso no impedía que aquello que Alex veía reflejado en el espejo le ofreciera un potencial en el que deseaba creer. Volvió al boulevard de Strasbourg y se tomó su tiempo contemplando las pelucas de buena calidad, a veces algo caras para su salario de enfermera interina, pero que, esas sí, podían lucirse. Y se lanzó.

Al principio no es fácil, hay que ser osado. A alguien como Alex, de naturaleza acomplejada, puede llevarle al menos medio día reunir el valor para hacerlo. Maquillarse con esmero, conjuntar la ropa, los zapatos y el bolso; en fin, elegir lo más apropiado entre lo que ya se tiene, puesto que una no puede renovarse el guardarropa entero cada vez que cambia de peluca… Y acto seguido, al salir a la calle, ya se es otra persona. No del todo, pero casi. Y si eso no cambia la vida, ayuda a matar el tiempo, sobre todo cuando ya no se espera que suceda gran cosa.

A Alex le gustan unas pelucas muy características, de esas que envían mensajes claros del tipo: «Sé lo que estás pensando» o «También soy buena en matemáticas». La que luce hoy dice algo así como: «A mí no me encontrarás en Facebook».

Elige un modelo llamado «Shock urbano», y en ese momento ve al hombre a través del cristal del escaparate. Está en la acera de enfrente y parece esperar algo o a alguien. Es la tercera vez en dos horas. La está siguiendo. Ahora está segura de ello. «¿Por qué a mí?», es la primera pregunta que se hace. Como si a todas las chicas excepto a ella pudiera seguirlas un hombre. Como si ya no sintiese permanentemente sus miradas por doquier, en los transportes públicos o por la calle. En las tiendas. Alex gusta a los hombres de todas las edades, es la ventaja de tener treinta años. Y a pesar de ello, siempre se sorprende. «¡Hay tantas mujeres más guapas que yo!» Alex, siempre con sus crisis de confianza en sí misma, siempre presa de las dudas. Desde la infancia. Tartamudeó hasta la adolescencia. Y ahora, cuando pierde los papeles, sigue ocurriéndole.

No conoce a ese hombre. Un físico así le habría llamado la atención. No, no lo ha visto jamás. Y, además, un tipo de cincuenta años siguiendo a una chica de treinta… No es que sea muy estricta en cuestión de principios, pero le sorprende, eso es todo.

Alex dirige la mirada a otros modelos, aparenta titubear, y luego cruza la tienda y se sitúa en un ángulo desde donde puede observar la acera. Por sus ropas ajustadas se diría que el hombre, un tipo fornido, debe de haber sido deportista. Mientras acaricia una peluca rubia, casi blanca, trata de recordar en qué momento ha percibido su presencia por primera vez. En el metro. Lo ha visto al fondo del vagón. Sus miradas se han cruzado, y ella ha tenido tiempo de ver la sonrisa que él le dirigía, pretendidamente atractiva y cordial. Lo que no le gusta de su rostro es que parece tener una idea fija en la mirada y, sobre todo, que carece casi por completo de labios. Instintivamente ha desconfiado de él, como si todas las personas con los labios finos ocultaran alguna cosa, secretos inconfesables, maldades. Y su frente abombada. No ha tenido tiempo de observar sus ojos, es una lástima. Según ella es un detalle que no lleva a engaño, y así juzga siempre a las personas, por su mirada. Allí, en el metro, no ha querido perder tiempo con semejante tipo. Discretamente se ha vuelto hacia el otro lado, dándole la espalda, y ha rebuscado el reproductor MP3 en el bolso. Ha hecho sonar Nobody’s Child y de repente se ha preguntado si no lo había visto ya la víspera o el día anterior, cerca de su casa. La imagen es confusa, no está segura. Tendría que volverse y mirarlo de nuevo para tratar de rememorar ese recuerdo borroso, pero no quiere arriesgarse a envalentonarlo. Lo que es seguro es que tras el encuentro en el metro lo ha vuelto a ver en el boulevard de Strasbourg, media hora después, cuando ella regresaba sobre sus pasos. Había cambiado de opinión y quería volver a ver la peluca morena de media melena, con mechas. Ha dado media vuelta y lo ha visto detenerse bruscamente en la acera, algo más lejos, y disimular mirando con fingido interés un escaparate de ropa de mujer.

Alex deja la peluca. No hay razón para alarmarse, pero le tiemblan las manos. Menuda bobada. Le gusta, la sigue y espera una oportunidad, y no por ello va a atacarla en plena calle. Alex menea la cabeza como si quisiera ordenar sus ideas, y cuando vuelve a mirar hacia la acera, el hombre ha desaparecido. Se inclina a derecha e izquierda, pero no, no hay nadie, ya no está allí. Siente un alivio exagerado. «Menuda bobada», se repite y ya no respira con tanta agitación. No puede evitar detenerse en el umbral de la tienda y verificarlo de nuevo. Ahora es su ausencia lo que la inquieta.

Alex consulta su reloj y luego mira al cielo. La temperatura es agradable y aún queda casi una hora de luz. No quiere volver a casa. Tendría que detenerse en el supermercado. Trata de recordar lo que queda en el frigorífico. Es muy negligente en sus compras. Su atención se centra en su trabajo, en su comodidad (Alex es un poco maníaca) y, aunque trate de negárselo, en la ropa y los zapatos. Y en los bolsos. Y en las pelucas. Le hubiera gustado que eso le pasara con el amor, pero el amor es un tema aparte, el compartimento maltrecho de su existencia. Lo esperó y lo deseó, y luego renunció. Ahora ya no quiere seguir dándole vueltas a esa cuestión y piensa en ello lo menos posible. Simplemente trata de no convertir ese desengaño en cenas ante la tele, de no engordar, de no volverse demasiado fea. A pesar de ello, y aunque sea soltera, pocas veces se siente sola. Tiene proyectos que la apasionan y ocupan su tiempo. Ha fracasado en el amor, sí, pero se le hace menos difícil desde que decidió resignarse a acabar sus días sola. A pesar de esa soledad, Alex trata de vivir con normalidad, de concederse algunos placeres. Esa idea le resulta a menudo de ayuda, la idea de ofrecerse pequeños caprichos, de tener derecho a disfrutarlos, como los demás. Por ejemplo, ha decidido que esa noche volverá a cenar en el Mont-Tonnerre, en la rue Vaugirard.

Llega con cierta antelación. Es la segunda vez que entra. La primera fue la semana pasada, y a buen seguro la gente recuerda a una pelirroja muy guapa que cena sola. Esa noche la saludan a su llegada como a una habitual, los camareros se dan codazos, flirtean torpemente con la bella clienta, esta les sonríe y la encuentran muy atractiva. Pide la misma mesa, de espaldas a la terraza y frente al salón, y la misma botella pequeña de vino de Alsacia bien frío. Suspira, a Alex le gusta comer, pero ha de recordarse a sí misma que debe andarse con cuidado. Su peso es como un yoyó, aunque lo controla bastante bien. Puede engordar diez o quince kilos y ofrecer un aspecto irreconocible, para dos meses más tarde haber recuperado su peso original. Dentro de unos años ya no podrá jugar con eso.

Saca su libro y pide otro tenedor para mantener las páginas abiertas mientras cena. Al igual que la semana anterior, frente a ella, a su derecha, se halla el mismo individuo de cabello castaño claro. Cena con unos amigos. Son solo dos pero, a tenor de lo que dicen, los demás no tardarán en llegar. La ha visto de inmediato, en cuanto ha entrado, y Alex finge no darse cuenta de que la mira con insistencia. Así será durante toda la velada. Incluso una vez llegados el resto de sus amigos, incluso cuando se hayan enfrascado en sus eternas conversaciones sobre trabajo, mujeres y esposas, mientras se explican por turnos esas historias de las que son los héroes, no cesará de mirarla. A Alex le gusta esa situación, pero no quiere darle alas. No está mal, le calcula unos cuarenta o cuarenta y cinco años y debió de ser guapo, debe de beber demasiado y eso le da a su rostro un aire trágico. Y ese rostro le procura emociones a Alex.

Ella toma un café. Una única concesión, sabiamente dosificada: una mirada a ese hombre cuando se marcha. Una simple mirada. Alex sabe hacerlo a la perfección. Es una sensación furtiva, pero siente realmente una emoción dolorosa al verlo dirigirle esa mirada de deseo que le remueve las entrañas, como si fuera un augurio de penas venideras. Cuando se trata de su vida, Alex nunca se dice las cosas con todas las letras, como esa noche. Sabe que su cerebro se fija en imágenes congeladas, como si la película de su existencia se hubiera roto y para ella fuera imposible seguir el hilo, volver a explicarse la historia, dar con las palabras apropiadas. La próxima vez, si se queda hasta más tarde, tal vez él la esperará fuera. Quizá. Sí. Alex sabe bien cómo funcionan esas cosas. Siempre de una manera muy parecida. Sus encuentros con hombres nunca dan pie a bellas historias. Eso, al menos, es una parte de la película que ya ha visto y que recuerda. Así de simple.

Ha anochecido ya y el tiempo es bueno. Acaba de llegar un autobús. Acelera el paso, el conductor la ve por el retrovisor y la espera, ella se apresura, pero en el momento de ir a subir cambia de parecer, le apetece caminar, cogerá otro por el camino, y le hace un ademán al conductor que le responde con un gesto de decepción, lamentándose de su suerte. A pesar de ello le abre la puerta:

—Detrás ya no viene ningún autobús, este es el último de la noche…

Alex sonríe y le da las gracias con un gesto. Da igual, regresará a pie. Tomará la rue Falguière y después la rue Labrouste.

Hace tres meses que vive en ese barrio, cerca de la Porte de Vanves. Se muda a menudo. Antes vivía en la Porte de Clignancourt, y antes de allí en la rue du Commerce. Aunque hay gente que lo detesta, para ella mudarse es una necesidad. Lo adora. Tal vez, como con las pelucas, le da la impresión de cambiar de vida. Es un leitmotiv. Un día cambiará de vida. Unos metros más allá, frente a ella, una camioneta blanca sube dos ruedas sobre la acera para estacionarse. Para poder pasar, Alex se arrima al edificio y siente una presencia, un hombre, y sin tiempo de darse la vuelta recibe un puñetazo entre los omóplatos que le corta la respiración. Pierde el equilibrio, cae hacia delante y se golpea violentamente la frente contra la carrocería con un ruido sordo, suelta todo cuanto sostiene para tratar de asirse pero no encuentra nada a lo que aferrarse, él la coge de los cabellos y se queda con la peluca en la mano. Suelta un juramento que ella no alcanza a comprender y, con una mano, le agarra enfurecido un buen puñado de pelo mientras con la otra la golpea en pleno vientre, con un puñetazo que podría abatir a un buey. Alex no tiene tiempo siquiera de gritar de dolor, se dobla sobre sí misma y vomita. El individuo tiene una fuerza descomunal, porque la vuelve hacia él como una hoja de papel. Le pasa un brazo por la cintura, la ase con fuerza y le hunde profundamente una bola de trapo hasta la garganta. Es él, el hombre del metro, el de la calle, el de la tienda. Durante una fracción de segundo se miran a los ojos. Ella trata de darle patadas, pero él la agarra con fuerza de los brazos, la inmoviliza, y Alex no puede hacer nada para oponerse a esa energía. La empuja hacia abajo, sus rodillas ceden y cae sobre el suelo de la furgoneta. Entonces el hombre le da una patada en los riñones, y Alex sale catapultada hacia el interior y su mejilla se raspa contra el suelo. Él sube tras ella, le da la vuelta sin contemplaciones, le clava una rodilla en el vientre y le da un puñetazo en la cara. La ha golpeado con fuerza… «Quiere hacerme daño, quiere matarme», piensa Alex en el momento en que recibe ese puñetazo. Su cráneo golpea contra el suelo de la furgoneta y rebota, siente un dolor terrible detrás del cráneo, en el occipital. «Eso es —se dice Alex—, es el occipital». Más allá de esa palabra solo logra pensar en que no quiere morir, así no, ahora no. Está acurrucada con la boca llena de vómito, en posición fetal, con la cabeza a punto de estallar, siente que le agarran las manos y se las atan a la espalda, y también los tobillos. «No quiero morir ahora», se dice Alex. La puerta de la furgoneta se cierra violentamente, el motor acelera y con un brusco impulso el vehículo baja de la acera. «No quiero morir ahora.»

Alex está aturdida pero es consciente de lo que sucede. Llora y se ahoga en sus lágrimas. «¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?»

«No quiero morir. Ahora no.»

libro-5

2.

Al teléfono, el comisario Le Guen no le da opción alguna:

—¡Me importa un carajo tu estado de ánimo, Camille, no me jodas! No tengo a nadie, ¿lo entiendes? ¡A nadie! ¡Así que te envío un coche y te plantas allí!

Deja transcurrir unos instantes y añade:

—¡Y no me toques los cojones!

Después cuelga. Es su estilo. Impulsivo. Por lo general, Camille no le presta atención. Habitualmente sabe cómo negociar con el comisario.

Pero esta vez se trata de un rapto.

Y no quiere verse implicado en el caso. Camille siempre lo ha dicho, hay dos o tres cosas que no volverá a hacer, sobre todo ocuparse de raptos. Desde la muerte de Irène, su esposa. Se cayó en la calle cuando estaba embarazada de más de ocho meses. La llevaron a una clínica y luego la raptaron. No volvieron a verla con vida. Eso hundió a Camille. Es imposible explicar su desasosiego. Quedó fulminado. Pasó días enteros paralizado, alucinado. Cuando comenzó a delirar, tuvo que ser hospitalizado. Pasó de clínicas a centros de reposo. Era un milagro que siguiera con vida. Nadie confiaba en ello. Durante los meses que estuvo ausente de la Brigada, todo el mundo se preguntaba si algún día llegaría a recuperarse. Y cuando finalmente regresó, daba la extraña impresión de ser el mismo que antes de la muerte de Irène, solo que había envejecido. Desde entonces, únicamente acepta casos menores. Se ocupa de crímenes pasionales, riñas entre profesionales y asesinatos entre vecinos. Casos en los que los muertos están detrás de uno y no delante. Nada de raptos. Camille quiere muertos bien muertos, muertes incontestables.

—De todas formas —ha dicho Le Guen, que hace cuanto está en su mano por Camille—, evitar a los vivos no es la solución. Para eso es mejor hacerse enterrador.

—Pero… —le responde Camille— ¡si eso es lo que somos!

Se conocen desde hace veinte años, se tienen en gran estima y no se temen el uno al otro. Le Guen es un Camille que habría renunciado a trabajar sobre el terreno, y Camille un Le Guen que habría renunciado al poder. Lo que separa a esos hombres son dos grados y ochenta kilos. Y treinta centímetros. Dicho así tal vez parezca una diferencia insalvable, y es verdad que al verlos juntos pueden parecer una caricatura. No es que Le Guen sea muy alto, sino que Camille es muy bajito: mide un metro y cuarenta y cinco centímetros. Tiene que mirar el mundo desde abajo, como un niño de trece años. Se lo debe a su madre, la pintora Maud Verhoeven. Sus lienzos figuran en el catálogo de una decena de museos internacionales. Una gran artista y una gran fumadora que vivía ahogada en el humo de sus cigarrillos, envuelta en un halo permanente, y sería imposible imaginarla sin esa nube azulada. A eso debe Camille sus dos cualidades más notables. De la artista heredó un don inusitado para el dibujo y de la fumadora empedernida, una hipotrofia fetal que hizo de él un hombre de un metro cuarenta y cinco.

Ha conocido a poca gente a la que pudiera mirar desde arriba. A la inversa, sin embargo… Semejante altura no es solo una minusvalía. A los veinte años es una terrible humillación y a los treinta, una maldición, pero desde el principio uno comprende que se trata del destino. El tipo de situación que obliga a utilizar grandes palabras.

Gracias a Irène, la talla de Camille se convirtió en un baluarte. Irène había hecho que su interior se fortaleciera. Camille nunca había sido tan… Sin Irène, le faltan incluso las palabras.

Al contrario que Camille, Le Guen es casi monumental. Pesa no se sabe cuánto porque nunca lo confiesa, unos dicen ciento veinte, otros ciento treinta y algunos incluso van más lejos, no tiene importancia. Le Guen es enorme, paquidérmico, con unos grandes mofletes de hámster. Sin embargo, su mirada clara rebosa inteligencia, y aunque nadie alcanza a explicarlo, los hombres no quieren admitirlo y las mujeres se manifiestan casi unánimes en ello, el comisario es un hombre extremadamente seductor… A saber por qué.

Camille ya ha oído gritar antes a Le Guen. No le impresionan los arranques furibundos del comisario. Después de tanto tiempo… Descuelga con parsimonia y marca el número:

—Te lo advierto, Jean, me ocuparé de esa historia de rapto pero se la endosas a Morel en cuanto regrese porque… —coge impulso y martillea cada sílaba con una paciencia con visos de amenaza— ¡no acepto el caso!

Camille Verhoeven nunca grita. Muy raras veces. Es un hombre de autoridad. Es bajito, calvo y ligero pero, como todo el mundo sabe, también astuto e ingenioso. Le Guen ni siquiera responde. Aunque a ellos no les hace ni pizca de gracia, las malas lenguas dicen que, de los dos, quien lleva los pantalones es Camille. Después cuelga.

—¡Mierda!

Es el colmo. Es más, puesto que esto no es ni mucho menos México y no hay un rapto a diario, podría haber sucedido en cualquier otro momento, cuando él estuviera en una misión, o de baja, en cualquier otro sitio. Camille descarga un puñetazo sobre la mesa. Al ralentí, porque es un hombre comedido. Le disgustan los aspavientos, incluso en los demás.

El tiempo apremia. Se pone en pie, coge su abrigo, el sombrero y desciende rápidamente las escaleras. Camille es bajo pero sus pasos son pesados. Hasta la muerte de Irène eran más bien ligeros, y a menudo ella le decía: «Andas como un pajarillo. Siempre tengo la sensación de que vas a levantar el vuelo». Irène murió hace cuatro años.

El coche se detiene ante él. Camille entra en el vehículo.

—¿Cómo te llamas?

—Alexandre, jef…

Se muerde la lengua. Todos saben que Camille detesta ese trato, «jefe». Dice que suena a hospital, a serie de televisión. Esos juicios mordaces son muy de su estilo. Camille es un individuo no violento capaz de cometer brutalidades. A veces se enfurece. Ya era todo un carácter, pero con la edad y la viudedad se ha vuelto algo sombrío, irritable. En el fondo es un impaciente. Irène le preguntaba: «Cariño, ¿por qué estás siempre tan enfadado?». Desde lo alto de su metro cuarenta y cinco, si así puede decirse, Camille respondía, exagerando su sorpresa: «Sí, es cierto… No tengo razón para enfadarme…». Colérico y comedido, brutal y manipulador, es raro que la gente lo entienda a la primera. Es un hombre apreciado, quizá también porque no es muy alegre. Camille no se tiene en mucha estima a sí mismo.

Desde que se reincorporó a su puesto, hace ya casi tres años, Camille acepta a todos los agentes en prácticas, una verdadera ganga para los jefes de servicio a los que no les gusta tener que cargar con ellos. Desde que el suyo se hizo pedazos, Camille no desea volver a formar un equipo estable.

Le echa un vistazo a Alexandre. Tiene cara de llamarse de cualquier otra manera, pero seguro que no Alexandre. A pesar de ello, es lo bastante alto como para sacarle cuatro cabezas, lo cual no es una proeza, y ha puesto el coche en marcha antes de que Camille dé la orden, lo que al menos denota dinamismo.

Alexandre arranca como una flecha, se nota que le gusta conducir. Diríase que el GPS trata de recuperar el retraso acumulado al partir. Alexandre quiere demostrarle al comandante sus dotes de buen conductor, la sirena aúlla y el coche cruza con autoridad calles, esquinas y bulevares, mientras los pies de Camille se balancean a un palmo del suelo y se agarra con la mano derecha al cinturón de seguridad. En menos de quince minutos llegan a su destino. Son las nueve y cincuenta minutos. Aunque no sea muy tarde, París ya tiene un aspecto adormecido, sereno, no parece el tipo de ciudad donde se raptan mujeres. «Una mujer», ha dicho el testigo que ha llamado a la policía. Estaba visiblemente conmocionado: «¡La han raptado ante mis propios ojos!». No se lo podía creer. Hay que reconocer que no se trata de una experiencia frecuente.

—Déjame ahí —dice Camille.

El comandante baja del coche, se pone el sombrero y el muchacho se marcha. Están en un extremo de la calle, a cincuenta metros de las primeras vallas. Camille recorre andando el último trecho. Cuando dispone de tiempo trata siempre de aplicar su método y abordar los problemas desde la distancia. La primera mirada es fundamental y debe ser panorámica, puesto que luego uno entra en los detalles, en los innumerables hechos, y se pierde la perspectiva. Es la razón oficial que se da a sí mismo por haber bajado del coche a un centenar de metros del lugar donde lo aguardan. La otra razón, la verdadera, es que no le apetece estar allí.

Al avanzar hacia los vehículos de policía cuyas luces salpican las fachadas, trata de comprender lo que siente.

Su corazón late con fuerza.

No se encuentra bien. Daría diez años de su vida por hallarse en otro lugar.

Pero aunque avance con lentitud, finalmente llega.

Cuatro años antes sucedió algo similar. En la calle en la que vivía, con cierto parecido a aquella. Irène ya no estaba allí. Tenía que dar a luz al cabo de unos días. Tendría que haber estado en la maternidad, Camille se precipitó, corrió, la buscó, hizo cuanto pudo aquella noche por encontrarla… Estaba como loco pero lo hizo… Luego ella estaba muerta. La pesadilla en la vida de Camille comenzó en un segundo parecido a este. Por eso su corazón late ahora con fuerza, resuena, le zumban los oídos. La culpabilidad que creía adormilada se ha despertado. Siente náuseas. Una voz le grita que huya y otra que lo afronte, y siente un peso enorme que le oprime el pecho. Camille piensa que va a desplomarse, pero en lugar de eso aparta una valla para acceder al perímetro de seguridad. El agente de guardia lo saluda con la mano desde lejos. Aunque no todo el mundo conozca al comandante Verhoeven, todo el mundo lo reconoce. Con razón, aunque no fuera una especie de leyenda, con esa talla… Y aquella historia…

—Ah, eres tú…

—Estás decepcionado…

De inmediato, Louis se agita desconcertado.

—¡No, no, no, nada de eso!

Camille sonríe. Siempre le ha sido muy fácil ponerlo nervioso. Louis Mariani fue su adjunto durante mucho tiempo y lo conoce mejor que nadie.

Al principio, tras el asesinato de Irène, Louis fue a menudo a visitarlo a la clínica. Camille no estaba muy hablador. Dibujar, que nunca había sido más que un pasatiempo, se había convertido en su actividad principal y exclusiva. Se pasaba todo el día dibujando. Los dibujos, esbozos y croquis se apilaban en la habitación de Camille, que conservaba sin embargo el aspecto impersonal. Louis conseguía despejar un hueco donde sentarse; uno de ellos miraba los árboles del jardín y el otro sus pies. Se dijeron miles de cosas en aquel silencio, sin palabras. No lograban dar con ellas. Y un día, sin previo aviso, Camille le explicó que prefería estar solo, que no quería arrastrar a Louis a su tristeza. «Un policía triste no es una compañía interesante», dijo. A los dos los apenó separarse de aquel modo. Pasó el tiempo, y cuando las cosas empezaron a ir mejor, ya era demasiado tarde. Una vez acaba el duelo, solo queda un páramo.

No se han tratado desde hace tiempo, solo se han cruzado en reuniones y sesiones informativas, con motivo de ese tipo de sucesos. Louis apenas ha cambiado. Hay personas como él que, cuando envejezcan, morirán con un aspecto juvenil. Y siempre tan elegante. Un día Camille le dijo: «Incluso vestido para una boda, a tu lado siempre parezco un vagabundo». Louis es rico, muy rico. Su fortuna es como los kilos del comisario Le Guen: nadie conoce la cifra, pero todos saben que es considerable y, a buen seguro, en permanente expansión. Louis podría vivir de sus rentas y garantizar el bienestar de cuatro o cinco generaciones venideras. En lugar de eso, es policía en la Criminal. Cursó un montón de estudios que no necesitaba, y eso le dio una cultura que Camille nunca ha echado en falta. Verdaderamente, Louis es un fenómeno.

Sonríe, le parece gracioso volver a encontrarse con Camille así, presentándose sin previo aviso.

—Es allá abajo —dice señalando unas vallas.

Camille acelera el paso tras el joven. O quizá ya no tan joven.

—¿Cuántos años tienes, Louis?

Louis se vuelve hacia él.

—Treinta y cuatro, ¿por qué?

—No, por nada.

Camille se da cuenta de que se hallan a dos pasos del museo Bourdelle. Recuerda con bastante nitidez el rostro del Heracles arquero. La victoria del héroe sobre los monstruos. Camille jamás ha esculpido, nunca ha tenido el físico necesario para ello y hace ya tiempo que no pinta, pero sigue dibujando incluso tras su larga depresión. No puede evitarlo, forma parte de su ser y tiene siempre un lápiz en la mano, es su manera de mirar el mundo.

—¿Conoces el Heracles arquero del museo Bourdelle?

—Sí —dice Louis.

Parece molesto.

—Pero me pregunto si no está en el museo de Orsay.

—Siempre tan cabrón…

Louis sonríe. Ese tipo de frase, en el caso de Camille, es una señal de aprecio. Significa: «Qué rápido pasa el tiempo, ¿cuánto hace que nos conocemos tú y yo?». Significa: «Apenas nos hemos visto desde que maté a Irène, ¿no es cierto? Es curioso que volvamos a encontrarnos en el escenario de un crimen». De repente, Camille se ve en la obligación de precisar:

—Sustituyo a Morel. Le Guen no tenía a nadie a mano y me ha pedido que viniera.

Louis hace un gesto de comprensión, pero mantiene su escepticismo. La presencia del comandante Verhoeven en un caso como ese, aunque sea transitoria, resulta sorprendente.

—Llama a Le Guen —prosigue Camille—. Necesito equipos. De inmediato. Siendo la hora que es no podremos hacer gran cosa, pero al menos lo intentaremos…

Louis asiente y coge su móvil. Ve las cosas de igual manera. Ese tipo de casos se pueden abordar desde dos extremos: el del secuestrador o el de la víctima. El primero, a buen seguro, se halla lejos. La víctima tal vez resida en el barrio, quizá haya sido raptada cerca de su casa, y no es solo la historia de Irène lo que hace que ambos hombres piensen lo mismo, sino la pura estadística.

Rue Falguière. Una calle en honor al artista Alexandre Falguière. Está claro que esa es la noche de los escultores. Avanzan hacia el centro de la calle, cuyos accesos han sido cortados. Camille alza la vista hacia los pisos superiores, en los que todas las ventanas están iluminadas; se trata del espectáculo de la velada.

—Contamos con un único testigo —dice Louis cuando cuelga su móvil—. Y sabemos dónde se hallaba estacionado el vehículo utilizado en el rapto. La policía científica está al llegar.

Y, justamente, hace acto de presencia en ese mismo instante. Apartan con presteza las vallas y Louis les señala el estacionamiento vacío junto a la acera, entre dos vehículos. Cuatro técnicos se apean de inmediato con su material.

—¿Dónde está? —pregunta Camille.

El comandante se impacienta. No hay duda de que no desea estar allí. Su móvil vibra.

—No, señor fiscal —responde—, dado el tiempo transcurrido, cuando recibimos la información por mediación de la comisaría del distrito XV ya era demasiado tarde para instalar controles.

El tono en que se dirige al fiscal es seco, al límite de la cortesía. Louis se aleja con prudencia. Comprende la impaciencia de Camille. Si se tratara de un menor ya habrían activado la alerta de secuestro, pero se trata de una mujer adulta. Tendrán que apañárselas solos.

—Lo que pide será muy difícil, señor fiscal —dice Camille.

Su voz ha bajado un tono más y habla lentamente. Quienes lo conocen saben que, en su caso, esa actitud es con frecuencia un signo precursor.

—Mientras le hablo, hay… —alza la vista—, diría que… un centenar de personas en las ventanas. Los equipos encargados de la investigación de proximidad informarán a doscientas o trescientas personas más. En estas condiciones, si usted sabe cómo evitar que se difunda la noticia, no dude en decírmelo.

Louis sonríe en silencio. El auténtico Verhoeven. Está encantado de que vuelva a ser como siempre fue. Tras cuatro años ha envejecido, pero sigue siendo absolutamente franco. Y a veces, un peligro público para la jerarquía.

—Naturalmente, señor fiscal.

Por su tono se adivina a todas luces que, sea cual sea, Camille no tiene ninguna intención de cumplir la promesa que acaba de hacer. Cuelga. La conversación lo ha puesto aún de peor humor que las circunstancias.

—¡Mierda! ¿Se puede saber dónde está tu Morel?

No se lo esperaba. «Tu Morel.» Camille es injusto, pero Louis lo entiende. Imponer ese caso a alguien como Verhoeven, con cierta propensión al desasosiego…

—En Lyon —responde Louis con calma—, en un seminario europeo. Regresa pasado mañana.

Se encaminan de nuevo hacia el testigo, custodiado por un agente uniformado.

—¡Seréis jodidos! —espeta Camille.

Louis calla. Camille se frena.

—Discúlpame, Louis.

Pero al decirlo no lo mira, mira sus pies y luego dirige de nuevo su mirada hacia las ventanas de los edificios por las que asoman todas esas cabezas que curiosean en la misma dirección, como en un tren que partiera hacia la guerra. Louis querría decir algo, pero le parece que no merece la pena. Camille toma una decisión. Mira por fin a Louis:

—Vamos, ¿hacemos como si…?

Louis se aparta el flequillo con la mano derecha. En su caso, ese gesto constituye un lenguaje en sí. En ese instante, la mano derecha significa «por supuesto, de acuerdo, haremos como si…». Louis señala una silueta detrás de Camille.

Se trata de un individuo de unos cuarenta años. Paseaba a su perro, una cosa sentada a sus pies que Dios debió de crear un día de intensa fatiga. Camille y el perro se miran y se detestan mutuamente de inmediato. El perro gruñe y luego recula gimiendo hasta chocar con los pies de su dueño. De los dos, sin embargo, el propietario del perro aún se sorprende más al ver a Camille plantado ante él. Mira a Louis, extrañado de que alguien pueda llegar a jefe en la policía con semejante talla.

—Comandante Verhoeven —se presenta Camille—. ¿Desea ver mi identificación o cree en mi palabra?

Louis disfruta el momento. Sabe cómo va a proseguir la conversación. El testigo dirá:

—No, no, está bien… Es que…

Camille lo interrumpirá y le preguntará:

—¿Es que qué?

El otro farfullará:

—No me esperaba, ¿sabe…? Es más bien que…

A partir de ese punto, dos soluciones. Camille, que a veces puede resultar implacable, se dejará llevar por sus impulsos y presionará al tipo hasta que pida clemencia. O bien renunciará a hacerlo. Esta vez, Camille renuncia. Se trata de un rapto. Una urgencia.

Así que el testigo paseaba al perro y vio que raptaban a una mujer. Ante sus ojos.

—A las nueve —dice Camille—. ¿Está seguro de la hora?

El testigo es como cualquier otra persona y, en el fondo, hable de lo que hable lo hace de sí mismo.

—Estoy seguro, porque a las nueve y media siempre veo las colisiones de coches de No-Limit. Saco al perro justo antes.

Empiezan por el físico del agresor.

—Estaba casi de espaldas, ¿sabe? Pero era un tipo alto y fuerte.

Tiene la impresión de estar prestando una valiosa ayuda. Camille, ya harto, lo observa. Louis lo interroga: ¿Cabello? ¿Edad? ¿Ropa? No lo vio bien, es difícil decirlo, normal. Con eso…

—Bien. ¿Y el vehículo? —pregunta Louis para animarlo.

—Una furgoneta blanca. De las de los operarios, ¿sabe?

—¿Qué tipo de operario? —lo interrumpe Camille.

—No sé… Qué le diría, tipo… no sé, ¡de operario, vaya!

—¿Y qué le hace decir eso?

Verhoeven lo tiene acorralado. El tipo se queda con la boca entreabierta.

—Los operarios —dice al fin—, todos tienen furgonetas así, ¿no?

—Sí —dice Camille—, y a veces hasta aprovechan para llevar escrito en ellas su nombre, teléfono y dirección. Es una publicidad gratuita e itinerante, ¿no le parece? Así que en esta, ¿qué había escrito su operario?

—Precisamente, en esa no había nada escrito. En cualquier caso, no he visto nada.

Camille ha sacado su cuaderno de notas.

—Lo anoto. Decíamos… una mujer desconocida… raptada por un operario anónimo, en un vehículo indeterminado… ¿Olvido alguna cosa?

El dueño del perro es presa del pánico. Le tiemblan los labios. Se vuelve hacia Louis, como si le implorase que le echara una mano.

Camille, abatido, cierra su cuaderno y le da la espalda. Louis toma el relevo. Ese único testigo ofrece pocas pistas y habrá que contentarse con ello. Camille oye la continuación del interrogatorio. La marca del vehículo («Un Ford, tal vez… No distingo bien las marcas, ¿sabe? No tengo coche desde hace mucho…»), el sexo de la víctima («Es una mujer, segurísimo»). La descripción del agresor, a su vez, es imprecisa («El tipo estaba solo, o al menos yo no he visto a nadie más…»). Queda la forma. La violencia.

—Ella ha gritado, forcejeaba…, y entonces le dio un puñetazo en el vientre. ¡No se andaba con chiquitas! Fue en ese momento cuando grité para tratar de asustarlo, ¿saben?

Camille recibe esas precisiones en pleno corazón, como si cada golpe alcanzara su cuerpo. Una comerciante vio a Irène el día en que fue raptada y ocurrió lo mismo, nada que decir, no había visto nada o apenas nada relevante. Lo mismo. Ya se verá. Camille vuelve sobre sus pasos.

—¿Dónde estaba usted exactamente? —pregunta.

—Allí…

Louis mira hacia el suelo. El tipo extiende el brazo, señalando con el dedo índice.

—Muéstremelo.

Louis cierra los ojos. Ha pensado lo mismo que Camille, pero él no haría lo que Verhoeven va a hacer. El testigo tira de su perro, avanza por la acera escoltado por los dos policías y se detiene.

—Más o menos aquí…

Mira a un lado y a otro para asegurarse, hace una mueca. «Pues sí, más o menos.» Camille quiere una confirmación.

—¿Aquí? ¿No sería más lejos?

—No, no —responde el testigo, victorioso.

Louis llega a la misma conclusión que Camille.

—También la pateó, ¿saben? —añade el hombre.

—Sí —concluye Camille—. Así que usted estaba aquí. ¿A qué distancia estamos? —interroga al testigo con la mirada—. ¿A unos cuarenta metros?

Sí, el tipo está satisfecho con su estimación.

—Así que ve usted cómo, a cuarenta metros, le dan una paliza a una mujer y la raptan, y lo que hace, con valentía, es gritar…

Alza la vista hacia el testigo, quien parpadea rápidamente, como si sintiera una gran emoción.

Sin decir palabra Camille suspira y se aleja, y solo se vuelve para mirar al chucho, que parece tan valiente como su dueño. Se nota que tiene ganas de pegarle un tiro.

Siente, cómo decirlo, busca la palabra, una especie de angustia, una sensación… eléctrica. Debido a Irène. Se vuelve y observa la calle desierta. Y finalmente lo sacude una descarga. Comprende. Hasta aquí ha hecho su trabajo, técnico, metódico y organizado, ha tomado las decisiones que se esperan de él. Pero solo ahora, y por primera vez desde su llegada, toma conciencia de que en ese lugar, hace menos de una hora, una mujer de carne y hueso ha sido raptada, que una mujer ha chillado, ha sido golpeada y arrojada al interior de una camioneta, está cautiva, asustada, martirizada tal vez, que cada minuto cuenta y que no se ha lanzado a la carrera porque quiere mantenerse a distancia, protegerse, no quiere hacer su trabajo, el trabajo que ha elegido y que ha conservado tras la muerte de Irène. «Podrías haber hecho otra cosa —se dice—, pero no lo hiciste. Estás aquí, en este preciso instante, y tu presencia tiene una

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