No pidas nada (Mapa de las lenguas)

Reynaldo Sietecase

Fragmento

1

El zumbido suave del gas. La puerta del horno abierta. Todas las hornallas sin llama. Entiendo lo que pasa. Golpeo la ventana de la cocina y los vidrios estallan. Cierro la llave de paso. Todo en pocos segundos. Recién en ese momento la veo. Mi madre está en el piso, bajo la mesa, como si se hubiese deslizado de la silla. Parece dormida. Me arrodillo frente a ella. Le grito para que se despierte de una vez. Hasta le pego una cachetada. No reacciona. La arrastro con dificultad hasta el pasillo del edificio. Una de mis manos sangra y le dejó un rastro rojo en el vestido floreado. Vuelvo a gritarle, esta vez no digo mamá, la llamo por su nombre pero nada. Nada. Parece dormida pero está muerta. Entonces me despierto.

No siempre sueño con ella. A veces mi inconsciente me da un respiro con imágenes más amables. Esta mañana por ejemplo confundí el sonido del teléfono con el timbre de mi casa de infancia. Busqué el aparato sin abrir los párpados. Fue un manotazo instintivo y sin suerte. Estábamos tomando mate y quería regresar a ese punto de encuentro. Era una imagen nítida. Ella cebaba en una calabacita mediana con base de cuero, de esas que se utilizan para que no se vuelque el contenido al apoyarla sobre la mesa. No alcancé a pegarle un sorbo a la bombilla cuando el timbre volvió a sonar.

—Atendé, nene —me dijo sin mover los labios.

No es la primera vez que esta escena, que en realidad nunca ocurrió, aparece en mis sueños y se mezcla con la otra, la real, la de su muerte. Esa tarde de mi adolescencia cuando volví del colegio la encontré tirada en el suelo. No hubo carta ni mensaje de despedida. Se fue así nomás. Como quien atraviesa una puerta y deja una casa para siempre. Recuerdo con inaudita precisión la yerba derramada sobre el piso de granito.

La persistencia del sonido me hace abrir los ojos y ubicarme por fin en el espacio y el tiempo correctos: pasaron treinta años del frustrado encuentro con mi madre y estoy en mi departamento de la calle Viamonte, en el difuso límite entre Once y el Abasto, en el corazón de Buenos Aires. Balvanera se llama: un territorio que comparten judíos ortodoxos, peruanos, chinos y porteños de la primera hora. La melodía distorsionada del llamado atraviesa la habitación. Me duele la cabeza cuando la muevo. Siempre me pasa cuando bebo demasiado. Tengo la lengua pastosa, como si hubiese masticado harina. Al fin doy con el teléfono móvil que está debajo de la cama. Del otro lado, escucho la voz de Roberto Fernández Risso, Jefe de Redacción de Zona Cero, el semanario de actualidad donde trabajo desde hace quince años.

—Tano, ¿dónde mierda estabas? —me increpa sin detenerse en la formalidad de saludar.

Me tomo unos segundos para responder. Soy Luca Gentili, periodista. Mis ojos perciben el resplandor que se filtra por los costados de la cortina que cubre la ventana de la habitación. Puedo decir que estoy despierto. Miro la hora en mi reloj pulsera, un Swatch de esfera azul, que me regaló el propio Fernández cuando estábamos en plena etapa de romance profesional.

Son casi las dos de la tarde. Es lunes y según reglas no escritas, soy una suerte de esclavo voluntario de la profesión full life que elegí como medio de vida. Por eso debo levantarme aunque no quiera hacerlo. “Es como ser médico en guardia permanente”, me explicó Fernández cuando caí bajo su órbita laboral.

—Te odio desde el mismo día en que te conocí —le respondo. Y ante su nuevo insulto, exhibo mi mejor argumento—: Estoy de franco…

—El odio es una variante enriquecida del amor. A esta altura deberías saberlo. Y ya no es tu franco. Se suicidó el Prefecto Estévez. Vení enseguida para la redacción. Es tu tema.

Luego corta el llamado sin escuchar mi última queja relacionada con que los muertos nunca tienen apuro.

Me incorporo como puedo. Siento un lanzazo en la espalda, entre los omóplatos. Arrastro un viejo dolor en la columna producto de una caída. Gajes del oficio diría un detective. Pero yo no trabajo como detective, soy apenas un cronista. Unos tipos me arrojaron por la escalera del Casino de Mar del Plata cuando el empresario con el que estaba hablando descubrió que no era un operador bancario que lo ayudaría a lavar dinero sino un periodista interesado en contar sus negocios ilegales. Los médicos dicen que la saqué barata, se me dañaron varias vértebras pero no perdí movilidad. Sí me dejó un malestar intenso y permanente que me obliga a usar todo tipo de analgésicos. Hace un año descubrí, gracias a un amigo anestesista, el mejor de todos: la morfina. Es como una amante discreta y diligente. Siempre está cuando la necesito, no pregunta nada y me calma de inmediato.

Mi amigo se encarga de conseguirme un preparado en forma de jarabe que cargo en una petaca inglesa para evitar dar explicaciones. Salvo las personas más cercanas los que me ven beber del pequeño recipiente dos o tres veces al día creen que mi adicción tiene relación con alguna bebida alcohólica. Prefiero que se queden con esa idea. A los curiosos les digo que se trata de ginebra. Lo cierto es que recurro al clorhidrato de morfina sólo cuando el malestar llega a límites insoportables. Es una bebida amarga que provoca vómitos y somnolencia pero con el tiempo logré tolerarla. La dependencia no me preocupa. El alivio es inmediato y bien vale soportar sus efectos. Hace un tiempo me propuse no utilizarla en las mañanas. Y cumplo. Me levanto sin apelar a ella.

A cada paso maldigo mi suerte. En el camino al baño piso diarios y pateo libros. Estoy leyendo Moby Dick, no entiendo cómo no perseguí a la ballena blanca durante mi juventud cuando tenía más tiempo para la lectura. Por entonces todavía era uno de mis vicios preferidos. No el menos dañino por cierto. Aunque pensándolo bien, tal vez éste sea el mejor momento para leerlo. Es la historia de una obsesión. Con los años aprendí que hay libros que te saben esperar.

Me topo con ropa tirada por todas partes. Nina, mi gata negra, duerme plácidamente sobre una camisa. Apenas levanta la cabeza y me mira, comprensiva. No parece alterada por mi brusco despertar, está habituada a mis maneras torpes. Los lunes en mi cuarto quedan los restos que deja la marejada del fin de semana. Sobre el equipo de música hay unas copas y una botella vacía del brandy español que más disfruto: El Gran Duque de Alba. Toda una postal de mi vida actual. Desde que mi mujer me dejó hace dos años, mi vida afectiva es caótica. Recuerdo dónde estuve antes de volver a la casa y que me acosté solo. No es un dato menor. A veces temo no registrar ni eso.

Me la paso diciendo que no quiero enamorarme porque se sufre demasiado. Mejor solo. Tengo la fe de los conversos. Ahora pretendo relaciones pasajeras y olvidables. Como si el amor fuese una cuestión de voluntad y no un rayo que te parte la vida y te deja estaqueado. Ya no recuerdo a quién le robé esa idea. Estoy en uno de esos días en los que se me confunden hasta las metáforas más sencillas.

Llego a la ducha. Sólo después de estar unos minutos bajo el agua tibia puedo decir que regreso al mundo de los vivos. Utilizo champú para bebé para limpiarme los párpados y las pestañas. Hay mañanas en las que me cuesta abrir los ojos. Un malestar

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