El vestido de novia le queda estrecho, huele a naftalina y, aunque hace tiempo debió de ser blanco, ahora es de un color indeterminado, entre crema y amarillo. La de hoy no era, desde luego, la boda con la que Valentina soñó a sus quince años. El vestido es de Ramona, la madre del hombre con el que se ha casado, un novio que ni le ha concedido un beso cuando el funcionario que oficiaba la boda les ha dicho que ya eran marido y mujer. Ramona, su suegra, es seca y antipática, más corpulenta que ella, pero a Valentina las costuras del vestido casi le revientan porque está embarazada de cuatro meses. No sabe por qué su esposo ha aceptado casarse con ella cuando está esperando el hijo de otro.
Valentina se quita el vestido. Su ropa interior es vulgar, de mercadillo. ¿Cuántas veces había pensado que para su noche de bodas se compraría lencería como la que las chicas del club usaban con los clientes? En lugar de eso, lleva unas bragas blancas y un sujetador que no hace juego, que a duras penas alcanza a sostener unos pechos que no paran de crecer con el embarazo. Su propia imagen le causa pena y rechazo.
A pesar de todo, sabe que es mucho más atractiva que Antón, su marido, un hombre pequeño, retraído, con poco pelo pese a su juventud, con mirada huidiza y olor agrio, como si pasara días y días sin ducharse y su sudor se contagiara de la peste a cerdo que no abandona la nariz de Valentina desde que ha llegado a la casa. Una casa que será la suya, supuestamente, para siempre.
Ella tiene veintitrés años, como mínimo cinco más que su ahora marido, y su cuerpo, si no se hubiera empezado a deformar por el embarazo, sería muy armonioso. Su rostro menos, no puede ocultar los rasgos indígenas de casi todas las bolivianas. Nunca había pensado que eso fuera feo, pero a los españoles no les gusta. Si supieran cuántas cosas no le gustan a ella de los hombres que ha conocido en este país.
No ha encontrado ni una mínima porción de suerte desde que llegó a España: quería abrir su pequeño negocio, pero tuvo que servir en una casa en la que el marido abusaba de ella cada vez que se quedaban a solas hasta que la señora, que algo se debía de oler, la despidió sin explicaciones. Después fue de trabajo en trabajo hasta llegar a su boda, y no sabe si su vida será feliz y tranquila o ha cometido su peor error. No pide tanto, se habría conformado con una casa que no oliera a porquerizas y un marido más guapo, más hombre y más agradable que Antón. Pero nada ha salido bien y lo único que ella creyó que era una buena noticia —la posibilidad de casarse— la ha traído hasta este pueblo, hasta esta casa, que no es mucho mejor que la que dejó en Cotoca, cerca de Santa Cruz de la Sierra, donde nació y donde su padre construyó un hogar con sus propias manos.
Las bodas en su tierra se preparan con tiempo, se bebe mucha cerveza y se come carne de res hasta hartarse; las invitadas llevan polleras y sombreros y ellos se atavían con sus mejores galas; se contrata a un grupo musical que interpretará el vals para que lo bailen los novios, es un día feliz… En la boda de Valentina no ha habido invitados, solo ella y Antón, y Ramona y Dámaso, los padres del novio, que oficiaron como testigos; tampoco sonó la música ni arrojó nadie arroz o pétalos de flores sobre los recién casados. El banquete ha consistido en unos refrescos en el bar de la plaza con un plato de frutos secos y una ración de calamares a la que ha invitado Aniceto, el dueño del bar, feliz de que una novia entrara en su local: es el único que le ha dado la enhorabuena a Valentina y ha gritado un tímido «¡Vivan los novios!».
Ahora está sola en la habitación, su marido no ha entrado con ella. Pensaba que querría consumar el matrimonio nada más llegar, pero, por lo visto, prefiere esperar a la noche. Aunque lo cierto es que Antón, en el breve noviazgo que han mantenido, o por decirlo mejor, en la mera pantomima que ha formado el preludio de la boda, no ha mostrado nunca el menor ademán de desearla.
—En media hora está la cena, no te retrases.
Ramona ha entrado sin llamar, la ha encontrado así, mirándose al espejo en bragas y sujetador. Aunque no ha hecho ningún comentario, la ha ignorado con desprecio. En la media hora que falta para cenar, a Valentina no le dará tiempo a ducharse y quitarse el olor a naftalina del vestido y la sensación de suciedad que la envuelve, pero no se atreve a contrariar a esa mujer.
A Antón no lo conoció hasta hace quince días. Quien fue a verla al club de carretera en el que trabajaba —no, ella no era una de las chicas de alterne, solo la que fregaba los suelos, los baños y las copas— fue su padre, Dámaso.
—Si te casas con mi hijo, te saco de aquí —le propuso—. No somos ricos, pero no te va a faltar de nada.
—Estoy embarazada.
—Le daremos nuestro apellido a tu hijo.
Nada más. Ella ni siquiera preguntó a qué se dedicaban, solo pensó en que el bebé que esperaba —todavía no sabe si será niño o niña— viviría en una casa normal, no en un club de carretera rodeado de prostitutas, y en que no pasaría las necesidades que ha pasado ella.
De cena hay albóndigas y Valentina debe reconocer que están exquisitas, las mejores que ha probado nunca. Apenas se habla en la mesa, tan solo Dámaso, su suegro, le explica que lo más importante allí son los cerdos, que de ellos viven todos; le detalla las horas a las que hay que darles de comer, las tareas de limpieza que le corresponden y los cuidados que necesitan los animales…
—Estas son las costumbres de la casa —concluye.
Para Valentina eso no son costumbres, son reglas. Y por el silencio de los demás cuando Dámaso las enumera, son reglas de obligado cumplimiento.
Ya en la alcoba, tras la cena, espera a su marido. Piensa que ahora sí querrá yacer con ella y se prepara, se pone un camisón que le regaló una de las chicas del club, uno que usaba con los clientes y que, según le dijo, encendía a los hombres.
—Haz que te desee, agárralo por los huevos; si lo consigues, da igual de dónde haya salido, te cuidará para siempre.
El verdadero padre de su hijo nunca la cuidó, es un viajante que pasó una noche por el club, no sabe su nombre ni por qué se acostó con él, ni siquiera está segura de que pudiera reconocerlo si lo volviera a ver. No necesita que nadie le explique la falta de delicadeza de los españoles, ya lo ha comprobado, es lo que espera esta noche de su marido. Pero Antón, al parecer, es diferente: entra en el cuarto —al olor a cerdo se le ha unido el olor a vino—, no se molesta en darle las buenas noches ni un beso, se acuesta y se duerme.
Valentina también intenta dormir, pero le resulta imposible, es su noche de bodas y se siente frustrada. Son las tres de la mañana cuando decide salir de la habitación. Recorre la casa a oscuras y se da cuenta de su temeridad. En apenas unos días se ha casado y se ha recluido en un lugar alejado de todo el mundo, con un hombre que le provoca repulsión y con unos suegros autoritarios. ¿Cómo ha sido tan ingenua para meterse en la boca del lobo de esa forma? Trata de quitarse de la cabeza esos miedos. Antón solo es un joven timorato, poco a poco lo irá suavizando, lo intuye. A cambio ha conseguido encontrar una estabilidad para dar a luz a su hijo. ¿Qué vida le iba a proporcionar ella si no tenía ni un céntimo?
Sale de la casa al enorme campo iluminado por la luz de la luna. Su paseo la lleva hasta las porquerizas. Quiere convencerse de que un día amará este lugar, lo considerará su casa. Se pasea por el pasillo frente a las jaulas donde duermen los cerdos. De repente un ruido la sobresalta. Un animal parece haberse lanzado contra la puerta de la jaula, que ha resonado metálica. Ella se asoma para mirar y, en las sombras de la noche, le parece ver que lo que hay dentro de esa jaula no son cerdos, son dos hombres desnudos y encadenados.
—Hola —le dice el que se ha lanzado contra la puerta.
Se está masturbando, un hilo de baba se le escapa de la boca; el otro está en cuclillas y se ríe. Apenas puede verlos bien, solo por su voz se ha convencido de que son personas, no animales. Pero oye otra voz a su espalda.
—¿Qué haces aquí?
Es Dámaso, su suegro.
—Si vuelves a faltar a las normas, acabarás también ahí, en la jaula.
Valentina se abraza instintivamente el vientre para proteger a su hijo.
Capítulo 1
El bar está lleno, los clientes son españoles en su mayoría, pero también hay grupos de chinos y algún turista distraído. La decoración, eso sí, es completamente asiática: lámparas y colgantes coloridos con exóticas letras chinas y un muñeco de esos que parecen un gato y mueven el brazo en señal de saludo. Por debajo de todo eso queda el bar de siempre, de los de barra de estaño y mesas de formica, de los que tendrían ceniceros de Cynar o de Martini si todavía se permitiese fumar. Los vecinos de Usera ya se han acostumbrado a vivir en un lugar al que en otras ciudades se llamaría Chinatown.
A Chesca no le importa que en este bar, que en tiempos llevaba Paco, un segoviano al que conocía desde que llegó al barrio, haya esos letreros en chino y hasta un Buda junto a la caja registradora. El camarero de ojos rasgados que atiende ahora le sirve los mismos cafés descafeinados manchados, las mismas cañas bien tiradas y unos callos a la madrileña que superan los de los mejores tiempos. Tiene un nombre impronunciable, así que, para los clientes españoles, ha heredado el del primer dueño del bar: Paco. Además, Paco, aunque sea chino, es del barrio, habla español como cualquiera.
—Paco, dame una lata de cerveza para llevar y dime qué te debo.
—Hoy estás invitada, ¿no te quedas? Todavía no empieza la fiesta.
—Me voy a casa, que tengo conjuntivitis y ni siquiera tenía que haber bajado. Solo he venido para desearte feliz año del cerdo.
—Gracias, pero yo he nacido en Madrid, en La Milagrosa. Para mí el fin de año es en Nochevieja… Esto son cosas de chinos —se ríe.
Chesca se quedaría más tiempo para disfrutar del ambiente, pero el bar está atestado y a ella le escuecen los ojos. Además, mañana se tiene que levantar temprano, está citada como testigo en los juzgados de la plaza de Castilla por el caso de una red de trata de blancas que ha desmantelado la Brigada de Análisis de Casos. Son las obligaciones que debe atender por ser la coordinadora de la BAC —solo coordinadora, no jefa, como le repite siempre Rentero—. La discusión que ha tenido hace un par de horas con Zárate tampoco le ha dejado cuerpo de fiesta. Pensaba que iban a cenar juntos, pero él se ha largado con sus amigos y le ha dado plantón. Ni la misma Chesca entiende por qué se ha enfadado tanto con él: son adultos, que cada uno haga lo que le dé la gana. Y sin embargo…
Antes de salir del bar, se aparta y cede el paso a un grupo de hombres disfrazados de dragón y que bailan al ritmo de la música que marcan los tambores y una especie de panderetas. No sabe cómo van a caber todos en el local, pero los de dentro les hacen sitio; ya le dijo Paco que cuanta más alegría y más alboroto, mejor suerte tendrían para el año que entra.
La calle también está abarrotada, pero encuentra un lugar tranquilo en el que se pone el colirio que le recomendó esta tarde Buendía para los ojos. Abre la lata de Mahou y le pega un largo trago mientras mira los disfraces y escucha la música, los aplausos y los petardos. Se le acerca entonces un hombre, es español, pero le habla en chino.
—Zhuniáng Jíxiáng.
—No he entendido ni una palabra —le contesta ella sonriente.
—Pues espera, que te lo repito —tiene que coger un papel que lleva en el bolsillo y volverlo a leer—. Zhuniáng Jíxiáng.
—¿Y qué quiere decir?
—Un chino me acaba de prometer que así se dice buena suerte para el año del cerdo. Pero vete tú a saber, lo mismo quiere decir rollitos de primavera o cerdo agridulce, estaría bien: feliz año del cerdo agridulce. Me llamo Julio.
—Yo Chesca.
Se dan dos besos, formales. Chesca se fija en Julio, es alto, fuerte y bien plantado, aunque va vestido de una manera un poco antigua, con una trenca verde con el forro naranja. Podría decirse que es un hombre guapo, además le ha parecido que tiene sentido del humor.
—¿Vives por aquí? —le pregunta ella, extrañada de no haberse cruzado nunca con él. Madrid es muy grande, pero en los barrios, los madrileños tienen la falsa sensación de que todo el mundo se conoce.
—No, soy nuevo en Madrid. Profesor de instituto, me han dado plaza en uno muy chungo en el barrio —Julio se arrepiente enseguida de lo que ha dicho—. Perdón, ahora me dices que tú estudiaste en ese instituto y me da algo.
—No te preocupes. Yo llegué a este barrio ya de mayor. Y, además, fui a las monjas.
—No sé qué es peor.
—Las monjas —se ríe Chesca.
Le compran cuatro latas de cerveza y una bolsa de patatas fritas a un vendedor ambulante chino y se acercan a la plaza de Julián Marías. Allí, en el lado contrario a la calle de Marcelo Usera, donde hierve la fiesta del fin de año chino, hay unos bancos tranquilos en los que se pueden sentar.
—Lo que yo les digo a los chicos es que si están allí, en clase, es porque han elegido llevar una vida distinta a la de los que se quedan en la calle, a la de los que van al parque de Pradolongo a pasar el día entre cervezas, porros y pastillas.
Ella no está de acuerdo, pero teme empañar el principio de seducción con una discrepancia muy marcada. Así que opta por una protesta tibia.
—¿Tan malo es ese instituto? Yo soy casi del barrio y no lo veo tan chungo, es un sitio difícil, pero no es el peor de Madrid, ni mucho menos.
—Quizá haya cambiado desde que tú estudiaste… Yo les insisto en que deben tener la cabeza bien alta por seguir en clase, porque esa ha sido su elección.
A Chesca le sorprende lo que le cuenta Julio: está apropiándose de una escena de Michelle Pfeiffer en Mentes peligrosas. Hasta podría decir la frase exacta de la película: «No me esconderé de la muerte, cuando vaya a la tumba iré con la cabeza alta y el espíritu fuerte, siempre hay elección». Pero le hace gracia, quizá ese chico guapo y un poco redicho considere que repetir la frase de una película es una buena forma de ligar. A ella le viene bien un poco de distracción, necesita olvidarse por un rato del trabajo en la BAC, del juicio al que tiene que ir mañana y de su enfado con Zárate. Necesita vaciar la mente y el chico parece un buen candidato para un desahogo, de manera que detiene su parloteo con un beso.
—¿Vives lejos? —le pregunta.
—Un poco —contesta él, más aturdido que ansioso.
—¿Has traído coche?
—No, he venido en metro.
—Vamos en mi moto.
Sería más cómodo subirlo a su casa, pero no le apetece, no sea que al final Zárate suspenda su quedada con los amigos, se presente y la encuentre en la cama con un hombre al que acaba de conocer. Mejor no arriesgarse.
Llegan en su moto hasta la plaza de las Comendadoras, aparcan allí y suben a un apartamento muy pequeño. A Chesca le escuecen los ojos, así que entra en el baño y se pone el colirio. Le llama la atención que no haya objetos personales en el lavabo o en las repisas de cristal, pero no se para a pensar, solo quiere tener sexo, es la primera vez en mucho tiempo que lo va a hacer con alguien distinto a Zárate y siente un cosquilleo por la espalda.
Julio la espera con una botella de vino abierta y una copa servida. Se ha quitado la camisa y a Chesca le gusta lo que ve. Nada más brindar empiezan a besarse. Él es diestro con las primeras caricias, con las primeras maniobras para desnudarla. Parece que quiere imponer un ritmo lento, pero Chesca se desnuda de golpe porque prefiere un polvo rápido y volver a su casa. Lo empuja contra la cama y al sentarse sobre él nota un mareo muy fuerte. Se tumba, él la abraza, la besa y ella se deja llevar mientras su cabeza le dice que algo va mal… Él baja con la boca hacia su sexo y el mareo de Chesca se confunde con una oleada de placer. Entrecierra los ojos, pero los abre de nuevo porque una sombra ha cruzado por la habitación. Está segura de haberla visto. Sobre su consciencia debilitada se posa una sensación aterradora: no está sola con Julio en ese lugar. Unos gruñidos la alertan. No son los de Julio, vienen de otro punto del dormitorio. Abre los ojos y ve una silueta que recorta la luz de las farolas: hay un hombre apoyado en el quicio de la puerta, mirando la escena como si nada. Y, al pie de la cama, dos cabezas presencian cada movimiento con la fijeza de los hipnotizados.
Chesca quiere resistirse, huir, pero sus músculos y su voluntad ya no responden.
Capítulo 2
En la entrada, sentada en una silla, inmóvil, con la mirada fija en algún punto de la pared, hay una mujer con aspecto andrógino. Lleva un traje masculino, gris oscuro: americana, pantalón y chaleco, una camisa blanca, de la que asoman los puños con gemelos rojos, y una corbata a rayas, de las clásicas de las universidades inglesas, con nudo Windsor. Tiene el pelo corto, con los lados y la parte de atrás casi rasurada. Pese a todo, pese a sus aparentes esfuerzos por parecer un hombre, no logra ocultar que es una mujer muy bella.
—Está esperando a Chesca —informa Buendía a Orduño desde detrás de la puerta de vidrio, con cuidado para que ella no lo oiga—. Tendrás que hacerte cargo tú hasta que llegue. ¿Sabes quién es?
—Sí, es la nueva. Ayer Chesca me avisó de su llegada. Pero se suponía que la iba a recibir ella.
—¿La sobrina de…?
Orduño asiente sin necesidad de que Buendía diga el nombre. Tras la marcha de Elena, el comisario Rentero le ofreció a él coordinar la BAC. Fue él mismo quien rechazó el cargo y recomendó que este fuese para Chesca. Rentero insistió en todo momento en que era un puesto provisional, hasta encontrar a la persona correcta; nunca ocultó que su verdadero interés era la vuelta de la inspectora Elena Blanco. Hasta la fecha, Chesca ha hecho una gran labor, todos creen que antes o después superará la interinidad. Recibir a la nueva es solo uno de los inconvenientes del cargo, pero hoy le va a tocar a Orduño, el que se puso más en contra de que la aceptaran cuando supo quién era.
—Buenos días, ¿Reyes Rentero?
La mujer se pone en pie y se cuadra marcial.
—Soy yo.
El gesto es tan exagerado que Orduño se pregunta si no habrá algo de mofa en esa solemnidad.
—Tranquila, esta es una brigada especial. Las formas son más… relajadas.
No sabe si besarla o no, así que le tiende la mano. Ella se la estrecha, aprieta con fuerza, un apretón masculino.
—Esperaba encontrarme con la subinspectora Francisca Olmo.
Orduño sonríe; nadie llama Francisca a Chesca, supone que es el nombre que sale en los documentos del Ministerio, pero en la BAC ha desaparecido por completo. Hasta en su placa dice Chesca Olmo.
—Verás, hay un problema, Chesca está en los juzgados y no sabemos a qué hora va a llegar. Como supongo que no te quieres quedar ahí sentada todo el día, te atenderé yo. Soy también subinspector, me llamo Orduño.
—A sus órdenes.
—Ya te he dicho que no es necesario, aquí se trata a todo el mundo de tú y sin protocolo, tranquila. De momento, lo que vamos a hacer es tomar un café, te presento a la gente y charlamos, ¿te parece?
—Como usted mande.
—De tú. Y no mando nada. Aquí solo manda tu tío.
Pese a su hieratismo, Reyes no ha podido evitar una mueca de disgusto al oír nombrar al comisario Rentero. Orduño no lo siente, Reyes está en la BAC por enchufe, tendrá que ganarse la simpatía de todos.
En la sala común, Mariajo recorta una noticia entusiasmada, tiene varios periódicos de provincias sobre la mesa. No espera a que le presenten a la nueva, habla amistosa en cuanto entra.
—Mirad: «Un científico chino anuncia la creación de agujeros negros en laboratorio».
Ha leído el titular con un aire tan risueño que Reyes se siente invitada a contestar.
—¿En un laboratorio? Qué barbaridad.
—Ya ves, pues ya lo he recortado de seis periódicos y estoy segura de que mañana lo sacarán otros tantos. No sé de dónde habrá salido la noticia, de alguna oficina siniestra en Siberia, allí es donde se crean los bulos. Soy Mariajo, tú debes de ser la sobrina del comisario.
—Soy Reyes.
—Yo soy Buendía —se presenta el otro ocupante de la sala—. No hagas caso a Mariajo, no hay oficinas siniestras en Siberia, se inventa ella misma las noticias y las pone en circulación.
Buendía se acerca a darle dos besos y Reyes los acepta. Nadie ha hecho comentarios sobre su aspecto, aunque ninguno esté seguro de cómo comportarse. Si como lo haría con un hombre o como con una mujer. Para todos ha sido un alivio que ella parezca no darle importancia.
Mariajo la agarra del brazo con algo de brusquedad, pero ella consigue que esos gestos parezcan cordiales.
—Te enseño la máquina de café, parece sencilla, pero tiene truco.
—Gracias. ¿Es verdad que la noticia esa se la ha inventado usted?
—Claro. Agujeros negros en laboratorios, imagínate qué disparate. Pero yo no sé quién hace los periódicos, verdaderos analfabetos.
—¿Y qué gana con eso?
—Van todos los recortes al álbum, algún día sacaré a la luz todos mis bulos. Va a caer el prestigio de más de un medio y me estudiarán en las universidades de periodismo de todo el mundo —se ríe Mariajo y nadie sabe si lo dice en serio o en broma.
Entra Zárate, trae el semblante preocupado. No se quita la cazadora, se planta en medio de la sala y cuando habla no parece dirigirse a nadie en concreto.
—¿Ha venido Chesca?
—Hoy tenía la citación en los juzgados —contesta Orduño.
—No ha comparecido.
Orduño lo mira con un gesto de incredulidad.
—No es posible. Llevaba toda la semana preparando su declaración.
—Vengo de los juzgados, no ha ido, el fiscal está que trina. ¿No ha llamado? ¿Nadie ha tenido noticias de Chesca en toda la mañana?
Barre la sala con la mirada y ahora están todos incluidos en la pregunta. La respuesta que llega es un silencio teñido de estupor, de incomprensión y algún atisbo de alarma. Hasta Reyes comprende que no es momento de mostrar su desparpajo y saludar al recién llegado. En esos instantes se quiere hacer invisible o camuflarse en el archivador o con la máquina de café. Ya se presentará ante Zárate cuando se haya rebajado la tensión.
—No es propio de Chesca faltar a una citación judicial —dice Buendía.
—Y menos en un caso que ha llevado ella.
La apostilla es de Mariajo. Zárate asiente con gestos furiosos, como reprochando a sus compañeros que en lugar de espantar su preocupación le añadan varias paletadas. Chesca desarticuló una red de trata de blancas tras varios meses de investigación. Es la testigo principal en el juicio que empezaba hoy. Su incomparecencia le viene de perlas al abogado de la defensa.
—¿La has llamado al móvil?
Orduño sabe que es una pregunta retórica, es evidente que la ha llamado, pero quiere buscar a tientas algo que aplaste la aprensión que ya nota dentro de él.
—Más de veinte veces. No lo coge.
—¿Has ido a su casa? —Mariajo está inquieta.
—He llamado al timbre, he pegado la oreja a la puerta. Nada.
—¿No tienes llaves?
—No —responde molesto.
Reyes junta las piezas en tres segundos. La asunción general de que Zárate tiene un juego de llaves de la casa de Chesca le permite deducir que los dos mantenían o mantienen una relación sentimental. Pero Zárate no tiene llaves de esa casa, luego la relación es menos seria de lo que todos creían.
Se suceden las conjeturas, las alarmas, las cautelas, puede que algún vecino tenga llaves, no podemos entrar en su casa sin permiso, ¿y si anoche le dio un ataque de algo y está muerta en la cama?
—¿Y si está con un tío en la cama después de una noche de sexo? —dice Mariajo con brutalidad, como para zanjar la cuestión—. Para abrir la puerta por las buenas debe dar la autorización un juez. Y no nos la van a dar solo porque Chesca no responda al móvil.
—Y el plantón en el juzgado, no te olvides de eso.
—Aun así, es poco, Zárate.
Él asiente. Sabe que es imposible conseguir la orden. Pero se le ha metido la preocupación hasta lo más hondo, la angustia se está anudando en su estómago.
—Ayer era el año nuevo chino en Usera —dice Orduño—. Me dijo que pensaba darse una vuelta.
Antes de hablar, Buendía corrobora la información con un gesto.
—A mí también me lo dijo. Estaba con los ojos irritados, pero no era nada grave, le recomendé un colirio.
—Qué manía de automedicarse —Orduño niega con la cabeza.
—Soy médico. Aunque me haya especializado más en los muertos que en los vivos, soy capaz de recetar un colirio si hace falta.
Zárate se mete en el despacho de Chesca. Escruta cada rincón, como si en alguna mota de polvo pudiera hallar la clave de lo que está pasando.
Reyes nota cómo se espesa el ambiente según avanzan las horas. De momento, su llegada al cuerpo —después de lo mucho que le costó convencer a su tío, al que no le bastaba con que ella tuviera el mejor expediente de la Academia— no es como ella se imaginaba. Sabía que la mirarían con prevención por ser la sobrina de Rentero, el jefe de todas las unidades operativas, pero eso no le preocupa, está segura de que está plenamente preparada para trabajar allí y pronto lo demostrará. Lo que no esperaba era vivir en esta especie de estupor que ha causado a todos la desaparición de Chesca.
—Supongo que ya te han contado a qué nos dedicamos en la Brigada de Análisis de Casos —Orduño no sabe de qué otra cosa hablar con la nueva.
—Me han contado, pero prefiero que seas tú quien me dé su versión. Si no te importa.
—Pues a ver cómo te lo explico. Somos un departamento que sirve un poco para todo, desde casos que se atascan, investigaciones mal hechas o inspectores que no están siendo muy profesionales con su trabajo, hasta archivos antiguos que se abren de nuevo por algún motivo. Es decir, aquí puedes investigar una red de trata de blancas en León un día y un asesinato de 1984 el día siguiente.
—¿Mucha acción?
—No tanta. Si querías acción tenías que haber pedido otros cuerpos.
—No, estoy bien aquí —responde Reyes enigmática—. Unos días necesito acción, pero otros prefiero la tranquilidad.
Zárate ha ido a dar una vuelta por Usera, a hacer preguntas aquí y allá. Paco, el dueño del bar que ella frecuenta, la vio por allí, tomando una cerveza. No notó nada raro. Pregunta a los vecinos, al dueño del bazar en el que compra bombillas, pilas y cosas así. Pero no obtiene ninguna pista.
Decide regresar a la BAC y coger el toro por los cuernos.
—Quiero entrar en casa de Chesca.
Suelta la frase sin introducciones ni saludos. Su gesto es firme, han transcurrido unas horas y siguen sin noticias. Esta vez no habrá debates éticos sobre si se puede allanar o no una morada.
—¿Preparo una petición para el juez? —se ofrece Orduño.
—No. Prefiero a Rentero. Nos vale con su permiso. Es un caso especial. Pero le he llamado y no está en su despacho, tampoco coge el móvil.
Los ojos de todos se vuelven hacia Reyes. Pero es Zárate quien avanza hacia ella.
—¿Sabes dónde está tu tío?
—¿Esa es tu forma de saludarme en mi primer día de trabajo?
Zárate la mira fijamente y trata de contener un brote de ira. ¿Quién es esa mocosa que le habla en ese tono cuando hay una compañera desaparecida? Reyes aguanta la mirada. Entiende que Zárate pueda estar nervioso, pero eso no le autoriza a ser maleducado con ella. Además, se tiene que defender, tiene que poner barreras o nunca dejará de ser la sobrina de Rentero.
—¿Dónde está tu tío? —insiste Zárate.
—Ni puta idea, soy policía, no la sobrina de nadie.
Mariajo disimula una media sonrisa y decide mediar antes de que la sangre llegue al río.
—Yo me entero de su agenda.
Después de un par de llamadas y de hablar con otras tantas secretarias del Ministerio, de su misma edad, como si hubiera una red de sexagenarias que se ayudaran unas a otras, Mariajo llega con la respuesta.
—Rentero está en el Casino de Madrid, el de la calle Alcalá. Hay un acto para conseguir fondos para escuelas en Myanmar.
—Voy al Casino a por ese permiso —dice Zárate—. Y tú te vienes conmigo.
Señala a Reyes.
—¿Yo?
—Sí. Quiero que me ayudes a ablandar a tu tío.
Capítulo 3
Chesca tiene un sueño extraño, un sueño en el que huele a estiércol. No consigue despertarse, pero sí recordar, en el duermevela, la noche anterior: el desfile de los chinos, las cervezas con Julio, el paseo en moto hasta las Comendadoras y, desgraciadamente, a los otros tres hombres a los que descubrió mirando mientras ella y su acompañante practicaban el sexo. Cree que la violaron, pero no consigue recordarlo. Por un instante, lo único real es el olor, ese olor a cerdo.
Por fin logra abrir los ojos, le arden, le duele la cabeza, la conjuntivitis ha ido a más, pero eso no es lo peor: está desnuda y esposada a la cama por las muñecas y los tobillos. Tira de los brazos y de las piernas, obscenamente abiertas, pero hasta el más mínimo esfuerzo le causa un dolor severo. La estructura de la cama es fuerte y apenas se mueve con el zarandeo que intenta provocar.
Cierra los ojos y, aunque parezca imposible, se vuelve a dormir. Cuando se despierta no sabe cuánto tiempo ha transcurrido, si unos segundos o unas horas. Sigue sin poder poner orden en todo lo que le pasó desde que ese chico guapo, pero vestido como lo haría un joven de los setenta, la abordó en la calle de Marcelo Usera. Al llegar al piso, después de que ella se metiera en el baño para ponerse el colirio, la esperaba con una copa de vino. Pensar en el vino le provoca arcadas, así que, aunque sea un método nada científico, supone que ahí estaba el sedante o lo que fuera que le dieran. El escozor de los ojos le resulta insoportable, pero sabe que en este momento la conjuntivitis es el menor de sus problemas.
Mira alrededor, incorporándose todo lo que le permiten las ataduras y sus músculos doloridos. Está en una especie de sótano, hay ventanas altas, pero están tapadas con cartones. Lo poco que se ve es gracias a la luz que entra por las rendijas que han quedado al cubrirlas. En la penumbra distingue algunos bultos, tal vez cajas y muebles viejos. A algunos metros de los pies de la cama hay una escalera que sube y una puerta arriba. Esa es la puerta que deberá alcanzar si quiere salir con vida.
Intenta concentrarse en la zona de la vagina. ¿Siente dolor, irritación? Tal vez así pueda saber definitivamente si la violaron o no, pero no nota nada especial. Quizá lo que le dieron le hizo abandonarse tanto que no tuvieron que forzarla en absoluto, quizá se conformaban con mirar cómo tenía sexo con Julio. No hay nada en su mente desde el momento de terror al ver a esos tres hombres rodeando la cama hasta que se ha despertado atada. Le viene como un alud una palabra: la «manada». Pero tal como huele allí —el olor no era parte del sueño— debería decir la piara.
A medida que se calma, aunque el dolor de cabeza no remita y los ojos le sigan escociendo, va pensando con más claridad. ¿Cómo pudo ser tan poco precavida, cómo pudo ignorar las señales de alerta? Julio se acercó a ella y le contó una escena de película haciéndola pasar por una ocurrencia suya, como si llevara un guion preparado; en el baño del piso al que la llevó no había objetos personales, ahora se da cuenta de que en el salón tampoco. Julio no la llevó a su casa sino a un apartamento alquilado, probablemente un apartamento turístico donde ya estaban esperando los otros tres. Inventa una teoría: son cuatro hombres que mandan al guapo a ligar con una mujer cualquiera, después la violan entre todos y desaparecen. Le ha tocado a ella como podía haberle tocado a otra. Y si ha caído en la trampa ha sido por la rabia: estaba tan obsesionada por olvidarse de que Zárate le había prometido acompañarla y le había dado plantón que olvidó las cautelas más elementales. La rabia, el odio, no dejan pensar, siempre lo ha sabido; todo lo que ha salido bien en su vida ha sido cuando ha hecho las cosas de manera consciente, hasta las más extremas.
La del guapo ligón y los feos violadores es una teoría que estaría bien, que tendría lógica. Cuando las cosas tienen lógica y se entienden son tranquilizadoras. Pero no es el caso. Si solo hubieran querido violar a Chesca, no la habrían trasladado a este lugar que huele a estiércol, no la habrían atado así, desnuda a la cama. ¿Qué es lo que pretenden hacerle?
No puede juntar a la rabia y el odio el miedo; si lo hace, no tendrá opciones de salir de allí.
Capítulo 4
Reyes ha estado muchas veces en el Casino de Madrid, siempre en fiestas y celebraciones. De hecho su padre, el hermano de Rentero, es socio. Al que se le nota que no está acostumbrado a esos ambientes es a Zárate, que mira un poco impresionado la magnífica escalera de honor.
En cuanto el portero se le acerca le enseña su placa.
—Soy el subinspector Ángel Zárate, de la Brigada de Análisis de Casos de la Policía Nacional.
—Llamaré al director.
—No hace falta que le moleste, solo quiero hablar con el comisario Rentero, está en un acto para recaudar fondos.
—Lo siento, subinspector Zárate, no estoy autorizado a dejarle pasar. Si habla con el director no habrá ningún problema.
Reyes da un paso al frente.
—Basilio, tengo que hablar con mi tío. Es solo un momento.
—Sabes que no está bien entrar así, Reyes —protesta el portero.
—No te enfades, nos marchamos enseguida y no vamos a robar los ceniceros.
La disculpa viene acompañada de una encantadora sonrisa que desmiente la brusquedad de su traje masculino y su corte de pelo agresivo.
—Están en el Salón Real. No hagas que me arrepienta de dejarte entrar.
—No te preocupes.
El portero se aparta y ahora es Zárate el que sigue a Reyes, que le va indicando el camino hacia el lugar de la recepción.
—¿Por qué no has dicho que le conocías?
—No lo has preguntado.
Nada más entrar en el Salón Real —el mejor del Casino, de estilo neorrococó, con imponentes vidrieras, lámparas, un friso de mármol de Benlliure y valiosas pinturas, entre ellas una de Julio Romero de Torres—, Zárate localiza a Rentero hablando con una mujer mayor. Están en un cóctel de palabras murmuradas, con alguna risa que levanta el vuelo de cuando en cuando sin desbaratar el tono civilizado y un tanto irreal de las conversaciones. Reyes no entiende por qué no se acercan sin más dilación al comisario. Zárate se ha quedado en el umbral, paralizado, como si un acceso de miedo o de pudor le impidiera adentrarse en la sala. O como si hubiera visto un fantasma. Y en cierto modo es así: enmarcada entre una escultura griega de Palas Atenea y un hombre orondo de chaleco y leontina está Elena Blanco. Luce un elegante vestido largo en color crema y la sonrisa tensa y artificial que muestra a su interlocutor se relaja de pronto al ver a Zárate y se convierte en un gesto espontáneo de sorpresa, un gesto risueño, curioso y feliz, el de los reencuentros con los viejos amigos. Se aproxima a Zárate abriendo los brazos, una efusión que en ese ambiente de expresiones controladas y escuetas resulta casi obscena.
—¡Qué sorpresa!
—Eso digo yo. ¿No estabas viviendo en Italia?
—Pasando una temporada nada más —corrige—, ya tenía ganas de volver a Madrid y mi madre me ha liado para organizar un evento benéfico, conseguir dinero para unas escuelas en Myanmar.
Al decirlo ha señalado a la mujer que acompaña a Rentero, una dama de elegancia exquisita. Pese a su edad, es una mujer bella, con esa belleza altiva que solo tienen los ricos. Al comisario se le tuerce el gesto cuando ve al agente de la BAC y a su sobrina, que ha ganado posiciones con disimulo y se ha situado junto a Zárate. El olfato de Rentero le dice que hay problemas, lo último que le apetece cuando le acaban de servir un exquisito amontillado,