La señal

Maxime Chattam

Fragmento

doc-8.xhtml

Prólogo

 

 

 

La furgoneta circulaba rápidamente en mitad de la noche, como una nave diminuta perdida en la inmensidad del cosmos. Envuelta en la oscuridad, flotaba en la nada guiada por los faros blancos y como propulsada por los resplandores rojos de las luces traseras. El vehículo Ford empezó a girar para seguir la carretera que rodeaba la montaña. Estaba solo en muchos kilómetros a la redonda.

Dentro, Duane Morris se esforzaba para no perder de vista la estrecha cinta de asfalto que se abría ante él. Reducir la velocidad quedaba descartado. Debía mantenerla lo suficiente para permanecer el menor tiempo posible en aquella zona.

En la acogedora cabina reinaba el silencio, y eso le gustaba. Nada de distracciones como la música o la radio, tan solo él y sus pensamientos, totalmente concentrados en un único objetivo: no cometer ningún error. Desde luego, no podía decirse que Duane Morris fuera un aficionado. Incluso se enorgullecía de estar entre los mejores. Oficialmente, su placa indicaba que ejercía la profesión de detective privado, pero la mayoría de sus clientes sabían que eso no era del todo exacto. El boca oreja seguía siendo su mejor publicidad, eso y su obsesión por los detalles, que lo hacía tan eficaz que dos tercios de su clientela, siempre satisfechos, estaban formados por el mismo plantel de empresas fieles. Duane no necesitaba promocionarse. El dinero afluía a su puerta con la regularidad de una marea.

Sus ojos bajaron un instante hasta el cuentakilómetros. Ochenta por hora. Perfecto. No tardaría en regresar a la carretera principal, y en cuestión de minutos estaría en la autopista. Luego sería invisible: cuando llegara a Boston estaría saliendo el sol, y se perdería en el tráfago y el anonimato del tráfico. En cualquier caso, Duane no dejaba nada al azar. Nunca. Incluso si una cámara de vigilancia lo captaba en algún punto del recorrido, la furgoneta era imposible de rastrear. Las matrículas falsas, cogidas «prestadas» de un vehículo del mismo tipo, darían el pego en caso de un control rápido. Los adhesivos colocados en la carrocería el día anterior para maquillarla acabarían quemados en la estufa del garaje esa misma tarde, en cuanto desmontara los neumáticos para poner otros usados, pero con el dibujo de la banda de rodadura totalmente distinto. Después de eso, aunque se analizaran las eventuales huellas de las ruedas en la tierra, nadie podría probar que eran las suyas. En cuanto llegara al garaje se afeitaría la barba y se cortaría el pelo para cambiar de aspecto, si bien estaba convencido de que la gorra que llevaba bastaba para ocultar sus facciones, sobre todo a una cámara con poca definición.

Una vez más, lo había previsto todo. Era imposible llegar hasta él.

De todas formas, ¿se tomarían tantas molestias por lo que acababa de hacer? Ni siquiera estaba seguro de que fuera realmente ilegal. Bueno, pensándolo bien, tenía que serlo, aunque no tanto como para que corriera el riesgo de acabar en la cárcel. Además, esta vez sus empleadores —primera colaboración: habían conseguido su número a través de su nuevo jefe de seguridad, con el que Duane había trabajado en el pasado— le habían pagado espléndidamente, y nadie pagaba tanto por algo tan sencillo si era una actividad lícita. No, claro que no. De otro modo habrían mandado directamente a su propia gente a hacer el trabajo, y no a Duane Morris, en plena noche, con una sola consigna: «Nadie debe saberlo».

Duane había tenido que realizar una formación relámpago para comprender bien cómo operar. Era algo que no le había pasado nunca y le había divertido bastante, aunque lo que tenía que aprender era más bien aburrido. Había actuado como de costumbre, con escrupulosidad, para no arriesgarse a fallar el día J. Pero todo había ido como la seda. Era un juego de niños. Sus empleadores quedarían satisfechos. Duane Morris había ejecutado su tarea a la perfección, una vez más.

Para celebrarlo, decidió que en cuanto acabara con los trabajos de limpieza llamaría a Cameron. Se merecía pasar un buen rato. Sospechaba que Cameron no era su verdadero nombre, la mayoría de las veces las chicas de compañía usaban seudónimos, pero le daba igual. ¿No hacía él lo mismo? Lo único que importaba eran las horas que pasaba con ella, y valían hasta el último dólar que pagaba. Cameron no solo tenía la carita de un verdadero ángel; su cuerpo estaba a la altura de esas estatuas griegas esculpidas para representar la idea de la perfección. Duane no pudo evitar acompañar esos pensamientos con una sonrisa de oreja a oreja. Cameron era su punto débil, lo sabía. Pero él era un hombre y no una máquina, al menos en su vida privada.

Una curva cerrada lo devolvió a la realidad: frenó con fuerza para no salirse de la carretera, pero, al acabar el viraje, volvió a pisar el acelerador. Maldita carretera serpenteante. Fuera no había más que oscuridad por todas partes. No se veía la menor señal de vida, ni siquiera las imponentes montañas que lo rodeaban. Ni la luz de la luna ni el brillo de una estrella atravesaban el manto de invisibles nubes. Era tan sorprendente como intranquilizador.

De pronto, algo captó su atención en el retrovisor interior. Pero al alzar los ojos hacia él no vio nada. ¿Qué había creído percibir? ¿Un movimiento detrás de la furgoneta? ¿Lo seguían? No, imposible, lo habría descubierto hacía rato. Además, circular a esa velocidad con los faros apagados por una carretera tan peligrosa era inimaginable. A menos que dispusieras de un aparato de visión nocturna.

Un hilillo de sudor frío le recorrió la espina dorsal.

Los únicos que usaban ese material para un seguimiento discreto eran los federales. ¿Tenía al FBI en los talones? ¿Por un trabajo tan insignificante? No, qué estupidez...

De repente tenía la boca seca. No es que aquella tontería le preocupara, pero en el pasado se había hecho cargo de asuntos mucho más importantes y delicados. De esos en los que los años de cárcel se cuentan por décadas, si te dejas coger.

Ahora ya no podía estarse quieto. Sus ojos iban del agrietado asfalto que tenía delante a los retrovisores para asegurarse de que no había ningún vehículo detrás de él. Nada. Solo el negro vacío en un ángulo de trescientos sesenta grados.

Duane pisó el freno para iluminar un poco más el tramo de carretera que acababa de dejar atrás. Nadie, esta vez estaba seguro.

Figuraciones suyas. Su corazón empezó a recuperar el ritmo normal.

Pero, instantes después, volvió a percibir un movimiento en el retrovisor central. Y comprendió. Todo su cuerpo se tensó en el asiento.

¡Era dentro! Había alguien en el asiento trasero o en el espacio que servía de maletero.

Empezó a pensar a toda velocidad. ¿Quién podía haberse escondido ah

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos