La señal

Maxime Chattam

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

La furgoneta circulaba rápidamente en mitad de la noche, como una nave diminuta perdida en la inmensidad del cosmos. Envuelta en la oscuridad, flotaba en la nada guiada por los faros blancos y como propulsada por los resplandores rojos de las luces traseras. El vehículo Ford empezó a girar para seguir la carretera que rodeaba la montaña. Estaba solo en muchos kilómetros a la redonda.

Dentro, Duane Morris se esforzaba para no perder de vista la estrecha cinta de asfalto que se abría ante él. Reducir la velocidad quedaba descartado. Debía mantenerla lo suficiente para permanecer el menor tiempo posible en aquella zona.

En la acogedora cabina reinaba el silencio, y eso le gustaba. Nada de distracciones como la música o la radio, tan solo él y sus pensamientos, totalmente concentrados en un único objetivo: no cometer ningún error. Desde luego, no podía decirse que Duane Morris fuera un aficionado. Incluso se enorgullecía de estar entre los mejores. Oficialmente, su placa indicaba que ejercía la profesión de detective privado, pero la mayoría de sus clientes sabían que eso no era del todo exacto. El boca oreja seguía siendo su mejor publicidad, eso y su obsesión por los detalles, que lo hacía tan eficaz que dos tercios de su clientela, siempre satisfechos, estaban formados por el mismo plantel de empresas fieles. Duane no necesitaba promocionarse. El dinero afluía a su puerta con la regularidad de una marea.

Sus ojos bajaron un instante hasta el cuentakilómetros. Ochenta por hora. Perfecto. No tardaría en regresar a la carretera principal, y en cuestión de minutos estaría en la autopista. Luego sería invisible: cuando llegara a Boston estaría saliendo el sol, y se perdería en el tráfago y el anonimato del tráfico. En cualquier caso, Duane no dejaba nada al azar. Nunca. Incluso si una cámara de vigilancia lo captaba en algún punto del recorrido, la furgoneta era imposible de rastrear. Las matrículas falsas, cogidas «prestadas» de un vehículo del mismo tipo, darían el pego en caso de un control rápido. Los adhesivos colocados en la carrocería el día anterior para maquillarla acabarían quemados en la estufa del garaje esa misma tarde, en cuanto desmontara los neumáticos para poner otros usados, pero con el dibujo de la banda de rodadura totalmente distinto. Después de eso, aunque se analizaran las eventuales huellas de las ruedas en la tierra, nadie podría probar que eran las suyas. En cuanto llegara al garaje se afeitaría la barba y se cortaría el pelo para cambiar de aspecto, si bien estaba convencido de que la gorra que llevaba bastaba para ocultar sus facciones, sobre todo a una cámara con poca definición.

Una vez más, lo había previsto todo. Era imposible llegar hasta él.

De todas formas, ¿se tomarían tantas molestias por lo que acababa de hacer? Ni siquiera estaba seguro de que fuera realmente ilegal. Bueno, pensándolo bien, tenía que serlo, aunque no tanto como para que corriera el riesgo de acabar en la cárcel. Además, esta vez sus empleadores —primera colaboración: habían conseguido su número a través de su nuevo jefe de seguridad, con el que Duane había trabajado en el pasado— le habían pagado espléndidamente, y nadie pagaba tanto por algo tan sencillo si era una actividad lícita. No, claro que no. De otro modo habrían mandado directamente a su propia gente a hacer el trabajo, y no a Duane Morris, en plena noche, con una sola consigna: «Nadie debe saberlo».

Duane había tenido que realizar una formación relámpago para comprender bien cómo operar. Era algo que no le había pasado nunca y le había divertido bastante, aunque lo que tenía que aprender era más bien aburrido. Había actuado como de costumbre, con escrupulosidad, para no arriesgarse a fallar el día J. Pero todo había ido como la seda. Era un juego de niños. Sus empleadores quedarían satisfechos. Duane Morris había ejecutado su tarea a la perfección, una vez más.

Para celebrarlo, decidió que en cuanto acabara con los trabajos de limpieza llamaría a Cameron. Se merecía pasar un buen rato. Sospechaba que Cameron no era su verdadero nombre, la mayoría de las veces las chicas de compañía usaban seudónimos, pero le daba igual. ¿No hacía él lo mismo? Lo único que importaba eran las horas que pasaba con ella, y valían hasta el último dólar que pagaba. Cameron no solo tenía la carita de un verdadero ángel; su cuerpo estaba a la altura de esas estatuas griegas esculpidas para representar la idea de la perfección. Duane no pudo evitar acompañar esos pensamientos con una sonrisa de oreja a oreja. Cameron era su punto débil, lo sabía. Pero él era un hombre y no una máquina, al menos en su vida privada.

Una curva cerrada lo devolvió a la realidad: frenó con fuerza para no salirse de la carretera, pero, al acabar el viraje, volvió a pisar el acelerador. Maldita carretera serpenteante. Fuera no había más que oscuridad por todas partes. No se veía la menor señal de vida, ni siquiera las imponentes montañas que lo rodeaban. Ni la luz de la luna ni el brillo de una estrella atravesaban el manto de invisibles nubes. Era tan sorprendente como intranquilizador.

De pronto, algo captó su atención en el retrovisor interior. Pero al alzar los ojos hacia él no vio nada. ¿Qué había creído percibir? ¿Un movimiento detrás de la furgoneta? ¿Lo seguían? No, imposible, lo habría descubierto hacía rato. Además, circular a esa velocidad con los faros apagados por una carretera tan peligrosa era inimaginable. A menos que dispusieras de un aparato de visión nocturna.

Un hilillo de sudor frío le recorrió la espina dorsal.

Los únicos que usaban ese material para un seguimiento discreto eran los federales. ¿Tenía al FBI en los talones? ¿Por un trabajo tan insignificante? No, qué estupidez...

De repente tenía la boca seca. No es que aquella tontería le preocupara, pero en el pasado se había hecho cargo de asuntos mucho más importantes y delicados. De esos en los que los años de cárcel se cuentan por décadas, si te dejas coger.

Ahora ya no podía estarse quieto. Sus ojos iban del agrietado asfalto que tenía delante a los retrovisores para asegurarse de que no había ningún vehículo detrás de él. Nada. Solo el negro vacío en un ángulo de trescientos sesenta grados.

Duane pisó el freno para iluminar un poco más el tramo de carretera que acababa de dejar atrás. Nadie, esta vez estaba seguro.

Figuraciones suyas. Su corazón empezó a recuperar el ritmo normal.

Pero, instantes después, volvió a percibir un movimiento en el retrovisor central. Y comprendió. Todo su cuerpo se tensó en el asiento.

¡Era dentro! Había alguien en el asiento trasero o en el espacio que servía de maletero.

Empezó a pensar a toda velocidad. ¿Quién podía haberse escondido ahí? ¿Y por qué? Abrió la boca para respirar mejor y, tras asegurarse de que la carretera continuaba en línea recta, se inclinó hacia la guantera para coger la Glock 9 mm.

Iba a levantarla para encender la luz del techo con el cañón y anunciarle a su pasajero clandestino que la broma se había acabado, pero se contuvo. El otro podía arrojarse sobre él y obligarle a dar un volantazo fatal. No, mala idea. Lo mejor era parar. Bajaría para abrir la puerta lateral y sería el dueño de la situación. Sí, era más inteligente.

Miraba adelante para ver dónde estacionar cuando captó otro movimiento en el retrovisor. Alzó los ojos rápidamente y la vio. Una mujer. Por lo menos, tenía el pelo largo y grasiento, en desorden, ocultándole parte de la cara. Y, en la penumbra de la cabina, parecía muy pálida. Estaba encogida al fondo del vehículo.

¿Qué demonios hacía allí?

Duane levantó el pie del acelerador y asió con fuerza la empuñadura de la pistola.

Nuevo movimiento. Miró por el retrovisor: ahora la mujer estaba sentada en el asiento trasero, justo detrás de él. ¿Cómo había podido moverse con tanta rapidez?

El corazón se le desbocó y ya no pudo contenerse más. Levantó la Glock para asegurarse de que ella la viera.

—¡Bueno, se acabó el paseo! ¡No vuelvas a moverte!

Duane estaba sin aliento, y su voz había sido menos amenazadora de lo que esperaba. Tenía el miedo metido en el cuerpo.

—Vamos a parar para que hablemos tú yo. Si te acercas, te meto una bala en la barriga, ¿entendido?

Duane miró por el retrovisor para comprobar que obedecía.

La mujer se apartó un largo y enredado mechón, y cuando Duane vio su boca torcida y sus dientes grises, el miedo lo inundó hasta la punta de los dedos.

 

 

La furgoneta se deslizaba en medio de la nada, y de repente dio un brusco bandazo que levantó una nube de polvo. Pero volvió a la carretera con un chirrido de frenos. Al principio redujo la velocidad, como si fuera a frenar, pero al cabo de unos instantes aceleró de nuevo haciendo rugir el motor.

Dio otro bandazo a la derecha, luego a la izquierda, y se oyó el ruido de un disparo, que se perdió en la noche.

El viraje contra la escarpada pared de la montaña se produjo de improviso, y a la furgoneta no le dio tiempo de enderezar. Siguió en línea recta.

Al instante, la tierra se borró y los arbustos azotaron los costados del vehículo, que salió volando por los aires. Luego, varios segundos interminables de vacío hasta que el morro se inclinó hacia abajo y se estrelló violentamente contra un grupo de rocas puntiagudas. En medio del estrépito de chapa y cristales, la furgoneta rebotó y empezó a dar vueltas de campana, lanzando a su alrededor las ruedas, las puertas y el capó con cada impacto. Las chispas incendiaron los vapores de gasolina del depósito. Después el vehículo se inmovilizó en el fondo de un barranco, oculto en el denso monte bajo.

El fuego brotó en forma de bola incandescente mientras Duane Morris, con el rostro ensangrentado y todavía sujeto al asiento, perdía el conocimiento.

Durante un segundo, las llamas se agitaron como caras que aullaran silenciosamente en la noche. Luego olfatearon su presa y se arrojaron sobre ella para devorarla viva.

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1.

 

 

 

Lise se inclinó hacia el espejo del cuarto de baño para asegurarse de que el bultito que había notado con el dedo en medio de la frente no era un punto negro. Solamente una miga, que hizo volar de un papirotazo. Miró su reflejo. Los cabellos azabache le caían a uno y otro lado del pálido rostro, como el velo de una viuda. Kohl para resaltar los ojos, hasta convertirlos casi en una máscara, pintalabios negro, laca de uñas a juego... Perfecto. Corsé de vinilo sobre una camiseta de rejilla, falda escocesa plisada y botas con cordones hasta la rodilla. Todo, cuidado al detalle. Era importante, porque su look la definía, era su auténtico carnet de identidad para la vida diaria, la huella viva que Lise dejaba en las retinas, a menudo sensibles, con las que se cruzaba. Pero, además, esa noche era más importante que nunca que estuviera irreprochable.

La gran noche.

Iba a filmarlo todo. Todo. Con todo detalle. En primer plano, para que se viera el acero perforando lentamente la piel, atravesando la carne, para que brillara la sangre, el rojo de la vida a la fría luz de aquella gran casa. Difundiría el vídeo por todo internet. Escandalizar a los burgueses. Golpear las buenas conciencias. Aterrorizar a todos aquellos borregos idiotizados por el sistema. La elección del lugar no era casual. Aquella inmensa casa sin alma era la encarnación de todo lo que detestaba. Embaldosado impecable, paredes blancas sin nada en ellas, y únicamente esos muebles de diseño que tanto odiaba. Lise ya había oído proclamar al dueño que la sobriedad era la auténtica libertad del ser humano, su liberación de cualquier atadura superflua, pero no se lo había creído ni por un segundo. A ella le parecía, por el contrario, la demostración de que era un individuo sin corazón, sin calor. Su mujer le resultaba más agradable, pero tampoco es que fuera muy afectuosa. En ese momento, Lise pensó en su preciosa moqueta blanca, siempre impoluta, y una sonrisa malvada se dibujó en sus labios. Las manchas de sangre en el suelo inmaculado serían algo terrible para ellos. Su precioso hogar, ensuciado. El orden y la limpieza de su nidito, puestos en entredicho. Hasta puede que fuera lo primero en que se fijaran, sin preocuparse de lo demás.

Lise asumiría las consecuencias. Llevaba meses preparándolo. ¿Bastaría para despertar a su madre de la modorra alcohólica que la abotagaba? No era nada seguro...

—¿Lise? Nos vamos a ir... —dijo una voz al otro lado de la puerta del baño.

—Ya voy, señora Royson.

Lise echó un rápido vistazo a las agujas que relucían en el lavabo, cerró la solapa de cuero del estuche y lo metió en el pequeño bolso de bandolera del que nunca se separaba. Todo estaba listo.

Pero primero, hacer el papel. No levantar sospechas. No fastidiarla.

Estaba un poco nerviosa. Era la noche en que todo iba a cambiar, para siempre. Se sentía capaz. La habían aconsejado bien. En internet. No había que flaquear. Tras meses dándole vueltas, por fin iba a pasar a la acción, ya lo había anunciado. Todos esperaban con impaciencia el resultado. El vídeo. El shock.

Lise salió al pasillo y vio a los padres poniéndose los abrigos. Él la saludó apenas y le dijo a su mujer que iba a sacar el coche del garaje.

—En el frigorífico tienes cosas para cenar —le recordó ella, alta, delgada, rubia, con clase—. Arny está acostado, ha tenido un día duro. Creo que te dejará tranquila. Ya sabes cómo funciona todo, tienes nuestros números de teléfono...

—Sí, señora Royson, no se preocupe, conozco la casa.

—Es verdad... Pero, sobre todo, cualquier cosa que pase, no lo dudes, me llamas.

—Ningún problema.

—¡Ah, el vigilabebés está en la mesa de la cocina!

Lise asintió: también lo sabía. Solo deseaba una cosa, quedarse sola con el mocoso dormido. Era bastante cuidadosa con los niños que dejaban a su cargo, por no decir que se implicaba de lleno con ellos emocionalmente. Arny era la excepción. A aquel crío, lo odiaba. Caprichoso, feo y encima delicado. Cuando le pellizcaba —lo que hacía cada vez que la exasperaba berreando por nada—, se ponía a aullar y no paraba en diez minutos, como si lo hubieran mutilado. Un auténtico gallina. Un niño de papá, que en la adolescencia creería que podía permitírselo todo, uno de esos capullos para los que el dinero no es problema y que solo viven para ejercer el poder. Dominar. Avasallar. Someter. Disfrutar.

Lise continuó con la comedia, esbozando una sonrisa que buscaba tranquilizar a la madre, y esperó a que la puerta se cerrara para quitarse la máscara. Miró con cuidado por la ventana del salón para asegurarse de que el vehículo abandonaba la propiedad, y cuando las dos luces rojas del cuatro por cuatro no fueron más que dos diminutas y lejanas estrellas, apretó los puños en señal de victoria.

Pero no había que alegrarse tan pronto. No había que precipitarse. No tendría una segunda oportunidad.

«Lo primero, cenar, no pasar a la acción en ayunas, porque nunca se sabe. Si tengo que potar, más vale que lleve algo en el estómago.»

Se hizo un sándwich untando dos rebanadas de pan de molde con pasta de nube dulce y dejó la encimera de la cocina hecha un desastre. Ahora había que esperar. Al menos una hora, para estar segura de que el capullín dormía profundamente, y también por si había una anulación de última hora y los padres volvían antes de lo previsto. Tiempo que matar. La expresión la hizo sonreír.

«¡Joder, con la de tiempo que paso aburriéndome, la de horas que he debido de matar! Soy toda una asesina en serie...»

Dudó entre zapear en la tele las porquerías del sábado por la noche, navegar por la Red o bajar directamente al sótano a ver una película. La mejor opción era la última. Estaba demasiado excitada para prestar atención a las gilipolleces de la tele o leer en una pantalla, necesitaba evadirse, si no los minutos se le iban a hacer eternos. Y precipitarse estaba fuera de discusión. Aquello era demasiado serio para mandarlo todo a la mierda ahora, después de tantos preparativos, y con aquella motivación...

«No te estarás escaqueando, ¿eh?»

No. No eran excusas para retrasar el momento. Sabía que esa noche pasaría a la acción. Estaba decidido.

«Simplemente no quiero cagarla. Paciencia. Tener tiempo. Para llegar hasta el final. No voy a retroceder. Por supuesto que no.»

Cogió el vigilabebés, bajó al sótano, cruzó la sala de deporte de la rubia y abrió la puerta del home cinema. ¡Jo, los Royson no se privaban de nada! Eso estaba claro. A aquel cabrón, al que oía refunfuñar a todas horas que lo freían a impuestos, le quedaba pasta para darse sus gustos... La sala, sin ventanas, estaba totalmente insonorizada y equipada con butacas de cine auténticas. Lise accionó la pantalla táctil del mando a distancia, pulsó la tecla «Ver una película» y todos los aparatos se encendieron a la vez. Se detuvo ante los estantes del fondo para elegir el DVD o el Blu-ray que tendría la dura tarea de distraerla hasta que se sintiera lo bastante tranquila para llevar a cabo su misión.

Optó por Los amos de la noche. La carátula era penosa, pero, para ser una película antigua, el argumento prometía.

Las luces disminuyeron hasta sumirla en la oscuridad, y Lise dejó el vigilabebés en el brazo del sillón.

A los veinte minutos se dio cuenta de que la película la había enganchado, a pesar de ser un poco cutre. Pero no podía dejar que eso le hiciera perder de vista su objetivo principal. Enderezó el cuerpo en el asiento e hizo crujir sus dedos. Tenía ganas de subir. ¿Por qué esperar? Estaba harta.

«¿Y si aparecen esos dos gilipollas? ¿Y si al final se ha anulado su plan? ¿Y si el mocoso aún no está bien dormido y se despierta demasiado pronto?»

Suspiró. No, había que seguir esperando. Por lo menos, otra media hora.

Decidió tomárselo con calma e intentó volver a sumergirse en la película.

Los pilotos del vigilabebés se iluminaron. Primero los verdes, luego los rojos.

«¡Mierda, se ha despertado!»

Si tenía que dejarlo sin conocimiento, lo haría. Esa noche estaba furiosa. Dispuesta a llegar hasta el final. Su mano se posó en el bolso. Dentro, el estuche de cuero con las agujas y la tinta china. Y el dibujo con el papel de calco. Un corazón con una lágrima. Era el tatuaje que había decidido hacerse ella misma. Era ella, era lo que ella sentía y lo que sentiría toda su vida. El hecho de que acabara de cumplir dieciséis años no impedía que lo comprendiera. No se hacía ilusiones. La vida no era más que sufrimiento. Con la familia, los chicos, el instituto, todo...

«¡Joder, Arny, déjame en paz! ¡Que pueda hacerme el tatuaje tranquila! Como me estropees la noche, te juro que...»

No se le ocurrió una amenaza lo bastante fuerte y a la vez lo bastante moderada para poder cumplirla realmente, y los testigos luminosos volvieron a encenderse.

—Mierda.

Puso la película en pausa para oír si el niño lloraba o solo estaba balbuceando en sueños. No oía gran cosa, así que se acercó el aparato al oído.

La música del juguete móvil empezó a sonar, y Lise se sobresaltó.

«¡El muy...!»

Frunció el ceño. ¿Cómo había conseguido accionarlo? El móvil estaba colgado encima de la cuna, y un crío de ocho meses tan gordo y amorfo como él no podía levantarse, que ella supiera.

Otro ruido le hizo torcer el gesto. Una especie de soplo. Como...

«¡Como alguien chistándole a un niño!»

—¡Mierda, han vuelto los padres! —farfulló Lise, frustrada al ver que sus planes se iban al garete.

Se levantó, pero al llegar a la puerta del home cinema se paró en seco. ¿Cómo es que no había oído entrar el coche en el garaje, que estaba justo detrás de la sala?

De pronto, del vigilabebés brotó una voz:

—Liiiiiise...

El corazón de la adolescente empezó a latir a toda velocidad. No lo había soñado. Acababan de decir su nombre. O más bien de susurrarlo lentamente, muy cerca del micrófono. ¿Era una voz de hombre o de mujer? No sabría decirlo. ¿Y por qué iban a jugar con ella los Royson a un juego tan idiota?

«¿Desde la habitación del crío? No...»

Un susurro interminable chisporroteó en el altavoz. Lise dio un respingo.

—Liiiiiiiiise...

¿Quién era? Los padres no podían ser. Jugar con ella no era su estilo. Y así, menos. ¿Por qué no la habían avisado los Royson de que pasaría alguien? No era propio de ellos. Había un problema. Lise lo sentía.

Apretó el vigilabebés en la palma de la mano, sin saber qué hacer. Se había dejado el teléfono móvil arriba, en la cocina. Respiraba ruidosamente, cada vez más angustiada.

Algo arañó el transmisor en la habitación del bebé, y una voz graznó de un modo extraño, pero la adolescente no pudo entender lo que decía.

«Piensa, piensa...»

Algo inteligente tenía que poder hacerse, pero en ese momento las ideas se atropellaban en su cabeza, y Lise no acababa de tomar una decisión. ¿Quién podía ser? Una broma pesada. ¿Dylan? ¿Rob? No, los dos pasaban de ella... Entonces ¿quién? ¿Barb?

«Nadie sabe dónde estoy. Ni siquiera mamá. Solo he dicho que lo haría y subiría el vídeo, pero no saben dónde me...»

Esta vez se sorbieron la nariz en el altavoz. Fuerte.

—Liiiiiise... —dijo una voz áspera y rota—. Te... siento...

Lise notó que le flaqueaban las piernas. Apenas la aguantaban de pie. Le entró el pánico.

«Mierda... Pero ¿qué es esta gilipollez?» Sacudió la cabeza. Era una alucinación. Un mal viaje.

«Pero si llevo tres días sin fumarme un canuto... ¡No es ningún flipe!»

De pronto, cayó en la cuenta de que no había oído llorar al niño. El desconocido estaba en su habitación y, con todo el ruido que hacía, Arny debería haberse despertado. Aquel silencio también era muy inquietante.

Otro resoplido.

—Puedo oírte —anunció la voz—. Voy a... encontrarte...

El vigilabebés se cortó. Lise estaba empapada en sudor, respirando por la boca por el pavor. Apenas se tenía en pie.

El aparato crepitó en su mano. Luego se oyó una sucesión de horribles crujidos, seguidos de unos chirridos agudos, como si alguien arañara una pizarra.

El chasquido del micro al cortarse le hizo dar un respingo y soltar un gemido de terror.

Tenía que huir. Enseguida. Lo sentía por Arny, pero lo primero era salvar su propio pellejo. Una vez fuera, correría a casa de los vecinos para llamar a la policía, ya se encargarían ellos de socorrerlo.

«¡El garaje!»

Era la única salida del sótano. Lise posó la mano en el pomo de la puerta del home cinema, pero se detuvo. No tenía el mando a distancia para abrir la puerta del garaje. ¡No podía salir por ahí!

Todo su cuerpo se puso a temblar. Estaba a punto de desmayarse de miedo.

«No, no, no... ¡Ahora no! ¡Tengo que pirarme!»

La puerta de entrada estaba al final del pasillo que arrancaba en lo alto de las escaleras. Corriendo, podía alcanzarla. Podía hacerlo, estaba convencida, aún tenía fuerzas para subir y esprintar como nunca en su vida. Sí, se sentía capaz.

Hizo girar el pomo y salió al pasillo del sótano.

La luz estaba apagada, aunque ella siempre la encendía cuando bajaba: el largo y blanco pasillo sin ventanas le daba un poco de miedo, así que nunca apagaba los fluorescentes mientras estaba allí, ni siquiera durante la película.

Con la mano libre, buscó a tientas el interruptor. Lo rozó con el índice. Lo pulsó.

Los fluorescentes crepitaron. Hubo un primer destello, mientras parpadeaban, como si la luz tratara de encontrar la respiración.

Y durante el breve instante en que el pasillo permaneció iluminado, Lise vio la silueta, enorme, justo delante de ella.

Sus ojos la miraban. Mal.

Lise soltó un alarido.

La luz volvió a jadear, y las tinieblas se tragaron a Lise mientras sus huesos triturados resonaban contra el alicatado. Se debatió brevemente en la oscuridad, estrangulada por los espasmos del dolor.

Los fluorescentes emitieron varios quejidos, pero siguieron apagados.

El silencio volvió a apoderarse del sótano.

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2.

 

 

 

El piano oscilaba, en equilibrio sobre la caja del camión de mudanzas, cuando Thomas Spencer vio que la eslinga se partía de golpe y el monstruo de cuerdas, liberado, se desplomaba sobre el nervudo operario que esperaba debajo y lo aplastaba contra el asfalto de la calzada. Con un terrible chasquido líquido, la base del teclado le destrozó la caja craneal en medio de una explosión de sangre negra.

Thomas pestañeó para ahuyentar aquella horrible imagen.

Pese a sus temores, la maroma aguantaba perfectamente y el instrumento bajó del camión sin herir a nadie.

«¿Qué pasa conmigo que siempre imagino lo peor?»

Tom lo sabía: lo que habría debido escribir no eran obras de teatro, sino novelas de terror. Tenía un don para visualizar las situaciones más espantosas.

«A mi fantasía de pirado le ha faltado el estruendo de las cacofónicas notas del piano en el momento del impacto.»

Y dale. Hasta el último detalle. Como siempre. Meneó la cabeza, pesaroso, y cayó en la cuenta de que llevaba varios minutos allí plantado, viendo cómo trabajaban los demás, absorto en sus cavilaciones. En ese momento, la voz de su dinámica mujer resonó en la entrada de la casa. Como de costumbre, Olivia había tomado las riendas. Con la pequeña Zoey en brazos, guiaba a los transportistas de una habitación a otra, sin perder de vista a Chad y Owen, los dos adolescentes de la familia. Parecía que se hubiera tomado alguna droga: incapaz de parar, organizaba a todo el mundo, pasando de una cosa a la siguiente con la velocidad de una máquina, sin perder su elegancia natural en ningún momento. Tom se había enamorado de aquel puñado de energía dos décadas antes, al principio —debía confesarlo— porque tenía una figura de ensueño, aunque lo cierto era que ahora su fuerte personalidad le gustaba tanto o más que el resto.

—Dame a Zoey, cariño —le dijo para aliviarla.

—Mejor encuentra a Smaug. Es un perro de interior, me da miedo que la libertad de un jardín se le suba a la cabeza y lo perdamos. Puedo enfrentarme a una mudanza, pero no a tener que anunciar a nuestros hijos que el perro ha desaparecido. ¡Así que búscalo tú!

Con los brazos en jarras, Tom miró a su alrededor. La Granja, como se llamaba su nueva casa, se alzaba a unos diez metros de la pequeña calle, perdida en mitad de una extensión de césped mal cuidado y rodeada de árboles hasta donde alcanzaba la vista. Eso era precisamente lo que les había seducido: una gran casa en una calle sin salida a las afueras del pueblo, acurrucada en su nido de vegetación bajo la mirada de las altas montañas. El polo opuesto de su vida neoyorquina. Un verdadero desafío para urbanitas consumados. Pero, en esos momentos, Tom intuía que aquella apertura al mundo también podía acarrear problemas. ¿Cómo averiguar dónde se había metido Smaug?

Silbó para llamar al dichoso perro y gritó su nombre varias veces. Alrededor de la propiedad no había ninguna cerca, y Tom empezaba a sentir una pizca de inquietud. Smaug se había criado en un piso de cien metros cuadrados del Upper East Side, acostumbrado a sus tres paseos diarios en un medio urbano, y aunque estuviera perfectamente adiestrado, la omnipresencia de la naturaleza debía de haberlo vuelto loco de curiosidad. Tom se culpó de inmediato. ¿Por qué no había pensado en ello antes?

—¿Algún problema? —dijo a su espalda una voz cascada.

Al volverse, Tom descubrió a un anciano con los rasgos tan cincelados por el tiempo como las montañas de Monument Valley. Un cráneo cubierto por una rala alfombrilla blanca y unos ojos de un azul penetrante. Era alto, iba un poco encorvado y sus extremidades parecían demasiado largas. Tom tuvo la sensación de estar ante un jugador profesional de baloncesto de setenta y tantos años.

El hombre le tendió una de las palas que le servían de manos.

—Soy su vecino. Roy McDermott.

—Thomas Spencer. ¡No sabía que tuviéramos vecinos!

—Con toda esta vegetación, es fácil creer que vives aislado en el campo, pero en el barrio de los Tres Callejones hay algunas viviendas. ¿Pensaban que iban a estar tranquilos? ¡Error! Los recién llegados no pasan inadvertidos, ni siquiera aquí. Mi casa es la más cercana, a unos ciento cincuenta metros calle abajo, en la otra acera, el edificio blanco escondido entre los sauces. ¿Qué ocurre, han perdido a alguien?

Hablaba con el acento característico de la gente de aquella parte de Nueva Inglaterra, comiéndose la mayoría de las erres.

—Sí, al perro. El bosque ¿llega muy lejos por esta parte?

Roy enarcó las cejas en un gesto que expresaba por sí solo la vastedad de aquellos parajes.

—Partiendo de allí, se puede llegar hasta las montañas y más allá. Pero yo que usted no me lanzaría a semejante aventura sin un mínimo de preparación. Además, créame, los perros no son idiotas. Cuando el suyo tenga hambre de verdad, encontrará el camino de vuelta a casa.

—Es un puro producto de ciudad...

—¡Razón de más! No sabe cazar para comer. Volverá cuando le apriete el estómago.

Tom asintió, pese a no estar muy convencido.

—¿Hace mucho que vive en Mahingan Falls? —le preguntó al anciano.

—Nací y me crie aquí —respondió Roy con orgullo.

—Bueno, pues me alegro de tener un vecino de la zona, nos ayudará a integrarnos.

—¿No hay nada que los una a este sitio?

—No, salvo el flechazo por la casa, y una apuesta del todo disparatada...

—¿En qué sector profesional se mueve usted?

Tom hizo una mueca un poco sarcástica.

—Esa es precisamente la apuesta disparatada. Digamos... Necesidad de aire, de cambiar radicalmente de vida.

Roy esbozó una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes, muy blancos y perfectamente alineados. Fundas, supuso Tom.

—Entonces han dado en el blanco. Mahingan Falls es un pueblo perdido, cierto, pero ya verá, vivir aquí es desacelerar, aquí todo va más lento. Incluso para los chicos —añadió el anciano señalando a Chad y a Owen, que corrían por el césped delante de la propiedad.

—Le ofrecería una cerveza, pero me temo que el frigorífico aún está vacío...

Roy le dio unas palmaditas en la espalda y, con su gran barbilla, señaló el camión de la mudanza.

—Tiene cosas más importantes que hacer. Les dejo que se instalen. Solo venía a darles la bienvenida.

Antes de irse, Roy McDermott echó un último vistazo a la familia Spencer y, al ver que los dos chavales dejaban el jardín y se internaban en el bosque, extendió el nudoso índice en su dirección.

—Por cierto, tal vez debería advertir a sus hijos de que no se alejen demasiado...

—¿Es peligroso el bosque? —le preguntó Tom, sorprendido.

Roy torció el gesto un instante, antes de responder:

—Digamos que es bastante salvaje por esa parte y ellos no tienen el olfato de un perro. Podrían perderse. Dígales que, si se tercia, los llevaré a dar una vuelta para enseñarles unos cuantos sitios.

Tom asintió y siguió con la mirada al anciano, que bajaba la calle a buen paso de vuelta a Shiloh Place y acabó desapareciendo tras la vegetación.

Luego observó a Chad y a Owen. Jugaban con unos palos y empezaban a adentrarse entre los árboles. Sobre ellos se alzaba la imponente silueta del Wendy, el alto y escarpado monte que dominaba toda la región. Reflejos metálicos brillaban cerca de su cima, donde una larga antena volvía sus parabólicas hacia el pueblo y los azulados cielos.

«Un bonito día de verano», se dijo Tom. Se habían lanzado a una nueva vida siguiendo un impulso casi irracional, pero ahora que contemplaba aquel paisaje bucólico, ya no sentía tanta aprensión. Olivia y él tenían razón. Irse de Nueva York era lo mejor que podían hacer.

Mahingan Falls sería su nuevo hogar.

Recordando las últimas palabras de Roy McDermott y el brillo levemente inquieto que había captado en su mirada, Tom silbó en dirección a los dos chicos para indicarles por señas que no se alejaran más.

La familia tenía tiempo de sobra para perderse. En grupo.

 

 

Chadwick inspeccionaba el lindero del bosque con ojos golosos. Ya se imaginaba mil formas de divertirse. Desde explorar hasta construir una cabaña, pasando por observar con prismáticos o cazar armado con su tirachinas. Aquella nueva vida empezaba a gustarle. Y Mahingan Falls también, por lo que había visto hasta entonces. Un local con máquinas de videojuegos en el centro del pueblo, una pista para monopatines a la orilla del mar, justo al lado de una tienda de cómics, y aquella enorme área de juegos... Presentía que iban a ser felices allí.

—Chad, tu padre acaba de decir que no sigas —le recordó Owen.

—Creo que por allí hay un sendero, un poco más adelante, al pie de la montaña, ¿lo ves?

—No, hay demasiados árboles.

Owen era más bajo que él, pensó Chad.

—Debe de ser un camino de patrulla o algo por el estilo. Vamos a mirar.

—Ahora no, Tom no parece muy conforme.

A veces, Owen podía ser muy irritante, en especial por su sumisión a los padres. Chad lo apreciaba un montón, pero había muchas cosas que los diferenciaban. En primer lugar, el físico: en Chad, pese a sus escasos trece años, empezaba a vislumbrarse un asomo de corpulencia, con delgados músculos incipientes, mientras que Owen seguía siendo un poco niño. Pelo cortado al cepillo, el uno, y pelambrera desgreñada, el otro. Y así con todo. Tom y Olivia no eran el padre y la madre de Owen, pero de todas formas hacía casi año y medio que vivía con ellos, y en opinión de Chad ya iba siendo hora de que mostrara un poco de carácter. Estaba a punto de insistir cuando le vinieron a la mente las palabras de su madre. Tratar bien a Owen. Cuidar de él. La tragedia que había sufrido lo hacía más frágil, eran su nueva familia y Chad debía comportarse como un hermano cariñoso, un hermano mayor protector, aunque tuvieran la misma edad.

—Vale, muy bien... —rezongó—. Pero volveremos, ¿de acuerdo?

Owen asintió con convicción. Se notaba que también a él le intrigaba aquel sitio, que se ofrecía a ellos como un territorio a conquistar.

Los chicos se disponían a retroceder sobre sus pasos cuando, a unos veinte metros en el interior del bosque, la maleza se agitó.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Owen.

Chad se puso de puntillas para intentar distinguir algo.

—Smaug, ¿eres tú? —gritó.

Los arbustos volvieron a moverse, esta vez más lentamente, y unos helechos se inclinaron hasta tocar el suelo en dirección a los dos chavales.

—¿A qué juega este perro? —preguntó Owen extrañado—. ¿Nos quiere sorprender o qué?

Las ramitas chasqueaban a medida que algo se acercaba a ellos. De pronto, el labrador de la familia surgió de la nada, se lanzó hacia ellos a toda velocidad, como un galgo en plena persecución, y derribó a Chad a su paso. Corría con el rabo entre las piernas, con cara de pánico, en la medida en que Chad era capaz de interpretar las expresiones de su perro, y aunque el chico tenía la nariz pegada a la hierba, le dio la sensación de que Smaug apestaba a orina.

—¿Estás bien? —le preguntó Owen—. Se ha vuelto loco... ¿Qué le ha dado?

Chad se puso de rodillas.

Detrás de los dos muchachos, a menos de diez metros, los helechos seguían inclinándose a medida que algo se acercaba a ellos. Pero su atención ya estaba en otra cosa.

El aterrorizado Smaug se precipitó en la casa y chocó con uno de los trabajadores, que estuvo a punto de caer al suelo con la caja que transportaba. Un instante después, se oyó un estrépito de vajilla rota, y Olivia empezó a despotricar contra el perro, que siempre estaba haciendo de las suyas.

Owen dejó escapar un inicio de risa. La situación se ponía interesante, así que le indicó a Chad por señas que se levantara para ir corriendo a ver qué pasaba en la Granja.

Se alejaron del lindero del bosque en el preciso momento en que, detrás de ellos, los arbustos se estremecían por última vez.

 

 

Unas cuantas cajas de cartón desmontadas y amontonadas en un rincón eran el único vestigio de la mudanza en la cocina. Los electrodomésticos colocados y enchufados, la vajilla ordenada en los armarios e incluso la pizarra Velleda para el reparto de tareas, colgada en una de las paredes, daban fe de la energía desplegada por Olivia para que al menos una habitación estuviera lista para la noche. Toda la familia cenaba alrededor de la mesa central, por la que estaban repartidas las cajas de comida china que había ido a buscar Tom.

Como su padre no había conseguido dar con la sillita alta, la pequeña Zoey comía sentada en las rodillas de su madre, desde donde lanzaba miradas inquietas a Smaug, acurrucado en un rincón.

—¿Perro, susto? —preguntó con su hilillo de voz.

—Sí, hoy Smaug ha pasado un poco de miedo —confirmó Olivia—. No está acostumbrado al campo. Es un miedica.

Olivia le hablaba a su hija sin filtros, y como en su opinión se podía decir todo, se lo explicaba todo, sin preguntarse si una criatura de dos años podía entender o no lo que le contaba. Comunicarse no hacía daño a nadie, le decía a todo el que quería escucharla.

—¿Cómo se las va a arreglar para hacer pis? —preguntó Chad preocupado—. Si ya no quiere salir...

Tom lo tranquilizó:

—Smaug ha debido de darse de narices con un hurón o un mapache, y se ha llevado un susto de muerte, pero se le pasará. Le pondré las galletas fuera, y verás qué pronto sale.

—Chicos —intervino Olivia—, mañana quiero que ordenéis vuestras habitaciones, ¿entendido? Abrís todas las cajas que llevan vuestro nombre y buscáis un sitio para cada cosa. Ahora disponemos del triple de espacio, así que lo tenéis fácil. Tom y yo iremos a comprar lo que necesitamos, y vosotros conoceréis a Gemma, la chica que va a cuidaros.

—¿Es de fiar? —le preguntó su marido.

—Me la recomendó la agente inmobiliaria, la señora Kaschinski. Creo que es su sobrina. Dijo que pondría su vida en manos de ella. De todas maneras, si mañana no se presenta, lo dejamos correr y nos repartimos las tareas de otra forma. Pero me vendría muy bien un poco de ayuda para comprarlo todo, la verdad.

Tom asintió y le rozó la mano con una caricia que significaba que podía contar con él.

Poco después, cuando los chicos ya estaban acostados y la pequeña Zoey dormía en la habitación del matrimonio, Olivia se quedó un buen rato bajo la ducha, antes de ponerse un camisón que parecía más bien una camisa de leñador de talla extragrande.

—¿Que hayamos dejado la vida de ciudad supone que tengas que cambiar la seda y el satén por la franela?

—Me adapto. Pero no te asustes, no me disfrazaré de vaquera todas las noches... —más que deslizarse bajo el edredón, Olivia se desplomó junto a Tom, que hojeaba una revista literaria, y, con la voz medio ahogada por el almohadón, añadió—: Ya sé que te mueres de ganas por estrenar nuestra nueva casa, pero esta noche no tengo fuerzas. Debes saber que sufro una gran frustración: he comprendido que no soy Superwoman.

Tom le acarició el pelo.

—No has parado un segundo. Me preguntaba en qué momento te derrumbarías...

—Prometido: haremos el amor en todas las habitaciones. Dame solo dos o tres años para recuperarme de este día.

—Olvidas que tenemos hijos —respondió Tom inclinándose hacia su mujer—. Se acabaron los tiempos en que podíamos echar un polvo improvisado donde se terciara.

—Zoey, guardería; los chicos, al cole... —murmuró Olivia en estilo telegráfico.

—Estamos a mediados de julio, en plenas vacaciones. Vamos a tener que esperar un poco...

Con un esfuerzo sobrehumano, Olivia sacó una mano de debajo del cuerpo, agarró a su marido del cuello del pijama y lo atrajo hacia ella.

—Me da igual, los abandonaré en la calle en nombre del fornicio. Soy una madre desnaturalizada. El sexo antes que los niños. Pero ahora, ¡buenas noches!

Olivia le tendió los labios para que la besara, se volvió y tardó menos de dos minutos en quedarse dormida.

Tom intentó concentrarse de nuevo en la lectura, pero los ojos le resbalaban por las palabras sin que la mente pudiera agarrarse a ellas. Dejó la revista y contempló la habitación, iluminada apenas por la lámpara de su mesilla de noche. Era enorme. El suelo estaba cubierto con una gruesa moqueta, y la pintura, impoluta, demostraba que la Granja había sido totalmente reformada hacía menos de dos años. Luego su mirada se paseó por las tres anchas ventanas, cuyas cortinas se había limitado a correr, sin cerrar los postigos exteriores. Puede que al amanecer lo lamentaran, cuando el sol empezara a dar de lleno sobre la fachada este, pero Tom contaba con que los árboles tamizaran las primeras luces.

Aquella casa era grande. Muy grande. Y muy silenciosa. Tardarían en acostumbrarse. Pensándolo bien, no era tan, tan silenciosa, pero habían pasado muchos años arrullados por el incesante rumor de la calle neoyorquina. Allí no se oía más que algún que otro crujido de la madera, la pizca de aire que pasaba por debajo de las puertas, el correteo de una ardilla por el tejado o el roce de las puntas de las ramas en los cristales de las ventanas. Cada vivienda tenía sus propios ritos sonoros, y habría que acostumbrarse a los de la Granja.

Una tabla del suelo chirrió en el pasillo, y Tom se preguntó si se habría levantado uno de los chicos.

«Seguramente es la casa, que respira. Como todas las casas viejas.»

Aguzó el oído, pero el ruido no se repitió, aunque al cabo de un rato le pareció oír algo en la planta baja.

«Es ese idiota de Smaug, nada más.»

Tom intentó desentenderse, pero se dio cuenta de que estaba en guardia.

Para cuando acabaran las vacaciones ya se habrían habituado, se dijo para tranquilizarse. Ahora era su casa. Su guarida. Solo necesitaban un poco de tiempo para calentar el nido y sentirse totalmente a gusto en él. No obstante, en esa solitaria hora, Tom fue presa de una terrible duda. Deseaba con toda el alma haber acertado. Ni Olivia ni él tenían un plan B.

Otro crujido le respondió en algún punto de la oscuridad.

No sabía si la casa pretendía tranquilizarlo o burlarse de él sin piedad.

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3.

 

 

 

Gemma Duff conducía su viejo Datsun por Mapple Street, entre aceras jalonadas de robustos arces que arrojaban sobre ellas su refrescante sombra bajo el sol de julio. Iba despacio, como era habitual en ella, disfrutando del espectáculo de todas aquellas casas de madera perfectamente alineadas sobre el impecable césped, en lo que debía de ser el barrio más tranquilo de Mahingan Falls, pero también el más aburrido o, como habría dicho Barbara Ditiletto, «un muermo como para comerse las uñas hasta hacerse sangre».

Aunque, últimamente, Barbara ya no estaba para muchas fiestas. Más bien, bajo estrecha vigilancia. Tanto de sus padres —que temían que también se fugara— como del departamento de policía de la localidad, que quería saber lo que le había confiado su mejor amiga antes de desaparecer de un día para otro. Había que admitir que Lise Roberts no había hecho las cosas a medias al pirárselas estando de canguro. Por excéntrica que fuera, nadie lo había visto venir; tanto es así que se rumoreaba que se había suicidado saltando desde lo alto de Mahingan Head, el espolón rocoso al borde del mar sobre el que se alzaba el faro.

Desde entonces, Barbara apenas salía, rara vez lo hacía sola y nunca hasta más tarde de las ocho, lo que, conociéndola, debía de ser un verdadero infierno para ella.

El bosque surgió frente a Gemma, que pisó el acelerador para hacer subir al Datsun la cuesta que señalaba la entrada de lo que se conocía como los Tres Callejones. La mayoría de los habitantes del pueblo opinaba que aquel sitio, demasiado apartado y salvaje, apenas un puñado de viejas construcciones aisladas, ni siquiera formaba parte del municipio. El desvío hacia las tres calles, que serpenteaban entre los árboles, apareció ante Gemma, que tomó la del medio, Shiloh Place. Siguió rodando por su agrietado asfalto, salpicado de baches, y al entrever la fachada roja y blanca tras la vegetación redujo la velocidad. La Granja había sufrido una reforma radical hacía dos o tres años, sin que Gemma se hubiera acercado nunca a comprobarlo por sí misma. Allí no iba nadie que no tuviera un buen motivo para hacerlo; el nombre del barrio lo decía todo: tres callejas sin otra salida que la orilla del bosque.

Gemma subió por el camino de acceso que arrancaba de la calzada y fue a aparcar junto a la furgoneta del fontanero Rick Murphy. Al parecer, los Spencer tenían problemas con las cañerías nada más llegar. La casa, enorme y en forma de ele, tenía dos plantas y desván, con ventanas altas, varios miradores, y muros rojos en los que destacaban los marcos y las cornisas, pintados de blanco, que resplandecían a la luz de primera hora de la tarde. Debía de ser agradable vivir allí, a poco que te gustaran la soledad y la naturaleza.

Gemma se echó un rápido vistazo en el retrovisor interior para comprobar que estaba presentable. La rutilante melena pelirroja, domada por una goma y varias horquillas, y una pizca de maquillaje para darse un poco de aplomo, pero nada demasiado vulgar o extremado para su edad. Salió y se estiró la camiseta, un poco nerviosa. Su madre la había puesto bajo un montón de presión. «Son gente importante, Gem. Ella es la chica de la tele, ya verás, la reconocerás enseguida. Si les gustas, te darán trabajo todo el año, esos no miran el dinero, son gente famosa, rica.» Gemma odiaba que su madre fuera tan interesada, que la obsesionara tanto el éxito ajeno, pero tenía que reconocer que ese año era crucial: necesitaba ahorrar hasta el último dólar para preparar la gran partida. Al siguiente, Gemma dejaría Mahingan Falls para ir a la universidad, y cada día sería un complicado juego de equilibrios financieros para conseguir aguantar hasta el final de la carrera. Tenía que marcharse con la bolsa tan llena como pudiera. Así que necesitaba aquel trabajo.

Gemma llamó con los nudillos menos segura de lo que habría deseado y se lo reprochó al instante. Cuando aún estaba en este mundo, su padre le había dicho muchas veces que bastaba con ver cómo anunciaba alguien su presencia para saber de qué pie cojeaba. Los apocados, los bestias, los demasiado seguros de sí mismos, los impacientes, los depresivos... Todos llamaban a la puerta del mismo modo que pensaban.

«Genial. Ahora saben que estoy acobardada...»

Olivia Spencer apareció en el umbral, y Gemma la reconoció al instante. Sí, era la chica de la tele, la que presentaba el programa de la mañana desde hacía años. Pero en persona sus facciones eran un poco distintas. Menos parejas. Y su tez, menos perfecta. Más natural, pensó Gemma. Unas cuantas arrugas alrededor de los ojos y la boca daban carácter al rostro. Debía de andar por los cuarenta y los llevaba bien, lo que no quería decir que pareciera más joven, sino que emanaba una mezcla de seguridad y frescura llenas de personalidad. Los ojos, sí, eran igual que en la pantalla: de un verde claro, traviesos y penetrantes.

—Tú debes de ser Gemma... —dijo, recibiéndola con una sonrisa contenida y sin embargo franca que enseñaba lo justo de una dentadura perfecta.

Gemma, que sonreía con toda la boca a todas horas, siempre demasiado entusiasta, se quedó admirada.

—Gemma, ¿verdad? —repitió la mujer—. Soy Olivia Spencer.

—¡Oh, perdón! Es que... se me hace raro verla...

—A partir de ahora, piensa que no soy más que otra habitante del mismo pueblo que tú, nada más. Ven, entra, te presentaré a la familia.

Gemma no podía despegar los ojos de ella, como hipnotizada por la celebridad, y se sintió ridícula. Olivia tomó la delantera para guiarla por la casa. Era bastante alta, y por supuesto delgada. Siendo su cuerpo su herramienta de trabajo, debía de mimarlo y controlarlo. Gemma la encontraba sublime. Olivia cogió un lapicero sobre la marcha y lo utilizó para recogerse la rubia cabellera en la nuca sin perder la elegancia en ningún momento, antes de detenerse en la puerta de la cocina, desde donde señaló a un hombre agachado no muy lejos del fregadero.

—Mi marido, Tom. Tom, te presento a Gemma, que tiene la pesada tarea de domar a nuestros monstruos.

—Buenas tardes. Lamento que tengamos un problemilla de fontanería...

Tom Spencer era mucho menos impresionante que su mujer. Quizá atractivo, para ser un cuarentón, pero Gemma se fijó sobre todo en su incipiente calvicie, que le clareaba la parte posterior del cráneo, y en la leve protuberancia a la altura del estómago. Aunque también él tenía una mirada franca y una sonrisa cordial. Gemma le hizo un gesto con la cabeza, antes de descubrir las piernas de Rick Murphy, en mono gris, que asomaban fuera de un mueble.

Olivia se la llevó al pasillo y, mientras caminaba con paso vivo, le preguntó:

—¿Llevas una sillita de niño en el coche? Tu tía me dijo que traerías una.

—Sí, por supuesto. Y he superado todas las pruebas necesarias del permiso junior, así que ahora estoy autorizada para conducir sola con menores a bordo.

—Muy bien. Y te lo ruego, no conduzcas demasiado deprisa, aunque no haya más que un trayecto de cinco minutos. Te confío lo que más quiero en este mundo.

—Mis amigos nunca quieren que los lleve —respondió Gemma en su tono más tranquilizador—. ¡Conduzco demasiado despacio para ellos!

—Eso me parece perfecto. Voy a presentarte a los niños, y sobre todo a explicarte los hábitos de la pequeña Zoey. Con los chicos será un momento, son mayores, bastará con que les eches un vistazo de vez en cuando para asegurarte de que no están desmontando la casa o esnifando droga.

—¿Se... drogan?

Olivia se echó a reír.

—¡Lo cierto es que no, claro que no! Gemma, si quieres sentirte cómoda entre nosotros, tendrás que ir haciéndote a la idea de que somos un poco los reyes de la ironía, ¿de acuerdo? —Gemma asintió enérgicamente—. Te los presento y, en cuanto acabe el fontanero, Tom y yo nos vamos. Haremos uno o dos viajes de ida y vuelta, pero tú no te preocupes por nosotros, y al final de la tarde te llevas a los niños al Paseo.

Gemma volvió a asentir. Empezaba a gustarle aquella familia, y esperaba de todo corazón que recurrieran a ella a menudo.

 

 

Zoey se apoderó del cuchillo y lo apoyó en el dedo para separarlo del resto de la mano.

Gemma hizo una mueca, y acto seguido cogió el trocito de plastilina, lo hizo rodar entre las palmas de las manos y volvió a aplastarlo sobre la mesa. Luego cogió el cuchillito de plástico con delicadeza de las manos de la niña, lo dejó lejos de su alcance y señaló la tira violeta.

—No hay que romper las cosas, Zoey... ¿No quieres que modelemos tu mano para papá y mamá?

—Zoy quere pie.

—¿Hacemos tu pie con plastilina? —dijo Gemma riendo—. De acuerdo.

Para sus dos años, la niña tenía un vocabulario muy extenso, aunque no siempre era fácil entenderla. Gemma recordó que el señor Spencer ejercía una profesión intelectual; no era novelista, pero sí algo por el estilo (no acordarse la irritó), así que tal vez fuera su influencia...

El chico del pelo corto bajó las escaleras como una exhalación y entró en el salón. «Corte a cepillo, deportista... ¡Este es Chad!»

—Chad, tu madre ha dicho que tenías que acabar de abrir tus cajas.

—Ya he acabado.

—¿Y lo has colocado todo?

—Sí, hasta he pegado los pósters en las paredes.

—¿De qué son? ¿Puedo verlos? —le preguntó Gemma como pretexto para comprobar, sin que lo pareciera, que había hecho bien la tarea.

Acababa de entrar en sus vidas. No quería ser entrometida ni autoritaria, pero tampoco demasiado blanda.

—Aviones de caza. F15, F16 e incluso viejos Tomcat. Cuando sea mayor, me gustaría pilotarlos.

—¡Genial! Creo que para ser piloto se te tienen que dar bien las mates... ¿Qué tal te va en el cole?

—¡Uf! Ese el problema. Hay cosas que no entiendo.

—Si quieres, este curso puedo ayudarte. Las asignaturas de ciencias no se me dan mal del todo.

—¡Ah, vale! Estaría bien —respondió el chico sin mucho entusiasmo.

—¿Tu hermano también ha acabado de ordenar?

—No, Owen se toma su tiempo —Chad echó una ojeada a la escalera para asegurarse de que estaban solos, antes de precisar en un tono de confidencia seria—: En realidad no es mi hermano, ¿sabes? El año pasado, mi tío y mi tía, la hermana de mi madre, tuvieron un accidente, y Owen se quedó sin padres. Ahora vive con nosotros.

Gemma se llevó la mano a la boca.

—Pobre...

—Sí. Al principio estaba siempre llorando. Ahora va mejor. Creo que empieza a acostumbrarse a nosotros.

—Entonces, ahora es como si fuera tu hermano. Oye, ¿no crees que deberíamos subir y ayudarle a colocar sus cosas? Con todos los recuerdos que tendrá que sacar de las cajas..., no es buen momento para dejar que se las apañe solo.

La cara de Chad se iluminó. Estaba claro que era una excelente idea.

 

 

Con las ventanillas bajadas para que corriera el aire, avanzaban lentamente por calles flanqueadas de grandes casas de madera y cuidadas extensiones de césped, mientras Zoey dormía en su sillita, arrullada por los Guns N’ Roses, que interpretaban «Welcome to the Jungle» en la radio del Datsun.

—Esto es Green Lanes, el barrio residencial de clase media por excelencia —explicó Gemma, que había iniciado una visita guiada por el pueblo para que los dos chavales pudieran situarse cuanto antes—. Muchos de vuestros compañeros de clase serán de aquí. Y como el autobús escolar no sube hasta los Tres Callejones, tendréis que venir a cogerlo a este barrio.

—¿Qué es aquello de allá?, ¿esas casas tan chulas en lo alto de la montaña...? —preguntó Chad—. ¡Desde allí debe de verse hasta el océano!

—West Hill, el barrio de postín.

—¿Es ahí donde vives tú? —terció Owen.

Gemma soltó una risita seca.

—¡Gracias por pensar en mí cuando se habla de gente de postín! Pero no. Yo vivo en Oldchester: feo, con calles estrechas y sucias, casas de una sola planta, bastante viejas, y nada bonito que ver.

—¡A mí me encanta la muralla que oculta el pueblo! —exclamó Chad—. ¡Parece que estemos en el fondo de un valle secreto!

Mahingan Falls estaba rodeado de escarpados y boscosos montes que, según unos, protegían aquel rincón perdido y, según otros, acababan de aislarlo del todo.

—Se llama Cinturón —explicó Gemma—. Lo cruzan dos carreteras y tiene el océano al este. No hay más accesos. Sí, supongo que se puede considerar una muralla. Con un punto culminante que no os habrá pasado inadvertido: la enorme montaña que se alza detrás de vuestra casa...

—Erebor —dijo Owen.

—¿Cómo?

—Chad y yo la llamamos Erebor. Es la montaña donde están la ciudad de los enanos y el dragón Smaug.

—¡Guau! Nada menos...

—Sale en El hobbit.

—Bueno, pues en realidad es el monte Wendy. Y a falta de dragón, la gran antena que se alza en su cima es el Cordón. Se llama así, es decir, así es como lo llamamos aquí. Nos une al mundo exterior. Si un día se viene abajo, adiós tele, adiós internet, adiós radio y adiós móviles. Porque el Cinturón, por bonito que sea, nos tiene totalmente encerrados en este agujero.

—Entonces, espero que quien vigila esa antena sea el ejército —dijo Chad, tan sinceramente preocupado que Gemma no pudo evitar sonreír.

—No, no creo. Pero es fuerte y aguanta los rayos bastante bien. Ya veréis, cuando hay tormenta es impresionante. Lo que no sé es si aguantaría el aliento de fuego de un dragón...

Los dos chicos saltaron en los asientos y, con los ojos brillantes, se volvieron para mirar el mástil de acero que dominaba el pueblo. Pero solo vieron un trazo plateado lejos, muy lejos, por encima de sus cabezas.

Gemma siguió con la visita guiada durante otro cuarto de hora, multiplicando los rodeos para enseñarles el máximo a los chavales sentados detrás. Luego entraron en Main Street, la calle comercial, por la que deambulaba bastante gente en medio del calor de julio. Dejaron el coche en el aparcamiento del supermercado Shaw’s y Gemma instaló en el cochecito a Zoey, que se volvió a dormir enseguida.

«¡Esta niña es un auténtico lirón! Será que no duerme por la noche...», se dijo la chica.

El punto de encuentro estaba al final de la calle, en el paseo de madera que daba al océano, y Gemma no quería llegar demasiado tarde. Tenía la sensación de que había resuelto la papeleta y les había caído bien a los niños, y era importante que los padres la consideraran fiable, también en lo relativo a la puntualidad.

Zigzagueaban riendo entre la gente cuando Gemma alzó los ojos y lo vio. Estaba a unos veinte metros delante de ellos, en el cruce de Atlantic Drive. La sangre se le heló y los pies se le inmovilizaron.

Los dos chicos tardaron unos segundos en comprender que pasaba algo y seguir la mirada aterrada de su canguro.

—¿Algún problema? —preguntó Owen, preocupado.

—Es tu ex, ¿no? —le soltó sin más Chad, para quien el tema de las relaciones amorosas se había convertido en una cuestión de interés.

Gemma meneó la cabeza, incapaz de hablar.

Derek aún no la había visto, pero solo era cuestión de segundos que lo hiciera. Retomando el control de sus emociones, Gemma hizo girar a toda prisa el cochecito por la primera bocacalle, y los dos chicos no tuvieron más remedio que seguirla, no sin antes echar un último vistazo al origen del problema.

—No te ha visto —le informó Chad—. ¿Es ese tipo alto que lleva una camisa sin mangas?, ¿el de los brazos llenos de tatuajes? Estaba hablando con dos colegas, ya puedes dejar de correr, estás a salvo.

Derek Cox, Jamie Jacobs y Tyler Buckinson. La santísima trinidad de los infiernos de Mahingan Falls. Estrellas del equipo de fútbol americano local, los Wolverines. Tyler no era más que un pedazo de animal, un inútil que pagaba su frustración con cualquiera que le llevara la contraria. Jamie era hijo de uno de los hombres de negocios más influyentes del pueblo, propietario de la mayoría de los arrastreros entre Rockport y Salem, lo que convertía a su vástago en casi intocable. Quedaba el peor: Derek. Todos los pueblos del mundo debían de contar con su imán de problemas particular, suponía Gemma. Derek era un superconductor de conflictos, a lo que había que añadir un carácter feroz, por no decir incontrolable. Y no soportaba el rechazo. En especial, de las chicas tras las que iba. Gemma había tenido la desgracia de convertirse en su presa la primavera anterior, desde la que vivía una auténtica pesadilla. La buscaba en el instituto para acorralarla en un rincón, se pegaba a ella creyéndose irresistible, sus manos se transformaban en tentáculos y sus labios intentaban arrancarle un beso que ella conseguía negarle intentando alejarlo sin que se cabreara. Sabía de lo que era capaz. Había visto a Patty Drotner y Tiara O’Maley. Todo el mundo las había visto. Con horror. Pero nadie había dicho nada. Nadie.

Afortunadamente, las amigas de Gemma le servían de barrera para que pudiera evitarlo, y las vacaciones de verano le habían permitido no cruzarse con él durante un tiempo, pero Gemma no sabía si por fin la había tomado con otra o si corría el riesgo de que la humillara delante de los niños. Se había pasado todo el mes de junio y el comienzo de julio preguntándose cómo se las arreglaría para terminar su último curso con él por los alrededores. Eso la reconcomía.

—Es un completo gilipollas al que hay que evitar a toda costa —dijo guiándolos hacia la entrada posterior de una farmacia que daba al paseo marítimo.

Chad y Owen intercambiaron una mueca de complicidad. Una canguro que decía «completo gilipollas» delante de ellos: les encantaba.

—Si quieres —propuso Chad, galvanizado por el aire marino, el sol y el descaro propio de su edad—, Owen y yo podemos ir a hablar con él, a decirle que deje de molestarte. No me da miedo, aunque tenga diecisiete o dieciocho años —Owen le propinó un codazo en las costillas para hacerle saber que no estaba de acuerdo, pero Chad continuó—: Créeme, un buen bate de béisbol equilibra la diferencia de edad. Y entonces, por muy fuerte que sea, nos escuchará y...

Gemma se detuvo y lo miró boquiabierta, buscando las palabras antes de blandir un índice amenazador.

—Pase lo que pase, si volvéis a verlo, no le dirigiréis la palabra, no os acercaréis a él y lo evitaréis. ¿Lo habéis entendido? —su mirada ya no tenía nada de agradable o afectuoso. Mezclada con aquella súbita autoridad, había en ella incluso miedo—. ¿Lo habéis entendido? —repitió colérica—. No tenéis ni idea de lo que es capaz.

Esta vez, hasta Chad agachó la cabeza.

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4.

 

 

 

Las buenas maneras estaban acabando con él.

Tom empezaba a comprender dónde se habían metido realmente al mudarse a aquel tranquilo pueblo de Nueva Inglaterra. Casi todo el mundo se conocía. En las tiendas, no pasaban cinco minutos sin que fulano parara a mengano para saludarlo. En todas partes les sonreían amistosamente; cada dos por tres, en cuanto resultaba evidente que no eran de allí, les ofrecían ayuda; y si Olivia explicaba que acababan de instalarse, les llovían frases de bienvenida, consejos y proposiciones de lo más diversas. Allí existían, constató Tom, no como en Nueva York, donde podías pasearte por un supermercado sin que una sola mirada se posara en ti. Pero la atención llevaba aparejada una exigencia de afabilidad, una actitud sociable, y eso a él, que estaba acostumbrado a una vida de hurón encerrado en su madriguera, se le hacía cuesta arriba. Por suerte, ya estaban en la cola de la caja, en la que iba a ser su última tienda de ese día.

—Al próximo que me salude como si fuéramos amigos del alma —refunfuñó en voz baja—, te juro que le paso por encima con el carrito hasta que las tripas se le enrollen en las ruedas.

—Pues vete acostumbrando —le dijo Olivia sin perder su sonrisa jovial —, porque esto va a ser el pan de cada día durante los próximos veinte años.

—¡Claro!, ya entiendo: estoy muerto. He sido un mal chico y me han castigado: he ido al infierno, ¿no es eso?

Su mujer estaba a punto de contestar algo, de naturaleza sexual, esperaba Tom, como merecía el mal chico que era, cuando una voz estentórea exclamó a su espalda:

—¡Olivia Burdock! ¡No, no estoy soñando, es usted!

Justo detrás de ellos, un cincuentón barrigudo con chaqueta, pantalón y sombrero de vaquero beige a juego los miraba de hito en hito señalando a Olivia con el índice. Una barba de una semana, entre castaña y blanca, cubría sus gruesos mofletes, y la sombra del Stetson no bastaba para atenuar el brillo de sus ojos azules.

—Usted es la presentadora del «Breakfast America Daily Show», ¿verdad? —insistió sin la menor discreción.

—Es el «Sunrise America Daily Show», pero supongo que da igual —lo corrigió Olivia en un tono de voz mucho más bajo, esperando que él disminuyera el suyo.

El hombre le tendió su gruesa y fofa mano.

—Logan Dean Morgan, pero llámenme LDM, como mis amigos. ¡Es un orgullo para nuestro pueblo tenerlos como vecinos!

—Qué deprisa se ha extendido la noticia... —respondió Olivia sorprendida, pero con la seguridad y la soltura de quien está acostumbrado a esas situaciones.

—¡Imagínese! ¡Una celebridad entre nosotros! Tessa Kaschinski ha hecho correr la voz. Todo el mundo está al tanto o lo estará de aquí al fin de semana.

Dichosa agente inmobiliaria, gruñó Tom para sus adentros. Desde el principio le había parecido demasiado zalamera, una de esas mujeres que no paran de cotillear e hinchar cualquier insignificancia hasta convertirla en rumor.

Comprendiendo que no iba a poder librarse de Morgan hasta que terminaran sus compras, Olivia dio un paso a un lado y señaló a Tom.

—LDM, le presento a mi marido, Thomas Spencer. Tal vez conozca sus obras de teatro.

—¡Uy, no! Nunca voy a Nueva York.

—También se representan en Boston, e incluso...

—No tengo tiempo ni para ir al cine, así que... ¡Ah! —exclamó de pronto, como fulminado por un rayo—. Tienen que venir a mi restaurante. Soy el dueño del Lobster Log, en el puerto deportivo, ¡les encantará! El mejor marisco de toda la costa. ¡Ya sé que todos los restauradores locales dicen lo mismo, pero en mi caso es verdad!

Olivia miró a Tom de reojo. Código rojo. Era su contraseña con los pelmazos demasiado amables para rechazarlos pero que se mostraban demasiado pegajosos para poder deshacerse de ellos fácilmente. Tom se acercó al cliente de delante y comprobó consternado que se tomaba todo el tiempo del mundo para vaciar el carrito en el mostrador de la caja. Todavía tenían para cinco minutos largos, y mientras oía a Logan Dean Morgan parlotear sobre la calidad de sus productos y la originalidad de su restaurante, comprendió que no podrían librarse de una cena en el Lobster Log en un futuro cercano.

«Código rojo insuperable. No nos iremos sin su tarjeta y la promesa de pasarnos en las próximas dos semanas; un mes, echando mano de todos los pretextos posibles. Y a juzgar por el personaje, hasta puede que insista en que Olivia le dé el número del móvil, lo que será el acabose, porque llamará cada tres días para saber cuándo vamos.»

—Pero, díganme, ¿por qué Mahingan Falls? ¡Ah, ya lo sé! Es por usted —dijo señalando a Tom—. Para escribir uno de sus libros, ¿verdad?

—Yo... Yo no escribo novelas, sino obras...

—A usted lo que le van son las historias de crímenes, ¿no es así? Lo veo en sus ojos. ¡Las novelas policiacas! Eso sí que vende, a la gente le fascinan los crímenes. Es como si todo el mundo lo llevara en la sangre...

LDM terminó su monólogo con una risa estridente que le agitó la barriga y los mofletes.

—Lo que «le va» a Tom —terció Olivia— son más bien las obras dramáticas, descifrar los códigos sociales, las dificultades de las relaciones, cómo evoluciona nuestra sociedad...

—¡Pues debería hacer algo más sangriento! —insistió Logan—. ¡Además, aquí no le costaría inspirarse!

Olivia frunció el ceño.

—¿En Mahingan Falls hay una tasa de criminalidad elevada?

—Hoy ya no, por supuesto, pero en lo tocante a antecedentes siniestros, ¡estamos bien servidos! Seguro que Tessa Kaschinski no se lo dijo. ¡La gente no presume de esas cosas hasta que los recién llegados están ya entre nosotros, atados de pies y manos con su crédito hipotecario! —dijo Logan entre risas—. ¿Han oído hablar de las brujas de Salem? Todo el mundo las conoce. ¡Bueno, pues Salem no está más que a unos veinte kilómetros al sur! Y, en realidad, la mayoría de esas chicas eran de aquí. ¡Sí, señor! Lo que pasa es que no podían juzgarlas en el pueblo, que en la época era un villorrio de tres al cuarto, así que se las llevaron al pueblo grande más cercano: Salem. Y antes de eso tuvimos a los indios, la matanza de los..., ¿cuáles eran? ¡Los pennacooks! Una auténtica carnicería. Y durante la prohibición, Mahingan Falls era una guarida de contrabandistas, con sus correspondientes arreglos de cuentas, como pueden imaginar. Y se me olvidaba: también tuvimos aquí a Roscoe Claremont, el asesino en serie de los acantilados, el siglo pasado. Bueno, se lo he soltado todo como me ha venido, desde luego, pero mi mujer se lo podría contar mucho mejor que yo: esas cosas le apasionan. Hubo una época en que quería incluso escribir un libro sobre el tema..., ¡le robaría el trabajo, Thomas! Por eso sé todas esas barbaridades. Se pasa la vida viendo el Crime & Investigation Network. Estoy seguro de que le encantaría conocerlo —Tom prefirió no alentarlo y asintió con una sonrisa de circunstancias. No sabía a quién iba a matar primero, si al cliente que los precedía y seguía sin avanzar o a LDM, si no se callaba en menos de diez segundos—. Cuando conozcan a nuestro alcalde, sobre todo no le digan que les he contado todas esas cosas, ¿eh? —se apresuró a añadir Logan—. No es la postal más bonita de nuestra comunidad. Pero, como yo digo siempre, ¡no hay que renegar del pasado!

Cuando al fin salieron de la tienda, Tom casi echó a correr con el carrito en dirección al coche. Olivia lo miraba divertida.

—¡Ya tenemos nuestro ganador del mes! —exclamó riendo.

—Te lo advierto: como sean todos así, nos largamos antes de que termine el verano.

—Acabamos de firmar una hipoteca sobre la Granja, estás atrapado entre esta gente hasta dentro de al menos quince años —se burló Olivia.

—¡Me da igual! Quemo la casa, defraudo a la aseguradora, pero no pienso ir a cenar al restaurante de ese individuo jamás, ¿lo oyes?, ¡jamás!

Tom lo decía en broma, pero estaban empezando a entrarle dudas. ¿Era aquel un buen sitio para ellos? Se hacía preguntas sobre el futuro de ambos, y sabía que Olivia también. Se habían sentido saturados en el mismo momento, habían hecho las mismas reflexiones, habían tenido el mismo flechazo con la Granja y, en apenas unos meses, lo habían dejado todo. Todo.

Tom necesitaba tomar distancia. Respecto a sí mismo y respecto a su trabajo. El estrepitoso fracaso de su última obra le había hecho mucho más daño como autor de lo que habría podido imaginar. Los críticos lo habían vapuleado. El público le había dado la espalda. Hasta los agentes se mostraban más reacios a encontrarse con él, a hablarles de él a sus actores. A decir verdad, Tom era consciente de que el éxito había dejado de acudir a la cita. Su obra La sinceridad de los muertos había sido una revelación, seguida del triunfo absoluto de Amarguras, representada en todo el mundo. Pero luego no se había renovado lo suficiente, y se había iniciado un largo declive. El fiasco de su última creación, un año antes, lo había arrastrado al fondo. Para Tom, alejarse del desquiciante barullo de la megalópolis neoyorquina, del guirigay de los periodistas y los demás dramaturgos, de los consejos de los agentes y los directores de teatro, se había convertido en una necesidad. Volver a lo esencial. A la sencillez. Lo sentía sin llegar a confesárselo, hasta que Olivia se lo hizo desembuchar como solo ella sabía hacerlo.

La propia Olivia se hallaba inmersa en una profunda reflexión sobre su trayectoria, una revisión colosal que cuestionaba hasta sus sueños de adolescente, pese a lo mucho que había luchado para conseguir hacer televisión. Una joven periodista de información local convertida en estrella de una cadena nacional, a la cabeza de su propio show matutino, emitido todos los días de la semana. En el umbral de los cuarenta, había emprendido una introspección particularmente dolorosa en una profesión ávida de juventud, en la que lo que cuenta por encima de todo es la apariencia, en la que cada nueva arruga es como un foco más que se apaga sobre tu rostro. Olivia se preguntaba qué sentido tenía lo que hacía. Ya no disfrutaba realizando su trabajo. Demasiada presión, demasiadas opiniones diferentes y la sensación de que la suya era la que menos importaba, a medida que las decisiones se tomaban dentro de comités cada vez más grandes e incompetentes. Ya no se divertía. Peor aún: todas las mañanas, en el momento de salir a antena, la invadía la sensación de que ya no era ella misma. Tenía pesadillas recurrentes en las que se le cruzaban los cables en mitad del directo y les cantaba las cuarenta a todos ante millones de espectadores. ¿Para eso había trabajado tanto desde la adolescencia? ¿Para acabar así? ¿Amargada, exhausta, y probablemente apartada de la noche a la mañana cuando un estudio demostrara que su sustituta durante las vacaciones, veinte años más joven, les gustaba más a las sacrosantas amas de casa? El asunto se había precipitado durante una de esas veladas de sociedad que tanto odiaba Tom, en casa de uno de los productores de su mujer. Allí conocieron a Bill Taningham, abogado de famosos. Bill era un epicúreo trágico, en la medida en que usaba y abusaba de todos los placeres hasta destruirse poco a poco. Dado que uno de sus vicios era el juego, Taningham se encontraba en una situación financiera muy delicada, que le obligaba a deshacerse de buena parte de lo superfluo. La Granja entraba en esa categoría. Una conversación entre tantas en medio del tintineo de las copas de champán, Bill proponiéndole a un conocido venderle la casa a un precio sin competencia posible, Tom viendo aparecer la foto en el móvil del abogado e interviniendo en la conversación... Todo empezó ahí. Frases cazadas al vuelo, una imagen interesante captada con el rabillo del ojo, y la tranquila vida de los Spencer dio un giro.

Tom ignoraba por qué había deseado saber más sobre aquella granja totalmente reformada, pero había hecho preguntas e incluso atraído a la conversación a Olivia, que fue quien, el siguiente fin de semana, le propuso ir, solo para echar un vistazo, por diversión.

Ni en el avión a Boston ni en el coche que alquilaron a continuación se planteó Tom aquello como algo factible. No era más que una excusa para escapar de la rutina, en plan de pareja, para imaginarse otra vida, paralela a la suya y tanto más atractiva cuanto que era una fantasía, un imposible.

Sin embargo, se acordaba de todas las fotos que había visto en el móvil de Bill Taningham, y la casa lo fascinaba. Se imaginaba en ella con los niños, felices, e incluso llegaba a verse sentado delante de una mesa en la primera planta, escribiendo en una habitación cálida y tranquila.

La tarde de ese mismo día de primavera, cuando volvió a salir de la casa, algo había cambiado dentro de él. La agente inmobiliaria comisionada por Taningham debió de intuirlo, porque les propuso que se quedaran un rato mientras ella volvía a su despacho a buscar unos papeles. Fue Olivia quien le tiró de la lengua y le ayudó, a él, el hombre de letras, a expresar con palabras lo que no conseguía confesarse a sí mismo.

Le gustaba aquel sitio. Le gustaba la vida que podía ofrecerles la Granja. En ese período dramático en que, un año antes, Olivia había perdido a su hermana y Owen había tenido que injertarse en el nuevo tronco, provocando grandes cambios, su mujer no había hecho más que ir en su mismo sentido. También ella aspiraba a otra cosa, a replanteárselo todo, a una vida más auténtica.

—Voy a dejar la emisión diaria —le anunció sentada en las baldosas de barro de la escalera que daba a la terraza trasera de la Granja.

—¿Qué?

—Y tú te vas a alejar de las víboras y los tiburones. Puedes escribir perfectamente lejos de Nueva York.

—Pero, Olivia, es... ¡No puedes dejarlo todo! ¡Vamos! Veinte años luchando para conseguirlo y ahora que estás a punto de coger el Grial con las manos ¿das media vuelta?

—Ya he bebido de él, ya he vivido el sueño, ya he conseguido lo que perseguía... Ahora puedo dedicarme a otra cosa en vez de inten

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