La serpiente roja

Peter Harris

Fragmento

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Contenido

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Agradecimientos

Agradecimientos

La Serpiente Roja debe mucho a numerosas personas que me han prestado su colaboración, su estímulo y su apoyo. Sería prolijo citarlas a todas, pero no puedo dejar de mencionar a algunas de ellas, sin cuya aportación este libro no habría sido posible.

Mi gratitud a Valery, por su información sobre importantes aspectos de la vida parisina. A More, por sus correcciones y sobre todo por su comprensión.

Como siempre, este libro debe mucho a Christine, cuya atenta lectura del original permite dar forma definitiva al texto.

PETER HARRIS

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Troyes, Champaña (Francia), año 1114

Apenas quedaba un atisbo de luz. El monje, con la capucha volada sobre el rostro y envuelto en su amplio manto, caminaba con paso presuroso sin dejar de lanzar furtivas miradas a su espalda. No deseaba un encuentro inoportuno y tampoco que se supiese adónde dirigía sus pasos porque Troyes, la ciudad que albergaba la animada corte de los condes de Champaña, no dejaba de ser un pequeño burgo donde todo el mundo se conocía.

«¿Qué querría Jacob Tam?»

Desde que había leído el mensaje, el peso de la incertidumbre agobiaba su ánimo, pues el trazo nervioso de la escritura reflejaba la prisa de su autor.

Sin perder la compostura a que le obligaba su dignidad eclesiástica, aceleró el paso. Las calles estaban solitarias; rodeó la maciza catedral y avanzó sigilosamente por el dédalo que formaba la judería. Allí, el espacio se estrechaba tanto que los pronunciados aleros de las casas casi se tocaban. Las angosturas convertían los pasajes en lugares tenebrosos porque, apenas se insinuaba el crepúsculo, las tinieblas se apoderaban del lugar. Se retorcían en recodos que infundían miedo a quien deambulase por ellos sin compañía. Eran sitios propicios para tender una emboscada rápida y desvalijar a un caminante solitario sin que tuviese tiempo de decir amén.

El monje se sintió aliviado cuando dobló la esquina de la última calleja.

Golpeó con los nudillos la recia tablazón de una puerta tachonada con una cadencia establecida, indicada por el judío en su misiva. El silencio, denso, se rompió con unos ruidos secos al otro lado y comprobó cómo, sin preguntar, alguien descorría el cerrojo que aseguraba la puerta. Al abrirla, los goznes chirriaron y su quejido cobró mayor dimensión en medio del silencio.

—Pasad, fray Bernardo. —Quien lo invitaba era un joven de piel atezada y cabello negro y ensortijado. Portaba un candil que apenas rompía la penumbra del portal, sobriamente amueblado.

Se hizo a un lado franqueándole la entrada, aseguró la puerta y le pidió que lo acompañase. El fraile se echó atrás la capucha y descubrió un rostro blanco en el que resaltaban unos ojos grandes, garzos y de mirada penetrante, sobre una nariz aquilina y unos labios finos, apenas una línea, que indicaban determinación. La tonsura dejaba un círculo de pelo rojizo alrededor de su cabeza. Atravesaron un gran patio que más parecía huerto; en mitad de la oscuridad se adivinaban las verduras. Sus dimensiones llamaban la atención: nadie podía imaginar que, tras la pequeña fachada de la casa, hubiese una heredad tan grande. Subieron por una escalera y cruzaron una azotea antes de llegar al gabinete de trabajo del rabino.

Jacob Tam tenía fama de puntilloso, y entre los estudiosos se comentaba su precisión en la interpretación del Talmud. Hasta su estudio acudían gentes de lejanos lugares para beneficiarse de sus enseñanzas o en busca de orientación en los estudios rabínicos. Era el heredero espiritual del gran Raschi, quien lo consideraba su discípulo predilecto y el que recibió el precioso legado de sus profundos conocimientos. Sobre sus hombros recayó también la responsabilidad de que los estudios de la Torá y del Talmud continuasen por la senda que, en su día, abriera el maestro.

Estaba encorvado sobre la mesa, con los ojos pegados al pergamino que examinaba porque su vista había menguado mucho tras una vida dedicada al saber. Hacía tiempo que la lectura había dejado de ser un placer para convertirse en una dura labor. Días atrás había cumplido cincuenta y cinco años, y ya era un anciano gastado por el estudio. Un paño de lino blanco adornado con listas de un azul desvaído cubría su cabeza.

El joven carraspeó para indicarle la presencia del visitante, pero no fue suficiente para sacarlo de su ensimismamiento.

—Rabí.

La voz del joven sonó reverencial, como si temiese molestar. Tuvo que llamarlo una segunda vez para que Jacob Tam alzase la cabeza con expresión confusa. Las arrugas de su cara eran huellas profundas, surcos tallados por el paso del tiempo. Tenía enrojecido el borde de los ojos por la febril y prolongada lectura. Su larga barba, de una tonalidad gris blanquecina, le daba un aire venerable.

—¡Fray Bernardo!

Apoyó las manos sobre la mesa y, con mucho esfuerzo, enderezó su cuerpo hasta incorporarse, luego se acercó a Bernardo de la Saure, quien, en un gesto amistoso, abrió los brazos para estrechar los frágiles huesos del anciano.

—Shalom —musitó el judío a su oído.

—Que la paz de Dios os acompañe.

—Sabéis que, por la memoria de mi maestro, sois bienvenido a esta mi

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