El oro de Poseidón (Serie Marco Didio Falco 5)

Lindsey Davis

Fragmento

Capítulo I

I

En la vía Aurelia, la noche era oscura y tormentosa. Mal presagio para nuestro regreso a casa, antes incluso de que entráramos en Roma.

A aquellas alturas habíamos cubierto ya mil millas, empleando febrero y marzo para realizar nuestro viaje desde Germania. Las cinco o seis horas de la última etapa, desde Veyes, habían sido las peores. Mucho después de que los demás viajeros se hubieran refugiado en las posadas al borde del camino, nos encontramos a solas en plena calzada. La decisión de continuar la marcha para alcanzar la ciudad aquella misma noche había sido una opción ridícula. Los demás componentes de la partida eran conscientes de ello y todos sabían quién era el responsable: yo, Marco Didio Falco, el hombre al mando. Probablemente estarían expresando su malhumor entre dientes, pero no alcanzaba a oírlos. Ellos viajaban en el carromato, totalmente empapados e incómodos pero en situación de apreciar que había alternativas aún más frías y húmedas. Yo iba montado a caballo, completamente expuesto a la lluvia y al azote del viento.

Sin previo aviso, aparecieron las primeras viviendas, los altos y abigarrados edificios de pisos que flanquearían nuestro camino a través de los barrios pobres e insalubres del distrito del Trastévere. Casas ruinosas sin balcones ni pérgolas se apretaban unas contra otras en una lúgubre formación solo interrumpida por negras callejas en las que normalmente se apostaban los ladrones a la espera de recién llegados a Roma.

En una noche como aquella, pensé, tal vez prefirieran apostarse en la comodidad y seguridad de sus camas. O tal vez estuvieran al acecho en la esperanza de que el mal tiempo hiciese bajar la guardia a los viajeros; como quiera que fuese, yo era consciente de que la media hora final de un largo viaje puede ser la más peligrosa. En las calles aparentemente desiertas, las pisadas de los caballos y el traqueteo de las ruedas del carro anunciaban nuestra presencia de forma estentórea. Presintiendo amenazas contra nosotros por todas partes, cerré la mano en torno a la empuñadura de la espada y palpé el cuchillo oculto en la bota. Unos cordones empapados sujetaban la hoja contra los hinchados músculos de la pantorrilla, lo cual dificultaba la maniobra de extraerla.

Me envolví aún más en la capa mojada pero, cuando los pesados pliegues de esta se adhirieron al resto de mis ropas, lamenté haberlo hecho. Sobre mi cabeza, un canalón de desagüe se rompió y vertió su contenido sobre mí, asustó al caballo y me dejó el sombrero ladeado. Con una maldición, pugné por dominar mi montura. Me di cuenta de que habíamos pasado el desvío que nos habría conducido al puente Probo, el camino más rápido para llegar a casa. Se me cayó el sombrero y lo abandoné donde estaba.

Un solitario punto de luz en una calle secundaria a mi derecha señalaba, como yo bien sabía, el puesto de guardia de una cohorte de los vigiles. No había más signos de vida.

Cruzamos el Tíber por el puente de Aurelio y oí en la oscuridad del fondo el ruido del río, cuyas agitadas aguas poseían una energía inquietante. Tuve la certeza casi absoluta de que, corriente arriba, se habría desbordado en las tierras bajas al pie del Capitolio, convirtiendo una vez más el Campo de Marte —que en el mejor caso no pasaba de ser un terreno poroso— en un lago insalubre. Una vez más un fango turgente, del color y la textura de las aguas fecales, estaría rezumando en los sótanos de las lujosas mansiones cuyos propietarios de clase media se peleaban por obtener las mejores vistas de la ribera.

Mi padre era uno de ellos. Debo confesar que la idea de verle achicar las hediondas aguas que anegaban su vestíbulo me regocijó.

Una poderosa racha de viento detuvo en seco mi caballo cuando intentamos doblar una esquina para salir al foro del mercado de ganado. Arriba, tanto la Ciudadela como la cima del Palatino resultaban invisibles. Los palacios de los Césares, iluminados por las lámparas, quedaban también fuera de la vista, pero ahora ya me encontraba en territorio conocido. Apresuré el paso de mi montura para dejar atrás el Circo Máximo, los templos de Ceres y de la Luna y los arcos, fuentes, termas y mercados cubiertos que eran la gloria de Roma. Todo aquello podía esperar; por el momento, lo único que deseaba era mi cama. La lluvia se deslizaba como una cascada por la estatua de algún antiguo cónsul, corriendo por los pliegues de bronce de la toga como si se tratase de cañadas. Cortinas de agua barrían los tejados, cuyos canalones eran totalmente incapaces de dar abasto, y auténticas cataratas se precipitaban desde los pórticos. Mi caballo pugnaba por buscar refugio en las aceras, bajo los toldos de las tiendas, mientras yo tiraba de las riendas para que volviese la cabeza y obligarlo a seguir por la calzada.

Nos abrimos paso con esfuerzo por la calle del Armilustrio. En aquella vaguada, algunas de las callejas secundarias sin alcantarillado parecían totalmente intransitables, ya que el agua llegaba a la altura de la rodilla, pero cuando tomamos la vía principal iniciamos la ascensión por la empinada cuesta, que, si no inundada, resultaba peligrosamente resbaladiza. Durante todo el día había llovido tanto sobre las calles del Aventino que ni siquiera se alzaba a recibirme la pestilencia habitual; sin duda, el acostumbrado hedor a excrementos humanos y a actividades insalubres regresaría al día siguiente, más intenso que nunca después de que tanta agua hubiera empapado los estercoleros en los que se apilaban las basuras.

Una sensación tan familiar como deprimente me indicó que había encontrado la Plaza de la Fuente.

Aquella era mi calle. El acre callejón sin salida tenía un aspecto más sombrío que nunca para un extraño que regresaba al lugar. Sin luces y con las contraventanas cerradas y los toldos recogidos, el callejón no ofrecía el menor atractivo. Vacío incluso de su habitual multitud de degenerados, seguía, sin embargo, impregnado de dolores y penas humanas. El viento penetraba ululando en la calle y rebotaba contra nuestros rostros. A un lado se alzaba mi bloque de pisos, como un anónimo baluarte republicano levantado para resistir a los bárbaros merodeadores. Cuando me detuve, una pesada maceta se estrelló contra el suelo junto a mí; no me cayó encima por apenas un par de dedos.

Abrí con esfuerzo la puerta del carruaje para que bajaran las almas agotadas de las que era responsable. Envueltos como momias para protegerse del mal tiempo, los ocupantes descendieron con aire ceremonioso, pero cuando la tormenta se abatió sobre ellos, dejaron las piernas al descubierto y corrieron a refugiarse en la caja de la escalera.

Formaban el grupo mi prometida, Helena Justina, su asistenta, la hija menor de mi hermana y nuestro carretero, un recio celta que, supuestamente, debía ayudarnos como escolta. Seleccionado por mí personalmente, el hombre se había pasado la mayor parte del trayecto temblando de terror, pues, lejos de su tierra natal, había resultado ser más tímido que un conejo. Era la primera vez en su vida

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