La niebla herida (Serie Corazón Rodríguez)

Joaquín M. Barrero

Fragmento

Contenido

Contenido

PARTE PRIMERA Junio 1946

DÍA PRIMERO

DÍA SEGUNDO

DÍA TERCERO

DÍA CUARTO

PARTE SEGUNDA Julio 1946 – Octubre 1956

UNO Julio 1946

DOS Noviembre 1946

TRES Diciembre 1946

CUATRO Abril 1947

CINCO Mayo 1948

SEIS Octubre 1948

SIETE Octubre 1950

OCHO Abril 1952

NUEVE Mayo 1952

DIEZ Agosto 1954

ONCE Enero 1955

DOCE Septiembre 1955

TRECE Septiembre 1956

CATORCE Octubre 1956

PARTE TERCERA Febrero 1957 – Octubre 1959

UNO Febrero 1957

DOS Marzo 1957

TRES Octubre 1957

CUATRO Enero 1958

CINCO Febrero 1958

SEIS Septiembre 1958

SIETE Abril 1959

OCHO Mayo 1959

NUEVE Junio 1959

DIEZ Julio 1959

ONCE Agosto 1959

DOCE Septiembre 1959

TRECE Octubre 1959

PARTE CUARTA Septiembre – Octubre 2000

UNO

DOS

TRES

CUATRO

CINCO

SEIS

SIETE

OCHO

NUEVE

DIEZ

ONCE

DOCE

TRECE

CATORCE

PARTE QUINTA Octubre 1959 Agosto 1959 Abril 1960

UNO Octubre 1959

DOS Octubre 1959

TRES Agosto 1959

CUATRO Abril 1960

EPÍLOGO Diciembre 2000 Octubre 1959

UNO Diciembre 2000

DOS Octubre 1959

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PARTE PRIMERA
Junio 1946

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DÍA PRIMERO

Luis nunca había visto a un muerto tan reciente; un muerto que pocos instantes antes no lo era, sino un ser vivo y gesticulante. Los muertos que había visto eran como muñecos irreales, gente metida en cajones oscuros, con cirios luciendo en cada esquina; cuerpos escondidos en sudarios salvo el rostro agudo y desconocido, como el de don Pedro, el del cuarto izquierda, y el de la señora Eloísa, del primero A. Todavía se les podía reconocer cuando su madre le llevó a darles el último adiós. «Debes ir a saludarles porque te quieren mucho; es un respeto a las personas que se van; te acercas y en voz baja les dices lo que quieras decirles.» Y él se acercaba, imaginando sus cuerpos invisibles, hundidos en el colchón como si algo tirara de ellos hacia el suelo, y veía sus ojos implorantes despegarse de unas cuencas profundas, como queriendo aferrarse a él. Y luego besaba sus rostros de cartón, fríos como las noches de invierno y amarillos como limones viejos. Y días después acudía a los velatorios, donde, en habitaciones en penumbra, mujeres vestidas de negro y sentadas a lo largo de las paredes exhibían rezos, llantos y suspiros con gestos contenidos. Miraba entonces a esas figuras inmóviles que él había conocido erguidas y animadas y ahora se habían transfigurado en cosas irreconocibles, y él contenía las preguntas que ya no era posible hacer. En silencio retrocedía a otra sala donde alguien le daba un vaso de leche, a veces dos, con galletas. Llegó a asociar la muerte con el reparto de esas meriendas y, en las frecuentes ocasiones en que el estómago clamaba, deseaba que algún vecino se muriera para zamparse una de esas conmovedoras manducas.

También recordaba a su madre cuando la enfermedad se la llevó, dejándoles solos al Julián y a él. Pero ella tenía el rostro bello y suave y parecía que se despertaría de un momento a otro. Nunca había entendido por qué no volvía, con lo que ellos la querían y necesitaban.

Pero el muerto de ahora era diferente. Arrojado al suelo como los muchos perros que se veían por las calles, el hombre tenía el mismo aspecto que cuando le viera vivo, con el rostro lleno de color, como si estuviera descansando. Un tiempo antes, él, su hermano Julián y sus amigos, el Gege y el Piojo, habían entrado en el Matadero Municipal para esquilar a las ovejas. Terminado el trabajo habían metido la lana en talegos, procediendo con el mayor silencio para no despertar al vigilante del ganadero. Al salir del establo vieron a un guarda jurado rondando. Esperaron un tiempo hasta que se marchó. Luego, para no ser interceptados, se deslizaron hacia una de las cuadras donde se estabulaba el ganado vacuno, no ocupadas desde hacía semanas. Al oír ruido de alguien acercándose habían subido al piso superior, donde se guardaba la yerba. Se asomaron con precaución por un lado del hueco central, por donde se echaba el forraje abajo. A la luz lunar que entraba por la amplia puerta distinguieron a tres hombres. Uno, alto y fuerte, llevaba camisa de manga corta y corbata, como si hubiera olvidado ponerse la chaqueta. Los otros dos llevaban también camisas de manga corta, pero sin corbata, y su aspecto no tenía la elegancia del primero. De ellos, uno era alto también, aunque delgado, mientras que el tercero ofrecía estatura media y cuerpo tirando a grueso. Empezaron a discutir en voz baja. El rumor que llegaba a los chicos era ininteligible. Luego, los hombres se pusieron a gesticular de forma crispada. El más grueso hizo un movimiento con su brazo derecho y golpeó varias veces en el abdomen al de la corbata, que gritó ahogadamente y se encogió, apartándose vacilante con las manos sujetándose el vientre. Asustados, los chicos vieron que el hombre grueso tenía un cuchillo en la mano.

—¿Qué has hecho? ¿Estás loco? —dijo el alto.

—Calla, coño ¿Qué podía hacer? ¿Quieres ir a la cárcel?

El herido cayó de espaldas al suelo y su cuerpo sonó como el de una vaca sacrificada. Sus brazos se escurrieron hacia los lados y luego quedó quieto. El grueso se agachó y registró al caído. Estuvieron un momento hablando en voz baja y después salieron dejando el cuerpo inanimado. Fue entonces cuando Julián se incorporó y bajó las escaleras, con los otros pegados a sus talones. Y ahora estaban allí, junto al hombre tendido, que tenía los ojos abiertos y sin luz y la boca entreabierta como si estuviera iniciando un bostezo. Y Luis recordó súbitamente los vasos de leche que en el pasado les ofrecían. De repente hubo una fluctuación en la luz. Se volvieron a mirar. Allí estaban otra vez los dos hombres, con bultos de tela en las manos. Julián gritó y echó a correr hacia la salida lateral, s

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