Asiento 7A

Sebastian Fitzek

Fragmento

Tripa

Capítulo 1

1

Nele

Berlín. Un día y medio antes.

Hora: 05.02

—Existen dos tipos de errores. Los que empeoran tu vida y los que la finiquitan.

Nele escuchaba las frases que un desequilibrado mental decía por la tele.

Hablaba entre dientes, ronco. Con jadeos.

No podía verle los labios. El hombre se había puesto una máscara de entrenamiento. Una piel de neopreno negra, elástica, con una válvula giratoria blanca frente a la cavidad bucal. A los deportistas les servía para incrementar su rendimiento; a los psicópatas, la sensación de placer.

—No me apetece nada esto —dijo Nele en voz alta, como si pudiera cambiar alguna cosa solo con sus palabras. Y cambió de canal cuando el enmascarado abrió el cortacadenas.

«El otoño caliente de la música folclórica.»

Esto es como huir del fuego para caer en las brasas. Solo hay basura en la tele. De todos modos no era de extrañar. ¿Quién se sienta motu proprio frente al televisor poco antes de la salida del sol?

Impaciente, chasqueó con la lengua contra los incisivos y siguió zapeando hasta detenerse en un canal de teletienda.

«El asistente de Ronny en el hogar.»

Nuevos utensilios de cocina, presentados por un hombre que parecía haberse maquillado con una caja de pinturas acrílicas: una piel de color bermellón, unos labios azul verdosos como el cian y unos dientes de blanco opaco. En ese momento estaba gritando a sus clientes que tan solo le quedaban 223 megasuperestupendísimos gasificadores de agua. A Nele le habría venido muy bien uno en estos últimos meses, pues entonces no habría tenido que subir fatigosamente las escaleras ella sola con las botellas retornables. Vivía en un cuarto piso que daba al patio interior en la calle Hansa del barrio berlinés de Weißensee. Cuarenta y ocho escalones relucientes. Los contaba cada día.

Mejor todavía que un gasificador de agua habría sido un hombre, sin duda. Justo ahora, en su «estado», con diecinueve kilos más que nueve meses atrás.

Pero el causante de su estado la había enviado al carajo.

—¿De quién es? —le preguntó David nada más comunicarle ella el resultado del test de embarazo.

No era precisamente lo que una deseaba oír al regresar del ginecólogo en busca de un apoyo, de alguien que supiera estar al pie del cañón en la batalla de sus hormonas.

—Nunca lo hemos hecho sin condón. Todavía no estoy cansado de vivir. Mierda, ahora yo tendré que ir también a que me hagan la prueba.

Un sonoro bofetón puso el punto final a la relación. Solo que no fue ella quien propinó el golpe con furia, sino él. Su cabeza quedó torcida por completo a un lado y Nele perdió el equilibrio. Cayó al suelo junto con su estante de CD, donde se convirtió en una presa fácil para su novio.

—¿Estás pirada? —le preguntó él, y comenzó a darle patadas, una y otra vez, en la espalda, en la cabeza y, por supuesto, también en el vientre, que ella intentó defender con los codos, los brazos y las manos. Con éxito. David no pudo lograr su objetivo. El feto no resultó dañado, el embrión no fue expulsado.

—A mí no me vas a endilgar a ningún churumbel enfermo por el que tenga que estar apoquinando toda la vida —le chilló apartándose por fin de ella—. Ya me cuidaré de que eso no ocurra.

Nele se llevó la mano a ese lugar del pómulo donde la punta del zapato de David acertó a golpear, muy próximo al ojo. Ese punto seguía latiéndole siempre que rememoraba el día de la separación.

No era la primera vez que su novio se ponía hecho una furia, pero sí la primera que le levantaba la mano.

David era el proverbial lobo con piel de cordero que iba repartiendo de puertas afuera su irresistible encanto. Ni siquiera su mejor amiga podía imaginarse que aquel hombre tan lleno de humor, con la pose del yerno perfecto, tuviera una segunda cara brutal que prudentemente solo mostraba cuando se sentía libre de miradas ajenas, de puertas adentro y en su salsa.

Nele estaba enfadada consigo misma porque siempre acababa encontrándose con tipos como ese. Ya en sus primeras relaciones se habían producido algunas escenas de violencia. Quizá los tíos, al ver su aspecto infantil y a la vez descarado, se pensaban que ella no era una mujer, sino una chica a la que uno no desea, sino que posee. Y, seguramente, su enfermedad también contribuía a que muchos la contemplaran como a una víctima.

«Bueno, vale, David Kupfer ya es historia —pensó Nele con cierta satisfacción interior—. En mi interior está creciendo el futuro.»

Por suerte no le había dado ninguna llave de casa a aquel cabronazo.

Después de que ella lo echara, él la estuvo acosando sin cuartel durante un tiempo. La bombardeaba con llamadas telefónicas y con cartas en las que intentaba obligarla a que abortara, y para ello echaba mano unas veces de argumentos («pero ¡si de cantante apenas ganas dinero suficiente para ti misma!») y otras de amenazas («sería una lástima que te cayeras rodando por las escaleras mecánicas, ¿no crees?»).

No fue sino al cabo de tres meses, cuando expiraron los plazos legales para la interrupción del embarazo, que él se dio por vencido y cortó definitivamente todo contacto con ella, con excepción del canastillo de mimbre que dejó ante la puerta de su casa el lunes de Pascua. Adornado como la cuna de un bebé, con una almohadita de color rosa y una mantita mullida tapando a una rata muerta.

A Nele le entraron escalofríos al volver a recordarlo, y metió ambas manos entre los almohadones del sofá para calentarse, aunque en el piso hacía de todo menos frío.

Su mejor amigo le aconsejó que llamara a la policía, pero ¿qué podían hacer ellos, si eran incapaces de atrapar al pirado que llevaba varias semanas rajando los neumáticos de uno de cada tres coches que había aparcados en la calle? Por una rata muerta no se les ocurriría apostar a ningún agente frente a la casa.

Al menos, Nele se rascó el bolsillo y avisó a la empresa administradora de la casa de que ella iba a asumir los gastos de la colocación de una cerradura nueva y de otras llaves para prever la posibilidad de que a David se le hubiera ocurrido en algún momento mandar hacer una copia.

En el fondo, hasta le estaba agradecida. No por los golpes y el cadáver de la rata, sino por sus horribles insultos.

Si hubiera permanecido callado, tal vez ella habría prestado atención a la voz de la razón que le decía que era demasiado peligroso tener el bebé. Por otra parte, gracias al prematuro tratamiento con antivirales ya ni siquiera se le detectaba en la sangre el virus de la inmunodeficiencia humana y, por tanto, el porcentaje de riesgo de contagio era ínfimo, aunque no llegaba al cero por ciento.

¿Debía correr ese riesgo o no? ¿Podía asumir esa responsabilidad con veintidós años y su enfermedad? Un bebé. ¿Sin ninguna seguridad económica? ¿Con una madre que había fallecido muy joven y con un padre que se había largado a vivir al extranjero?

Eran buenos motivos para decidirse en contra de la criatura y a favor de su carrera como cantante, en contra de los pies hinchados, de las piernas gordas y del vientre como un globo, y a favor de la continuidad de una relación condenada al fracaso con un cabaretero guapo y colérico a partes iguales, que se ganaba la vida con trucos de magia en fiestas infantiles de cumpleaños y en celebraciones de empresas. (David Kupfer no era su verdadero nombre, por supuesto, sino una miserable alusión a su gran modelo en la vida, David Copperfield.)

Echó un vistazo al reloj.

Quedaban todavía veinticinco minutos hasta que llegara el taxi.

A esa hora tan temprana estaría en el hospital enseguida, no tardaría ni treinta minutos. Y llegaría una hora antes de la cita acordada. El ingreso estaba fijado para las siete. La cesárea tendría lugar tres horas después.

«Es una locura —pensó Nele con una sonrisa, y se acarició el bombo, ahora con ambas manos—. Pero había sido la decisión correcta.»

Había dejado de pensar eso desde que su médico de cabecera, el doctor Klopstock, la persuadió con buenas palabras para que continuara con el embarazo. Incluso sin tratamiento, no se contagiaba del sida ni siquiera una de cada cinco criaturas por nacer. Sin embargo, a pesar de los buenos resultados de sus análisis de sangre y de todas las medidas preventivas que se habían adoptado en el curso de los atentos cuidados que había recibido, era más que probable que produjera algo inesperado durante la cesárea en la sala de partos.

«Pero puede que eso haya sucedido ya.»

Nele no tenía todavía nombre para el milagro que estaba creciendo dentro de ella. Ni siquiera sabía si era niña o niño. Sencillamente, le daba lo mismo. Estaba ilusionada con tener a una nueva persona en su vida, con independencia de su sexo.

Volvió a cambiar de programa de televisión y, de pronto, sintió otra vez calor. Eso era algo que anhelaba también, cuando tras el parto volviera a tener el cuerpo para ella sola: que cesaran de una vez por todos esos sofocos. Nele estaba a punto de sacar las manos de entre los almohadones del sofá cuando los dedos de la mano derecha se toparon con algo duro.

«¿Qué es esto?»

¿Serían tal vez los pendientes que echaba de menos desde hacía tanto tiempo?

Se inclinó a un lado y palpó con la mano el objeto con el que se había enganchado cuando sintió un breve pero intenso dolor.

—¡Ay!

Sacó el índice y se sorprendió al ver sangre en la yema. Le latía el dedo como si le hubiera picado un insecto. Asustada, se lo llevó a la boca y lo lamió. A continuación se miró la herida. Era un corte pequeño, como si se lo hubiera hecho con una navaja muy afilada.

«¿Qué demonios...?»

Se levantó para acercarse a paso de pato al escritorio. En el primer cajón tenía guardada una caja de tiritas. Al sacarla se topó con un folleto de apartamentos vacacionales en la isla de Rügen. David había querido pasar allí con ella el día de San Valentín. En aquel entonces, en otros tiempos.

Lo único que Nele seguía valorando de su ex en la actualidad era el hecho de que David no la dejó plantada ya en la primera cita, como hacían la mayoría de los hombres a quienes confesaba que tres veces al día tenía que tomarse un cóctel de medicinas para no enfermar de sida. Nele pensó sinceramente que él iba a creerla cuando le dijo que no era ninguna perdida ni tampoco ninguna drogadicta, que no se había contagiado con una jeringuilla ni practicando sexo sin ton ni son con desconocidos. Sino con una mariposa.

Una mariposa con un aspecto extraordinario, que llevaba siempre consigo. En la parte interior de su antebrazo derecho.

En realidad, la función de aquella mariposa con los colores del arco iris era recordarle durante toda la vida aquellas magníficas vacaciones en Tailandia, pero, al ducharse, la verdad es que solo podía pensar en aquella aguja sucia, sin desinfectar, con la que le habían hecho el tatuaje, y en la dureza con la que Dios castigaba algunas veces la imprudencia juvenil. Por lo visto, le desagradaba más que unos adolescentes achispados entraran en un local de la zona de bares de Phuket a hacerse un tatuaje que el hecho de que los matones de Estado Islámico arrojaran a homosexuales desde los tejados de las casas.

Nele se envolvió el dedo con la tirita y regresó al sofá para levantar el almohadón.

Cuando su mirada dio con aquel objeto brillante y plateado, profirió un tremendo suspiro de asombro y estuvo a punto de golpearse la boca con la mano.

—Pero ¿de dónde demonios ha salido eso? —dijo entre susurros.

Con todo cuidado despegó aquella cuchilla de afeitar, que estaba pegada como un chicle. Se encontraba fijada entre los almohadones con doble cinta adhesiva, ¡así que alguien la había colocado allí con toda la intención!

Profundamente aterrorizada, Nele se dejó caer hacia atrás en el sofá. La cuchilla de afeitar que tenía en la mano le quemaba igual que si hubiera sacado con ella una brasa de una chimenea encendida.

Echó un vistazo al reloj, ahora con el corazón latiéndole con fuerza, y volvió a calcular los minutos que quedaban hasta la llegada del taxi.

«¡Todavía quince minutos!»

No deseaba estar ni siquiera quince segundos más en su piso.

Nele tenía la mirada clavada en la cuchilla de afeitar, que iba cambiando de color según las imágenes que aparecían en el televisor.

«¿Cómo leches ha ido a parar a los almohadones de mi sofá?» Estaba fijada con meticulosidad, como si alguien quisiera que Nele se cortara en los dedos con ella.

«¿Y qué demonios llevaba escrito?»

La cuchilla estaba embadurnada con su sangre, pero ahora, al sentarse y quedar girada ciento ochenta grados, podían visualizarse en ella los trazos de una escritura afiligranada, a mano, como realizados con un rotulador Edding de punta fina.

Nele volvió a agarrar con desgana la cuchilla y pasó el dedo índice herido sobre las letras.

«¡Tu sangre mata!»

Nele movió los labios de una manera instintiva y mecánica, como un escolar durante los primeros ejercicios de lectura.

«¿Que mi sangre mata?»

Gritó.

No porque ahora tuviera claro que David debía de haber conseguido entrar en su piso de una u otra manera, sino porque sintió que algo se desgarraba en su interior.

Percibió una punzada intensa, como si se le hubiera clavado el aguijón de un escorpión. En el punto más sensible de su cuerpo. Una sensación como si alguien rasgara con las manos las fibras de una piel fina y delicada a partes iguales.

Cesó ese breve e intenso dolor, y se sintió mojada. Entonces le sobrevino el miedo.

Se extendía como una mancha entre sus piernas. La colcha oscura se oscureció aún más y... «no para».

Ese fue su primer pensamiento, y no dejaba de repetirlo una y otra vez.

«No para. El saco amniótico se ha roto, y yo me estoy vaciando.»

El segundo pensamiento fue aún peor porque estaba justificado.

«¡Demasiado pronto!»

¡La criatura llegaba demasiado pronto!

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Capítulo 2

2

«¿Sobrevivirá? Pero ¿puede sobrevivir algo así?»

La cuchilla quedó olvidada y dejó de tener la menor importancia. En pleno ataque de pánico, Nele únicamente era capaz de plantearse una sola cuestión en su mente: «Pero hace ya semanas que mi médico me dijo que a partir de ahora el bebé era viable, ¿o no?».

La fecha prevista para el parto era dentro de catorce días.

En el caso de una cesárea, el riesgo de contagio para el bebé quedaba muy reducido, motivo por el cual habían adelantado de manera prudente la fecha de la operación. Justamente para evitar lo que estaba sucediendo en estos instantes: que se pusiera en marcha el proceso del parto natural.

«Pero ¿puede una someterse a la operación después de haber roto aguas?»

Nele no lo sabía. Tenía puestas todas sus esperanzas en que su bebito (así denominaba ella al ser que estaba dentro de ella) naciera sano.

«Maldita sea, ¿cuándo llegará el taxi?»

Quedaban todavía ocho minutos.

Y los iba a necesitar.

Nele se levantó con la sensación de estar vaciándose por completo. ¿Eso era perjudicial para el bebé? Una imagen horripilante recorrió su mente: la de su bebito en el vientre intentando respirar en vano, como un pez fuera del agua.

Caminó como un pato en dirección a la puerta de la casa y agarró la bolsa que tenía preparada desde hacía tiempo para la clínica.

Unas mudas, pantalones anchos, camisones, medias, cepillos de dientes y productos de cosmética. También la bolsita con los medicamentos antivirales, por supuesto. En la bolsa había metido incluso pañales, de la talla 1, a pesar de estar por completo segura de que habría en el hospital. Pero Juliana, su precavida comadrona, le había dicho que una no podía estar nunca lo suficientemente preparada para cuando las cosas ocurrían de forma diferente a la prevista. Y eso es lo que estaba sucediendo ahora.

Dios mío.

«Miedo.»

Abrió la puerta.

Nele jamás había sentido tanto miedo por otra persona que no fuese ella misma. Ni tampoco se había sentido nunca tan sola. Sin su progenitor. Sin su mejor amiga, que se encontraba de gira por Finlandia con su grupo musical.

Se detuvo un instante en las escaleras.

¿No era mejor que se cambiara de ropa? Sentía los pantalones mojados del chándal como si llevara un trapo frío entre las piernas. Tendría que haber comprobado de qué color era el líquido amniótico. Si era verde no debería moverse en absoluto, «¿o era de color amarillo?»

Pero aunque fuera del color no deseado y se hubiera puesto ya en movimiento, ¿no iba a empeorar la cosa si regresaba ahora a ponerse una muda seca? «¿O no?»

Nele cerró la puerta de casa. Bajó los escalones agarrándose en la barandilla, contenta de no encontrarse con nadie a una hora tan temprana.

Sentía vergüenza a pesar de no saber muy bien por qué motivo, pues un parto era en realidad algo natural. Sin embargo, por experiencia propia sabía que eran muy pocos los que se involucrarían directamente en ese proceso. Y ella no tenía ningunas ganas de recibir ofrecimientos de ayuda hipócritas o tímidos de unos vecinos con quienes apenas intercambiaba algunas palabras en la escalera.

Una vez abajo, abrió la puerta de la calle y aspiró el aire de otoño, que olía a hojarasca y a tierra. Debía de haber parado de llover hacía poco. El asfalto de la ancha calle Hansa brillaba con la luz clara de las farolas. Se había formado un charco delante del bordillo, y junto a él —gracias a Dios— estaba esperando ya el taxi. Cuatro minutos antes de la hora, pero ni un segundo de más.

El conductor, que estaba apoyado contra su Mercedes leyendo un libro, arrojó el grueso volumen por el cristal bajado del asiento del copiloto y se llevó las manos a la cabellera oscura, que le llegaba a los hombros. A continuación corrió a toda prisa al encuentro de ella cuando se dio cuenta de que algo parecía no estar del todo bien por su forma de andar arrastrando los pies. Probablemente pensó que estaba herida o que la bolsa que llevaba era tan pesada que se veía forzada a inclinarse un poco hacia delante. Pero tal vez su apresuramiento se debía tan solo a pura cortesía.

—Buenos días —saludó él con concisión, y se hizo cargo de la bolsa—. ¿Al aeropuerto?

Tenía un ligero acento berlinés y le olía el aliento a café. Llevaba un jersey con cuello de pico de una talla demasiado grande, al igual que sus pantalones de pana, que amenazaban con deslizársele por las delgadas caderas con cada paso que daba. Sus sandalias semiabiertas de la marca Birkenstock y sus gafas a lo Steve Jobs completaban el cliché del estudiante de sociología que se sacaba algún dinero conduciendo un taxi.

—No. Al hospital Virchow. En Wedding.

Él sonrió con una mueca de enterado al rozar con la mirada el vientre de ella.

—Entendido. No hay problema.

Le abrió la portezuela. Al percatarse de los pantalones mojados de ella, fue demasiado cortés para mencionarlo. Probablemente había presenciado cosas más asquerosas en los turnos de noche, por lo que había recubierto el asiento trasero con una funda de plástico.

—Vámonos entonces.

Nele subió al coche con la preocupación de haberse olvidado de hacer algo importante, a pesar de que mantenía agarrada la bolsa para la clínica, en la que también iban el móvil, el cable cargador y la cartera.

«¡Mi padre!»

Mientras el coche arrancaba, calculó la diferencia horaria y se decidió por enviarle un SMS, no porque le diera apuro llamar a su padre a esas horas a Buenos Aires, sino porque no quería que le percibiera en la voz su preocupación.

Nele pensó durante unos instantes si debía escribirle que había roto aguas, pero ¿para qué intranquilizarlo sin necesidad? Y, además, eso no le incumbía. Era su padre, no su confidente. El hecho de que ella quisiera tenerlo a su lado no se debía a motivos emocionales, sino de índole puramente práctica.

Había dejado a mamá en la estacada. Ahora le tocaba reparar aquella acción apoyando a Nele con el bebito, aunque su ayuda como padre se limitara a recados, compras y aportaciones económicas. Estaba segura de que no le confiaría el cuidado del bebé. Ella ni siquiera había querido verlo antes del parto y casi le había ordenado que viajara a verla como muy pronto el día de la operación.

«¡Comienza la función!», escribió en su móvil y envió el escueto mensaje. Sabía que a él le sentaría mal que no le escribiera ningún encabezamiento cariñoso. Y se avergonzó un poco por su frialdad a la hora de actuar. Pero entonces le vinieron a la cabeza los ojos de su madre. Abiertos y vacíos, con ese miedo a la muerte esculpido en ellos, que tuvo que padecer completamente sola ante su fin. Y entonces Nele se convenció de que su manera de actuar había sido incluso demasiado buena. Ya podía darse por contento con que ella les hubiese hecho caso a los terapeutas que le aconsejaron retomar el contacto después de tantos años.

Nele miró hacia delante y descubrió un mamotreto verde que el conductor había estado hojeando antes y que ahora estaba fijado entre el freno de mano y el asiento del conductor.

Diccionario Clínico Pschyrembel.

Así que no era estudiante de sociología, sino de medicina.

—¡Eh! —exclamó a continuación, sorprendida—. Se ha olvidado de encender el taxímetro.

—¿Cómo dice? ¿Qué? Vaya... maldita sea.

El estudiante aprovechó un semáforo en rojo para darle unos golpes al aparato. Al parecer estaba estropeado.

—Con esta ya van tres veces... —dijo echando pestes del taxímetro.

Una moto se acercó por detrás.

Nele volvió la cabeza a un lado cuando se detuvo justo junto a su ventanilla. El motorista llevaba un casco espejado, por lo que ella no vio nada más que su propio reflejo cuando él se inclinó hacia ella. La moto burbujeaba como un lago de lava hirviendo a borbotones.

Confusa y temerosa, Nele dirigió de nuevo la vista al frente.

—¡Está verde! —dijo con voz de pito.

El estudiante levantó la vista del taxímetro y se disculpó.

La mirada de Nele volvió a dirigirse a un lado.

El motorista no arrancó. En lugar de eso se llevó los dedos al casco como queriendo saludar y Nele creyó percibir la diabólica sonrisa que aquel tío había puesto con toda seguridad bajo el casco.

«David», se le pasó a Nele por la mente.

—La carrera corre de mi parte.

—¿Cómo dice?

El estudiante le guiñó un ojo por el espejo retrovisor y arrancó.

—Es su día de suerte. El taxímetro está escacharrado, no tiene que pagar nada, Nele.

La última palabra del conductor atravesó el aire y fue directa a su mente.

—¿Cómo...?

«¿Cómo sabe mi nombre de pila?»

—¿Quién es usted?

Nele se apercibió de que, justo después del semáforo, el coche giró lentamente a la derecha y se metió por una entrada para vehículos.

—¿Dónde estamos?

Vio una alambrada rajada: al fondo sobresalían dos chimeneas industriales que parecían dedos rígidos de un cadáver señalando el cielo a oscuras.

El taxi traqueteaba por encima de los baches de la entrada para vehículos de una fábrica abandonada hacía mucho tiempo.

Nele echó mano del tirador de la portezuela y empezó a darle sacudidas.

—Pare. Quiero bajarme.

El chófer se dio la vuelta y se le quedó mirando fijamente los pechos hinchados.

—No se preocupe —le suplicó con una sonrisa que produjo una extraña impresión de timidez y de inocencia fuera de lugar.

Las cuatro palabras siguientes conmocionaron a Nele más que cualquier cosa que hubiera oído a lo largo de su vida:

—Solo quiero su leche.

Un puño interior se aferró con toda su fuerza en el punto más sensible de su abdomen.

—¡Aah! —le gritó al estudiante, que la miraba por el retrovisor mientras los faros alumbraban una oxidada señal del camino.

A LOS ESTABLOS, leyó Nele.

Acto seguido, las contracciones alcanzaron su primer punto culminante.

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Capítulo 3

3

Mats

Buenos Aires

23.31 hora local

«¡Comienza la función!»

Mats Krüger dejó en el pasillo el maletín y echó mano del móvil para volver a mirar el SMS de su hija, por si ese mensaje de tres palabras ocultaba algún encargo secreto que él no había logrado descifrar en la primera lectura.

Se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo de tela y se preguntó, sorprendido, por qué la gente no avanzaba a partir de la fila catorce. Ya llevaban media hora de retraso. La blanca luz cenital inundaba el espacio interior del flamante avión, equipado con unos asientos de tapizado añil, en el que olía a ambientador y a limpiaalfombras. Con el zumbido de la turbina auxiliar en los oídos, Mats se encontraba de espaldas a la cabina de pilotaje, en el pasillo de la derecha de aquel imponente avión de veinticuatro metros de altura, más alto que un edificio de oficinas de ocho pisos o que «cinco jirafas», tal como lo describió en su día un periódico.

Ese periodista que sentía predilección por las comparaciones con los animales había calculado también que el avión se extendía a lo largo como dos ballenas azules en fila india.

«¡Comienza la función!»

El SMS que Mats había recibido al subirse al avión hacía cuatro minutos le había dado alas y, al mismo tiempo, lo había frenado.

Sentía ilusión por ver pronto a su primer nieto y quizá incluso poder cogerlo en brazos, pero al mismo tiempo tenía miedo de leer en los ojos de Nele la misma frialdad con la que ella redactaba sus escuetos mensajes.

Solo un viejo tonto podía albergar la esperanza de que ella lo perdonara. Y Mats se sentía ciertamente viejo, pero de tonto no tenía un solo pelo. Sabía lo que había destruido en su día, cuando dejó a la madre de Nele en la estacada, y todavía ahora seguía en la incertidumbre de por qué ella le había pedido que regresara a Alemania para el nacimiento de su primer hijo. ¿Tal vez le tendía la mano para señalizar con prudencia un nuevo comienzo? ¿O tal vez para darle un bofetón?

—Vale, por fin —murmuró el hombre con una mochila a la espalda que tenía delante. Y, en efecto, la cola volvía a ponerse en marcha.

«¿Vale, por fin?»

Mats habría preferido poder continuar de pie un rato en el pasillo mientras aquel coloso de quinientas sesenta toneladas permanecía en tierra. Cuatro años atrás, había emigrado a Argentina en barco para establecerse en Buenos Aires como psiquiatra. Tenía miedo a volar; incluso había asistido a un seminario sobre aerofobia, pero no le sirvió de mucha ayuda. Frases como «Acepte su miedo y no intente luchar contra él» o «Intente espirar y a inspirar más despacio» solía probarlas él mismo con sus pacientes afectados de alguna fobia; y también era consciente de que a muchas personas les resultaba útil seguirlas. Sin embargo, eso no cambiaba un ápice el hecho de que, en su opinión, el ser humano no estaba creado para moverse impulsado por la troposfera, con la sobrepresión de diez mil metros de altura en el interior de un tubo de metal. El Homo erectus no estaba hecho para ese entorno hostil, era así de sencillo; con temperaturas exteriores de cincuenta y cinco grados bajo cero, el menor error podía conducir a una catástrofe.

Y eso que a Mats no le preocupaban tanto los aspectos técnicos como la fuente principal de errores, que no solo provocaba la mayoría de las víctimas mortales en el aire, sino también en tierra y mar: el ser humano. Y este no tenía tantas ocasiones de poner a prueba su imperfección como las que precisamente iba a encontrarse en el trayecto de vuelo que Mats tenía por delante.

Para su primer vuelo desde hacía veinte años no solo había elegido el avión de pasajeros más grande del mundo en la actualidad, sino también uno de los recorridos más largos sin escalas de la aviación civil. Para los once mil novecientos kilómetros entre Buenos Aires y Berlín, ese coloso volador precisaba poco más de trece horas, sin contar la hora que necesitaban los seiscientos ocho pasajeros para encontrar su asiento a bordo del aeroplano. A Mats le habría gustado más volver a viajar en barco, máxime cuando ya hacía semanas que estaba al corriente del embarazo de Nele. Sin embargo, en esa estación del año no existía ninguna conexión transatlántica adecuada.

«¡Comienza la función!»

Mats pasaba con su maletín al lado de la cocina de a bordo, situada directamente sobre las alas del avión, a la altura de las salidas centrales de emergencia, y que despedía un aroma a café, cuando le hizo detenerse de nuevo la frase de una mujer que sonaba a agotamiento.

—¡No me entiende!

Esas eran palabras clave para un psiquiatra.

Mats dirigió la vista a su izquierda, hacia la cocina, donde vio a un auxiliar de vuelo muy espigado y cuyo uniforme de color azul marino producía la impresión de estar hecho a medida. Ese hombre estaba al lado de la máquina del café y conversaba con una joven pelirroja que sostenía a un bebé en brazos.

Afuera imperaban unos sobrios veintiocho grados centígrados, pero los cabellos rubios recién engominados del azafato le conferían el aspecto de alguien que ha escapado de una borrasca tormentosa. No era sino en la segunda mirada cuando uno se percataba de que debía haberse pasado bastante tiempo ante el espejo para dar a su pelo ese aspecto tan conseguido de no estar peinado.

—Lo siento de veras.

El auxiliar de vuelo tenía la habilidad de asentir comprensivamente, pero mirando con disimulo al mismo tiempo a su macizo reloj de pulsera, mientras la madre balanceaba en la cintura, con tiento y suavidad, a su bebé protestón.

—En la reserva que hice por internet me confirmaron que dispondría de un asiento familiar —dijo la mujer exhausta.

Estaba de espaldas a Mats, pero este, al percibir la voz temblorosa de ella, presintió que estaba a punto de echarse a llorar.

—Creo que el viejo de delante se ha quedado dormido —oyó Mats que una adolescente renegaba detrás de él.

Ahora era él quien estaba bloqueando el paso, pero su interés por el conflicto emocional en la cocina de a bordo era demasiado intenso, así que se hizo a un lado para dejar paso a los demás viajeros.

—Claro que la entiendo, y muy bien —dijo el azafato tratando de calmar a la madre. Su ademán firme irradiaba experiencia y dominio de la situación; su voz, impaciencia—. Pero no puedo hacer nada. En Chile nos dieron unas canastillas para bebé no adecuadas y no encajan en los mecanismos de la pared divisoria que tiene frente a su asiento.

—¿Y entonces voy a tener que mantener en el regazo a mi hija durante trece horas? —Meneó la cadera para mantener tranquila a la niña, que barboteaba—. Suza padece de cólicos —aclaró—. Tengo mucho miedo de que se pase toda la noche chillando si no puede dormir tumbada.

Otro asentimiento comprensivo, otra mirada al reloj.

—Desearía que fuera de otra manera, pero por desgracia no puedo hacer nada por ayudarla.

—Pero tal vez yo sí pueda —se oyó decir Mats a sí mismo, y en ese instante se enfadó por haber pronunciado aquellas palabras.

Dos pares de ojos sorprendidos dirigieron sus miradas hacia él.

—Disculpe, ¿qué es lo que acaba de decir? —preguntó la madre, que se había dado la vuelta para observar a Mats.

La luz de la cocina de a bordo, que, por lo que Mats sabía, se denominaba oficialmente «galley», era clara y desapacible. Destacaba todas las imperfecciones de la piel y todas las arrugas de la cara de aquella joven. Tenía los ojos tan rojos como sus cabellos, y parecía estar igual de cansada que él. Se había puesto un discreto pintalabios a juego con sus pecas, y tanto sus adornos como su vestimenta indicaban que, a pesar de la chiquitina necesitada de cuidados que llevaba en brazos, deseaba que no se la percibiera únicamente como a una madre, sino también como a una mujer.

—Puede ocupar mi asiento.

Las primeras palabras en alemán que pronunciaba desde hacía mucho, muchísimo tiempo, salieron de su boca a tropezones, con torpeza, y nada más oírselas decir él mismo, deseó que se le hubieran quedado en la garganta, sin salir.

—¿Su asiento? —preguntó la madre.

Su ojo clínico percibió una mínima contracción del músculo orbicular de los ojos. A pesar del extremo cansancio de la joven, la musculatura de la anilla exterior del ojo funcionó involuntariamente para dar la señal inequívoca de una alegría auténtica.

—Podría ofrecerle el asiento 7A —confirmó Mats.

—Está en la clase business —dijo en tono de admiración el auxiliar de vuelo.

En el letrerito plateado de la solapa relucía la palabra «Valentino», y Mats no supo si era el apellido o el nombre de pila de aquel guaperas rubito.

Seguramente este se preguntaba dos cosas a la vez: ¿Cómo era posible que un hombre cediera su cómodo asiento de primera a una completa desconocida para un vuelo tan largo? Y ¿qué hacía aquí realizando su embarque por la clase turista?

—Me temo que en la clase business tampoco habrá una canastilla para su bebé —objetó.

—Pero los asientos son tan amplios que Suza podría estar acostada con toda comodidad a su lado —le interrumpió Mats y señaló con el dedo al bebé—. Según consta en la publicidad, el sillón puede convertirse en una cama plana.

—¿Y va a cambiarme de verdad ese asiento por el mío? —preguntó la madre en tono incrédulo.

«No», pensó Mats, y volvió a preguntarse qué demonio lo había poseído. La agitación refuerza el miedo. Es una fórmula muy simple. Él se había propuesto firmemente ir a su asiento, aprenderse de memoria la lámina plastificada con las indicaciones de seguridad, examinar los espacios entre los asientos y las salidas de emergencia y, después de prestar atención a la demostración de los miembros de la tripulación, comenzar con los ejercicios de técnica de relajación. Y ahora, en los primeros minutos del embarque, se estaba desviando de su plan inicial para mantenerse en calma.

«¡Qué disparate más contraproducente!»

Y para colmo estaba cometiendo una acción irresponsable al dejar su plaza 7A nada menos que a una madre con bebé. Pero esas reacciones eran típicas en él. En el trabajo, con sus pacientes, era la tranquilidad y la sensatez en persona. Pero en su vida privada tenía que lidiar frecuentemente con las irritaciones que le provocaban sus oscilaciones emocionales.

Pero como ahora le resultaba muy difícil retirar esa oferta fruto de un mero impulso, Mats se limitó a preguntar:

—¿Desea ese asiento?

Una sombra se deslizó por el rostro de la madre, y esta vez no había que ser ningún experto en la interpretación de las microexpresiones faciales para leer la decepción en sus ojos.

—Mire, ¿señor...?

—Krüger.

—Es un placer conocerlo, señor Krüger. Me llamo Salina Piehl. Mire, el problema no es solo la falta de una cunita para bebés. —Señaló el tabique que separaba la cocina de a bordo de la cabina de pasajeros, detrás del cual debía de hallarse en algún lugar el asiento de ella en el avión—. En mi plaza me encuentro encajonada en medio de un grupo de hombres ruidosos y ligeramente achispados. ¿De verdad desea eso?

«Hostia.»

Si Salina se hubiera limitado a rechazar su oferta con cortesía, él tal vez habría podido asentir con amabilidad, despedirse y seguir avanzando. Pero ahora que sabía que ella estaba doblemente necesitada, le resultaba imposible dejarla plantada.

—Mi oferta no es tan generosa, en absoluto. Mire, no quiero cambiar mi asiento por el suyo. Tengo otro más a bordo.

—Pero... ¿cómo es posible eso? —Ella lo miró con los ojos como platos.

—Padezco de aerofobia severa. Entre los preparativos para este vuelo estuve analizando todas las estadísticas de accidentes aéreos que tenía a mi disposición. Conforme a esos datos, hay asientos en los cuales los pasajeros tienen una mayor probabilidad de sobrevivir en el caso de una catástrofe.

El auxiliar de vuelo levantó una ceja.

—¿Y entonces?

—Los he reservado todos.

—¿En serio? —preguntó la madre.

—Al menos los que estaban en la medida de mis posibilidades.

—¡Ah, vale! Así que es usted —dijo Valentino.

Mats no se sorprendió de que ya lo conocieran. Su extraña reserva debía de haber sido la comidilla entre la tripulación.

—Entonces ¿cuántos asientos ha reservado? —quiso saber la madre.

—Cuatro. Además del asiento en la clase business, es decir, el 7A, reservé el 19F, el 23D y el 47F.

Los ojos de la madre se dilataron.

—¿Cuatro? —preguntó con incredulidad.

En realidad había querido reservar siete asientos, pero los demás ya estaban ocupados. E incluso la reserva de los asientos libres le había planteado a Mats numerosos problemas. La compañía aérea disponía ciertamente de una función de reserva en línea para pasajeros con sobrepeso que precisaban de dos asientos, pero estos estaban colocados uno al lado del otro y no repartidos por todo el avión. Le costó numerosas llamadas y correos electrónicos hasta que pudo explicar sus deseos a la aerolínea y asegurar a los responsables que no era ni un loco ni tampoco ningún terrorista. Al final, llegó a tener problemas incluso con el límite disponible de su tarjeta de crédito, pues, como es natural, su aerofobia le iba a costar una pequeña fortuna. Por suerte no ganaba un mal sueldo y, al ser soltero, vivía con relativa sobriedad desde hacía varios años.

—Pero ¿por qué? Quiero decir: ¿es que no podía decidirse por un asiento concreto? —quiso saber la madre.

—Mi plan es ir cambiando de asiento durante el vuelo —aclaró Mats para acabar de rematar la confusión—. La seguridad de los asientos depende de si nos encontramos en el despegue o en las maniobras para el aterrizaje, de si volamos por encima de la tierra o del agua.

La joven mamá se llevó las manos a la cabeza con gesto nervioso.

—¿Y en qué fase del vuelo quiere recuperar su asiento en la clase business?

—En ninguna.

Si se hubiera desnudado ante ella y hubiera comenzado a bailar sin ropa, es probable que no lo hubiera mirado con cara de mayor sorpresa.

Mats suspiró. Ya le habían colgado el sambenito de tío rarito, así que permaneció fiel a la verdad.

—En el año 2013, unos científicos dejaron caer adrede en el desierto, en la frontera entre Estados Unidos y México, un avión de pasajeros completamente conectado. Se trataba de una especie de prueba de colisión para la aviación civil.

—¿Y de ella resultó que el asiento 7A es el más seguro? —preguntó la madre.

Valentino se había quedado sin habla. Su mandíbula volvió a caer un poco más abajo cuando Mats les explicó:

—La deformación de los maniquíes usados en la prueba de colisión demuestra que las siete primeras filas se encuentran en la zona de muerte segura en el caso de un accidente aéreo. El asiento 7A fue incluso el único que salió arrojado fuera del Boeing.

El bebé tosió de manera seca y, a continuación, comenzó a lloriquear suavemente apenas concluyó Mats su explicación con las siguientes palabras:

—El 7A es el asiento más peligroso en un avión. Lo reservé por pura superstición, porque quería a toda costa que se quedara sin ocupar.

Tripa-3

Capítulo 4

4

—¡Una probabilidad de supervivencia del noventa y cinco por ciento!

Mats ya conocía esa estadística antes de que el director del seminario la comunicara con una sonrisa de seguridad al grupo de aerofóbicos.

—Aunque llegara a ocurrir un percance, tendrían una probabilidad de supervivencia del noventa y cinco por ciento en el caso de un accidente aéreo. Volar en avión es más o menos tan peligroso como montar en un ascensor.

El piloto argentino no podía saber que había elegido la peor comparación imaginable para preparar a sus pupilos para este vuelo nocturno. En el venerable edificio del barrio de Recoleta en el que Mats tenía su consulta psiquiátrica, hacía dos años que el portero, realizando trabajos de mantenimiento por cuenta propia, había quedado aplastado por una cabina en el hueco del ascensor. Y fue Mats quien tuvo que escuchar sus últimos gritos guturales aquel día en el que regresaba a casa más tarde de lo acostumbrado y estaba esperando en vano el ascensor en la cuarta planta.

Sin embargo, Mats no quería ser injusto. A los demás participantes del seminario seguramente les ayudaron las estadísticas y los hechos que les comentó el director del curso. Ahora bien, él era un caso sin remedio.

Se había estado preparando durante semanas para este vuelo, había revisado todos los informes sobre accidentes aéreos e incluso había estudiado con detalle los planos de construcción de numerosos aviones. Y ahora, nada más subir, arrojaba por la borda sus buenos propósitos, le ofrecía a una pasajera completamente desconocida uno de los asientos que había elegido con sumo cuidado y perdía un tiempo de oro en el embarque, de modo que solo podía suceder lo que de hecho ocurrió: en el más importante de todos los asientos, el que había elegido par

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