Las voces de Carol

Clara Peñalver

Fragmento

Línea roja

LÍNEA ROJA

Sus sentidos se ahogan en un torrente de estímulos del que es incapaz de escapar. El tictac de un reloj sonando incansable en una de las estancias del interior, el zumbido ininterrumpido del aire acondicionado, que mantiene la temperatura de la vivienda muy por debajo de lo normal en esta época del año, el trajín de Ramón y su compañera en una de las habitaciones del fondo... A lo lejos, fuera del edificio, se oye el insistente repiqueteo de gotas sobre lo que supone que debe de ser una superficie de plástico. El cielo, de un color gris angustioso, se derrama sin parar desde hace más de dos días. Carol detesta con todas sus fuerzas la lluvia. Y tiene motivos para odiarla. Un buen puñado de jodidos motivos.

Pero éste no es momento para ponerse a navegar por el pasado, así que sacude la cabeza y regresa al recibidor, donde su compañero y ella llevan más de diez minutos aguardando. Gabriel teclea algo en el teléfono; desde que existe WhatsApp, la comunicación con el equipo es mucho más fluida. También más exasperante.

—No hay huellas útiles en la bolsa. —La voz de Gabriel, crispada, cansada, se impone sobre el sonido ambiente—. Estoy harto de esperar, ¿tú no? ¡Eh! ¿Cuánto creéis que vais a tardar? —pregunta en voz alta, sin apenas apartar los ojos del móvil. Es Carol quien desplaza la mirada hacia el extremo opuesto del piso.

—¡Tendréis una ruta segura en unos tres cuartos de hora! —exclama Ramón.

Luego asoma medio cuerpo por el marco de una puerta; lleva puesto el gorro del equipo y una mascarilla que apenas le cubre la barba.

Carol asiente mientras Gabriel sigue con la nariz pegada al teléfono. De pronto, la inspectora se da cuenta de que esta escena le resulta familiar. El torso inclinado de Ramón al fondo del pasillo. Su cabeza oculta por la capucha de papel ceroso, las gafas de visión ultravioleta y la mascarilla. Su larga barba tratando de escapar de la prisión de celulosa en desordenados mechones pelirrojos. Su voz, más aguda de lo que cabría esperar en un hombre de su envergadura, describiendo el escenario.

«Aquí dentro ha habido una carnicería», reproduce Carol en su cabeza.

—Aquí dentro ha habido una carnicería —oye decir a Ramón, antes de verlo desaparecer hacia el interior.

«¿Qué está ocurriendo?», se pregunta Carol. Es como si estuviera experimentando un déjà vu, como si su conciencia hubiera roto la línea temporal y convertido su presente y su futuro inmediato en un desconcertante pasado rebobinado.

—¿Por qué no ganamos tiempo tratando de hablar con los vecinos? —propone Gabriel.

Todo le resulta demasiado familiar. Los apenas dos metros cuadrados en los que se mueven su compañero y ella, el contraste de las calzas blancas que cubren sus pies con el color gris grafito del suelo laminado, los pequeños conos amarillos que marcan con números los puntos en los que se han encontrado posibles pruebas de lo ocurrido. El paragüero rojo, vacío, que hay junto a la entrada; el amplio espejo que cubre la pared del suelo al techo y que le devuelve todos y cada uno de sus movimientos; los marcos de fotos que salpican sin orden los amplios huecos que hay entre las puertas a lo largo de todo el pasillo... Debe de ser eso, sí, un déjà vu.

—Tienes la piel de gallina.

—¿Qué?

—Y las manos heladas.

La inspectora siente un pinchazo en el estómago al notar el contacto. Gabriel le sostiene con delicadeza la mano derecha, dándole un ligero apretón antes de soltarla.

—Se han dejado el aire acondicionado puesto —responde ella con una sonrisa forzada y, de nuevo, siente que ya ha hecho este gesto, que ya ha pronunciado estas palabras.

—¿Estás bien, Carol? ¿Sigues enfadada?

—Estoy bien. Es sólo que...

¿Por qué no se ha dado cuenta de que tiene frío? ¿Lo tiene? Vuelve a sacudir la cabeza en un intento por recuperar las coordenadas de su realidad.

—Venga, va, Gabriel, salgamos a hablar con los vecinos —dice al fin—. Y deja el móvil tranquilo; nos llamarán si hay algo importante.

Cazadora bomber marrón, vaqueros oscuros y zapatillas de deporte azules, puede que negras. Cabeza afeitada, brillante. Al salir del piso, un hombre avanza a escasos metros de ellos en dirección a la escalera. Carol tiene la sensación de que acaba de darse la vuelta.

—¡Oiga! ¡Disculpe! —exclama Gabriel justo en el momento en que la puerta del piso se cierra a sus espaldas.

Acto seguido, el corazón de Carol le golpea con fuerza en la garganta. El primer disparo suena antes de que pueda gritar.

—¡Arma!

Y después todo ocurre en un instante. Un zumbido en su oído izquierdo, un ligero aroma a pólvora y su compañero desplomándose en el suelo de este estrecho pasillo que acaba de convertirse en una trampa mortal. La mano derecha de la inspectora desenfundando su arma.

—¡Gabriel! —chilla, pero no tiene tiempo de comprobar si su compañero está bien.

Ojos oscuros, cejas negras muy pobladas, ceño fruncido. El cañón del agresor apunta ahora a su cabeza. Carol quita el seguro, se echa hacia atrás y dispara.

Una.

Dos.

Tres.

Cuatro veces.

Su cuerpo impacta contra el suelo, pero Carol apenas nota el golpe seco de su cabeza contra el marco de la puerta. Sólo dispara.

Cinco.

Seis.

Siete.

Ocho.

Nueve balas.

Trata de compensar el retroceso de su HK, mantener firmes las manos mientras aprieta el gatillo una y otra vez, pero su brazo izquierdo se convierte en un peso muerto.

Diez.

Once.

Doce.

Trece.

Catorce...

Clic.

Clic.

Clic.

Clic...

Silencio.

De pronto la pistola le pesa demasiado.

Carol deja escapar un suspiro entrecortado. Después grita. Grita tan fuerte que se desgarra la garganta.

Zapatillas de deporte negras. Eran negras, sí. Agresor abatido.

—Gabriel.

Carol despega la vista del cuerpo inerte que yace a escasos metros de ella y se vuelve hacia su compañero.

—No —susurra—. No-no-no-no-no-no-no-no-no.

Está echado de costado, con el brazo derecho sepultado bajo el cuerpo y el izquierdo extendido hacia ella. Aún lleva en la mano el maldito móvil.

—Respira, por favor, respira. ¡Respira!

Sus ojos, vidriosos, estáticos, tienen las pupilas fijas en el rostro de Carol. Su boca, entreabierta, parece estar a punto de decir algo.

—Respira. Hazme caso, respira. No cierres los ojos por nada del mundo.

Carol se da cuenta de que no es Gabriel con quien habla. La cabeza le pende del cuello de un modo antinatural, y un hilo de sangre le recorre la cara desde el pequeño orificio que ha dejado la bala: sien, pómulo, cuenca del ojo, tabique nasal... Y luego la línea roja se quiebra en pequeñas gotas que van formando un manto carmesí en el suelo. No. Carol no habla con su compañero.

Gabriel ha muerto.

—No cierres los ojos.

Se habla a sí misma para evitar perderse en el dolor mordiente que le atenaza el hombro izquierdo y en la cálida humedad que emana de su vientre. Está acostada sobre un charco de sangre, envuelta en un creciente sopor que apaga sus sentidos poco a poco.

Yo ya tengo un caso

YO YA TENGO UN CASO

Carol respira hondo y recorre con la mirada las grietas que surcan el reposabrazos del viejo sofá Chesterfield sobre el que ha pasado la tarde, disipando el sopor de la cerveza. Tiene la mente aturdida por culpa de un sueño inquieto y la boca seca y pastosa por el efecto del jugo de malta. Agosto. Treinta grados en el exterior. Alrededor de dieciséis en el interior. El viejo aire acondicionado parece empeñado en congelar los huesos a la inspectora, a la vez que taladra sus tímpanos con un irritante sonido de tractor.

Su rodilla derecha se mueve sin parar, como siempre que empieza a perder la paciencia. Son casi las diez y media de la noche, y lo último que le apetece ahora es tener que salir a la calle, placa en mano.

Mira el móvil con desgana.

—Mierda —masculla.

El pequeño aparato podría pasar desapercibido en medio del caos que reina sobre la mesa: cinco botellines vacíos de Voll Damm Doble Malta, cuyas chapas se agrupan en torno a un abridor viejo y oxidado; una caja de pizza en la que sólo quedan un puñado de bordes mordisqueados; una bolsa de palomitas vacía y otra de patatas fritas a punto de expirar... Ah, sí, y servilletas. Una, dos, tres, cuatro servilletas, con restos de salsa de tomate y de grasa, estrujadas y desperdigadas aquí y allá. Parece mentira que lleve encerrada en su casa poco más de veinticuatro horas. Hasta donde alcanza su mirada, está todo hecho un asco.

Carol alarga una mano y coge el móvil otra vez. Lo sostiene, con la pantalla apagada, mientras trata de dar sentido a la llamada que ha recibido hace un instante. No entiende muy bien lo que ha pasado.

Mujer.

Entre treinta y cinco y cuarenta años.

Encontrada sin vida en su domicilio.

Al principio ha pensado que podría tratarse de un error.

—No estoy de servicio —ha objetado cuando, poco antes, el jefe de sala del 091 le ha explicado que estaban esperándola en una finca en la carretera de Colmenar, en pleno parque natural de los Montes de Málaga. Lo de «no estoy de servicio» ha sido un eufemismo. Hasta ese momento, la inspectora habría jurado que estaba cesada.

—Yo sólo cumplo las órdenes de su jefe de grupo —ha respondido su interlocutor.

Su jefe de grupo: Héctor Villalba. El mismo que la apartó de sus funciones alrededor de las seis de la tarde de ayer. El mismo que le sugirió que no regresara a la comisaría hasta que hubiera decidido cómo proceder ante lo que calificó de falta grave intolerable. La inspectora no se había roto de milagro los dedos meñique y anular de la mano derecha con esa «falta grave intolerable».

«¿Qué significa esto?», ha pensado Carol mientras el del 091 seguía al otro lado de la línea dándole indicaciones. Luego se ha perdido en la certeza de que Villalba no pensaba pasar por alto lo ocurrido. Ha decidido castigarla de la peor de las maneras: apartándola de su propio caso.

—Inspectora Medina, ¿sigue usted ahí?

Antes de responder, Carol se ha dicho que su interlocutor no tenía por qué tragarse la retahíla de quejas que se le estaban acumulando en la punta de la lengua, así que ha arrojado un cojín contra la pared, ha lanzado al aire un largo resoplido que le ha dejado secos los pulmones y, cuando ha vuelto a tomar oxígeno, se ha obligado a contestar:

—Está bien, voy para allá.

Pero han transcurrido ya cinco minutos desde la llamada y Carol permanece sentada aún en el sofá, con la mente algo nublada y la boca más seca que al despertar. Tiene sed, así que abandona el viejo Chesterfield y se dirige hacia la cocina con el móvil en la mano, dejando atrás el caos que reina en el salón. Al pasar delante del cuarto de baño, el espejo del lavamanos le muestra la imagen de una mujer con cara de malas pulgas, el pelo enmarañado y la camiseta blanca adornada con un buen manchurrón de salsa de tomate. Nada preocupante. Ha visto versiones peores de ella misma.

Pies descalzos.

El suelo de la cocina le da la bienvenida con unas cuantas migas de pan y rastros de suciedad.

Debe de quedar alguna botella de agua mineral en la pequeña despensa que hay junto al frigorífico.

Carol parece tomárselo con calma, pero por dentro le hierve la sangre. Está enfadada. Mucho. Aunque, para ser sincera, su verdadero objeto de ira no es sólo Villalba, también lo es ella misma. En el último mes se ha dejado la piel tratando de resolver un caso que la ha tenido en jaque desde el primer momento y, justo cuando parecía que había dado con una buena pista, no se le ha ocurrido otra cosa que meter la pata hasta el fondo. Sí, lo reconoce, tiene un problema con el control de sus impulsos, pero es que el muy imbécil se lo merecía.

Un crochet directo al pómulo.

Si le hubiera golpeado en condiciones, ese mafiosillo de tres al cuarto habría acabado con la cara partida y ella con la mano menos dolorida.

Nada en la despensa. Tampoco en el frigorífico. Las únicas botellas de agua mineral que encuentra están en el cubo de los envases para reciclar. Vacías.

A su modo de ver, tiene tres opciones. En primer lugar está la opción buena, al menos para su carrera profesional: tragarse el enfado, darse una ducha, meterse en el coche, conducir hasta dondequiera que tenga que hacer su trabajo y comportarse como si no hubiera pasado nada, como una inspectora ejemplar, capaz de estar por encima de su ego, demostrando a su jefe de grupo que sigue siendo digna de su confianza. En segundo lugar, la opción mala: llamar a Villalba, ponerlo a caer de un burro y exigirle que se aclare; en definitiva, dar rienda suelta a su orgullo y pelear por lo que cree que se ha ganado, tratando de obviar aquel mal golpe sin importancia, porque ella ya tiene un caso y se niega a renunciar a él. En tercer lugar, la última y la peor de las opciones: coger un par de cervezas de la nevera, encargar otra pizza —también, de paso, agua mineral— y regresar al sofá, sin importarle las consecuencias.

Su cuerpo le pide que elija la tercera opción. Su razón le da argumentos más que suficientes para que se decante por la primera. Pero su rabia clama a gritos que opte por la segunda, y no es un secreto que últimamente la inspectora no controla demasiado bien sus accesos de ira.

Acaba bebiendo directamente del grifo del fregadero, sin molestarse en coger un vaso. El agua de esta casa siempre le ha sabido a rayos. Luego permanece un momento apoyada en la encimera con la mirada clavada en alguna parte entre los restos de laca de uñas roja de sus pies y ese mundo borroso, paralelo a la realidad, que sólo se nutre de hilos de pensamiento.

Opción dos.

Carol desbloquea la pantalla del móvil y llama a Héctor Villalba con un discurso, cargado de reproches y alguna que otra maldición, listo para salir con energía de su boca. Segundos después, la inspectora descubre que tenía una cuarta opción: la regular.

Su llamada es rechazada a la tercera señal y, cuando va a pulsar de nuevo la tecla verde para insistir, el móvil vibra insolente en su mano. Son dos mensajes de WhatsApp al más puro estilo Villalba:

VILLALBA JUDICIAL: 36º48’38’’N 4º23’07’’W.

Las coordenadas del escenario.

VILLALBA JUDICIAL: Nuevo caso. Mañana hablamos.

Queda claro que su jefe de grupo no va a dejar que Carol siga metiendo la pata. Conoce a la inspectora mejor de lo que a ella le gustaría, y eso la irrita aún más si cabe.

CAROL: No quiero un nuevo caso.

CAROL: YO YA TENGO UN CASO.

La réplica de Villalba no se hace esperar:

VILLALBA JUDICIAL: 36º48’38’’N 4º23’07’’W.

VILLALBA JUDICIAL: Repito: mañana hablamos.

Carol deja el móvil sobre la encimera de granito y golpea la superficie con la palma de la mano. Un dolor agudo y persistente le recuerda de nuevo la «falta grave intolerable» que la ha llevado al punto en el que se encuentra. Tiene los dedos meñique y anular tiesos como palos y la inflamación está tomando un preocupante tono violáceo.

Claramente muerta

CLARAMENTE MUERTA

Después de recorrer algo más de veinte kilómetros por la estrecha carretera autonómica que discurre por los Montes de Málaga, Carol abandona la serpiente de asfalto para adentrarse en el camino de tierra que, según el GPS, la llevará hasta su destino. La luna, en avanzado cuarto menguante, sonríe con timidez desde un lugar discreto de la bóveda celeste. La noche es oscura y los faros del viejo Mazda MX5 apenas alcanzan a iluminar las irregularidades del terreno. Si la inspectora no se hubiera empeñado en conservar el coche de Max, su único vehículo en este momento, quizá ahora la diminuta joya japonesa estaría luciendo orgullosa en el garaje de algún coleccionista, en lugar de traqueteando y perdiendo su dignidad en esta vía atestada de piedras.

—Estás portándote bien, pequeño —dice Carol al pobre vehículo, consciente de que a la vuelta tendrá que hacer el mismo trayecto.

Sabe que lo mejor para que sus ánimos se serenen es dejar pasar el tiempo. Esta noche sólo le han hecho falta cincuenta y cinco minutos, fraccionados en una ducha rápida pero reconfortante, un buen trago de la botella de agua mineral que ha comprado en una gasolinera y unos animados kilómetros de curvas, previos a este insufrible tramo sin asfaltar, por la sinuosa carretera de los Montes.

Apenas quedan ochocientos metros cuando Carol detecta movimiento en el margen izquierdo del camino y aminora la velocidad. Detiene el coche justo en el instante en que una pequeña manada de jabalíes cruza ante ella con parsimonia. Primero tres adultos de tamaño medio, luego seis jabatos de edades diversas, con su característico color caramelo y las líneas marrones oscuras surcando, paralelas, la longitud de sus cuerpos. Cierran la fila un macho de grandes dimensiones y una hembra con la panza abultada que parece lista para dar a luz antes del otoño.

Si lo piensa bien, esta tierra es más de ellos que de los humanos.

Mientras aguarda, intenta disfrutar del momento. Está más tranquila, y aunque sigue decidida a conservar su caso, ha asumido que no puede hacer nada hasta mañana, cuando se plante en el despacho de Villalba para defender su postura. Puede que también para disculparse. Mientras tanto, no le parece mala idea distraer su mente con el trabajo. Si ha sido capaz de descender a los infiernos en un solo día de «descanso», no quiere ni pensar qué habría pasado en su cabeza con un par de jornadas más de inactividad. Sus tres muertes tienen la mala costumbre de llamar a la puerta en cuanto Carol baja la guardia.

Cuando la inspectora emprende de nuevo la marcha le parece atisbar en el cielo una lágrima de San Lorenzo extraviada. Max y ella solían ir a la playa cada año, algunas madrugadas de julio y agosto, a contemplar la lluvia de Perseidas. Se tumbaban juntos sobre la arena, él tan grande como un oso, ella tan pequeña como un ratón, a contar destellos en el cielo y a acumular deseos en un saco imaginario. Años más tarde, ese saco fue haciéndose jirones poco a poco.

—Basta ya —dice Carol en voz alta.

No hay nada en su pasado que pueda serle de utilidad en este momento, por eso se concentra en seguir adelante, evitando los baches y las piedras en la medida de lo posible.

Minutos más tarde, sabe que ha llegado a su destino porque un par de coches patrulla, con las luces laterales y los puentes ópticos encendidos, barran el paso. Aun así, Carol sigue avanzando hasta que un agente de Seguridad Ciudadana emerge desde detrás de uno de los zetas y le da el alto. Su cara, más cercana a la de un niño que a la de un hombre, no le suena, así que la inspectora se detiene y baja la ventanilla para identificarse.

—Carol Medina, de Homicidios.

—A sus órdenes —responde el chaval, que se queda plantado un par de segundos sin decir nada. Ojos claros, nariz puntiaguda, boca grande con dos delgadas líneas por labios. Después reacciona como si acabara de acordarse de que está haciendo algo importante. Carraspea—. Están esperándola, inspectora. Puede aparcar en la entrada, junto a la furgoneta de la policía científica.

Carol asiente y se apresura a subir la ventanilla para evitar que la nube de polvo que la persigue se cuele en el interior del viejo deportivo. Acto seguido reemprende la marcha y se dirige hacia donde el agente le ha indicado, colándose entre los zetas. Al contemplar la verja metálica y el muro de piedra, tiene la impresión de que incluso a plena luz del día la entrada a la finca pasaría desapercibida en medio de la espesura del bosque. Quien escogiera este lugar, sin duda otorgaba mucha importancia a la intimidad.

—La furgoneta está abierta, para que pueda equiparse —oye que una voz le dice en cuanto baja del coche. Es la del joven policía. El muchacho se acerca a ella dispuesto a cumplir a rajatabla con sus funciones: salvaguardar el lugar mientras llegan las unidades especializadas, asegurarse de que los miembros de esas unidades se protegen antes de entrar e impedir el acceso a todo aquel que no figure en su lista. Sólo los VIP están invitados a este tipo de fiestas, y Carol ya lleva muchas, suficientes para intuir la siguiente petición del agente novato—. Ejem... Necesitaré su nombre completo y el número de su licencia profesional para dejar constancia de su llegada.

Los labios de la inspectora moldean un amago de sonrisa. Se pregunta si es la primera vez que el poli novato se ha visto en una situación como ésta, pero en lugar de disipar sus dudas iniciando una conversación con él, se limita a entregarle la placa. Luego se dirige a la parte trasera del furgón, abre las puertas y trastea en uno de los cajones del laboratorio en miniatura hasta encontrar un equipo de la talla mediana. Se sienta sobre el suelo del maletero para introducir las piernas en el mono blanco. El roce del tejido siempre le ha dado dentera, así que se muerde los labios mientras la celulosa se desliza sobre sus vaqueros.

—¿No te falta un compañero? —pregunta Carol al agente cuando logra librarse de la sensación desagradable. Le resulta extraño que sólo haya un hombre custodiando la entrada. Dos zetas. Mínimo, cuatro agentes.

—El subinspector Hernández —responde el aludido con cierta inquietud en la voz—. Ya lo he avisado, enseguida sale para informarla. Hay un buen trecho hasta la casa —añade, como si tuviera la necesidad de excusar a su superior. Luego estira el brazo para devolver la placa a la inspectora.

Aun así, a Carol le faltan dos agentes. Deduce que están ayudando a asegurar el lugar.

—¿Tú has estado dentro? ¿Sabes qué ha pasado?

—El subinspector y yo estábamos cerca. Llegamos a la finca alrededor de las nueve y media, casi a la vez que los del 061. El amigo de la dueña nos esperaba aquí fuera.

—¿Fue él quien llamó al 091?

—Al 112. Ellos nos avisaron a nosotros y al 061. —El policía se detiene un instante, como si quisiera borrar de su mente una imagen desagradable—. Estaba claramente muerta. Los del 061 ni siquiera intentaron reanimarla.

Carol decide obviar la amplia variedad de aspectos que puede presentar un cadáver que alguien ha descrito como «claramente muerto» y se centra en la única fuente de información viva con la que cuentan por ahora.

—¿El amigo os esperaba para entrar o él ya había encontrado a...? —Carol se interrumpe, consciente de que ignora cómo se llamaba la finada—. ¿Nombre?

—Joaquín.

—El tuyo no. Me refiero al del cadáver.

—Ah, sí, perdone.

Avergonzado, el agente echa mano de una pequeña libreta azul. Mientras localiza los datos que necesita, Carol sigue a lo suyo. Improvisa una trenza con su cabello y se la oculta debajo de la ropa. No se ajusta el gorro incorporado al mono, sino que lo deja colgando bajo su nuca. Se reserva en una mano las calzas, la mascarilla y un par de guantes, azules, de una talla que le viene grande, para ponérselo todo antes de acceder al lugar de los hechos. De repente tiene la sensación de haberse convertido en un palote blanco en medio de la negrura de la noche.

—Abril Martínez Melero —lee al fin el policía—. Uno de la científica ha dicho que es una escritora muy famosa, pero no recuerdo cómo la ha llamado... —Se queda pensando, tratando de recordar un dato que no está en su cuaderno.

En Carol empieza a brotar la impaciencia.

—Venga, continuemos. ¿El amigo de la escritora estaba esperándoos para entrar o ya la había encontrado muerta? —repite.

—¡Ya la había encontrado! —exclama alguien a lo lejos.

Un sonido de goznes metálicos desvía la atención de la inspectora hacia el lugar del que proviene la voz. La verja de entrada a la finca se abre. Instantes después, aparece el subinspector Hernández. Seguridad Ciudadana. Treinta años recorriendo las calles de Málaga.

—Dichosos los ojos, inspectora. Pensaba que habías decidido no venir.

El joven agente demuestra tener mucha más empatía que su superior porque, cuando percibe que Carol se envara en su funda blanca al oír esas palabras, se despide y regresa a su puesto junto a los coches patrulla. Antes de centrarse en la hiena que se aproxima, la inspectora siente una súbita y fugaz simpatía hacia el muchacho. Ya ha radiografiado y memorizado su rostro, incluyendo el hoyuelo de la barbilla y el modo en que alza la ceja

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