Como lágrimas en la lluvia

Sofía Parra

Fragmento

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Capítulo 1

Iker

VIERNES

El restaurante al que acudí esa noche era muy elegante, sin duda, nunca estuve en uno igual, con sus servilletas de tela, su cubertería de cristal fino y sus uniformados camareros.

La chica sentada enfrente de mí llevaba un vestido con un pronunciado escote en pico que tentaba a mi mirada. En su rostro al natural tan solo sus labios estaban pintados de color rojo pasión.

Cuando la comida llegó, ajiaco para ella y un filete de ternera para mí, comencé a serenarme y a pensar en lo frío que estaba el vino blanco. Todo ello para evitar que mi bragueta explotase y tuviésemos un desagradable percance.

El ajiaco, según me explicó mi acompañante, era un plato de Hispanoamérica. En su país consistía en una sopa preparada con carnes de res y cerdo y otros ingredientes como maíz, yuca, boniato, ñame y plátanos.

—¿Quieres probarlo? —susurró sensualmente.

«Si supiera lo que yo de verdad querría probar», pensé.

—Claro —respondí no muy convencido del contenido de la cazuela de barro. Acercó su cuchara a mi boca y mis labios la atraparon. Tragué el conjunto y finalmente aprobé, con muy buena nota, esa maravilla de plato cubano.

La cena concluyó tras habernos bebido casi dos botellas de vino y pagar la cuenta a medias. Entre carcajadas producidas por el alcohol salimos del local juntos, muy pegados cuerpo contra cuerpo. Cada vez que nos mirábamos a los ojos no podíamos evitar reírnos del otro. Nuestras mejillas estaban sonrosadas y parecía que habíamos acabado una larga carrera.

La invité a mi piso, un apartamento céntrico escondido en una callejuela estrecha, bastante pequeño, pero con su encanto. Ella aceptó.

Las luces de las farolas nos guiaron hasta la vivienda mientras el ruido de los coches se iba apagando y el frescor de la noche nos rodeaba.

Tras varios intentos conseguí meter la llave en la cerradura del portal; una ardua tarea con mi tembloroso pulso. Atravesamos el sencillo espacio sin decoración alguna más allá de viejos azulejos agrietados y buzones metálicos con insignias borradas y nos encontramos con un ascensor fuera de servicio y cinco pisos que subir por unas empinadas escaleras irregulares.

Agarrados de la mano y aferrados a los pasamanos hicimos la escalada al Everest. Frío no pasamos y, entre risas, caricias y palabras inconexas conseguimos afrontar el último tramo de peldaños que intentaban resistirse.

¿Era yo o la puerta de mi casa había comenzado a moverse de derecha a izquierda y viceversa?

Volví a tener que sufrir con la cerradura, esta vez con la de la puerta de mi piso. La llave era resistente y no quería entrar. Mi acompañante, que no podía parar de reír al ver mi enfrentamiento, intentó ayudarme, pero juntos lo único que conseguimos fue caernos al suelo.

Intercambiamos algunos besos pegados a las baldosas y a la alfombrilla de entrada a mi casa. Aunque a mí me apetecía en ese mismo momento acabar lo que habíamos comenzado, prefería hacerlo en un lugar de confort y a ser posible que Mariana, la vecina, no fuese testigo de ello.

Torpemente nos levantamos y recogimos nuestros abrigos. Con una mano en la pared y otra sujetando la llave volví a tantear la jodida cerradura.

Al décimo intento entró en la hendidura y pudimos pasar. Durante los primeros segundos tuvimos un único cometido: eliminar cualquier prenda de nuestros cuerpos.

Fue una carrera desenfrenada, yo le desabroché la cremallera del vestido y ella a mí los botones de la camisa. Las sandalias y las zapatillas se estamparon contra la puerta de la cocina. Mi camiseta quedó colgando en un jarrón situado en una repisa que tenía a la izquierda de la entrada.

Estaba terminando de quitarme los pantalones cuando divisé que mi invitada aún seguía con su vestido granate cubriendo todo su cuerpo a pesar de tener el cierre quitado. Me acerqué para ayudarla a solventar ese problema, pero ella puso una mano morena en mi pecho, frenándome. Me quedé quieto.

Me miró con sus ojos chocolate entrecerrados y una expresión felina. Cuando comprobó que no me iba a mover de donde estaba, pues me encontraba hipnotizado por todo su ser, apartó su mano y la acercó hasta sus tirantes.

Poco a poco fue retirando cada uno, haciéndome sufrir. Primero cayó el izquierdo y seguidamente el derecho. La delicada tela se deslizó por sus curvas hasta acabar en sus pequeños pies.

Mi sorpresa se reflejó en mi rostro, carecía de ropa interior que protegiese su piel y estaba preparada para la acción.

Esta vez me acerqué a ella y la levanté a pulso. Mi huésped aprisionó mis caderas con sus largas piernas y, con sus dientes, mis labios. En menos de un minuto estábamos envueltos entre las sábanas de mi cama recorriendo con nuestras lenguas y con las manos nuestras pieles. Ya no podía aguantar más. Estiré la mano que no tenía ocupada entre las piernas de mi acompañante y alcancé el cajón de la mesilla. Lo abrí y extraje un preservativo. El último que quedaba. «Tengo que reponer», pensé.

Me miraba con ojos de loba hambrienta; ella también quería comenzar con la parte divertida. Agarró un cachete de mi culo y lo empujó hacia abajo. Tenía ganas de empezar ya.

Moví mi pelvis contra la suya. Comencé a embestir, pero de repente todo desapareció. Todo se volvió negro, la oscuridad me envolvió y me hizo alejarme del cuerpo recostado contra mis sábanas. Alargué las manos para evitar que se marchara, pero la negrura se entrelazó en mis dedos.

Mis oídos empezaron a escuchar un ruido intermitente, agudo y persistente. Quería alejarme de él, pero no podía. El sonido cada vez era más cercano y real, más potente y constante.

La oscuridad se fue difuminando para dejar paso a unos brillantes rayos de sol.

Paulatinamente, y a pesar de mi resistencia, abrí los ojos.

La noche anterior me olvidé de bajar la persiana y era imposible que escapase de la luz.

Aún dormido acaricié el lado derecho de mi cama, donde debería estar mi visitante cubana, pero, en vez de encontrar un cuerpo con curvas y una bonita sonrisa, rocé una mancha blanca.

—¡Mierda! —exclamé, despertándome del todo.

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Capítulo 2

Iker

A pesar de levantarme pronto no me sobró ni un minuto. Tuve que poner la lavadora para limpiar las sábanas y, mientras, decidí ordenar mi desastroso cuarto.

Hacía varios días que la ropa se amontonaba en una inestable pila encima de la cómoda con un decorado de varios pares de zapatillas de baloncesto y un par de revistas y balones. Menos mal que no vino una visitante esa noche porque al levantarse se habría dado cuenta de que estaba en una leonera y habría decidido huir.

Tendí la ropa en las cuerdas de la alargada terraza y con el tiempo justo me preparé la comida para ese día.

El verano estaba a la vuelta de la esquina y los clientes comenzaban a incrementarse en el talle

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