Si saltamos a la vez

Eli Macías

Fragmento

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Prólogo

Estaba nervioso y sabía que no debería; su madre ya le había avisado de que su octavo cumpleaños no sería como los demás, pero su abuela sí que le haría las croquetas de bonito que tanto le gustaban. No soportaba el pescado, pero si lo cocinaba ella solo podía estar delicioso.

No podía evitarlo, Vito siempre se emocionaba cuando había regalos de por medio, incluso cuando Papá Noel le dejaba las mismas chuches debajo del árbol a las doce de la noche. Había dado tantas vueltas en la cama que las sábanas se le pegaban a la espalda por el calor y el ruido del ventilador solo conseguía que se espabilase aún más. Tragó saliva, pero no le hidrataba lo suficiente. Se incorporó, se secó el sudor de los ojos como si fueran lágrimas y salió de la habitación, arrastrando los pies y bostezando de forma sonora.

Estaba bastante despierto, pero aun así le daba pereza ir hasta la cocina. Entró en el cuarto de baño y metió la boca bajo el grifo abierto del lavabo, bebiendo con ansia. Solo entonces, más fresco y relajado, se dio cuenta de la luz parpadeante que salía del salón.

La televisión estaba encendida, pero todas las lámparas estaban apagadas. Una mujer hablaba de los beneficios de una nueva máquina para hacer ejercicio sin necesidad de moverse y lo fácil que era de usar. Vito apagó la luz del cuarto de baño y caminó con los pies descalzos por un suelo que ojalá hubiese estado más frío.

—¿Papá? —llamó con un susurro, seguro de que se habría vuelto a quedar dormido viendo las reposiciones de la tele.

Se retorció los dedos como cuando se sentía inseguro. No quería que le echasen la bronca por estar despierto tan tarde, pero tampoco le parecía bien que su padre se quedara dormido en el sillón. Últimamente dormía muy poco y, si lo hacía, era en el salón. No era justo, ya podría su madre cambiarse por él de vez en cuando.

Dio unos pasos al frente, estirando el cuello para ver mejor el interior del salón.

—Vito.

Se paró en seco. Esa no era la voz de su padre. Tampoco la de su madre.

Se irguió por completo, pestañeando varias veces para enfocar mejor la vista. Al final del pasillo, frente al espejo de la entrada, había una figura alta, delgada y recortada en la oscuridad, y no supo si estaba de frente o de espaldas hasta que se acercó, despacio, como si intentara no espantar a un cervatillo. Así era, en efecto, como se sentía Vito.

No dijo nada. Volvía a tener la garganta seca y no sabía si salir corriendo o gritar. Cuando llegó frente a la puerta del salón, la figura fue iluminada por la televisión y Vito dejó caer los hombros. Un chico de cabello cobrizo y mirada amable le sonreía como si se tratase de uno de sus primos mayores, de los que le iban a recoger al colegio para darle la sorpresa de que iba a dormir en su casa ese día.

Vito se humedeció los labios con el corazón encogido en un puño y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Eres Peter Pan?

El chico asintió con tanta seguridad y serenidad que no le quedó más remedio que creerle.

—Deberías irte a dormir, si te levantas tarde te quedarás sin el desayuno especial de mamá.

Aguantó la respiración por un segundo, emocionado por la perspectiva. No había pensado en el bizcocho que haría su madre. Seguro que era de chocolate, o al menos eso esperaba.

—¿No has venido a por mí? —preguntó Vito con un hilo de voz.

Peter Pan rio sin hacer ruido, solo negando con la cabeza y mostrando una sonrisa torcida que enseñaba parte de su encía.

—Aún no. —Se agachó para estar a su altura y se apartó un largo mechón de la cara con un movimiento de cabeza—. Felicidades, por cierto.

—Gracias.

—¿Vas a irte a dormir entonces?

Vito asintió y Peter Pan ensanchó la sonrisa, complacido por la respuesta. El niño se dio la vuelta y se dirigió hacia su cuarto, echándole un último vistazo antes de entrar. El chico se despidió con una mano y el niño le devolvió el saludo. Puso el ventilador a tope y cerró los ojos con fuerza. Se repitió a sí mismo con enfado:

Duérmete.

Duérmete.

¡Duérmete!

Y solo lo hizo a las cuatro y media de la mañana, cuando se quedó sin fuerzas y su cerebro desconectó del todo.

A su padre lo enterraron a las ocho de la tarde.

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1

Depende de con quién me lo tome

No odiaba el pueblo, solo se aburría enormemente cada verano que pasaban allí. Aún no sabía si podía considerarlo pueblo, ni siquiera su nombre sonaba como tal. Estación Arroyo-Malpartida, no llegaría a los cien habitantes y no le caía bien ni uno de los que tenían su edad.

Claro, para su hermana Delia de trece años era más fácil hacer amigos con los que escalar los muros e ir a la cantina a por polos de treinta céntimos. Y a su madre le encantaba pasarse el día entero con los vecinos, cotilleando y jugando a las cartas. Se sacaban las sillas de tela a la calle y reían entre cervezas hasta que daban las tantas. Era un poco triste que Vito, a sus diecinueve años, tuviese que mandarles callar a las dos de la mañana porque no le dejaban dormir con sus risas.

Chavales de su edad había pocos, porque eran lo suficientemente listos o independientes como para pasar el verano en otro lugar mucho más entretenido y con más vida. A los que veía esos días apenas los conocía y habían ido para aprovechar las verbenas, donde se daban premios (su hermana ya había ganado uno de dibujo y otro de ajedrez sin ser ella buena en nada de eso) y un grupo cutre tocaba versiones rancias de Paquito el Chocolatero. Pero las copas eran baratas y podían hacer todo el ruido que quisieran en el parque, en el campo de fútbol, en las calles, y nadie les echaría la bronca porque los pocos habitantes del ¿pueblo? estaban congregados en un mismo punto, disfrutando de la música y la fiesta.

Bueno, todos no.

Vito podría haberse quedado en el piso de Cáceres, pero tampoco quería dejar sola a su madre. Reía a carcajadas y hacía bromas con sus vecinos cuando salía a la calle, pero cuando entraba por la cortina de bolitas de la casa era como si entrase una persona nueva. Lloraba al cortar tomates, al hacer la cama, al regar las plantas. No quería que sus hijos la viesen y lo hacía evidente cuando Vito se la encontraba en el patio y ella se frotaba los ojos, alegando lo fuerte que pegaba el sol ese día.

Pero él siempre sabía lo que pasaba y no quería que Delia acabara notándolo.

Apoyaba el hombro en el edificio frente al escenario y junto a la cantina, seguro de que tendría que sacudirse el yeso que se le quedaría pegado a la ropa. Observó cómo su madre brindaba con sus amigas y Delia se contorsionaba en las barras bajo el escenario. Mientras ellas estuvieran bien, le daba igual quedarse un rato más soportando la insufrible música que le golpeaba el interior del estómago como si un niño le estuviese dando patadas desde dentro.

—¿Están bien lo

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