Liberación (Juntos 3)

Ally Condie

Fragmento

Capítulo 1

Xander

Todas las mañanas, el sol sale y tiñe la tierra de rojo, y yo pienso: “este puede ser el día en que todo cambie”. Quizá hoy caiga la Sociedad. Vuelve a hacerse de noche y todos seguimos esperando. Pero sé que el Piloto existe.»

Tres funcionarios se dirigen a la puerta de una casita al atardecer. La casa es como todas las otras de la calle: dos postigos en las tres ventanas de la fachada, cinco escalones hasta la puerta y un pequeño arbusto espinoso plantado a la derecha del camino.

El funcionario de más edad, un hombre de pelo cano, levanta la mano para llamar a la puerta.

«Un. Dos. Tres.»

Los funcionarios están tan cerca del cristal que veo la insignia circular cosida al bolsillo derecho del uniforme del más joven. El círculo es rojo y parece una gota de sangre.

Sonrío, y también lo hace él. Porque el funcionario soy yo. Antes la ceremonia del funcionario se celebraba por todo lo alto. La Sociedad organizaba una cena de gala en el Ayuntamiento, y los

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candidatos podían llevar a sus padres y a su pareja. Pero, al no tratarse de una de las tres grandes ceremonias (la ceremonia de bienvenida, el banquete de emparejamiento y el banquete final), ya no es lo que era. La Sociedad ha comenzado a recortar gastos y supone que los funcionarios son lo suficientemente leales para no quejarse de que su ceremonia ya no sea tan lujosa.

Asistimos otros cuatro candidatos y yo, todos con nuestro nuevo uniforme blanco. El funcionario superior me prendió la insignia al bolsillo: el círculo rojo que representa al Ministerio Médico. Después prometimos no defraudar a la Sociedad, y nuestras voces resonaron bajo la bóveda del Ayuntamiento casi vacío. Eso fue todo. A mí no me importó que la ceremonia no tuviera nada de especial. Porque, de hecho, no soy funcionario. Es decir, lo soy, pero en realidad soy leal al Alzamiento.

Una chica que lleva un vestido violeta pasa por detrás de nosotros a buen paso. Veo su reflejo en la ventana. Lleva la cabeza gacha, como si no quisiera que reparáramos en ella. Va seguida de sus padres, y los tres se dirigen a la parada del tren aéreo más cercana. Hoy es día quince, de manera que el banquete de emparejamiento se celebra esta noche. Ni siquiera ha trascurrido un año desde que subí las escaleras del Ayuntamiento con Cassia. Ahora los dos estamos muy lejos de Oria.

Una mujer abre la puerta de la casa. Lleva en brazos a su hijo recién nacido, el niño al que hemos venido a poner nombre.

—Pasen, por favor —nos dice—. Les esperábamos.

Parece cansada, incluso este día, que debería ser uno de los más felices de su vida. La Sociedad prefiere eludir el tema, pero la situación es más cruda en las provincias exteriores. Parece que los recur

sos partan de Central y vayan menguando conforme se alejan de la urbe. En la provincia de Camas, todo está sucio y deslucido.

Cuando la puerta se cierra detrás de nosotros, la mujer nos enseña a su hijo.

—Hoy cumple siete días —dice, aunque, naturalmente, nosotros ya lo sabemos. Por eso estamos aquí. La ceremonia de bienvenida siempre se celebra una semana después del parto.

El niño tiene los ojos cerrados, pero sabemos, gracias a nuestros datos, que son muy azules. Y que tiene el pelo castaño. También sabemos que nació a término y que, bajo la manta que lo ciñe, tiene diez deditos en las manos y diez en los pies. La primera muestra de tejido que le extrajeron en el centro médico parecía excelente.

—¿Están todos listos para empezar? —pregunta el funcionario Brewer. Al ser el funcionario más antiguo de nuestro comité, es el que está al mando. Su voz tiene el equilibrio justo de benevolencia y autoridad. Ha hecho esto miles de veces. En determinado momento me pregunté si no sería el Piloto. Desde luego lo parece. Y es muy organizado y eficiente.

Naturalmente, el Piloto podría ser cualquiera.

Los padres asienten.
—Según nuestros datos, falta el hermano mayor —declara Lei, la segunda en la cadena de mando, con su dulzura habitual—. ¿Quieren que esté presente en la ceremonia?

—Estaba cansado después de cenar —responde la madre, con aire de disculpa—. Se le cerraban los ojos. Lo he acostado temprano.

—No se preocupe —dice la funcionaria Lei. Como el niño solo tiene dos años prácticamente recién cumplidos (una diferencia de

edad casi ideal entre hermanos), no se requiere su presencia. Además es poco probable que recuerde la ceremonia.

—¿Qué nombre han decidido ponerle? —El funcionario Brewer se acerca al terminal del recibidor.

—Ory —responde la madre.

Brewer introduce el nombre en el terminal, y la madre cambia al niño de postura.

—Ory —repite Brewer—. ¿Y de segundo nombre?
—Burton —responde el padre—. Un apellido.

La funcionaria Lei sonríe.
—Es un nombre precioso.
—Vengan a ver cómo queda —les invita el funcionario Brewer. Los padres se acercan al terminal para leer el nombre de su hijo: Ory Burton Farnsworth. Debajo de las letras, aparece el código de barras que la Sociedad ha asignado al niño. Si Ory lleva una vida ideal, la Sociedad utilizará el mismo código de barras para identificar la muestra de tejido que le extraerán en su banquete final.

Pero la Sociedad no va a durar tanto.
—Voy a mandarlo —dice el funcionario Brewer—, si no hay ningún cambio o corrección que deseen hacer.

Los padres se acercan más para comprobar el nombre por última vez. La madre sonríe y sostiene a su hijo cerca de la pantalla, como si él pudiera leer su nombre.

Brewer me mira.
—Funcionario Carrow —dice—, hora de la pastilla.

Es mi turno.
—Tenemos que administrarle la pastilla delante del terminal —recuerdo a los padres.

La madre levanta a Ory todavía más para que el terminal pueda grabarle bien la cabeza y la cara.

Siempre me ha gustado el aspecto de las pastillitas inmunizantes que administramos en la ceremonia de bienvenida. Son redondas y parecen compuestas por tres pedacitos de tarta: uno azul, uno verde y uno rojo. Aunque su contenido es completamente distinto de las tres pastillas que el niño llevará consigo más adelante, el uso de los mismos colores simboliza la vida que tendrá en la Sociedad. Las pastillas inmunizantes tienen un aire infantil y mucho colorido. Siempre me recuerdan las paletas de pinturas de los terminales de nuestro centro de primera enseñanza.

La Sociedad administra la pastilla inmunizante a todos los niños recién nacidos para protegerlos de enfermedades e infecciones. Los bebés la toman sin problemas porque se disuelve de forma instantánea. El procedimiento es mucho más humano que las vacunas administradas por las sociedades anteriores, que se inyectaban con una aguja. Incluso el Alzamiento planea seguir administrando la pastilla inmunizante cuando suba al poder, pero con una serie de modificaciones.

El niño se despierta cuando desenvuelvo la pastilla.
—¿Le importaría abrirle la boca? —pido a la madre.

Cuando ella lo intenta, Ory vuelve la cabeza en busca de alimento y trata de mamar. Todos nos reímos y, mientras tiene la boca abierta, le introduzco la pastilla. Se le disuelve por completo en la lengua. Solo queda esperar a que trague saliva, y el niño lo hace en el momento justo.

—Ory Burton Farnsworth —dice el funcionario Brewer—, te damos la bienvenida a la Sociedad.

—Gracias —responden los padres al unísono.
«Como siempre, nadie ha notado el cambio.»

La funcionaria Lei me mira y sonríe. La larga melena negra le cae sobre el hombro. A veces pienso que también forma parte de la rebelión y sabe lo

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