Título original: Das Herz der Feuerinsel
Traducción: Irene Saslavsky
1.ª edición: julio, 2015
© 2012 by Nicole C. Vosseler
© 2012 by Wilhelm Goldmann Verlag
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DL B 15875-2015
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-134-2
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Contenido
I. TULIPÁN & ORQUÍDEA
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II. EN EL JARDÍN DEL EDÉN
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III. DANZAR AL BORDE DEL VOLCÁN
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IV. NOCHE SIN MAÑANA
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V. TEMPO DOELOE
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1895
Epílogo
Solo existe un mal, un delito, un pecado:
no tener corazón.
MULTATULI
Dedicado a la amistad
Y a Anne y Carina, que siempre están a mi lado.
Ninguna mujer es una isla para ningún hombre.
I
TULIPÁN & ORQUÍDEA
Asam di goenoeng, garam di laoet bertemoe
dalam satoe belanga.
El tamarindo de la montaña y la sal del mar
finalmente se unen en una olla.
1
Eso debía ser el aroma de la libertad.
Salado como el aire marino que ella incluso notaba en la lengua. Era el aroma del viento, puro y claro como el agua de una fuente o como unas sábanas de hilo recién lavadas y almidonadas. Un aroma a sol y a algas marinas... como el de la cubierta de madera de color miel, aún parcialmente húmeda tras la limpieza matutina, vibrando bajo el zumbido de las máquinas, agitándose debido a la interacción entre la fuerza impulsiva del vapor y el oleaje.
No era un aroma suave y encantador sino uno que oscilaba entre lo agradable y lo picante. Humoso, casi ardiente como el hollín y la humareda que surgían de la chimenea del buque de vapor, como el olor del largo y esbelto casco de hierro que, en medio del aire húmedo, evocaba la tintura de yodo, igual de picante y agrio, igual de fresco. Igual que la libertad, siempre acompañada por lo desconocido y que alberga una audacia. Un salto a lo desconocido.
Jacobina cerró los ojos e inspiró profundamente ese aroma que, debido a su intensidad en alta mar, le resultaba nuevo y sin embargo no completamente desconocido, pues lo había identificado de inmediato. Era el olor que todos los años había invadido los días claros y despreocupados de las vacaciones estivales en el balneario de Zandvoort. El mismo que a veces surgía picante desde el puerto y se acumulaba entre las altas fachadas de las casas. El que, a veces, cuando el viento era favorable, se cernía sobre Ámsterdam como un hálito apenas perceptible y dejaba adivinar la cercanía del mar, prometedor y al mismo tiempo próximo. Pero solo tras haber subido a bordo con sus maletas y cuando cada hora transcurrida, cada milla marítima dejada atrás, la alejaba más y más de su antigua vida y la llevaba hacia la nueva, Jacobina logró identificar dicho aroma.
«No seas tonta, Bina —creyó oír que decía la voz de Henrik—, oler la libertad es imposible.» Entonces se le apareció la imagen de su hermano mayor enfundado en el traje y con chaleco, la corbata correctamente anudada en torno al cuello de la almidonada camisa, las cejas arqueadas bajo las prematuras entradas, contemplándola con una sonrisa indulgente. No era burlona, pues para ello hubiera requerido una ligereza de la cual carecían los Van der Beek. Una sangre espesa fluía por sus venas, una que casi nunca se agitaba, por no hablar de sucumbir a la pasión, una sangre sobria, sosegada y repleta de valores tradicionales. Aquellos dictados que habían circulado siempre en la familia estableciendo los límites que imponía el padre al hijo; la madre a la hija, y jamás habían dado lugar a la desilusión. A diferencia de Jacobina. Si bien nunca había sido terca o desobediente y siempre se había esforzado por hacer todo de manera correcta, con el tiempo, en ella surgió la amarga convicción de que había situaciones frente a las cuales todo esfuerzo resultaba inútil y que sin embargo nunca eran perdonadas.
«Soy libre», pensó Jacobina y se enderezó bajo el pálido sol matutino que le acariciaba las mejillas con rayos aún débiles; dejó que la brisa le rozara el rostro, una brisa acompasada con su propia respiración. Sintió un a