Puerto prohibido

Mariana Guarinoni

Fragmento

Corporativa

SÍGUENOS EN
Megustaleer

Facebook @Ebooks        

Twitter @megustaleerarg  

Instagram @megustaleerarg  

Penguin Random House

A Leo, mi amor

Ciudad de Asti, Piamonte, norte de los territorios italianos

1

Marzo de 1613

Los gritos que escuchó por la ventana de la cocina indicaban que la necesitaban. Estaba preparando unos confites para la recepción de la boda de su hermana Alessandra, pero eso tendría que esperar. La voz de Siriana denotaba su angustia entre lágrimas y alaridos.

—¡Isabella, Isabella! ¡Venga rápido! ¡Los ojos de Giovanni desaparecieron y se está convirtiendo en monstruooo!

Isabella no se dejó llevar por las palabras de Siriana. Aunque ya había cumplido catorce años, a la muchacha de piel morena y largos rizos oscuros le gustaba adornar sus historias. Un recurso muy útil para provocar una sonrisa en tiempos difíciles, pero que le restaba a sus palabras la urgencia necesaria en los momentos clave. Isabella se limpió las manos en el largo delantal blanco que le cubría la falda de algodón y se asomó al patio empedrado de la casa. Mientras daba unos pasos bajo el cálido sol del mediodía se dio cuenta de que algo no iba bien. Los gritos de los pequeños no lograban tapar un extraño sonido que provenía del centro del grupo. Se acercó y antes de ver a Giovanni escuchó una vez más ese ruido áspero, casi como el que hacían los campesinos durmiendo borrachos contra las paredes de la cantina después del día de pago semanal. Cuando el chiquito se dio vuelta le bastaron unos segundos para comprender que los ronquidos provenían de su garganta. Su cara estaba de un tono rojizo oscuro, tan hinchada que el color de sus ojos ya no se distinguía. Eran como pliegues escondidos entre párpados del tamaño de huevos de ganso. Y esa misma hinchazón dentro de su garganta le impedía respirar. El aire casi no pasaba.

—Giovanni no habla, ¡ruge! Está dejando de ser humano, está tomando otra forma, como en mis historias —sollozó Siriana—. ¡Y sus ojos ya no están! Es culpa mía, ¡yo lo hechicé con un cuento! —exclamó al borde de la histeria.

Isabella no tenía tiempo para ocuparse de los nervios de la chica. Ya había visto casos así y pocas veces tenían un final feliz. Ignoró las manos de Siriana, que trataban de aferrarse a su delantal, y sus súplicas:

—¡Cuidado, no se acerque!

Se aproximó al niño de unos ocho años, lo ayudó a ponerse de pie tomándolo con fuerza por los hombros y lo llevó corriendo junto a ella hacia su despensa. Allí no perdió ni un segundo: sacó una llave del bolsillo del delantal, abrió la cerradura del armario de madera y tomó un frasco de vidrio con un líquido de color ámbar. Echó una buena cantidad en la boca del pequeño rubio, a quien cada vez le costaba más respirar. Mientras esperaba que la mezcla hiciera efecto, Isabella empezó a soplar cerca de la boca abierta de Giovanni, para ayudar a que el aire llegara hasta sus pulmones. Unos minutos después su respiración empezó a normalizarse. Varios pares de ojos asustados que los habían seguido desde el patio vieron cómo su compañero de juegos rompía a llorar.

Isabella respiró aliviada. Lo peor de la crisis había pasado. La inflamación del rostro tardaría un rato en desaparecer, pero intuyó que los ojos azules de Giovanni volverían a tener su forma habitual. La infusión hecha con flores de camomila algunas veces funcionaba para hinchazones así. Era difícil descubrir qué las causaba. Ella había visto a un hombre fuerte y saludable morir ahogado con la cara inflamada tras la picadura de una abeja. Sus amigos dijeron que había sido por arrancar hierbas ponzoñosas con sus manos desnudas. Y el padre Mássimo, del convento Matter Maria de Alba, atribuyó su muerte a la combinación de hongos silvestres con vino durante el almuerzo. Pero a aquel hombre la tisana no le había servido. Isabella suspiró. Había tantas cosas que ignoraba sobre el arte de las curaciones. Le hubiera gustado aprender más, pero las mujeres no podían estudiar medicina, solo los hombres. Afortunadamente ella tenía las anotaciones sobre plantas y pociones de su abuela Valerie y las podía consultar a su antojo.

Agradecía a su padre por haberle permitido aprender a leer y escribir. Pero la gratitud que sentía era opacada por los otros sentimientos que le provocaba pensar en él. Vincenzo di Leonardi era un hombre egoísta. Enojado por la falta de hijos varones, pasaba poco tiempo en su propia casa, se repartía entre las de sus amantes. Su esposa, Constantina, lo vivía como un castigo por su falla al no darle un her

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos