Lealtad

Letizia Pezzali

Fragmento

Corporativa

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libro-2

Te deseo todo el bien posible, y espero que seas feliz, admitiendo que la felicidad exista. Yo no creo que exista, pero los demás lo creen, y quién sabe si no serán los demás los que tengan razón.

NATALIA GINZBURG, Querido Miguel[1]

libro-3

1. La educación de los animales

El deseo no se aprende. Cada uno saca a relucir el que tiene. No todo a la vez, no con un ritmo regular. El deseo sale de nosotros al azar, a trompicones, incluso en ocasiones poco espectaculares. Basta una nimiedad. A partir de ese momento sabemos la verdad: hay ciertas cosas que queremos y otras que no.

De pequeña, tal vez a causa de un anuncio o de un vídeo musical, pensaba que para los seres humanos la cima de la felicidad era correr por la playa cogida de la mano de alguien, o por un prado bajo un cielo azul, con un vestido blanco que, en la perfección de la escena, ni siquiera se ensuciaba. No es que me parecieran imágenes feas, pero me costaba entender que pudieran resultar interesantes. Hoy sé que las personas cultivan la ambigüedad: los titubeos, las pequeñas violencias forman parte de la diversión, al igual que los empujones que damos, la fuerza, la volubilidad; la imperfección, la mancha; el dolor que a veces amplifica el placer. Soñamos con un mecanismo que nos desarme, un mecanismo humano: un cuerpo, una mente. Una persona que nos observe y al mismo tiempo se deje observar. Una relación.

Meses atrás, Seamus me dijo:

—A ti por lo menos te quedan los hombres.

Así lo dijo, dejando el vaso de cartón con el capuchino, la palabra «hombres» suspendida en el aire. Eran las diez, o tal vez las once de la mañana. El bar estaba vacío. No recuerdo qué tiempo hacía, el verano acababa de empezar, el cielo era inestable, un cielo que no podía memorizarse. Sé que tenía frío, no llevaba medias; sentía la piel de gallina en las piernas.

Veníamos de noches muy diferentes, yo había pasado la mía en el pequeño apartamento donde vivía, durmiendo mucho, él en cambio había estado en vela sin interrupción: horas enteras con los ojos abiertos de par en par frente al televisor, en el salón de su casa silenciosa, con el rostro iluminado por la luz inquieta de la pantalla. Expuesto a las noticias. Eso podría explicar nuestras actitudes, por un lado mi calma sonriente, imperturbable en apariencia, por el otro su frase fuera de lugar, casi una confesión de la cual avergonzarse más tarde. Había hablado como en esos mensajes que enviamos de noche, tecleándolos en la oscuridad, para arrepentirnos al día siguiente.

Seamus era mi jefe desde hacía años. El Jefe Maravilloso, lo llamábamos. En realidad, estaba lleno de defectos, pero el modo en que protegía a sus subordinados era suficiente para despertar reacciones de afecto, aunque fueran un poco artificiales.

Con él mantenía una relación formal y franca al mismo tiempo. No solíamos andarnos con demasiados rodeos. Sin embargo, no creo que hasta entonces el término «hombres», entendido como resumen de una vida sexual, hubiera aparecido en nuestras conversaciones, que nunca iban más allá de los asuntos profesionales. Pero aquel día todo fue diferente. El mundo mostraba un nuevo colorido, exasperado e incierto. Una tragedia político-económica, según algunos, la gran liberación según otros.

Sobre este último punto podíamos llegar a discutir bastante. Muchos, de hecho, lo estaban haciendo justo en ese momento, gente próxima y lejana, gente arrollada por los acontecimientos y llena de energía que despilfarrar, gente que no tenía nada que ver con el asunto pero que creía haberse formado una idea precisa, gente cansada que buscaba un lugar en el mundo, alineándose donde fuera. Personas como los demás, en definitiva. Sentada en aquel bar, con el pelo arreglado, el traje de chaqueta azul, los zapatos de tacón, las piernas desnudas y la blusa celeste, mientras estaba allí, al mismo tiempo estaba también en otra parte, es decir, existía dentro de posibles cadenas de mensajes, estados y comentarios en páginas de información. Me hubiera bastado con encender el móvil e intervenir para verme repentinamente ocupada discutiendo con el resto del mundo de una manera frenética, hasta la consumación de los siglos.

—¿En qué sentido dices que me quedan los hombres?

La pregunta me salió en voz baja, a causa de cierta timidez, y la cosa me molestó. Traté de corregir el tono.

—¿Qué clase de comentario es ese?

Seamus dio un par de sorbos a su capuchino.

—No me lo esperaba —dijo—. Esta noche, mirando los resultados, me eché a reír. Sabíamos que podía ocurrir, pero nadie lo pensaba en serio.

De repente parecía vulnerable, sincero, pero lo que noté fue la facilidad con que había evitado responderme.

¿Por qué a mí al menos me quedaban los hombres? ¿Qué significaba eso? Y, sobre todo, ¿qué tenía que ver con lo que pasaba? A lo mejor quería decir que, más allá de la desestabilización internacional, siempre quedaba la posibilidad de refugiarse en el sexo, sublimando la indignación. Pero, en tal caso, ¿es que a él no le quedaban las mujeres?

Me había telefoneado cuando yo aún estaba en la cama. No había oído el despertador, era tarde, al ver su nombre en el teléfono pensé que se me había olvidado una cita, por más que estuviera segura de no tener nada importante. Llevaba una semana quedándome todos los días en la oficina hasta las dos o las tres de la madrugada. Esa mañana, sabiendo que podía permitírmelo, había decidido llegar más tarde. Luego, la llamada de Seamus.

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