Alma gitana

Andrea Milano

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

A Susana Giménez

Porque una noche, hace doce años,

cuando sonó el teléfono en casa,

ella, con su cálida voz y su simpatía,

me tocó con su varita mágica

haciendo realidad el sueño de publicar

mi primera novela cinco meses más tarde.

A ella,

a la diva de los teléfonos,

a mi hada madrina literaria,

va dedicada esta historia…

“Hay muros que solo la paciencia derrumba

y puentes que solo el amor construye”.

Cora Coralina, poeta brasileña

Primera parte

DESTINOS MARCADOS

Buenos Aires, abril de 1867

El circo de los Marchena se había instalado más allá del Bajo después de una exitosa gira por el norte del país. Muchas noches, la inmensa carpa se abarrotaba de gente de todos los estratos sociales; asistían familias de alcurnia y también aquellas que quizá ahorraban durante toda la semana hasta el último centavo de su pobre salario para poder disfrutar de un buen espectáculo.

Pablo Medrano, encaramado en lo más alto de un sauce colorado añejo, sonreía satisfecho después de otra función exitosa. Su número con las clavas de madera seguía siendo el más vitoreado. Payasos, malabaristas, domadores de animales, todos hacían que valiera la pena gastarse unas cuantas monedas cada noche. Mucha gente también se acercaba al carromato de los Amaya, antes o después de la función central, para que le leyeran la buenaventura, y algunas señoras, hasta las más copetudas de la sociedad porteña, sabiendo de la buena fama que tenían los brebajes milagrosos de la gitana Coral, la buscaban para calmar sus dolencias. Un suspiro quebró el silencio de la noche al pensar en ella. Imaginó que estaría en el carromato con su madre, procurando sin éxito que descansara después del ir y venir de otra jornada agotadora. Sin lugar a dudas, el más contento por el interés que había suscitado el circo en un lugar tan remoto como Buenos Aires, era don Cándido Marchena. La estadía en aquellas tierras le había otorgado excelentes dividendos y se lo pensaría dos veces antes de decidir subirse a un barco para regresar a España. Todos en el campamento aseguraban que, por las noches, luego de contar el dinero, don Cándido se dormía abrazado a él como si fuera su amante.

Se acomodó mejor, con las piernas colgando a ambos lados del tronco, y comenzó a silbar una melodía gitana. Él podría llevar también sangre paya en las venas; sin embargo, su alma siempre sería calli. No importaba que los demás dijesen lo contrario, los recuerdos que guardaba de su infancia, al lado de su madre gitana, valían mucho más que cualquier agravio que pudiese recibir por haber sido engendrado por un hombre de otra ralea.

Dejó de silbar apenas distinguió a Coral avanzando despacio por el pasillo central en donde se habían dispuesto las mejores atracciones, para dirigirse luego hacia la zona del río. Llevaba esa falda de color escarlata que a él le encantaba y resaltaba el rojo de su cabellera. Reprimió el impulso de saltar del sauce y salir a su encuentro, pero parecía que se había alejado para buscar un poco de tranquilidad. El bullicio del circo estaba cada vez más lejano y unos pájaros empezaron a batir sus alas muy inquietos. Coral también se dio cuenta, aunque todavía no lo había visto. Se sentía extraño, contemplándola desde las alturas, como si estuviese espiándola. De repente, ella intentó echarse a correr, como si algo la hubiese asustado. Un segundo después, descubrió que ya no estaba sola. Román Marchena avanzaba hacia Coral con una sonrisa en los labios.

—Coral, no esperaba encontrarte aquí —escuchó que le dijo, plantándose delante de ella sin dejar de mirarla.

—Decidí salir a dar un paseo, Román. —Coral había retrocedido unos pasos para poner un poco de distancia e

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