Y a ti te prometo la Luna (Promesas y sueños 2)

Marion S. Lee

Fragmento

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1

Jake Mensfield no recordaba un lugar tan bonito como Newburyport.

Y él sabía bien de lo que hablaba. Su trabajo lo obligaba a viajar constantemente, de una costa a otra y de norte a sur; incluso en una ocasión había estado en las exóticas islas Hawaii. Había visitado grandes ciudades y pequeños pueblos, pero no recordaba haber estado en un lugar tan pintoresco y con tanto encanto como aquel.

Se acodó sobre la balaustrada que daba al paseo marítimo. Frente a él discurría el río Merrimack, que moría en el mar a tan solo un par de kilómetros de distancia. Las aguas, que se ensanchaban ya cerca de su desembocadura, iban variando de color, de un tono verdoso en los márgenes cercanos a la orilla se volvía de un azul más oscuro según se aproximaba al centro del cauce. Si se fijaba bien, podía ver en la superficie las corrientes marinas que se adivinaban bajo ella. Para Jake, eso era un espectáculo digno de admirar.

Siempre, desde que tenía uso de razón, le había gustado el agua, fuera cual fuese el lugar en el que se concentraba. El pequeño pueblo en donde había nacido hacía ya treinta y seis años era árido y seco, así que visitar cualquier lugar que estuviera cerca del mar era para él como unas navidades anticipadas.

Jake levantó la cabeza, se cubrió los ojos con una mano a modo de visera y sonrió. Las gaviotas, con sus incesantes graznidos, volaban sobre el mar para terminar pasando con aparente indiferencia sobre las personas que disfrutaban de la mañana en la playa, mientras buscaban algo que llevarse al pico. Newburyport era un destino turístico y los animales se habían terminado acostumbrando a la presencia humana, así que no temían acercarse demasiado. Era fácil verlas esperando en la arena a que algún grupo de turistas les echara algo de comer, como si de patos domésticos se tratara.

Estaban a mediados de julio y la brisa que venía del mar era una delicia. Le revolvía el pelo a su antojo y, colándose por las mangas cortas de su fina camisa, le acariciaba la piel de la nuca y la espalda. Él no iba a quejarse, desde luego que no. Estar allí, sin otra cosa que hacer más que observar cómo el sol incidía de pleno sobre la mansa superficie de agua y ver las pequeñas embarcaciones salir del puerto recreativo y enfilar en dirección al océano. Era todo lo que necesitaba en ese momento para sentirse plenamente feliz.

Un velero, de un solo palo y con las velas desplegadas e hinchadas al completo gracias al favor del viento, pasó frente a él, con el señorío de aquel que está orgulloso de su porte. Jake hizo una mueca con los labios y chasqueó la lengua. Era una pena que no supiera pilotar uno de aquellos barquitos. Cerró los ojos unos momentos y se imaginó a bordo de una de esas embarcaciones que se deslizaban con elegancia. Sería muy feliz adentrándose en el mar, sin otra preocupación más que la de ponerse suficiente protección solar y tener bien surtida la nevera. Incluso podría plantearse apagar el teléfono móvil, dejarlo en el camarote y no pensar en nada más que recordar volver a darse un poco más de crema protectora cuando llegara el momento.

Como si algún hado juguetón y malicioso le hubiese estado leyendo el pensamiento, el teléfono que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón vaquero vibró. Jake arrugó la nariz y dejó caer la cabeza con pesadez hacia adelante.

—Estoy de vacaciones, ¿tan difícil es de entender? —refunfuñó entre dientes.

Echó mano del aparato con un mal gesto, pero este murió de inmediato en sus labios. La pantalla le devolvió el rostro sonriente de la que, desde hacía año y medio, había pasado de ser su compañera a su jefa, pero que continuaba siendo su mejor amiga, Paige Hunter.

Sonrió sin poder evitarlo. Dejando escapar una exhalación, pulsó la pantalla.

—Se supone que estoy de vacaciones, jefa —le dijo a modo de saludo mientras volvía a apoyarse sobre la barandilla—. No tengo que volver a la oficina hasta dentro de cuatro días.

Antes que su voz, Jake pudo escuchar la risa de su amiga.

—¿Quién te dice que te estoy llamando para que regreses antes de tiempo, Mensfield?

Jake puso los ojos en blanco.

—Me has llamado por mi apellido, Paige, y eso es que quieres algo. ¡Ah! Un «hola, querido amigo, ¿cómo te encuentras?» no hubiese estado demás.

Por unos momentos, Jake temió que se hubiese cortado la llamada. Separó el teléfono del oído y miró la pantalla. El contador de tiempo seguía corriendo. Volvió a colocarlo en la oreja.

—Paige, ¿sigues ahí?

—Sí, sigo aquí —le contestó la mujer con cierta desgana en su tono de voz.

—Paige, ¿ha ocurrido algo?

La oyó tomar aire. Jake se incorporó y arrugó la frente, a la espera de que su amiga volviera a hablar, temiendo que hubiese ocurrido algo.

—No, nada.

—¿Entonces?

—Solo…, solo que tenía ganas de hablar contigo, eso es todo —le dijo Paige antes de escucharla exhalar el aire. La mujer masculló una maldición—. ¡Mierda, Jake! ¡Esto es una mierda! ¡Odio estar tan sentimental! Me paso gran parte del día de mal humor y, en cuanto me descuido, ¡zas!, estoy llorando como una idiota. ¡Odio todo esto del cambio hormonal! ¡Esta no soy yo! ¡Pero odio más sonar como una quejica, echándole la culpa a las hormonas! ¡¿Ves lo que te digo?! Por esto te he llamado. ¡¿Cómo voy a llamar a Jason para quejarme?! ¡Con las ganas que yo tenía de estar embarazada y ya estoy deseando dar a luz! Ni yo misma me entiendo en momentos como este.

Jake no quería reírse, pero no pudo evitar que una enorme sonrisa acudiera a su rostro.

—Me habías asustado. Creí que pasaba algo.

—No, solo soy yo y mis hormonas. Nada de lo que preocuparse —le respondió Paige de manera cáustica.

Paige había sido su compañera durante seis largos años en los que trabajaron codo con codo en el Departamento de Verificación de Siniestros de la Barret and Giles, una importante compañía de seguros radicada en Washington. Cuando ella llegó, él ya llevaba algún tiempo trabajando allí, justo después de terminar sus estudios de post grado en ingeniería civil por la Universidad de Texas.

Dos años atrás, contraviniendo una estricta norma de la compañía, Paige se había enamorado del jefe inmediato de ambos, Jason Grant, al igual que él lo había hecho de ella. En contra de lo que todos pensaron en su momento, el asunto se había resuelto de la manera más favorable posible. Paige y Jason se habían casado tan solo un año y medio atrás. Ahora, ella estaba esperando su primer hijo, que nacería en poco más de tres meses.

Se dio media vuelta y se apoyó contra la barandilla. El paseo marítimo estaba repleto de gente a aquella hora del día. Muchas familias paseaban, aprovechando aquel magnífico sol. Una niña pequeña pasó ante él, haciendo equilibrios sobre unos patines que le estaban un poco grandes, pero lo compensaba haciendo aspavientos con los brazos y luciendo una radiante expresión de júbilo en su rostro.

—¿Cómo está Jason? —le preguntó.

—Está estupendo. Fantástico. A él no se le han hinchado las manos ni los pies por la retención de líquidos, ni tiene que ir a hacer pis cada dos por tres —soltó la mujer en retahíla.

—¿Eso es sarcasmo, Paige?

—¿Tú qué cr

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