En el azul de medianoche

Paulina Briones

Fragmento

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PRÓLOGO

—Patrón, el administrador ya está aquí.

—Dile que pase.

En un pueblo apartado de Londres, Inglaterra, un hombre sentado frente a su viejo escritorio pasó el dedo índice por la horrible cicatriz que le atravesaba el rostro. Una costumbre involuntaria que realizaba, sobre todo, cuando se encontraba inmerso en sus pensamientos; como en ese momento, en el que su cerebro era invadido por una lluvia de ideas mientras aguardaba por las noticias que el recién llegado le traía.

Si todo seguía según lo planeado, ya no faltaba mucho para dar por zanjado ese complicado asunto en el que venía trabajando desde hacía un par de años. Se relamió los labios al pensar en la deliciosa recompensa que recibiría a cambio de su paciencia.

—¿Y bien? —cuestionó sin rodeos a su visitante y, con un gesto de mano, lo invitó a tomar asiento.

—Todo ha salido tal y como lo ordenó. El tipo está endeudado hasta las cejas y nada podrá hacer para evitar que usted reclame lo que es suyo —expuso el viajero, y aceptó gustoso el vaso con licor que su anfitrión le ofreció—. No le queda cosa alguna de valor, excepto…

—¡Perfecto! Eso es todo lo que quería escuchar —interrumpió a su cómplice y, anticipando el triunfo, sonrió.

—Solo es cuestión de una, quizá dos, semanas para que se haga pública la noticia. Entonces el conde no podrá sostener la farsa y usted podrá asestar el golpe final.

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CAPÍTULO I

—Mi muy estimado caballero, ¿qué lo trae por acá?

—Yo. —Nervioso, tragó saliva—. Necesito otro préstamo.

—¿Quiere otro préstamo? —Soltó una risa irónica—. ¿Acaso está demente? ¿Qué persona en su sano juicio confiaría su dinero a un caballero que está en la completa ruina? —El tono burlón que impregnó su voz solo sirvió para acrecentar la tensión en su interlocutor.

—¿Qué? ¿Cómo es que…?

—Un hombre que se precie de atender bien su negocio debe estar enterado de todo lo que le concierne, y esto, mi querido caballero, es de vital relevancia en torno a los asuntos que nos unen. —Sonrió, y el gesto hizo más evidente la horrible cicatriz que le atravesaba el rostro. La marca le concedía un aspecto siniestro; de ahí, el apelativo con el que era conocido y temido: el Cortado.

—Solo un par de monedas más. Estoy convencido de que esta noche la suerte está de mi lado —insistió el conde.

—Me gusta su optimismo, pero, como comprenderá, esto es una casa de juego, no una institución de caridad.

—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¡Soy un conde…!

—Me atrevo porque, conde o no, me debe una suma importante de dinero —alegó confiado y un tanto irrespetuoso porque sabía que lo tenía en sus manos—. Está bien, conde, le prestaré lo que quiera, siempre y cuando liquide primero lo que ya me debe.

—Sabe que eso es imposible. No tiene caso andar con rodeos, ¿qué es lo que quiere? ¿Mi colección de arte, la plata, la vajilla…?

—¿Seguro que eso es todo lo que puede ofrecerme? Yo sé de algo que tiene más valor, al menos lo tiene para mí.

—¿No sé a qué…?

—Tengo entendido que tiene una hermosa hija…

—¡No! —aseguró al comprender lo que ese truhan sugería—. ¡Jamás dejaré que pongas tus sucias manos sobre ella, maldito miserable!

—Entonces no tendrás inconveniente en pagar tus deudas a más tardar mañana, ¿o sí? —Lo tuteó tal y como había hecho el conde con él; sacó del cajón de su desgastado escritorio una pistola y comenzó a acariciarla con las yemas de los dedos como si se tratase de la piel de una mujer—. ¿Necesitas que te recuerde lo que le pasa a los que no pagan? —Alzó la ceja en gesto amenazante, se inclinó hacia adelante y con el cañón del arma delineó la mandíbula del asustado caballero sentado frente a él.

—¡Eres un pervertido! ¡Es solo una niña! —Tomó por las solapas de la desgastada camisa a ese miserable que pretendía robarle lo que más amaba, pero antes de poder hacer nada, los dos hombretones fornidos que estaban junto a la puerta se lanzaron contra él y, después de propinarle un par de golpes que lo dejaron aturdido, lo sostuvieron a la espera de las órdenes de su amo.

—Eso, mi querido John, debiste pensarlo antes de pedirme prestado para poder mantener tu vicio. El juego es un poderoso enemigo, ¿no es así? Sobre todo, cuando no tienes con qué sostenerlo. —Sonrió mostrando una dentadura con dientes podridos, disparejos y amplios espacios entre sí debido a la falta de aquellos que habían sido caídos en batallas—. No soy de dar segundas oportunidades, así que el otorgarte un día más para conseguir lo que me debes es un gesto de generosidad y no veo que estés agradecido. Ahora vete y recuerda que mañana quiero mi dinero, si no, iré por lo que es mío. —Lo miró con malicia y desdén—. Quedas advertido.

»Muchachos, sean tan amables de escoltar al conde a la puerta —ordenó a sus hombres y no prestó la más mínima atención a las súplicas de ese tonto que tan fácil se había dejado embaucar.

«Pronto, lindura, pronto estarás en mis manos». Pensó en el angelical rostro de gráciles facciones que lo tenía obsesionado desde que la vio por primera vez.

Una vez en casa, John Cavendish, conde de Chester, se dirigió a su despacho y se sirvió una generosa cantidad de whisky. No paraba de darle vueltas a la conversación sostenida con el rufián ese al que apodaban el Cortado.

—¿Cómo se atrevió a pedirme a mi hija? —rugió furioso—. Eso solo sucederá sobre mi cadáver. —Llamó a su fiel mayordomo. Estaba convencido de que la decisión que había tomado mientras se dirigía a su casa era la más conveniente.

—¿En qué puedo servirlo?

—Ha llegado el momento, Lewis. —Se desplomó sobre el sofá—. No me queda nada. A partir de mañana, los acreedores vendrán y comenzarán a desmantelarlo todo a su paso.

—Lo siento mucho. Quizá…

—No, ya es muy tarde, no puedo retrasar más lo inevitable, Lewis. —Con infinita pena, miró el vaso que sostenía entre las manos—. Fui un insensato que no pensó en los demás, y ahora tendré que vivir con las consecuencias de mis acciones erróneas. Despierta a Ann Marie, tengo que ponerla a salvo.

—Padre, ¿a dónde vamos? —Ann Marie no pudo evitar cuestionar al hombre que la jalaba del brazo y la llevaba casi a rastras hacía una vieja carreta—. ¿Y el carruaje? ¿Qué está pasando? —Un tanto aturdida, trataba de seguir el paso de su progenitor sin tropezar con sus propias faldas.

No comprendía nada. El señor Lewis se había presentado en su habitación y, por órdenes de su padre, la instó a levantarse cuanto antes.

—¿Por qué me hizo vestir así?, ¿como si fuera una campesina? —insistió. El silencio de su progenitor solo contribuyó a incrementar el miedo y la ansiedad que la invadían—. Le suplico, padre, hable, diga algo. ¿Por qué tenemos que partir como ladrone

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