Una nueva realidad (Bilogía Invisible 1)

Olga Hermon

Fragmento

una_nueva_realidad-3

CAPÍTULO I

Medellín, Colombia. Año 1910

«Ven acá muñequita, esta vez no te me vas a escapar… ¡Obedece, si no quieres que te ponga de patitas en la calle!». La amenaza retumbó en el cerebro adormecido de Regina que, aunque captaba el peligro, estaba impedido para enviar señales a su cuerpo para que escapara o, mínimo, se defendiera.

—¡No! ¡Nooo! —gritó aterrada cuando salió de su letargo.

—Sh… Tranquila, niña —dijo Gegoria dos minutos después, cuando apareció en la habitación contigua a mitad de la noche al ser despertada por el alarido de terror de Regina—. Otra vez esa pesadilla —aseguró en voz baja, tranquilizadora. Apenada por la niña[1], se sentó a la orilla de su cama para consolarla.

—Yo… Siento haberte despertado. —El fuerte retumbar de los latidos de su corazón apenas le permitían hablar; mantenía la mano alrededor de su cuello como si con eso pudiera apaciguarlo.

—Lo que me dice que el señorito Andrés te estuvo molestando de nuevo, ¿no es verdad?

—Sí —respondió en un susurró y se dejó arropar por el cuerpo regordete y tibio de la buena mujer.

—¡Ay, San Luis Beltrán[2]! Ese malcriado. —Se lamentó con un suspiro sacudiendo la cabeza con desánimo—. Es tan diferente a mi niño Gabriel… Pero claro, ellos solo son hermanastros —continuó con su tema favorito porque sabía que con eso distraía a la acongojada niña—. Cuando el difunto patrón se casó con la señora Andrea de Toledo, el joven Andrés tenía cinco años y Gabriel apenas uno. Aunque les dio a ambos la misma educación, no logró gran cosa con su hijastro; la mala sangre a veces se hereda. Gracias a Dios, mi niño no ha sido contagiado por ese par.

La suave voz de Gregoria empezó a surtir el efecto deseado sobre Regina que, a pesar del cansancio que le cerraba por momentos los ojos, trataba de escuchar todo lo referente al supuesto niño Gabriel. Según sus cálculos, no era ni tan niño, pues ya estaba a un año de terminar sus estudios profesionales de administración en la ciudad de Londres, Inglaterra.

―Pero mira nada más, si ya estás más dormida que despierta. Qué tonta soy al desvelarte de esta manera —dijo con una sonrisa de satisfacción al dejarla que se acomodara en la almohada—. Trata de dormir, querida, necesitas estar bien descansada y alerta. Mientras ese rufián continúe en la mansión seguirá fastidiándote. No olvides mantenerte alejada de él —le recordó con firmeza.

La señora Gregoria, entrada en los sesenta, era el ama de llaves de los Ponce de León desde mucho antes que falleciera la verdadera patrona y madre de Gabriel. Esta soportaba estoica a los De Toledo, por su niño, al que había criado como un hijo desde que la señora Gabriela se lo había encargado al morir. Ella le hizo prometer que siempre velaría por él. De eso hacía ya veintitrés años.

A la siguiente mañana, en punto de la hora del inicio de labores, Regina cumplía con sus obligaciones como si hubiera dormido de corrido la noche anterior. Ahora mismo limpiaba el salón principal de la residencia estilo colonial que había mandado a construir el abuelo del niño Gabriel, para su esposa, a principios del siglo pasado. Esa sola pieza le tomaba un día completo de trabajo.

Este era un cuadro perfecto, tanto por sus dimensiones como por su mobiliario antiguo conservado de forma impecable. En un extremo, tres escalones más arriba, se encontraba el vestíbulo donde lucía la puerta doble de madera de caoba y cristal biselado de la entrada principal, con el escudo de armas de la familia Ponce de León a un lado. Justo frente a ella, del otro extremo, se observaba la escalera que llevaba al piso superior, a las dependencias de los patrones. Esta, delimitada por la balaustrada de madera de roble torneado, a ambos lados, se abría en dos a la mitad de su recorrido. Tomando el lado derecho, que correspondía al ala norte de la casa, se llegaba a las habitaciones de la señora Andrea de Toledo y cinco más que el abuelo había dispuesto para la enorme familia que nunca llegó. El lado izquierdo comunicaba con las alcobas del joven Gabriel y Andrés de Toledo y cuatro habitaciones extras para las visitas.

Regina se tomó un respiro para admirar la bóveda del alto techo de donde pendía la exquisita lámpara de araña de cristal cortado. Esta, cuando estaba encendida, iluminaba el lugar con la cálida luz de las decenas de bombillas en forma de vela reflectadas en las múltiples caras de los cristales que las rodeaban. Sin duda alguna, esa magnífica pieza debía valer una fortuna, así como la soberbia sala Luis XV de color rojo vivo que dominaba el área con su apostura. Haciendo juego, a espaldas del sillón de tres plazas, estaba el trinchador de madera de roble con exquisitas aplicaciones grabadas en sus contornos cuadrados.

Sus ojos siguieron el recorrido con nostálgico análisis, pues todo le recordaba a su antigua casa de Santander. Sobre todo, las encantadoras mesitas laterales de patas curvadas, con sus lámparas sobre ellas. Las estilizadas pantallas en forma de cono estaban revestidas de seda dorada, las bases eran de hierro ornamentado, pero el cuerpo central era de fina porcelana de Meissen con pinturas de coloridos campos de cafetales. La mesa central era de roble, con líneas rectas y vistas talladas en sus márgenes. Era uno de sus muebles preferidos por su contenido de variadas figuras decorativas de la misma porcelana de las lámparas, pero el par de elefantes de marfil puro eran sus consentidos, con sus largas trompas entrelazadas y sus tiernos ojos que se miraban enamorados. También había diversas figuras de piedras exóticas que el joven patrón había traído de sus múltiples viajes.

Como toque final, al centro de la gran sala, estaba el fino tapete turco bordado a mano, que Regina tenía la consigna de limpiar con el mayor de los cuidados para no dañar su precioso diseño de flores entrelazadas, que formaban distintas figuras a todo lo largo y ancho de él. Sus increíbles colores iban desde el rojo sangre hasta el vino intenso, combinados con tonos dorados, ocres y verde pardo.

De pronto, su silenciosa contemplación fue interrumpida con brusquedad por la voz chillante y nasal de

su patrona, a quien ese día la habían tirado de la cama, de otra manera no entendía cómo se había levantado antes de las cuatro de la tarde.

―¡Estefanía, querida, qué gusto verte por aquí! No te preguntaré el motivo porque lo sé de sobra. —«Ya apareció el peine», pensó Regina al ver cómo la patrona acudía a recibir a su visita a la que saludó con un par de efusivos besos.

Como cosa rara, doña Andrea sonrió con genuina complacencia de ver a la chica heredera de los de Mendoza y Castilla, con quien pensaba casar a su hijastro, a más tardar en un año, cuando se recibiera de la facultad. A toda costa quería alargar el momento en que Gabriel tomara las riendas de la fortuna y de los negocios que le había dejado su padre, los mismos que ella manejaba a su antojo como la albacea. No podía permitir, por ningún motivo, que su hijastro comenzara a hacer números antes de tiempo. Con este matrimonio, Gabriel tendría que ocuparse de la herencia de su esposa, primero que nada, mientras ella aseguraba su amañada fortuna. Una vez conseguida la meta, pondría en ejecución su plan maestro de escape con su hijo.

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