La pasión dormida

Nuria Rivera

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Diego Luján era de los que pensaban que pocas cosas se hacían por amor. La mayoría de las veces, lo que uno creía que era su deseo no era otra cosa que el deseo de otro.

Impaciente, como todo novio en el altar, dibujó un rictus risueño con el que saludar a aquellos que se le acercaban. En su fuero interno se reía de aquel circo en el que no creía, pero que había aceptado y dejado hacer a su prometida porque era su ilusión y así lo había soñado desde que era una niña. Le quedó claro que el rito religioso, que, si bien su suegra exigió, ella lo había relegado al decir que una boda por la iglesia era mucho más bonita, y pomposa, que una por lo civil y eso lo había convencido. A su lado, Javier, su hermano dos años menor, y Sergio, su mejor amigo, aguantaban estoicos. Agradecía su compañía, aunque sabía que estaban deseando poder irse al bar de enfrente, pero nunca lo dejarían solo. Hacía rato que Asier, el mayor de los Luján, le había enviado un mensaje en el que le decía que a la novia le había dado un ataque de angustia cuando le llevó el ramo. Como un tonto enamorado había tratado de hablar con ella, pero no lo había conseguido. Su amigo le había quitado el teléfono para evitar que la llamara, y también por si este sonaba en mitad de la ceremonia. La chica no se lo perdonaría. Asier regresó sin poder darle mejores noticias. Al final, no había podido seguir el ritual, para el que se había estudiado un pequeño poema, porque ella se había encerrado en el baño y el padre le había dicho que era mejor no agobiarla porque estaba muy nerviosa.

El tiempo pasaba e intranquilo esperaba que la música sonara y le anunciara que su querida novia había llegado y que en unos segundos la vería desfilar por aquel pasillo, engalanado de flores como toda la iglesia, hasta el hartazgo. Pero eso no ocurrió.

No hubo nada en concreto que lo pusiera en alerta. Algunas señales son imperceptibles, pero nos dan una claridad meridiana, y Diego supo, por la inquietud que empezó a sentir no solo en su interior, sino también en algunos bancos destinados a la familia de la novia, que ella no vendría. Después pensó que el hecho de que no hubiese ningún miembro directo de ella en la iglesia debería haberle dado alguna pista. Su buen amigo Sergio se lo confirmó al mostrarle su propio móvil. Ese que le había entregado. El mensaje era escueto: «Lo siento, no puedo hacerlo». La furia se apoderó de él. Diego Luján, que siempre se había caracterizado por ser un hombre tranquilo y educado, se transformó y de la rabia tiró uno de aquellos jarrones cargados de rosas, que se hizo añicos nada más tocar el suelo. Las rosas y el agua quedaron esparcidas entre los trozos de porcelana en aquel altar, como símbolo de un desastre inminente. El cura se atrevió a censurarlo, pero él no lo escuchó. Tampoco fue capaz de mirar a nadie. Salió a grandes zancadas por aquel pasillo que apestaba a flores y huyó como si fuera un reo liberado.

La llamó mil veces y mil veces recibió el mismo mensaje. Su teléfono estaba «apagado o fuera de cobertura».

Casi enloqueció. La buscó en la casa que iban a compartir, por supuesto que no la encontró. Nadie pudo, o quiso, darle razón de ella y dejó de esperar cuando, unas horas más tarde, sentado en el suelo en mitad del salón de la casa de su padre, aceptó la cruda realidad. Lo había abandonado.

Asier se sentía culpable por no poder añadir ninguna información, ya que él la había visto apenas unos minutos. También se sentía engañado porque, tal vez, algo en aquella casa se le había pasado por alto y no había sido capaz de detectarlo.

Sus hermanos y su amigo Sergio acamparon por los sofás. No intentaron convencerlo de nada, tampoco se atrevieron a dejarlo solo. Parecía un muñeco roto. La americana estaba esparcida por el suelo, tirada de cualquier manera. Descamisado y con la corbata desanudada, ofrecía un aspecto hundido.

Lloró de rabia o quizás de dolor y todos los juramentos que soltó se los dedicó a la mujer que lo había humillado, dejado en ridículo y engañado. Miguel Luján, su padre, fue el único que se acercó a hablarle. Se sentó a su lado y lo imitó al recostar su espalda en el sofá. Diego nunca había visto a su padre por los suelos, ni con una copa en la mano, pero aquella vez en una tenía una botella de Chivas y en la otra, dos vasos.

—Pues no estamos tan mal. —Llenó los vasos y le ofreció uno—. Tenemos varias botellas.

Asier, Javier y Sergio se sumaron a la pequeña fiesta y los cinco acabaron con una buena cogorza.

A la mañana siguiente la resaca era considerable. Ni siquiera sabía cómo había llegado a su cama. Se duchó y rebuscó, en la habitación de Javier, algo de ropa con la que vestirse, la suya estaba en el nuevo piso. Cogió unos tejanos y una camiseta. Salió hacia la cocina y allí encontró a sus hermanos y a Sergio.

—No tienes casa, tío —dijo al ver a su amigo, con tono de fastidio.

—Por supuesto, pero aquí os cuidan mejor.

Julia, la hermana de su padre, les servía café y cortaba en trozos una tarta casera que tenía muy buena pinta. Le dio un beso en la cabeza cuando se sentó a la mesa.

—Ayer hablé con el padre de Miriam —comentó Asier, con cautela y lo miró a la espera de su reacción. Él no enfrentó su mirada, no quería volver a derrumbarse—. Dijo que se hacían cargo de los gastos del restaurante. Irán al piso a por sus cosas y se llevarán sus muebles.

—Que se los queden todos y el piso lo pones a la venta —respondió seco.

—¡Joder! Pero si te encanta —alegó Sergio.

—¿No vas a consultárselo? —preguntó Javier, con asombro—. A lo mejor quiere

—Me importa una mierda lo que ella quiera —cortó el tema.

—El piso es de Diego, yo se lo regalé y puede hacer con él lo que quiera —dijo Miguel. Le pasó la mano por el pelo como cuando era un niño y se sentó a la mesa.

—De acuerdo —afirmó Asier—. Mañana arreglaré los papeles y lo pondré a la venta. ¿Y el viaje?

—¿Qué viaje?

—¿Cuál va a ser? El de novios. —De pronto, cayó. Ni siquiera había pensado en eso.

En realidad, no había pensado en nada. Ni en hablar con el cura, disculparse y cancelar la ceremonia, ni en avisar al restaurante donde celebrarían la fiesta, ni al hotel donde iban a pasar su flamante primera noche como marido y mujer. No pensó siquiera en el dineral que se perdía por el camino. En nada, solo en su orgullo herido y en su maltrecho corazón. Por suerte, tenía un padre y unos hermanos que se ocuparon de esas cosas, y un amigo que no lo dejaba solo.

—¿Has olvidado que en dos días salías hacia Mauricio? —se sorprendió su hermano pequeño. Era cierto, no lo había recordado y eso era porque él no quería ir a las islas Mauricio, él quería visitar Nueva York, perderse en Manhattan, recorrer Brooklyn, ver algún musical y visitar el MoMA. Pero, sobre todo, no lo había recordado porque desde el día anterior sentía un agujero en su pecho y en su alma. Miró a su hermano y negó con la cabeza—. Yo me encargo. ¿Cancelo o pospongo?

—Cancela, a ver si tu amiga de la agencia puede recuperar algo No, cambia los billetes y que lo disfrute la tía.

—Es mucho dinero —refutó la aludida, pero él rechazó el comentario con la mano. La decisión ya estaba tomada—. ¿Est

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